martes, 11 de mayo de 2010

La Filosofia Polìtica Moderna 1ra Parte

La filosofía política moderna. De Hobbes a Marx
Atilio A. Boron (comp.)
La filosofía política moderna.
De Hobbes a Marx
Atilio A. Boron (comp.)
Renato Janine Ribeiro, Tomás Várnagy,
Alejandra Ciriza, Marilena Chaui, Edgardo
Grüner, Roberto Gargarella, Miguel Angel
Rossi, Rubén Dri, Grabriel Cohn, Cícero
Araujo, Atilio A. Boron, Sabrina González,
Liliana Demirdjian, André Singer, Inés
Pousadela, Sergio Morresi, Daniel
Kersffeld, Javier Amadeo, Bárbara Pérez
Jaime, Edgardo García.
ISBN 950-9231-47-9
Buenos Aires: CLACSO, abril de 2000
(15,5 x 22,5 cm) 448 páginas
Este libro nos propone recorrer los principales
hitos de la filosofía política moderna. Se ha
convertido en un lugar común afirmar que ésta
se distingue de la filosofía política clásica
porque en la primera la reflexión sobre la vida
política se realiza al margen de todo tipo de
consideración ética o moral. Si en los tiempos
antiguos la indagación sobre la política iba
indisolublemente ligada a una exploración de
carácter moral, con el advenimiento de la
modernidad dicha amalgama se descompone y
el análisis político se independiza por completo
del juicio ético. Esta visión convencional es
peligrosamente simplificadora y, por eso
mismo, equivocada. Lo que efectivamente
aconteció con la filosofía política moderna es
que las preocupaciones éticas del período
clásico pasaron a un segundo plano. Se produjo
entonces una rearticulación entre la reflexión
centrada en el “ser” y aquella encaminada a
desentrañar el “deber ser”, pero de ninguna
manera esto se tradujo en un divorcio entre
ambas preocupaciones.
Esta supuesta disyunción entre una reflexión
centrada en el “ser” y el “deber ser” de la
Indice
Prólogo
Capítulo I
Renato Janine Ribeiro
"Thomas Hobbes o la paz contra el clero"
Capítulo II
Tomás Várnagy
"El pensamiento político de John Locke
y el surgimiento del liberalismo"
Capítulo III
Alejandra Ciriza
"A propósito de Jean Jacques Rousseau.
Contrato, educación y subjetividad"
Capítulo IV
Marilena Chaui
"Spinoza: poder y libertad"
Capítulo V
Eduardo Grüner
"El Estado: pasión de multitudes.
Spinoza versus Hobbes, entre Hamlet y Edipo"
Capítulo VI
Roberto Gargarella
"En nombre de la Constitución.
El legado federalista dos siglos después"
Capítulo VII
Miguel Angel Rossi
"Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant"
Capítulo VIII
Rubén R. Dri
"La filosofía del Estado ético.
La concepción hegeliana del Estado"
Capítulo IX
Gabriel Cohn
"Tocqueville y la pasión bien comprendida"
Capítulo X
Cícero Araujo
"Bentham: el utilitarismo y la filosofía política moderna"
Capítulo XI
Atilio A. Boron
"Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa:
el legado teórico de Karl Marx"
Estudios Temáticos
Sabrina T. González y Liliana A. Demirdjian
"La República entre lo antiguo y lo moderno"
http://www.clacso.org/wwwclacso/espanol/html/libros/moderna/moderna.html (1 of 2) [05/04/2003 02:08:37]
La filosofía política moderna. De Hobbes a Marx
política tiene insoslayables implicaciones
conservadoras que deben ser rechazadas con
total intransigencia. En otro texto de esta
misma colección también compilado por
nosotros, Teoría y Filosofía Política. La
Tradición Clásica y las Nuevas Fronteras
(Buenos Aires: CLACSO/EUDEBA, 1999),
hemos tratado de aportar algunos elementos
críticos del saber convencional y explorado
algunas vías que nos permitirían recuperar y
recrear el valioso legado analítico y axiológico
de la teoría política a la luz de los nuevos
desafíos que nos propone la época actual. Si la
filosofía política fracasara en su intento de
poner fin a la escisión positivista entre “ser” y
“deber ser” corre el riesgo de degradarse hasta
convertirse en una alambicada justificación de
lo existente. Confiamos en que este volumen
aporte algunos elementos valiosos para impedir
tan infeliz desenlace.
André Singer
"Maquiavelo y el liberalismo: la necesidad de la república"
Inés Pousadela
"El contractualismo hobbesiano"
Sergio Morresi
"Pactos y política.
El modelo Lockeano y el ocultamiento del conflicto"
Daniel Kersffeld
"Rousseau y la búsqueda mítica de la esencialidad"
Javier Amadeo y Bárbara Pérez Jaime
"El concepto de libertad en las teorías políticas de
Kant, Hegel y Marx"
Edgardo García
"Espacio público y cambio social. Pensar desde Tocqueville"
© Copyright 1996/2002. Este es un servicio proporcionado por CLACSO,
Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales
Cualquier duda o sugerencia enviarla a: Jorge Fraga, erol@clacso.edu.ar
http://www.clacso.org/wwwclacso/espanol/html/libros/moderna/moderna.html (2 of 2) [05/04/2003 02:08:37]
Prólogo
c Atilio A. Boron
Con la publicación de este libro damos continuidad a un esfuerzo que iniciáramos
hace poco más de un año destinado a promover el estudio de
la filosofía política en la Argentina. La impresionante acogida que tuviera
el primer volumen de esta serie, La Filosofía Política Clásica. De la Antigüe -
dad al Renacimiento (Buenos Aires: CLACSO/EUDEBA, 1999), del cual a estas
alturas se han publicado ya tres ediciones, nos convenció de la importancia de
nuestra iniciativa y de la necesidad objetiva que existe de aportar materiales y antecedentes
que faciliten la labor de todos aquellos interesados en acercarse a la
disciplina. En esta oportunidad hemos compilado un volumen dedicado a lo que
convencionalmente se denomina como “filosofía política moderna”, y que se
aboca al examen de una serie de autores que comienza con Hobbes y concluye
con Marx.
Tal como lo señaláramos en el primer libro de esta serie, la publicación de estos
trabajos de ninguna manera puede ser considerada como un sucedáneo de la
imprescindible lectura de los clásicos. Ningún comentarista, por brillante que sea,
puede reemplazar la riqueza contenida en los textos fundamentales de la tradición
de la filosofía política. El objetivo que nos proponemos con este texto es modesto
pero a la vez útil: proporcionar una brújula que oriente la inevitable navegación
que los jóvenes estudiosos tendrán que efectuar en el océano, por momentos
tormentoso, de la filosofía política moderna. La brújula no es una representación
–mucho menos una síntesis– del mar, sus corrientes y los accidentes marinos, sino
un instrumento que sirve para orientarse en él y para llegar al puerto deseado.
Ése es precisamente el objetivo fundamental de nuestro libro.
11
La filosofía política moderna
Adiferencia del primer texto de esta colección, el actual incorpora la obra de
otros autores latinoamericanos, brasileños para más señas, en un esfuerzo encaminado
a enriquecer la discusión filosófico-política existente en la Argentina con
algunos aportes originados fuera de nuestras fronteras pero dentro del ámbito latinoamericano.
Estamos convencidos de que una reflexión sobre los autores comprendidos
en este libro efectuada desde una realidad tan dinámica como la del
Brasil – sede del mayor partido de izquierda, del sindicalismo más pujante y del
movimiento campesino más formidable de la región– seguramente contribuirá a
refinar algunas de nuestras interpretaciones sobre diversos aspectos de las teorías
aquí analizadas.
Este libro nos propone recorrer los principales hitos de la filosofía política
moderna. Se ha convertido en un lugar común afirmar que ésta se distingue de la
filosofía política clásica porque en la primera la reflexión sobre la vida política se
realiza al margen de todo tipo de consideración ética o moral. Si en los tiempos
antiguos la indagación sobre la política iba indisolublemente ligada a una exploración
de carácter moral, lo que ocurre con el advenimiento de la modernidad es
que dicha amalgama se descompone y el análisis político se independiza por
completo del juicio ético. Esta visión convencional, que encontramos repetida en
numerosos textos y tratados introductorios a la teoría política, es peligrosamente
simplificadora y, por eso mismo, equivocada. Lo que efectivamente aconteció
con la filosofía política moderna es que las preocupaciones éticas del período clásico
pasaron a un segundo plano, no que desaparecieron. Se produjo entonces una
rearticulación entre la reflexión centrada en el “ser” y aquella encaminada a desentrañar
el “deber ser”, pero de ninguna manera esto se tradujo en un divorcio
entre ambas preocupaciones, al menos si consideramos las principales cabezas en
la historia de la filosofía política moderna. Divorcio que, como lo prueba el fallido
intento de Max Weber de elaborar una ciencia social “libre de valores” a comienzos
del siglo XX, está irremisiblemente condenado al fracaso independientemente
del calibre intelectual de sus proponentes. En efecto: ¿cómo entender a
Hobbes sin subrayar el papel central que en su teorización desempeña la obsesiva
búsqueda de un orden que ponga fin al peligro de la muerte violenta? ¿Cómo
dar cuenta de la obra de Locke , Rousseau o Spinoza al margen de sus preocupaciones
sobre la buena sociedad? ¿Cómo comprender a Marx sin reparar en el
papel que en su construcción teórica juega el horizonte utópico de la sociedad comunista?
Esta supuesta disyunción entre una reflexión centrada en el “ser” y el
“deber ser” de la política, verdadero grito de guerra de la ciencia política positivista,
tiene insoslayables implicaciones conservadoras que deben ser rechazadas
con total intransigencia. En otro texto de esta misma colección también compilado
por nosotros, Teoría y Filosofía Política. La Tradición Clásica y las Nuevas
Fronteras (Buenos Aires: CLACSO/EUDEBA, 1999), hemos tratado de aportar
algunos elementos críticos del saber convencional y explorado algunas vías que
nos permitirían recuperar y recrear el valioso legado analítico y axiológico de la
12
teoría política a la luz de los nuevos desafíos que nos propone la época actual. Si
la filosofía política fracasara en su intento de poner fin a la escisión positivista
entre “ser” y “deber ser” corre el riesgo de degradarse hasta convertirse en una
alambicada justificación de lo existente. Confiamos en que este volumen aporte
algunos elementos valiosos para impedir tan infeliz desenlace.
Al igual que su predecesor dedicado a la filosofía política clásica, este libro
es también un proyecto colectivo cuya autoría corresponde a la totalidad de la cátedra
de Teoría Política y Social I y II de la Carrera de Ciencia Política de la Universidad
de Buenos Aires. De ahí mis agradecimientos, una vez más, a sus integrantes
por la dedicación y el cuidado puesto en la preparación de los textos que
aquí se incluyen: Rubén Dri, Tomás Várnagy, Miguel Angel Rossi; y a Javier
Amadeo, Liliana A. Demirdjian, Edgardo García, Sabrina T. González, Daniel
Kersffeld, Sergio Morresi, Bárbara Pérez Jaime e Inés Pousadela. Agradecimiento
que hacemos extensivo a quienes no pertenecen a nuestra cátedra, como
Eduardo Grüner, pero que durante más de diez años formara parte de la misma;
a Alejandra Ciriza, profesora e investigadora de la Universidad Nacional de Cuyo
y el CRICYT de Mendoza; a Roberto Gargarella, de la Universidad de Buenos
Aires y la Universidad Torcuato Di Tella y, por último, a nuestros colegas brasileños
Renato Janine Ribeiro, Marilena Chaui, Gabriel Cohn, Cícero Araujo y
André Singer, de la Universidad de São Paulo, Brasil.
Al terminar la preparación de este libro no puedo dejar de mencionar la nueva
deuda de gratitud contraída con Florencia Enghel y Jorge Fraga, y con Javier
Amadeo, Liliana A. Demirdjian, Sabrina T. González y Miguel Angel Rossi. Los
primeros por su auxilio en la ardua tarea de corrección editorial y diseño y composición
de un libro que quisimos no sólo que fuese excelente teóricamente sino
a la vez bello y prolijo editorialmente. Mi deuda con Amadeo, Demirdjian, González
y Rossi se origina en la invalorable ayuda que me prestaron en toda la fase
de la preparación de este libro y, como si lo anterior no fuera suficiente, por su
participación en la redacción de dos de los capítulos temáticos del mismo. Quiero
también agradecer muy especialmente a Javier Amadeo y a Miguel A. Rossi
por su traducción del trabajo de André Singer al español y por no haber bajado
los brazos en los momentos en que parecía que este proyecto estaba inexorablemente
condenado al fracaso. Por último, quiero también dejar constancia de mi
agradecimiento a Adrián Gurza Lavalle y Karin Matzkin, quienes tradujeron con
idoneidad cuatro capítulos del portugués al español. Sin el entusiasmo y la perseverancia
que todos pusieron en este empeño, sin su inteligencia y dedicación, este
trabajo jamás hubiera visto la luz. A todos ellos mis más sinceros agradecimientos.
Buenos Aires, 22 de marzo de 2000.
13
Prólogo

Capítulo I
Thomas Hobbes o la paz
contra el clero
c Renato Janine Ribeiro*
Hay muchas maneras de iniciar un artículo sobre Hobbes. La más obvia
consistiría en comenzar por el estado de naturaleza, que en nuestro autor
es el estado de guerra de todos contra todos, pasando entonces al
contrato que instituye al mismo tiempo la paz y un Estado fuerte, en el cual los
súbditos no tienen derecho a oponerse al soberano. Otra estrategia residiría en resumir,
sucesivamente, la física, la psicología y la política hobbesianas. Pues evitaré
ambas, ya que una lectura del Leviatán o de El Ciudadano —sin intermediarios—
las supliría con facilidad. Comensare evocando algo que suele ser despreciado,
la religión del filósofo o, para decirlo mejor, el papel que recibe la religión
en Hobbes 1 (Janine Ribeiro, 1999; Hobbes, 1996; Hobbes, 1992).
En las partes III y IV d e l L e v i a t á n, o sea, en la segunda mitad del libro, Hobbes
se dedica a la política cristiana. Para ser exacto, la tercera parte trata del Estado
cristiano, y la última del poder que la Iglesia católica romana pretende ejercer.
Por esto, en la III habla de lo que es correcto y en la IV de lo que a su parecer es
erróneo. Son partes poco leídas de la obra de Hobbes. Generalmente, quien las lee
queda impactado. Hubo y todavía hay reacciones fuertes en contra de las cuasi
blasfemias que nuestro autor dirige contra el papado en la parte IV. Por lo que le
toca, la parte III impresiona al lector con alguna formación cristiana debido a la
15
* Profesor titular de Ética y Filosofía Política en la Universidade de São Paulo (USP), Brasil. Obtuvo el grado de
Maestro por la Sorbonne y el de Doctor en Filosofía por la USP. Es profesor Libre Docente en filosofía por la USP.
Autor de A Marca do Leviatão (São Paulo, Ática, 1978), Ao leitor sem medo (Belo Horizonte, 2a edição, Editora
UFMG, 1999) y La última razón de los reyes (Buenos Aires, Colihue, 1998).
La filosofía política moderna
teología tan heterodoxa que en ella se lee. Seguramente, es este carácter poco usual
de las doctrinas religiosas de Hobbes lo que facilita el considerarlo ateo. De sus
ideas, tal vez la más importante en su teología es la de la mortalidad del alma, que
no pasa de un soplo, y por eso cuando exhalamos el último suspiro se nos va toda
la vida que tenemos. Nada sobrevive. Solamente en el día del Juicio Final seremos
resucitados —de cuerpo entero, porque la carne nada es sin este soplo, ni el soplo
sin la carne— para un enjuiciamiento definitivo. Después, los electos tendrán vida
eterna y los condenados sufrirán la segunda y final muerte.
En realidad, esta tesis es menos impactante de lo que parece. Lo que Hobbes
hace es articular varias tesis que circulaban en los medios religiosos del siglo
XVII. Se trataba de ideas heterodoxas, tal vez heréticas de cara a los poderes establecidos,
pero de vasta circulación en la Inglaterra de la Revolución Civil. De
ellas no se puede inferir un posible ateísmo de nuestro autor. Lo que impresiona
son, en realidad, dos cosas. Primero, que en estas tesis Hobbes se encuentra,
eventualmente, con la “izquierda” de su época. Así, mientras su voluntad de preservar
el orden y su simpatía por la monarquía (cada vez más personal y menos
expresada en las conclusiones de sus obras) lo aproximan a la “derecha”, y su recurso
del contrato y de los intereses como fundamento para la teoría política lo
alejan del derecho divino, situándolo más cerca de una posición republicana, o
sea de un “centro”, es en la religión que nuestro autor más se acerca a lo que podríamos
llamar la “izquierda” de su tiempo.
Hablar de derecha, centro e izquierda antes de la Revolución Francesa —
cuando estos términos adquirieron aplicación política, a partir de la distribución
de los diputados en el recinto de la Asamblea Constituyente— suena anacrónico.
Y en algunos casos lo es. Sin embargo, el conflicto político inglés del siglo XVII
autoriza una lectura bajo tal recorte. Tenemos, a la derecha, los defensores del poder
del Rey y de los Grandes del reino; en el centro, los que los cuestionan a partir
de la pequeña y mediana propiedad o del capital; a la izquierda, una reivindicación
más radical, la de los no propietarios.
Las posiciones políticas que así evoco son aquellas que Christopher Hill se
dedicó a esclarecer a lo largo de su obra de historiador. La gran historia de la Revolución
Inglesa redactada en el siglo XIX, bajo el impacto del presente whig y
del pasado puritano, valoró a los opositores de Carlos I como puritanos, ancestros
de los liberales decimonónicos, pero dejó de lado a los movimientos sociales, a
los radicales en medio de la oposición, aquellos que ponían en tela de juicio a los
dos lados, yendo más lejos que una oposición de propietarios. Solamente Hill, a
partir de su Revolución Inglesa de 1640, escrita para el tricentenario de la misma,
recupera el lugar y el papel de aquellos rebeldes. Entre ellos sobresalen los leve -
llers, niveladores, que quieren una igualdad social, y sobre todo los diggers, excavadores,
o true levellers, verdaderos niveladores, los únicos que proponen la
supresión de la propiedad privada de la tierra cultivada. Pues es en este medio que
16
un leveller, Richard Overton, publica Mans Mortalitie, “La mortalidad del hombre”,
que en mucho coincide con las tesis hobbesianas. En síntesis, la idea de los
mortalistas es que nuestra alma es tan mortal como nuestro cuerpo; no existe una
eternidad de tormentos, ya que la vida eterna está reservada a los buenos, y por
lo tanto sólo puede ser una eternidad beatífica, jamás una inmortalidad de dolores.
No hay entonces Infierno (Hill, 1977; Hill, 1987; Overton, 1968).
El resultado político de esta concepción es bastante claro. Si no hay condena
eterna, si tan sólo existen la salvación eterna o la muerte definitiva, no se perjudica
en nada la recompensa a los buenos, pero se reduce en grandes proporciones
el castigo a los malos. Quien anhela la salvación del alma nada pierde. Empero,
quien le teme a la condena eterna puede renunciar a ese temor. En aquella época,
como mostró Keith Thomas, no eran pocos los que manifestaban escaso interés
por ir al Paraíso pero temían acabar en el Infierno; ahora bien, si este temor pierde
razón de ser, lo que se desprende es una reducción del miedo. Disminuyó con
ello el miedo que se le tenía al clero, detentor de las llaves de acceso al Cielo y
al Infierno. Formulándolo más claramente: de los territorios del Más Allá, lo más
importante es el Infierno. Decía un obispo anglicano —Bramhall, de Derry, Irlanda,
que se involucró en polémicas con Hobbes— que lo peor no es lo que él le hizo
al cielo sino al infierno. Hamlet, en la obra de Shakespeare, menos de 50 años
antes de nuestro autor, medita el suicidio en el célebre monólogo “Ser o no ser”.
Precisamente, lo que le hace soportar los males actuales, en vez de ponerles fin
con “un simple puñal”, es el miedo de aquellas cosas que nos aguardan después
de la muerte, “ese ignoto país” —el Más Allá— “de cuyos confines ningún viajero
vuelve”. Los medievales tenían una cierta noción de lo que habría después
de la muerte; eran publicados relatos de almas del purgatorio que visitaban a sus
parientes, de almas que venían a contar su beatitud en el Paraíso o su sufrimiento
en el Infierno. Con la modernidad, esos viajes cesaron. Se pierde el conocimiento
que aquellos alegaban tener del Más Allá (Thomas, 1971; Shakespeare,
2000; Hobbes, 1839; Janine Ribeiro, 1999).
Se entiende que la izquierda, queriendo reducir el poder del clero anglicano
y hasta el de los ministros presbiterianos, se empeñara en disminuir el Infierno.
Con todo, la misma posición también es comprensible en un autor nada “izquierdista”
como Hobbes. Su problema es eliminar la gran amenaza al poder estatal.
Claro está que sólo una lectura superficial llevaría a creer que el Estado estaba
amenazado por los rebeldes. Quien realmente lo somete a una enorme presión es
el clero. No existe rebeldía sin control de las conciencias. Pensar la revuelta solamente
por el uso de las armas es un equívoco que nada en Hobbes permite. Las
acciones humanas se desprenden siempre de opiniones. Las opiniones gobiernan
a la acción, y ése es un lugar común de la época. Pero con esto no se hace referencia
a opiniones en el sentido de hoy, es decir, un habla explícita, divulgada,
consciente, aunque menos consistente que una teoría. La doxa, como hoy la concebimos,
es un concepto debilitado. Cuando un pensador de inicios de la moder-
17
Thomas Hobbes o la paz contra el clero
La filosofía política moderna
nidad habla de “opinión”, lo que entiende es algo más próximo a nuestro inconsciente
que a nuestra habla. La opinión que alguien tiene, y que rige las acciones,
es una convicción a veces ni siquiera explicitada. Por ejemplo, si alguien cree que
el poder soberano está dividido entre el rey y el Parlamento o que la soberanía,
que cabe al rey, no incluye la representación, que pertenecería al Parlamento, tal
opinión lo hace obedecer a uno o al otro. Pero no se trata necesariamente de una
opinión que una encuesta permitiría constatar. Puede consistir, simplemente, en
ignorar que el “soberano representante” es el monarca. Tener tal opinión incluye
por un lado un poder enorme de la misma, y por el otro un no saber bien de qué
se trata.
Esto queda más claro en un pasaje que es tal vez el más significativo de la totalidad
de la obra hobbesiana. Me refiero a un momento del capítulo XIII del Le -
viatán. Hobbes acaba de explicar por qué ocurre la guerra de todos contra todos:
justamente porque somos iguales, siempre deseamos más los unos que los otros.
De la igualdad deriva una competencia que, ante la falta de un poder estatal, se
convierte en guerra. Así, expresa, “los hombres no experimentan placer ninguno
(sino, por el contrario, un gran desagrado) reuniéndose, cuando no existe un poder
capaz de imponerse a todos ellos”. Ahora bien, Hobbes es consciente de la dimensión
estremecedora de esa tesis radicalmente anti-aristotélica. Estamos acostumbrados
a creer en nuestra naturaleza sociable. Es justamente porque tenemos
esta ilusión, por cierto, que nos tornamos incapaces de generar un mínimo de sociedad:
Hobbes lidia con tal paradoja, que más tarde será retomada por Freud, según
la cual, si queremos tener sociedad, debemos estar atentos a lo que hay de antisocial
en nuestras pulsiones (Freud) o en nuestras posturas y estrategias; si queremos
tener amor, debemos tener noción del odio. No se construye la sociedad
sobre la base de una sociabilidad que no existe. Para que ella sea erigida, es preciso
fundarla en lo que efectivamente existe, es decir, no en una naturaleza sociable,
ni siquiera en una naturaleza antisocial, sino en una desconfianza radicalizada
y racional. Por cierto, construir la sociedad sobre la base de una sociabilidad
inexistente es peor que simplemente no construirla; porque la inexistencia, para
el caso, significa que existe la sociabilidad como quimera, como ilusión, y por lo
tanto depositar la creencia en ella es multiplicar los problemas. Si intento construir
un edificio sin cemento o sin ladrillos, ni siquiera podré levantarlo. No se
construiría nada. Pero en la vida social, si construyo una sociedad con autoengaño,
engendro una potencia interminable de nuevos engaños.
De cualquier modo, Hobbes percibe que acaba de enunciar la más impactante
de sus tesis. Por eso, rápidamente introduce a su lector como personaje del texto;
en un recurso rarísimo en su obra y en su tiempo transforma a este discreto
asociado —que somos nosotros, o por lo menos sus contemporáneos— en destinatario
explícito de su discurso. Y le pide a cada lector (“él”: es interesante que
no use la fórmula obvia, “you”, vosotros o usted; he aquí una manera de mantener
todavía la distancia con quien lo lee) “que se considere a sí mismo”, cuando
18
cierra las puertas y hasta los cajones en su casa: “¿Qué opinión tiene, así, de sus
conciudadanos, cuando cabalga armado; de sus vecinos, cuando cierra sus puertas;
de sus hijos y sirvientes, cuando cierra sus arcas?” (la cursiva es mía). Aquí
hay dos puntos a resaltar. Primero: el pasaje es estratégico en la obra. Hobbes acaba
de pronunciar aquello que, en su época y posiblemente en la nuestra, más contraría
las convicciones aceptadas sobre la naturaleza humana. Como observa Leo
Strauss, Hobbes y Spinoza son los dos primeros pensadores que contrarían la tesis
de que la sociedad efectúa la realización de la naturaleza humana; en cambio,
entendieron que la vida en sociedad va en contra del eje de nuestra naturaleza.
Aquí Hobbes requiere dirigirse al lector porque está obligado a reconocer que dice
algo poco aceptable. Más que eso, necesita suspender el protocolo usual del
texto filosófico —que consiste en afirmar lo que se cree verdadero con tal énfasis
que se hace necesario extirpar ese vestigio de la retórica, esa memoria de la
persuasión que es la presencia del interlocutor, para el caso, el destinatario— porque
la simple enunciación de lo que sería cierto o correcto no basta. Si Hobbes
no se dirigiese a su lector, el texto probablemente decaería en la lectura: es de
imaginarse que muchos lectores cerrarían aquí el libro, considerando sus tesis nada
más que absurdos no merecedores de atención (Strauss, 1971, cap. V; Hobbes,
1996).
El segundo punto: la opinión aquí referida —la del lector— no es consciente.
El lector que usa llaves en su casa no sabe lo que significa ese uso o, mejor dicho,
no sabe qué opinión tiene. Hobbes no necesitaría identificar y tratar de persuadir
a tal destinatario si tan sólo reiterase lo que éste último ya sabe. Si la deferencia
al lector se impone, es porque él mismo no sabe lo que hace o cuál es su
propia creencia. Existe por lo tanto un doble juego con el lector. Por un lado, alcanza
la dignidad de ser incluido en la obra, como quien la puede avalar y darle
continuidad. Por el otro, y contraponiéndose a esta promoción hobbesiana del lector,
éste es delicadamente advertido de que no extrae las consecuencias o los supuestos
de su acción. No sabe en qué cree. Desconoce su propia opinión. Ésta se
infiere mejor de los actos que practica. Es por ahí que la opinión adquiere dos trazos
que más tarde distinguirán el inconsciente freudiano: ella es desconocida por
quien la tiene, y justamente por eso lo gobierna en gran medida. Esta composición
hecha de auto-desconocimiento y de simétrico poder es lo que marca tanto
la opinión hobbesiana como el inconsciente freudiano.
***
Nuestro paréntesis con respecto al papel de la opinión en la filosofía hobbesiana
es explicable: si ella no es visible, si ni yo sé en qué creo, se hace necesario
un largo recorrido en torno a lo que produce las creencias 2. Si Hobbes fuese
un autor del siglo XIX o inclusive del XX, posiblemente hablaría sobre la producción
de ideología. Si fuese un pensador de la segunda mitad del siglo XX, pro-
19
Thomas Hobbes o la paz contra el clero
La filosofía política moderna
bablemente hablaría de los medios de comunicación. A su modo, realizó una cosa
próxima, pues mostró cómo se engendra el error, pero un error diferente en sus
alcances de aquél que su contemporáneo Descartes criticaba en sus Meditaciones
Metafísicas (Descartes, 1968).
El error cartesiano es muy grave porque afecta a todo nuestro conocimiento
del mundo, al punto de que estaríamos —¿quién sabe?— tratando con apariencias
y no con las cosas como son; y de esto llega Descartes inclusive a plantear
la posibilidad de que tal gigantesco mundo falso a nuestro alrededor sea obra, no
de Dios, sino de un genio maligno. Con todo, el error visto por Hobbes es todavía
más grave. Cuidadosamente, ya estando dentro de la moral provisional, Descartes
evita que el error desborde hacia la acción. Cuando decide proceder a la
duda hiperbólica y sistemática, que es uno de los emprendimientos más audaces
que ya ocurrieron en filosofía, resguarda de ella todo lo que se refiere a la acción
individual o política, o sea, todo lo que afecta a la ética de las acciones, al respeto
al trono y al altar. Para Hobbes se trata de otra cosa: todo el problema está en
la desobediencia al soberano. Cuando él habla de error, es siempre debido a los
efectos que éste podría causar en los actos humanos y en el orden social. Por eso,
el error hobbesiano se propaga extraordinariamente: devastará a todo el Estado,
al mundo entero, no sólo como objeto de conocimiento, sino alcanzando su propia
condición de existencia en tanto que espacio de convivencia humana.
Cuando se habla de opiniones que causan disidencia o revuelta, éstas son
enunciadas como una serie de concepciones acerca de dónde está legítimamente
el poder. Se trata de una secuencia de proposiciones sobre el poder y su ubicación.
Entonces, a primera vista tendríamos como causa de la revuelta un discurso
equivocado de filosofía del derecho o de filosofía política. No obstante, una
lectura más atenta del conjunto de la obra demuestra que el descontento con el
poder legítimo —que no es necesariamente el del rey, ya que Hobbes también
acepta la aristocracia y hasta la democracia, aunque debe ser un poder consistente,
soberano, todo él invertido en las manos de un solo hombre, de un solo grupo
o aún del conjunto de todos— proviene en último análisis de un manejo de las
conciencias por un sujeto oculto y opuesto al Estado. En otras palabras, la revuelta
no surge tan sólo de la ignorancia o de una desobediencia generalizada. No sucede
por casualidad. La ignorancia de los súbditos y la desatención del gobernante
solamente resultan incendiarias cuando la chispa es producida por ese escondido
sujeto de la política, ese sujeto de patente ilegitimidad: la casta sacerdotal.
El error cartesiano podía ser una suma mal hecha; el error hobbesiano es un equívoco
devastador en su operación destructora de la sociedad y es causado por una
voluntad subversiva, sistemática, a saber, la del clero. Éste ocupa en el pensamiento
de Hobbes el lugar que correspondería al genio maligno o al gran embustero
en la filosofía de Descartes.
20
***
Contra el clero se juntan, así, la preocupación popular, en el sentido de cohibir
el chantaje eclesiástico contra la disidencia, y la preocupación hobbesiana,
empeñada en eliminar la hipoteca clerical sobre el poder del Estado. Aunque esa
“alianza” hobbesiano-popular sea muy coyuntural, y no impida a nuestro filósofo
criticar en el Behemoth 3 a los predicadores disidentes, el hecho es que, por lo
menos en parte, la religión hobbesiana se aproxima a la izquierda más que a la
derecha o al centro. Esto, porque tanto la derecha anglicana como el centro presbiteriano
quieren controlar las conciencias y para ello se valen de la Iglesia, de alguna
Iglesia, como brazo armado, mientras que Hobbes teme que ese brazo se
vuelva contra el Estado, y la “izquierda” no quiere tal tipo de represión (Hobbes,
1969).
Pese a lo anterior, esa convergencia aparentemente antinatural entre Hobbes
y la izquierda —aquella izquierda que conocemos básicamente gracias a Christopher
Hill— nos deja todavía un puzzle. Sería un error suponer que la religión
de Hobbes fuera de izquierda, su simpatía partidaria de derecha, y su base política
de centro. Tal recorte sería equivocado, primero porque su religión es heteróclita.
Veamos uno de sus trazos fundamentales: la doctrina de las cosas indiferentes
o adiaphora, que está sobreentendida a lo largo de su obra 4. Ella significa que,
en sí mismas, las cuestiones por las cuales las personas se matan en materia religiosa
son, en su mayor parte, indiferentes a la salvación. Un ejemplo utilizado habitualmente
es el de las vestimentas o el de los rituales. Da lo mismo que la mesa
de comunión, como la llaman los radicales, esté en el centro del templo o que
quede —bajo el nombre más solemne de altar, preferido por los conservadores religiosos—
en una punta de la iglesia, sobre un estrado. Los dos partidos se dividen
acerca de este punto, entendiendo —con razón— que la mesa en el centro indica
que el sacerdote no pasa de un primus inter pares, al paso que el altar en posición
privilegiada le atribuye autoridad sobre la congregación. De ahí que los radicales
prefieran una cierta igualdad entre el ministro religioso y sus fieles, al paso
que los conservadores optan por la superioridad del clérigo sobre los legos.
Pero Hobbes no piensa así, siguiendo un linaje que posiblemente provenga
de Erasmo y de Melanchthon, y que por lo demás corresponde muy bien a las
ideas del primer Cromwell, Thomas, ministro que condujo a Enrique VIII a la Reforma
protestante. Es poco lo que se necesita para la salvación —fe y obediencia,
afirma Hobbes— y todo lo demás no pasa de puntos requeridos para la buena policía
de los Estados, no afectando en nada al eje de la creencia en Dios. Por eso
la disposición de los objetos o de las personas en el templo, e inclusive la mayor
parte de los artículos de fe, poco importa en sí misma. Seguiremos al respecto lo
que el Estado mande.
21
Thomas Hobbes o la paz contra el clero
La filosofía política moderna
La idea de las cosas indiferentes tiene, así, un doble papel. Por un lado, se vacía
la verdad última de esos artículos de fe, rituales o vestimentas. No son verdaderos
ni falsos. La teología se reduce, en gran medida, a la liturgia. Por otro lado,
se determina que se obedezca a los artículos de fe, más no por su contenido, sino
por su forma o función. El contenido es indiferente, pero la forma permite regular
el servicio religioso. Bajo una comparación pertinente, es como las leyes de
tránsito: poco importa que adoptemos o no el sentido de circulación inglés; pero
de cualquier forma, manejar del lado derecho o del izquierdo no puede quedar al
arbitrio de cada uno. La ley que nos ordena manejar por la derecha es arbitraria,
pero debemos seguirla porque nos salva la vida. Lo que importa no es el contenido
de lo que el gobernante, lego o religioso decidió, sino el hecho de que haya
decidido algo; ese formalismo de las decisiones trae como resultado que todos
nosotros renunciemos a discutir lo que es mejor o peor, especialmente en una materia
tan controvertida e irresoluble como la de la salvación del alma.
Suponiendo que las cosas sean indiferentes, Hobbes sigue una vía media en
materia religiosa. No es radical ni laudiano: las dos alas extremas de la política
religiosa leen en cada rito o vestimenta toda una doctrina, que juzgan como verdadera
o falsa, divina o herética 5. Hobbes, al contrario, vacía de significado los
ritos, las vestimentas y buena parte de las doctrinas. Nada de eso remite a un referente
sacro. Ninguna práctica en el templo, ni la mayor parte de las creencias
propias, va más allá de señalar —indirectamente— nuestra obediencia al poder
existente, a los powers that be, al Estado. Con esto se instaura la paz en el Estado.
Por este lado nuestro autor se afilia al partido del orden. Pero esa paz no se
establece como le gustaría al partido del orden: gracias al derecho divino, a la
alianza estrecha del trono con el altar o al miedo abundantemente inculcado en
las conciencias. En vez del derecho divino y del origen del poder estatal derivado
directamente de Dios, Hobbes recurre al interés de vivir a salvo del miedo de
la muerte violenta y al contrato como fundación del poder. En vez de un condominio
entre la espada y el báculo, nuestro autor subordina el clero al soberano,
que porta más rasgos seculares que religiosos. Él anexa la religión y el clero, pero
bajo la primacía de un Estado que se irá laicalizando a lo largo del tiempo. Finalmente,
a pesar de toda una tendencia a leer Hobbes como defensor del miedo,
su proyecto estriba en regularlo, excluyendo sus excesos, su desmesura, el pavor
que podemos tenerle a los tormentos eternos con los que el clero chantajea tanto
a nosotros como a los príncipes. Existe un temor legítimo que sentimos con relación
al soberano, pues legalmente nos puede castigar, y existe un pavor ilegítimo,
que es fruto del chantaje clerical.
***
Continuando acerca del clero: un pasaje bastante conocido de la obra hobbesiana
es la frase que prácticamente abre la Parte II del Leviatán, ahí donde el fi-
22
lósofo dice que “Covenants without the Sword are but Words”, los pactos sin la
espada no pasan de palabras. Esta frase, al ser mal comprendida, causó muchos
errores. El error consiste en pensar que, al no existir la espada de la justicia, es
decir, el Estado en tanto que poder punitivo (lo que es la esencia de su poder),
ningún compromiso que firmaran los hombres tendría validez. Esto provoca un
problema lógico, que sería muy serio si no fuera tan sólo aparente: ¿cómo tendrá
valor el primer contrato de todos, aquel que crea y funda el Estado, si —por obvias
razones— cuando es firmado no existe aún la espada del soberano para garantizarlo?
Mientras el Estado no exista, ningún pacto tendrá valor porque él no
puede forzar su cumplimiento, pero como el propio Estado nace de un pacto, lógicamente
nunca podrá comenzar a existir. Sería preciso contar con la espada del
soberano antes de que exista el Estado; pero entonces, ¿cómo pensar la fundación
del Estado?
La solución para tal dificultad radica en mostrar que ésta apenas es aparente.
En realidad, existen pactos que valen aún cuando no hay un poder estatal. En síntesis,
no valen los pactos con relación a los cuales es razonable y racional suponer
que podrían ser violados por la contraparte. Valen aquellos para los cuales no
tiene base tal desconfianza. Literalmente, Hobbes dice que “tanto (either) cuando
una de las partes ha cumplido ya su promesa, o (or) cuando existe un poder
que le obligue al cumplimiento”, “no es contra razón” mantener la palabra dada6.
Cuando no existe el poder del Estado, solamente merece descrédito el pacto en el
que ninguna de las partes cumplió ya lo que debería hacer.
Imaginemos los tres casos posibles. El primero es un contrato en el que las
dos partes rápidamente cumplen lo que deben hacer, cuando por ejemplo doy con
una mano una manzana y con la otra recibo una pera. Aquí no cabe la desconfianza,
simplemente porque no hay futuro. El contrato —para el caso, la forma jurídica
correspondiente al hecho del intercambio— se consumó en el presente.
En un segundo caso, doy a otra persona, digamos, pieles de cuero, contra su
promesa de que mañana me traerá un abrigo. Aquí cumplo de inmediato mi parte,
pero el otro solamente lo hará en el futuro. Este contrato se basa en mi confianza
en la otra persona. Todo indicaría que, en el estado de naturaleza, tal tipo
de acuerdo estaría completamente fuera de lugar. Veremos, sin embargo, que es
exactamente lo contrario.
El tercer caso consiste en que prometa al otro traerle mañana el cuero, cuando
él también me entregará el abrigo. Aquí los dos estamos igualados, como en
el primer caso, pero con la –significativa– diferencia de que, en cuanto antes solamente
había presente, ahora solamente hay futuro. En cuanto allí la confianza
era innecesaria, aquí resulta imperativa.
¿Cómo se coloca Hobbes frente a estos tres casos? El primero mal merece su
atención. Su pronta ejecución práctica nos dispensa de cualquier problema jurí -
23
Thomas Hobbes o la paz contra el clero
La filosofía política moderna
dico. Pero lo interesante es que, al contrario de lo que le parecería a un lector
apresurado, Hobbes valida el segundo modo aunque no exista Estado, e invalida
el tercero a menos que haya un poder común. La razón es simple, y por cierto
arroja luz sobre lo que es el estado de naturaleza hobbesiano. Vamos entonces a
ese caso.
En el mencionado capítulo XIII del L e v i a t á n, Hobbes explica que existen tres
causas de guerra. La primera ocurre por “beneficio”, cuando deseamos aquello que
otro posee: “si alguien planta, siembra, construye o posee un lugar conveniente, cabe
probablemente esperar que vengan otros, con sus fuerzas unidas, para desposeerle
y privarle, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida o de su libertad”.
La segunda es un despliegue de la primera: como de lo anterior s u rge una “desconfianza
mutua, ningún procedimiento tan razonable existe para que un hombre se
proteja a sí mismo, como la anticipación”, o sea, una defensa por medio del ataque.
Como no sé quién competirá conmigo, ataco preventivamente a todos los que puedan
venir a hacerme mal. Es ésa la causa que generaliza la guerra.
Insistamos en estas dos causas. La primera considera las cosas como objetos
de deseo: “si dos hombres desean la misma cosa, y en modo alguno pueden disfrutarla
ambos, se vuelven enemigos”. No es que las cosas sean escasas en el mundo:
el argumento de la carencia, que obviamente cesaría en su validez tan pronto
como la prosperidad o la abundancia reinasen en el mundo, no aparece en Hobbes.
Basta que dos de nosotros deseemos la misma cosa. El deseo, lo sabe muy bien
Hobbes, no se inclina ante una proporción razonable que exista entre las cosas disponibles
y las necesidades humanas: nos podemos matar por aquello que n o n e c esitamos.
Más que eso, la primera causa considera las cosas desde el punto de vista
del sujeto d e s e a n t e. El ejemplo que Hobbes propone es el del desposeído que
codicia el bien del dueño o propietario industrioso (nótese, de pasada, que hasta en
el estado de naturaleza puede él dar un ejemplo de propiedad, o cuasi propiedad,
j u s t a m e n t e porque no existe el estado de naturaleza como una substancia cerrada
y localizada: lo que Hobbes presenta es la “condición natural de la humanidad”, la
condición a la cual todos tendemos, en sociedad o no, bajo un poder común o no,
tan pronto como ese poder común falla o se desmoro n a). De aquí que el estado de
naturaleza no sean los otros; somos nosotros mismos, una vez que el Estado se resquebraja.
Como dice Christopher Hill, el estado de naturaleza hobbesiano es la sociedad
burguesa “sin la policía” (Hill, 1990: p. 271).
Por lo tanto, a pesar de que la primer causa de guerra es muy fuerte por el papel
que le confiere al deseo, ella no resulta generalizable. Su principal función,
me parece, es la de introducir y justificar la segunda causa: la de la desconfianza
de quien tiene en relación a quien no tiene. Como en la primera causa el no tener
es identificado con el desear lo que los otros tienen, los have comienzan a disponer
de una lente que justifica su temor de que los have-not los ataquen, y por eso
mismo legitima su ataque preventivo contra éstos últimos.
24
En un primer momento, pues, la guerra se desataría movida por el deseo de
los que no tienen contra los que tienen. Vamos a llamar “A” al deseante que ataca.
En un segundo momento, la guerra se amplía, movida por la razón de los que
tienen contra los que no tienen. Llamaremos “B” a aquél que desconfía. Inicialmente,
la guerra es vista desde el ángulo “popular”, el de los desposeídos: de abajo
para arriba. En este plano, ella es deseo. Pero en su despliegue la guerra pasa
a ser considerada racionalmente: es razonable que el que posee ataque a su posible
ladrón o asesino. Claramente, Hobbes hace más suya la mirada de la segunda
causa que la de la primera. Al tratar aquélla, era apenas descriptivo; aquí, concluye:
“Por consiguiente siendo necesario, para la conservación de un hombre, aumentar
su dominio sobre los semejantes [por el cual quien tiene ataca a quien no
tiene con el propósito de anticipar la posible agresión de éste], se le debe permi -
tir” (las cursivas son mías) (Hobbes, 1996, cap. XIII: p. 101).
Llegamos al siguiente punto. Si Hobbes rigiera la guerra por la primera causa,
estaría diciendo que todos deseamos todo y que ésa es la razón de que el ser
humano, movido por una psique egoísta, interesada y agresiva, ataque a los otros.
Su tesis sería la de que tenemos o somos n a t u r a l e z a, y ésta es b e l i c o s a. No obstante,
si él considera sobre todo la segunda causa, y la primera sólo funciona como
puente para llegar a ella, cualquier afirmación sobre una belicosa naturaleza
humana es innecesaria y equivocada. Basta afirmar, y tiene más fuerza, que disponemos
de razones más que suficientes para desconfiar los unos de los otros. Es esto,
por cierto, lo que él pregunta a su lector: no si desea todo lo que los demás poseen,
sino si desconfía de todos los otros, hasta de los criados y familiares (el error
de Macpherson consistió en dar toda la fuerza a la primera causa —adquisitiva,
posesiva— y con ello dejar de considerar la segunda, que piensa a la sociedad en
términos de re l a c i o n e s de desconfianza, espontáneas, o de confianza, construidas).
Ahora bien, si desplazamos el eje de la primera causa a la segunda, significa que
el conflicto, por lo menos en esencia, está ligado a que yo tenga razones para desconfiar
del otro, que me atacará. Si hubiera una situación, aún sin la existencia del
E s t a d o, en la cual yo n o tuviera elementos razonables para sospechar del otro, no
habría razón para que lo agrediera (Macpherson, 1970: cap. II).
Tal situación existe: es la del segundo caso arriba tratado, cuando en la negociación
entre dos partes la primera hace lo que debe de inmediato, al firmar el
pacto, mientras la segunda —y solamente ella— tiene el tiempo futuro para cumplir
lo que prometió. Así, la primera parte no tiene por qué desconfiar, porque ya
hizo todo lo que debía, mientras que la segunda no tiene razones para sospechar,
exactamente porque trata con alguien que confió en ella. Es por esto que, aún no
habiendo Estado, mediante esta forma se inscriben en la inmensidad del estado
de guerra algunos oasis de contratos puntuales, aquellos que es posible firmar y
necesario cumplir.
25
Thomas Hobbes o la paz contra el clero
La filosofía política moderna
Es posible entender el contrato hobbesiano, de institución del Estado o de adquisición
de dominio, a partir de tal modelo. Cuando por ejemplo el vencedor en
la guerra decide no matar al prisionero siempre y cuando éste le obedezca, el vencedor
le está dando la vida (ya, de inmediato) y el vencido le promete obediencia
total en el futuro. Cuando la madre adquiere dominio sobre su niño, es porque le
da la vida (ahora, de pronto), y por lo tanto es correcto que el hijo le prometa obedecer.
Cuando finalmente todos firmamos el pacto gracias al cual se instituye el
Estado, cada uno de nosotros está cediendo algo en el acto (el derecho a todas las
cosas que antes disfrutábamos), y así retira ante todos los demás las razones para
la sospecha recíproca. Lo que resulta absolutamente brillante en este caso es
que el contrato de todos con todos hace que cada uno ocupe las dos posiciones,
la de quien desconfía (B) y la de aquél de quien los otros deberían desconfiar (A).
Cada uno (A), cediendo de inmediato, retira a los otros (los B) la razonabilidad
de cualquier sospecha sobre él. El carácter simultáneo de la operación hace que,
siendo todos A y B, la guerra encuentre su fin.
Lo que pretendí mostrar es que a fin de comprender tal procedimiento no es
necesario introducir un elemento externo al orden jurídico, que sería la espada del
Estado como garante del contrato que precisamente da nacimiento al mismo. Sin
duda, en el orden de las cosas, en la práctica o en el mundo de facto, es el afilado
poder de la justicia y de la guerra el que conserva la paz. Pero en la fundamentación
jurídica él no es posible, porque el Estado no existe, ni tampoco necesario.
***
¿Qué es lo que significa entonces la famosa frase sobre los “Covenants”, que
sin la espada no pasan de palabras? En rigor, y para usar el término jurídico, quiere
decir que es necesario vestir la promesa. El compromiso “desnudo” de nada
sirve. Hay varios modos de vestirlo, de darle consistencia. Entre ellos, el más
simple consiste en confiar a la fuerza pública su cumplimiento: el afilado poder
de ésta asegura que la palabra dada se convierta en acto. Pero vimos que aquél
supone la existencia del Estado. Otra posibilidad en la cual nos detuvimos es que
el pacto debe ser cumplido cuando la parte beneficiada por la confianza ajena no
cuenta con razones para desconfiar de la otra. El punto en el que deseo insistir es
que no se puede leer la frase sobre los “Covenants” desde un punto de vista “militarista”,
en el cual la clave de las relaciones de contratación estaría en la espada,
sin la cual tendríamos apenas, parafraseando a Hamlet, “palabras, palabras,
palabras”. ¡En la propia obra de Shakespeare es de palabras que todo está hecho!
(Shakespeare, 2000).
Nuestra cuestión, volviendo al clero, es que éste usará palabras, y solamente
palabras, para conquistar un poder mayor que el de la propia espada. Una vez
más, la comprensión superficial de la frase sobre los “Covenants” induce al error
26
en lo que se refiere al principal problema hobbesiano, el de la guerra civil suscitada
por clero. Veamos entonces la mayor de las realizaciones de las que el clero
fue capaz: la guerra civil inglesa. Hobbes se referirá a ella en una obra posterior
a la Restauración, el Behemoth.
***
¿Por qué un filósofo como Hobbes, que se pasó buena parte de su vida criticando
las metáforas, figuras e imágenes, y más aún, responsabilizándolas por la
subversión y por la guerra civil, da a dos de sus obras títulos que evocan monstruos?
A primera vista, tendría mayor sentido que utilizara títulos puramente denotativos,
de los cuales la alusión, lo figurativo y la imagen estuvieran ausentes.
Eso, por cierto, es lo que Hobbes hizo con total éxito en Del ciudadano, en 1642.
Y la cuestión es aún más curiosa en la medida que los comentadores no encuentran
fácil descifrar lo que él quiso decir de la política con los dos monstruos. Es
verdad que sobre el Leviatán se llegó a un razonable consenso: Hobbes escogió
el monstruo citado en el Libro de Job porque reina sobre los hijos del orgullo, y
nosotros humanos somos antes que nada movidos por nuestra vanidad, por la vana
noción que tenemos de nuestro valor; es ésta, por cierto, la tercera causa de la
guerra generalizada entre los hombres, de la “guerra de todos contra todos”7. ¿Pero
por qué mientras un monstruo bíblico designa el posible y necesario poder sobre
los hombres vanos, el otro apunta hacia la desagregación de todo el poder en
las manos del clero?
No es clara la razón de que se haya escogido el Behemoth bíblico en vez del
igualmente veterotestamentario Leviatán 8. Pero podemos sugerir al menos una
hipotética respuesta. Primero, Hobbes insinuaría que vivimos entre dos condiciones
monstruosas, la de la paz bajo el gobierno absoluto (o mejor, el gobierno de
un soberano) y la de la guerra generalizada, esto es, el conflicto intestino que
arroja al hermano contra el hermano. La guerra de todos contra todos es en realidad
la guerra civil, peor que cualquier otra porque en la guerra externa puede haber
una productividad, una positividad: después de todo, Hobbes es mercantilista
y para esta escuela económica la guerra extranjera puede servir de excelente
medio, incluso mejor que el propio comercio externo, para acumular un superávit
en metales preciosos. Ya se dijo a propósito del mercantilismo que la guerra
es la continuación del comercio por otros medios. En el conflicto doméstico, en
cambio, no hay productividad: solamente destrucción. Él es la potencia de lo negativo.
Sin embargo, a pesar de que la destitución de toda referencia constante y la
universalización de la desconfianza componen una condición monstruosa, su superación
pasa igualmente por una monstruosidad, la del poder pleno conferido a
una persona o soberano 9. Existe algo de monstruoso en el poder del Estado, pri-
27
Thomas Hobbes o la paz contra el clero
La filosofía política moderna
meramente en sentido literal, por ser algo que salta a la vista, un prodigio o una
cosa increíble que se muestra con el fin de impresionarnos; también porque sobre
su acción campea un elemento no condicionado de temor, imprevisto e imprevisible,
que puede convertirse en terror. Hobbes habla de f e a r y de a w e, que no designan
un miedo desmedido, sino un respeto, una reverencia, un temor que tiene su
razón de ser. Su soberano no es un déspota, un sultán que gobierna mediante el pav
o r, pero el hecho de haber escogido a un monstruo para representar ese poder,
ayudó a la fortuna crítica a pensarlo mediante la desmesura, la plenitud de mando
desbordada, a veces incluso hasta el punto de infundir un miedo irrestricto.
En segundo lugar, específicamente en el Behemoth, la guerra de todos contra
todos no es tan sólo una condición en la que no tenemos certidumbre de que el
otro cumpla los pactos que firmó y en la que atacarlo es por consiguiente la mejor
línea de acción a seguir, como afirma Hobbes en el Leviatán. El capítulo XIII
del Leviatán describe una situación de guerra, como antes lo hicieron los capítulos
I de De Corpore Politico y de Del ciudadano, y señala sus causas. Pero, curiosamente,
es el Behemoth, libro de menor pretensión teórica, el que muestra con
precisión cómo y por qué se produce la condición de guerra: el clero es su causante.
La guerra de todos no es una simple hipótesis para servir de contrapunto o
coartada a la paz instaurada por el poder soberano. Ella es producida en primer
lugar por la palabra desmedida que finge detentar las llaves de acceso a la vida
eterna. Aún cuando el poder del gobernante es fuerte, resulta sin embargo un poder
apenas laico, únicamente racional, si no va más allá de lo temporal y no controla
también lo espiritual. Los diversos cleros, al pretender un acceso propio a
las cosas espirituales, imponen un límite decisivo a la autoridad del soberano. Por
ello éste no puede ser laicizado en los términos en que hoy lo concebiríamos. Es
preciso que él sea un poder temporal y espiritual, como se lee en el título completo
del Leviatán, que es “Leviatán o la materia, forma y poder de una Repúbli -
ca Eclesiástica y Civil” (república, claro, en un sentido que es más el de Estado
en general que el de la forma de elección de sus gobernantes; pero lo que yo quiero
subrayar es el papel religioso, tanto como temporal, de ese Poder).
Al contrario de lo que un lector de nuestro tiempo podría imaginar, el poder
más fuerte no es necesariamente el de la espada visible, el gladius de la justicia
y de la guerra que el soberano (lego) empuña, sino el de una espada invisible, la
de la fe y la religión. Si el gobernante que juzga de manera visible y a los ojos de
todos puede infligir la muerte física, el clero blande la amenaza de la muerte eterna
al mismo tiempo que nos hace ver anticipadamente una eternidad en el paraíso.
Esta mezcla de promesa y amedrentamiento puede ser más eficaz que el instrumental
desencantado con el que el poder lego intenta controlar las conductas.
La frase sobre el carácter vano de los pactos sin la espada no debe hacernos olvidar
que la palabra (ya no el “covenant” político o comercial, sino la prédica religiosa),
conforme sea utilizada, puede detentar una fuerza mucho mayor que la de
la propia espada. Es esta palabra descontrolada sobre el Más Allá, o mejor, esta
28
palabra controlada por el clero, el gran peligro contra el cual escribe Hobbes, como
ya lo argumenté en Ao leitor sem medo. De ahí deriva la importancia del Be -
hemoth: en él se percibe que la condición de guerra generalizada, el conflicto doméstico,
resulta sobre todo de las maquinaciones del clero.
Hemos visto que la desconfianza hobbesiana vale en contra de cualquier clero.
Hobbes concentra sus ataques en los presbiterianos, pero no exime a los católicos
romanos, aunque éstos fueran fieles al rey Carlos, coincidiendo con el filósofo
en la simpatía por la monarquía Estuardo. Peor aún: los responsabiliza porque
constituyen la matriz del poder alternativo, del poder subversivo al que en la
Parte IV del Leviatán llama “el reino de las tinieblas”. La propia Iglesia Anglicana,
que en Carlos I tendrá su primer mártir —y quizás el único, al menos en territorio
inglés—, jamás recibe de su parte palabras tiernas. Todo el clero, es decir,
cualquier categoría de persona que se especialice en las cosas espirituales,
tiende a reivindicar un acceso directo a lo divino. Mejor sería que los propios gobernantes,
reputados como legos, ejercieran igualmente un ministerio religioso:
quedaría claro así que todo el poder está unido. Se evitaría la división del poder,
que engendra una contradicción interna altamente peligrosa.
Pretendí sostener un punto al cual el Behemoth contribuye decisivamente: la
guerra de todos contra todos no es simple desorden, no es mera carencia de orden.
Es producida por la existencia de un partido al interior del Estado. El conflicto
intestino no resulta de la quiebra del Estado. No es efecto de una falla o falta.
Es consecuencia de la acción de un contra-poder que se mueve en las sombras,
el contra-poder de un clero desobediente. Todo clero tiende a ser desobediente.
***
El problema de muchas lecturas de Hobbes reside en su anacronismo: proyectan
en el filósofo problemas que no fueron suyos, y que difícilmente podrían
serlo. Es el caso de la discusión, tan común en determinado momento, sobre el
carácter burgués o no de nuestro autor. No es que ese debate fuera impertinente,
pero le confería demasiada importancia a un aspecto de su pensamiento del cual
es posible que el propio filósofo tuviera muy poca noción. Su problema crucial
en relación a los actores políticos y sociales de su tiempo no residía en los capitalistas,
sino en los eclesiásticos. El clero, y no el capital, es el gran actor contra
el que trabaja Hobbes. Es necesario identificarlo, para lo cual debemos evitar el
anacronismo.
Pero no todo anacronismo está fuera de lugar. Ciertos puentes que lanzamos
entre los tiempos pueden ser útiles. Arriesguémonos en uno: el clero, en el siglo
XVII, es como un medio de comunicación de nuestro tiempo que se hubiera apropiado
del Más Allá. Imaginemos —podría no ser necesario un excesivo esfuerzo
para ello— una red de comunicación de masas que, para completar su poder, pro-
29
Thomas Hobbes o la paz contra el clero
La filosofía política moderna
metiera a sus oyentes la salvación y amenazara a los desatentos con la muerte
eterna. Este doble papel es el de los medios de comunicación del siglo XVII, el
clero: por un lado asegura las comunicaciones, informando y predicando; por el
otro, sanciona con los mejores premios y los peores castigos a quien se muestre
refractario a lo que quiere transmitir y domesticar. Así, se suman un principio de
aparente descontrol —la circulación desenfrenada de los signos, escapando en su
movimiento al control original que garantizaría la tutela, el respeto al orden— y
una fuertísima forma de control, a saber, la referencia a lo divino, el acceso monopolizado
a lo trascendente, la llave de lo absoluto bajo la forma del dolor o la
satisfacción igualmente eternos. El secreto del éxito eclesiástico consiste en esa
suma de subversión y poder.
De ahí que la guerra civil sea el verdadero estado de naturaleza, la genuina
amenaza a todos nosotros, o por lo menos aquello en contra de lo cual escribe
Hobbes. Debemos leer el capítulo XIII del Leviatán, ese pasaje clave del antiaristotelicismo
hobbesiano, de la negación de nuestro autor de una sociabilidad
natural, de su ruptura con nuestro espontáneo sentido común que nos hace creer
en la bondad humana aunque cerremos bajo llave nuestras casas y nuestras economías,
como la cifra de esa combinación de orden y desorden clerical. El verdadero
problema no radica en la violencia privada, del individuo contra el individuo.
Ésta es como máximo un resultado. Su causa efectiva es la ambición clerical
del poder. En otras palabras, sólo el clero es capaz de mandar en medio del
desorden.
Es ese orden oculto lo que Hobbes n o quiere, aquello en lo que ve la principal
amenaza a la paz entre los hombres. En contra del orden que se esconde bajo un
aparente desorden y que según nuestro filósofo precisamente por ello engendra y
re p ro d u c e desorden, él quiere un orden claro, explícito, en un solo nivel, el de la visibilidad.
Solamente el clero puede tener su orden en medio de lo que el lego llamaría
desorden. En medio del caos, sólo la profesión eclesiástica se encuentra como
pez en el agua. Tan sólo ella posee su propio orden d e b i d o al desorden. Es por
eso que Hobbes, no pudiendo laicizar el poder de una sola vez —lo cual sería anacrónico,
lo reconozco, pero sobre todo i n e f i c a z—, necesita someterlo a lo espiritual.
Su soberano será a un tiempo temporal y espiritual: véase la portada del L e v i a t á n,
con el rey sosteniendo en una mano la espada y en la otra el báculo. Atacar al clero,
desmontar sus pretensiones, es esencial si queremos la paz.
***
El combate al clero se da en dos registros esenciales. Primero es necesario
atacar al clero visible, el causante inmediato del desorden: el presbiteriano. Hobbes
muy bien podría dirigir el filo de su crítica en contra de los independientes,
de las sectas más variadas, pero éstos, aunque radicales, nunca tuvieron mucho
30
poder. Nuestro autor es más hostil no con los radicales sino justamente con el grupo
“moderado” de la Revolución, los presbiterianos, que pierden el poder en ocasión
del juicio de Carlos I. La crítica de Hobbes no prioriza a los extremistas o a
los republicanos, sino justamente a aquellos que funcionaron como un intento de
“partido del orden” revolucionario. Fueron ellos los que encendieron un proceso
de desobediencia contra el rey, que acarrearía todo lo demás como efecto. Aquí
está la cuestión: no condenar el radicalismo aparente, pero sí buscar su causa. Y
ésta es presbiteriana.
Hobbes va aún más allá. Si tiene sentido decir que fueron los presbiterianos
quienes desataron la conflagración, que después escapó de su control, y si tiene
pues sentido el responsabilizarlos por lo que después sucedió, nuestro autor rompe
con todo sentido común al culpar a los católicos, en última instancia, por el
procedimiento propio de los presbiterianos. Tiene sentido llamar a los sectarios y
radicales como crías de los presbiterianos, pero causa enorme extrañeza el que los
llame como prole de los papistas. Hemos visto que una de sus ideas maestras consiste
en responsabilizar a la Iglesia Romana por oponer al legítimo poder soberano
un poder alternativo que exige, bajo pena de muerte eterna, la obediencia de
todos a sus preceptos. Es ésta la matriz que organiza todo discurso religioso que
se pretenda independiente del poder legal.
Con ello, Hobbes se aleja de cualquier obviedad. Una lectura de la Revolución
Inglesa pondría a los católicos y a los anglicanos del lado del Rey, y a los
presbiterianos y a los radicales en su contra y a favor de la República. Las simpatías
de Hobbes, es más que sabido, recaían en Carlos I. No obstante, de estos
cuatro grupos religiosos uno de los menos atacados por el filósofo será justamente
el último, casualmente el de los regicidas, mientras que su ira se dividirá, de
forma casi igual, entre papistas y presbiterianos. En el Behemoth casi todos los
disparos se dirigen en contra de los presbiterianos, pero en el Leviatán la guerra
se le hace a la Iglesia Romana, de modo que las cosas se equilibran. No existe
contradicción entre los dos libros: Roma suministra el modelo y el presbiterio
efectúa su aplicación escocesa e inglesa.
Los anglicanos, aunque monarquistas por definición, presentan el riesgo de
todo clero, es decir, su tendencia a emanciparse de la necesaria unión entre el poder
espiritual y el temporal. No fueron los radicales, a pesar de todo lo que Hobbes
les desaprueba, los que causaron los disturbios. Podría incluso decirse que
Hobbes aprobaba ciertas medidas de Cromwell, a fin de cuentas un “independiente”
en materia religiosa: la unión de Escocia a Inglaterra, la represión al papismo
irlandés, las guerras mercantilistas en contra de los Países Bajos, el comienzo del
imperio colonial por la ocupación de Jamaica, en suma, una visión más laica del
Poder, o por lo menos una mayor preponderancia de la espada sobre el clero organizado
que la que se observa tanto entre los católicos como entre los anglicanos
de Carlos I o entre los presbiterianos. El gran problema hobbesiano no es
31
Thomas Hobbes o la paz contra el clero
La filosofía política moderna
pues el de la división usual entre dos partidos en la Guerra Civil, realistas y parlamentares,
ni entre tres, si a éstos sumamos, como lo hace con razón Christopher
Hill, a los radicales. El punto en el que insiste es el de poner fin a la tutela de
los profesionales de la religión sobre los gobernantes y los ciudadanos.
***
Ya me referí al Behemoth, obra tardía (Hobbes tiene ochenta años cuando la
publica) que proporciona al estudioso la posibilidad de confrontar la teoría más
hard, de los tiempos de la Guerra Civil, que se insinúa en De Corpore Político y
florece en Del ciudadano y en el Leviatán, con un gran estudio de caso: el examen
del proceso político y social de la Guerra Civil que justamente originó la teoría.
Porque recordemos que Hobbes, hasta sus cuarenta años de edad, o sea, hasta
1628, era un humanista más o menos estándar. Su principal obra hasta entonces
era una traducción inglesa de la Historia de la Guerra del Peloponeso, de Tucídides,
de la cual pretendía extraer una lección práctica sobre los peligros de la
desobediencia al legítimo soberano y sobre las desventajas de la democracia de
cara a la monarquía. La idea misma de consultar la historia pasada a fin de llegar
a una lección práctica responde a un humanismo pre-científico, aquél que desmontaría
el siglo XVII con el método y la geometría. Es por eso que las cosas comienzan
a cambiar cuando nuestro humanista, viendo en la biblioteca de un amigo
los Elementos de geometría de Euclides, abiertos en la página del teorema de
Pitágoras, soltó una palabrota (“By God!”; su biógrafo, John Aubrey, a quien debemos
tal registro, agrega: “de vez en cuando, él maldecía para dar énfasis a lo
que decía”) y exclamó: “¡eso es imposible!”. Pero viendo que existía una demostración,
fue repasando todo hasta el comienzo. Leyó por lo tanto los Elementos
de atrás hacia adelante, “de tal modo que al final se sintió convencido por la demostración
de aquella verdad. Eso lo hizo apasionarse por la geometría” (Aubrey,
1972; Janine Ribeiro, 1992: pp. XVII-XVIII; Janine Ribeiro, 1993: pp. 97-119;
Janine Ribeiro, 1998: pp. 59-106; Hobbes, 1629).
Durante los diez años siguientes Hobbes cumplirá un programa de estudios.
Vivirá parte de esos años en el continente. Es un período de paz en Inglaterra, porque
el rey cerró el Parlamento (lo que no era inconstitucional, dado que no existía
previsión sobre su periodicidad y que su única competencia innegable era votar
sólo los principales impuestos), y al desistir de participar en la última gran
guerra religiosa europea, la de los Treinta Años, no necesitó los tributos parlamentarios.
Mientras tanto, Hobbes descubrió, partiendo de Euclides, un nuevo
continente, el de la philosophia prima. Su plan de estudios empieza por el examen
de los cuerpos. Visita a Galileo en su prisión domiciliaria, discute con Mersenne
y Gassendi, y hace objeciones (las terceras) a las Meditaciones de Descartes.
Después, dicho plan de estudios pasará por el hombre y solamente un tiempo
más tarde concluirá con el ciudadano. Física, psicología, política: he aquí su iti-
32
nerario. Sin embargo, a fines de la década las tensiones se acumulan en Inglaterra
y eso lo fuerza a cambiar el orden de sus preocupaciones, haciéndolo trabajar
y publicar primero lo que debería ser último. Es por lo tanto la Guerra Civil lo
que despierta prematuramente la política hobbesiana. Cabe discutir, claro, si ésta
hubiera sido diferente en caso de que no hubiese ocurrido el conflicto o si Hobbes
hubiese continuado el itinerario inicialmente previsto. En todo caso, es poco
probable que hubiera grandes cambios, dado que Hobbes no revió en prácticamente
nada —por lo menos de manera explícita— los tres tratados de política que
concluyó o publicó entre 1638 y 1651, y esto a pesar de vivir hasta 1679.
De cualquier modo, si Hobbes no renegó de ninguna tesis del Leviatán, la
existencia de una obra emparentada con la inspiración bíblica del título, el Behe -
moth, permite al menos cotejar la teoría y la práctica de nuestro autor, es decir, la
guerra civil inglesa con la teoría, expresada en obras anteriores de índole más genérica.
Este cotejo es fuente suficiente de innumerables indagaciones presentes
en la bibliografía, como por ejemplo en la maestría de Eunice Ostrensky que
orienté y que, entre otras cosas, busca dar cuenta de las aparentes y a veces reales
contradicciones entre el Behemoth y las obras teóricas. Además de esto, dado
que Hobbes recién comienza a ser trabajado -en los últimos veinte años tuvimos
más libros significativos referidos a él que en cualquier otro período similar de
los tres siglos precedentes- los diálogos sobre la guerra civil constituyen un excelente
desafío para quien pretenda profundizar en el filósofo (Ostrensky, 1997).
De tales diferencias me gustaría señalar apenas un punto: mientras que el Le -
viatán acepta y acata el poder de Cromwell, que parece consolidado, el Behemoth
da a entender que, si la República no se mantuvo en Inglaterra, ello se debe al hecho
de que nunca se haya consolidado (porque nunca podría consolidarse) el Estado
cromwelliano. Tal vez sea ésta la principal o por lo menos la más visible diferencia
entre las dos obras. En efecto, el Leviatán incluso usa para designar al
Estado el término que Cromwell empleó para su régimen, “Commonwealth”, literalmente
“bien común” o “cosa pública”, es decir, República. Este término poseía
en esa época dos sentidos principales, uno ampliado —toda y cualquier forma
de gobierno, aún la monárquica, en cuanto buscase el bien común— y otro
más restringido —aquella forma de gobierno en la que los dirigentes son electos.
Es obvio que Cromwell y los holandeses destacaban el segundo sentido y Hobbes
el primero, aunque son evidentes las connotaciones casi pro-cromwellianas
de la elección terminológica de Hobbes.
Más aún: nuestro autor publica el Leviatán estando todavía exiliado en el
continente, y enseguida, percibiendo que así suscitaba el odio de los monarquistas
que allí se habían refugiado, vuelve a Inglaterra y se somete al nuevo gobierno.
Se acuerda de Dorislaus y Ascham, según cuenta en la autobiografía que escribió
al final de su vida, y temiendo la muerte violenta regresa a Londres. Es claro
que la ira monárquica contra él se debe principalmente a dos pasajes, uno en
33
Thomas Hobbes o la paz contra el clero
La filosofía política moderna
el capítulo XXI y otro en la “Revisión y Conclusiones” (que será suprimido de la
traducción latina posterior a la restauración de la monarquía), en el cual justifica
un poder alcanzado mediante la conquista que haya consolidado su regla, asegurando
el orden entre los súbditos. Existe lógica en esto: si el poder se explica no
como dádiva divina sino como construcción para preservar la vida de los ciudadanos,
su prueba de congruencia radica en el modo en que atienda a esa finalidad
tan terrena y no en la obediencia a un misterioso mandato de Dios. Hobbes no
puede cambiar esta idea clave, que viene del contractualismo, y jamás la cam -
biará. Si lo hiciera dejaría de ser Hobbes.
Con todo, hay un hecho importante: después de la muerte de Cromwell, su
poder se desmorona. Los Estuardos vuelven al trono. Todo indica que a Hobbes
le gustó el desenlace, aunque probablemente temiese el desorden a lo largo del
proceso (y ahí sí los radicales intentaron desempeñar un papel que nuestro filósofo
no apreciaba en absoluto). Hobbes necesita dar cuenta de su error de previsión,
por llamarlo de algún modo. Y lo hace alterando lo mínimo posible su convicción
anterior. En otras palabras, no cedió en la idea de que el gobernante debe su poder
a intereses y deseos muy humanos. Aunque insinúe algunas veces una reverencia
al derecho divino o a la legitimidad dinástica, su problema continúa siendo
la paz. Así, en última instancia, cambia su lectura de Cromwell: no en términos
de que él fuera un usurpador, y por consiguiente ilegítimo. El problema crucial
es que no logró consolidar su poder. La impresión de que la República iría a
perdurar, válida en 1649 o 1651, se vio desmentida por los hechos. Y si no logró
consolidarse, habrá sido porque es muy difícil que un poder nuevo adquiera una
cualidad igual a la de aquél que tiene a su favor una larga duración en el tiempo.
El poder continúa valiendo pues por su finalidad en este mundo —traernos la
paz—, y no por su supuesta y legitimista meta en el otro mundo: proporcionarnos
la salvación eterna. Yun nuevo poder parece menos apto para traer la paz que
aquél que ya tiene la opinión de todos en favor de sus derechos y costumbres. Esto
lleva a reactivar, implícitamente al menos, el episodio de Medea y el rey Peleas
que Hobbes contaba con distintos matices en las tres versiones de su filosofía
política: la hechicera convencía a las hijas del decrépito monarca para rejuvenecerlo,
lo que exigiría cortarlo en pedazos y ponerlo a hervir en un enorme caldero.
Evidentemente, de ello no resultaría un bello y guapo rey, sino apenas un
cocido de carne humana. La lección que nos da esta alegoría es que cambiar un
régimen, por más defectos que posea, implica correr riesgos que es mejor evitar.
En el anhelo de volver joven lo que es viejo, nos acercamos demasiado a la muerte.
La revolución inglesa, que Hobbes jamás aprobó o apoyó, podría haber resultado,
a pesar de todo, en un nuevo orden. Así lo esperaba en 1651 nuestro autor,
amante de la paz casi a cualquier costo. Sin embargo, se comprobó que tal excepción
al modelo del rey Peleas no funcionaba, prevaleciendo la idea de que no se
toca el régimen existente. Insisto: la opción abierta en el capítulo XXI y en la conclusión
del Leviatán, en la edición inglesa de 1651, jamás significaría reconocer
34
alguna legitimidad o legalidad a la desobediencia revolucionaria. Apenas existía
una brecha, consecuencia inevitable del rechazo contractualista al derecho divino,
a través de la cual un poder valía por sus efectos —producir el orden y la
paz— más que por su supuesto origen en la voluntad de Dios o en la transmisión
del derecho al trono por la sangre. El contrato hobbesiano, a pesar de que deriva
el poder de una fundación remitida a una fecha imposible de establecer, inexistente
e improbable, en ningún momento admite el significado de que el poder se
legitime por el pasado o por su origen.
Así, ni Maquiavelo ni el derecho divino. En la relectura de la guerra civil realizada
en el Behemoth, nuestro autor parece dar una respuesta a Maquiavelo, cuyo
Príncipe, en última instancia, trata sobre todo de cómo puede un príncipe nuevo
-que haya conseguido el poder por las armas ajenas, y por lo tanto no cuente
a su favor ni con ejércitos propios ni con la opinión reiterada a lo largo de las generaciones-
lograr la construcción de una tal opinión, de una tal obediencia. Hobbes
podría responder que tal resultado es muy difícil, aún cuando el nuevo gobernante,
como en el caso de Cromwell, cuente con un óptimo ejército. La opinión
no cambia tan fácilmente. O dicho de otro modo: es relativamente fácil subvertir
un gobierno -que lo digan los presbiterianos- pero substituirlo por uno nuevo es
muy difícil -que lo digan Cromwell y los mismos presbiterianos-.
Esto no significa reconciliarse con el derecho divino. Nuestro filósofo pudo
tener bastante simpatía por la alta aristocracia, habiendo servido casi toda su vida
a los Cavendish, y por los reyes, habiendo enseñado aritmética al joven príncipe
de Gales en el exilio francés, y frecuentado su corte cuando se vio restaurado
con el nombre de Carlos II. Pero esto no implica que aceptase la base de la
pretensión monárquica a la corona. Jaime I, abuelo de Carlos II, fue muy claro al
sostener que el título de los reyes provenía de Dios, lo que significaba que un modo
de acceso al trono entre otros —el de la heredad— se constituía como el único
correcto. Adicionalmente, la tesis de Jaime I significaba que toda intromisión
de los súbditos en asuntos de gobierno constituía un sacrilegio: el rey reprobó
enérgicamente las “curiosities” a las que los hombres de su tiempo eran muy afectos
y por las que se ponían a descubrir los “misterios de la realeza”. Sucede que
Hobbes apreciaba mucho la curiosidad, motor principal de la investigación científica,
y mientras duraba la guerra civil estudió los fundamentos del poder y de la
obediencia. No habría mucho en común entre él y los monarquistas. Ello muestra
una paradoja decisiva en la obra de nuestro autor. No fue querido ni por los
realistas, de cuya práctica se sentía próximo, ni por los republicanos, de cuya teoría
estaba más cercano (ya que el contractualismo, viendo la política ex parte po -
puli y no ex parte principi, funda en el pueblo y no en Dios las cosas del poder).
Nadie lo persiguió de cerca, pero huyó de Inglaterra tan pronto como vio que las
circunstancias se orientaban hacia la rebelión (fue “el primero de todos los que
huyeron”, según se jactaba curiosamente en la autobiografía de su vejez). La publicación
del Behemoth fue prohibida por su ex-alumno Carlos II (y necesitó en-
35
Thomas Hobbes o la paz contra el clero
La filosofía política moderna
tonces editarla en Holanda, o por lo menos fingir que había visto la luz en aquel
país, lo cual resulta muy curioso tratándose de un pensador que defendía el respeto
a la censura estatal de las doctrinas). Y finalmente, dos años después de su
muerte, la Universidad de Oxford mandó a quemar en la plaza pública sus libros
como subversivos. Podríamos extraer de esto dos lecciones. La primera responde
en gran medida a una pregunta implícita de muchos de nuestros conciudadanos,
que plantean con una sensación de extrañeza: “¿por qué filosofar?, ¿de qué sirve
filosofar?”. Filosofar no es sólo dar una justificación o un fundamento más
acabado a una idea o ideal previamente existente. Hobbes era monarquista antes
de leer a Euclides, pero después de leerlo jamás volvió a condenar a la democracia
de forma absoluta o a sostener el derecho divino de los reyes. Ahora bien, dado
que el conflicto político pasaba justamente por ese vínculo íntimo entre el rey
y la divinidad, de la que el primero sería lugarteniente en la Tierra, esos cambios
en las ideas de Hobbes fueron decisivos. Dar un nuevo fundamento altera profundamente
cualquier construcción: el edificio no pasa incólume por el trabajo de la
excavación filosófica.
La segunda lección se refiere al lugar excéntrico que Hobbes ocupa en el pensamiento
político. En otros pensadores, como por ejemplo su sucesor Locke, se
puede ver que expresaron bastante bien una posición social, política y partidaria.
Su voz proviene de un solo claramente identificable. Esta idea del pensador como
portavoz de intereses fue bastante explorada, y con razón, por varias vertientes
de estudiosos, especialmente por los marxistas. Sin embargo, Hobbes (como
en cierta medida Maquiavelo en El Príncipe y como Rousseau) constituye un caso
difícil de encuadrar en ese modelo de lectura. ¿Sería Hobbes monarquista? Sí,
lo fue en el foro privado. Pero entonces, ¿por qué sostener su doctrina política en
una teoría contractualista que, como sus propios contemporáneos se cansaron de
decir, desmantelaba el edificio? Nadie se atreve a formular la pregunta simétricamente
opuesta (¿sería republicano? ¿acaso cromwelliano?) de tan absurda que
suena; pero una cuestión sí fue planteada seriamente: ¿sería un pensador burgués?
Y esta contradicción interna suya (el monarquismo burgués) explicaría lo que no
funciona en su teoría desde el punto de vista de su recepción exitosa. Pero el problema
de esos intentos por encuadrar al autor en su contexto es que la cuestión
del solo del cual se habla no tiene cabida en el caso de Hobbes, ni tampoco en el
de los dos autores que mencioné. Sugiero que, en vez de tratar de descubrir el lugar
desde el que ellos hablaban, aceptemos que fueron en verdad filósofos situados
fuera del centro: pensadores que por diversas razones radicalizaron a tal punto
la crítica efectuada a su tiempo, que hizo imposible que fueran recibidos como
insiders. Y de aquí resulta lo mejor de la filosofía política: una serie de destellos
de lucidez que la hacen ser más que y diferente a una justificación ideológica de
los poderes existentes y de las creencias dominantes.
36
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Thomas Hobbes o la paz contra el clero
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38
Notas
1. Mi principal obra sobre Thomas Hobbes es Ao leitor sem medo: Hobbes
escrevendo contra o seu tempo (Al lector sin miedo: Hobbes escribiendo en
contra de su tiempo), 1999. Dado que será una referencia constante en este
artículo, no la citaré todas las veces que la tome como presupuesto. En Argentina
he publicado ya un artículo sobre la religión de Hobbes más que sobre
el papel de esa religión (Janine Ribeiro, 1987 y 1988), otro sobre Hobbes
y el derecho (Janine Ribeiro, 1990), y finalmente un libro (Janine Ribeiro,
1998) que contiene un capítulo sobre el filósofo.
2. Aquí y en otros lugares me permito usar términos tales como ‘opinión’ o
‘verdad’ no en el sentido que tienen en Hobbes, sino en el que es de uso corriente
en la actualidad. El lector notará cuándo el concepto es utilizado en la
acepción hobbesiana y cuándo recibe un sentido más permanente o actual.
3. No le impide criticarlos. Pero él los critica con mucha menos vehemencia
de la que dedica a los presbiterianos y a los papistas. Inclusive los anglicanos,
que estaban más cerca del poder del Estado, reciben más críticas explícitas
o implícitas que los independientes. El Behemoth es editado en 1668.
Sin embargo hoy es una práctica común utilizar la edición de Ferdinand Tönnies
que data de 1889, la cual incluimos en la bibliografía.
4. Por lo menos en sus tres grandes obras políticas —De Corpore Político,
De Cive y el Leviatán— Hobbes jamás habla de “indifferent things” o de
“adiaphora”, pero la idea se sobreentiende (Hobbes, 1996; Hobbes, 1992;
Hobbes, 1996).
5. Seguidor del arzobispo Laud, que dirigió la Iglesia Anglicana en el reinado
de Carlos I, siendo odiado por los puritanos; fue ejecutado durante la Guerra
Civil. La Iglesia oficial, hasta su época, reunía prácticamente a todos los
ingleses y por eso toleraba diferencias doctrinarias y litúrgicas. Con él en el
mando, sin embargo, se dio una clara opción hacia un rumbo más conservador.
Una señal de cómo ello fue interpretado por Roma es la oferta de un solideo
cardenalicio que le hiciera el Papa en caso de reconciliarse con la Santa
Sede. Su fe anglicana genuina, como la de Carlos I, quedó atestiguada por
su rechazo.
6. Hobbes, 1996, capítulo XV, p. 120. Insisto en el “either... or”, que deja claro
cómo cualquiera de las dos condiciones hace racional el cumplimiento de
la palabra dada. Ver Janine Ribeiro, 1999: pp. 166 y ss. Nótese que en el pasaje
citado Hobbes está respondiendo al “fool”, el necio, que alega que es racional
violar la palabra dada para llevar ventaja siempre que no exista peligro
de ser castigado. En realidad, el “fool” podría ser el nombre que Hobbes
da a Maquiavelo, a quien no menciona expresamente.
39
Thomas Hobbes o la paz contra el clero
La filosofía política moderna
7. Sobre la tercera causa de guerra, ver en el L e v i a t á n el capítulo XIII. Ve r
también la portada de la edición original de 1651, sistemáticamente reproducida
y probablemente la imagen más conocida de la filosofía política. Ta m b i é n
aparece en innumerables libros de ciencia política. Sobre el rey que empuña
la espada y el báculo se lee la referencia al L i b ro de Job, que celebra el L e v i a -
t á n como un poder al que ninguno en este mundo se compara (capítulo 41,
versículo 25). Con respecto a la honra o gloria como causa de guerra y a su
importancia, ver Thomas, 1965, y Janine Ribeiro, 1999, capítulos III y VII.
8. Mientras que el Leviatán es un dragón o serpiente, el Behemoth es en la
Biblia un hipopótamo. Ver Job, capítulo 40, pp. 15-24. Es importante notar
que el texto bíblico no proporciona elementos suficientes para valorar positivamente
a uno de los monstruos (en este caso el Leviatán hobbesiano, que es
el poder de Estado, pacificador) y negativamente al otro (el Behemoth de
Hobbes, que es la guerra civil).
9. Persona es un concepto jurídico, que no se refiere necesariamente a un individuo.
En el caso de Hobbes puede ser una asamblea, y según el caso el Estado
será democrático o aristocrático, no monárquico. Recordemos que las
personas son con frecuencia fictae, ficticias.
40
Capítulo II
El pensamiento político de
John Locke y el surgimiento
del liberalismo
c Tomás Várnagy*
“John Locke, la gloria de la nación inglesa”
Joseph Addison
I. Introducción
Cuando un sacerdote argentino afirmó públicamente, en una misa celebrada
en octubre de 1987, que “al Presidente hay que respetarlo porque toda
autoridad viene de Dios y no del pueblo como dicen algunos” 1, es
evidente que no compartía las ideas de Locke, del liberalismo y de la democracia
contemporánea. John Locke fue un filósofo inglés que se destacó en muchos campos,
especialmente en la epistemología o teoría del conocimiento, la política, la
educación y la medicina. Sus principales contribuciones lo llevaron a ser considerado
el fundador del empirismo moderno y el primer gran teórico del liberalismo.
John Locke, el gran filósofo sistematizador del empirismo, sostenía que un
niño “es cera que se forma y moldea como uno quiera, es una tabula rasa”, ya
41
* Profesor en Filosofía de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Diploma Superior en Ciencias Sociales de la
Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO) y Magíster en Sociología de la Universidad Nacional de
Lomas de Zamora (UNLZ). Profesor Adjunto de Teoría Política y Social I y II, Carrera de Ciencia Política, Facultad
de Ciencias Sociales, UBA.
La filosofía política moderna
que “nada hay en el entendimiento que previamente no haya estado en los sentidos”,
contraponiéndose a la doctrina cartesiana de las ideas innatas. La mente del
hombre, cuando nace, es como un papel en blanco, sin idea de Dios ni de ninguna
cosa. La base del conocimiento son las ideas simples que proceden de la experiencia
sensible, mientras que las ideas complejas no son más que fusiones y
combinaciones de las anteriores. Rechazó los puntos de vista metafísicos afirmando
que nada podemos saber con certeza acerca de la naturaleza esencial de
las cosas ni de la finalidad del universo.
Al pensador político se lo aprecia como el padre del liberalismo por sostener
que todo gobierno surge de un pacto o contrato revocable entre individuos, con
el propósito de proteger la vida, la libertad y la propiedad de las personas, teniendo
los signatarios el derecho a retirar su confianza al gobernante y rebelarse cuando
éste no cumple con su función. Este será el tema principal de nuestro presente
ensayo. Recordemos que el liberalismo surge como consecuencia de la lucha
de la burguesía contra la nobleza y la Iglesia, queriendo acceder al control político
del Estado y buscando superar los obstáculos que el orden jurídico feudal oponía
al libre desarrollo de la economía. Se trata de un proceso que duró siglos, afirmando
la libertad del individuo y propugnando la limitación de los poderes del
Estado.
La influencia de Locke también fue importante en el campo de la pedagogía.
Consideraba que, si las ideas se adquirían sólo a partir de la experiencia, la educación
únicamente podía rendir frutos cuando el educador reproducía ante los
alumnos el orden de sucesión de las impresiones e ideas necesarias para la formación
adecuada del carácter y la mente. La educación, de acuerdo a nuestro autor,
debía estimular el desarrollo natural del educando: importaba fortalecer su voluntad,
y para ello habían de fomentarse la salud y la robustez corporal con un régimen
y ejercicios apropiados. Se debía lograr la autonomía personal, la actividad
y laboriosidad, la probidad, y, sobre todo, correspondía propender a formar
miembros útiles a la comunidad.
El estilo de Locke, en contraste por ejemplo con la elocuencia barroca de
Hobbes, ha sido considerado claro, conciso y simple, parsimonioso, racional, con
gran sentido común; de argumentos sencillos, sobrios, equilibrados, realistas y
moderados. En una carta a su padre poco antes de la restauración de 1660, Locke
manifiesta que “pocos hombres tienen en este tiempo el privilegio de ser sobrios”.
En este autor “no hallamos expresiones geniales y brillantes” -de acuerdo
al historiador de la filosofía Copleston- “sino mesura y sentido común en todos
los casos”. 2
42
II. Contexto histórico
Resulta indispensable conocer el contexto político y social de Inglaterra para
situar a los teóricos políticos ingleses como Thomas Hobbes y John Locke. El
particular desarrollo de este país llevó a la burguesía al poder en 1688-89, produjo
la Revolución Industrial a fines del siglo XVIII, y convirtió a Gran Bretaña en
el mayor Imperio del siglo XIX.
El absolutismo de los Tudor
En el siglo XV, la Guerra de las Dos Rosas entre las dinastías de los York y
los Lancaster provocó la aniquilación y agotamiento de la nobleza inglesa. En
1485 ascendió al trono Enrique VII, el primer Tudor, proveniente de una familia
que gobernaría por más de un siglo en la era del absolutismo, en el cual el disgregado
poder de los señores feudales fue reemplazado por los Estados absolutos,
dando comienzo a la afirmación de los Estados nacionales en Europa.
La monarquía absoluta parecía ser la única alternativa a la anarquía, y Enrique
VII centralizó su dominio sobre los señores pese a las restricciones de la Carta
Magna de 1215. Se creó una nueva nobleza, fiel al rey y aliada a los intereses
de una burguesía mercantil en ascenso, constituyéndose la gentry (o hidalgos, una
clase social por debajo de la nobleza o aristocracia inglesa) de ricos terratenientes.
Fue en esta época que comenzaron los cercamientos (enclosures) de tierras
comunales y públicas para criar ovejas, y los campesinos despojados debían vagar,
mendigar y robar para sobrevivir. Es el período de la transición incipiente del
feudalismo al capitalismo criticada por Moro en su Utopía, y el de la “acumulación
originaria” descripta por Marx en El capital.
En 1509 Enrique VIII accedió al trono y reinó hasta 1547. La Reforma de Lutero,
las cuestiones políticas con el Papa y las ventajas económicas hicieron que
Enrique VIII rompiese con Roma, colocándose a la cabeza de la nueva iglesia anglicana
y centralizando aún más su poder. Suprimió los monasterios y sus rentas,
que representaban alrededor de un quinceavo de las de todo el país. Distribuyó
las propiedades de la Iglesia Católica, casi la quinta parte de las tierras inglesas,
entre comerciantes y pequeños nobles que se incorporaron a la gentry y que dominarían
la vida agraria. 3
La Reforma y el ascenso del protestantismo en Europa finalizaron con la idea
de un gobierno universal encabezado por el Papa y produjeron una rápida disolución
de los vestigios feudales. En Inglaterra comenzaron las disputas por las funciones
públicas en la Corte entre los diferentes grupos nobiliarios y la burguesía
en ascenso.
43
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
La última Tudor, Isabel I, reinó desde 1558 hasta 1603. Fue un período de
gran prosperidad económica para la burguesía litoral que realizaba negocios marítimos
y para la gentry asociada a ella. Estaba en auge la doctrina económica
mercantilista, que implicaba una fuerte intervención estatal en los negocios, por
lo cual la incipiente burguesía, en su mayoría puritana y hostil al anglicanismo,
comenzaba a sentirse trabada por las reglamentaciones.
Los puritanos, al igual que los hugonotes franceses, eran una vertiente del
calvinismo. Tenían el ideal de conservar “la autoridad de las Sagradas Escrituras,
la sencillez de los servidores, y la pureza de la primitiva iglesia”, intentando expurgar
a la Iglesia Anglicana de todo vestigio de catolicismo por considerarla “romanista”
o “papista”. Desde la época de Isabel, los puritanos estaban arraigados
en las clases medias urbanas y la gentry. De acuerdo a Max Weber, la particular
ética de estos protestantes puede ser interpretada como uno de los factores del
surgimiento y desarrollo del capitalismo.
Recordemos que la Armada Invencible española (otra ironía histórica), enviada
por Felipe II para invadir Inglaterra, fue derrotada en 1588, año del nacimiento
de Thomas Hobbes. Ese año marcó el declive definitivo del poderío naval
español en beneficio de la flota inglesa. Comenzaba la decadencia de una España
católica frente al desarrollo de una Inglaterra protestante. Fue la etapa del
apogeo del poder marítimo inglés, amasándose grandes fortunas comerciales e
industriales.
Los Estuardo y la Guerra Civil
Jacobo I, el primer Estuardo, ascendió al trono en 1603. Carecía de la autoridad
y el respaldo de los Tudor y era un defensor del poder absoluto, la uniformidad
religiosa y la persecución de los católicos, estableciendo una monarquía de
derecho divino y afirmando que “a los reyes se los reverencia, justamente, como
si fueran dioses, porque ejercen a manera de un poder divino sobre la tierra”.
Los monopolios que otorgó a sus favoritos trabaron aún más la libertad comercial,
lo cual provocó una ruptura de la alianza entre el absolutismo estatal y
el individualismo burgués, produciéndose un enfrentamiento entre la nobleza y la
burguesía, que reclamaba autonomía, derechos individuales, libertad económica
y religiosa.
El hijo de Jacobo, Carlos I, estuvo en el trono desde 1625 hasta 1649. Con él
aumentaron los problemas con el Parlamento, y el conflicto se precipitó por una
cuestión de impuestos debido a la guerra con Francia: en 1628 el Parlamento redactó
una Petición de Derechos por la que se declaraba ilegal la exacción de impuestos
o tributos sin su consentimiento, el alojamiento de soldados en casas particulares,
y el encarcelamiento sin juicio. Estas eran medidas defensivas que re-
44
mitían a la tradición política inglesa de protección de los derechos individuales y
de la propiedad en un ambiente de gran intranquilidad política. Frente a los crecientes
problemas, Carlos I decidió disolver al Parlamento en 1629 e implantó su
fórmula de gobierno: la monarquía absoluta.
En 1632 nació John Locke. Carlos I impuso un nuevo impuesto sobre los buques,
depuró a la Iglesia Anglicana de “puritanos” y dio a ésta un carácter más
“romanista”. Además, permitió realizar fiestas en los días domingo, lo cual provocó
una fuerte oposición, descontento y emigración entre los puritanos. Existía
un claro ambiente general subversivo y revolucionario.
A principios de la década de 1640 comenzó la Guerra Civil inglesa, que decidiría
la cuestión suprema acerca de la autoridad política: monarquía absoluta o
Parlamento. El rey fue apoyado por la nobleza, los grandes terratenientes, los católicos
y los anglicanos en contraposición al Parlamento, apoyado por la gentry,
los pequeños terratenientes, la burguesía comercial e industrial y los puritanos.
La última crisis de la Guerra Civil se produjo en 1649, cuando Carlos I fue
ejecutado, se suprimió la Cámara de los Lores (nobles), y Cromwell, que lideraba
a todas las capas comerciales y burguesas, destruyó los principales vestigios
del feudalismo en Inglaterra. Entre 1649 y 1658 se instauró la república o Com -
monwealth de Cromwell; Hobbes publicó el Leviatán en 1651.
Cromwell era el Lord Protector de la República, pero restableció una fórmula
absolutista disolviendo al Parlamento pues “Jehová ya no necesitaba de sus servicios”.
Además, los intentos de rebelión fueron cruelmente reprimidos como “el
castigo justo impuesto por Dios a los bárbaros miserables”, eliminando asimismo
a los grupos extremistas, democráticos y radicalizados de su Nuevo Ejército, como
los Niveladores (Levellers), Cavadores (Diggers) y otros.
Se mantuvo en el poder pese a su fórmula absolutista, porque su base de apoyo
social y religiosa -burguesía y puritanismo- era diferente a la monárquica
-nobleza y anglicanismo-. Además poseía un poderoso ejército de Santos o Iron -
sides, concedió importantes ventajas comerciales a la burguesía (Ley de Navegación
de 1651 y tratados comerciales con Holanda y Francia) y obtuvo importantes
victorias militares frente a Holanda y España.
Al morir Cromwell en 1658, había un clima de anarquía general. Los realistas
consideraban a los seguidores de Cromwell como usurpadores, mientras que
los parlamentarios estaban en contra de la monarquía disfrazada de sus partidarios.
La única solución posible parecía ser la restauración de los Estuardo, por lo
que Carlos II fue invitado por el Parlamento a volver a Inglaterra.
45
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
La Restauración y la Revolución Gloriosa
Con el regreso de Carlos II se inició el período de la Restauración (1660-85),
inclinándose por un Estado absolutista similar al descripto en el Leviatán y una
fuerte propensión hacia el catolicismo. En 1668 Hobbes publicó Behemoth, historia
de las causas de la guerra civil en Inglaterra. En 1675 Locke emigró a Francia,
y regresó a Londres en 1679, año de la muerte de Hobbes y de la proclamación
de la Ley de Habeas Corpus por el Parlamento.
No se resolvía el problema básico en relación con el poder, esto es, la contraposición
entre gobierno real absolutista o gobierno parlamentario, pero en ese
momento ya estaba asegurada la supremacía social y económica de la burguesía,
la cual estimaba que la estructura del Estado debía descansar en el poder legislativo
(Parlamento) y no en el poder ejecutivo real. La fuente del poder provenía de
un nuevo principio político: el contrato, que debía prevalecer sobre la doctrina de
la monarquía de derecho divino.
La muerte de Carlos II llevó al trono a Jacobo II (1685-88), católico declarado
que pretendía el poder absoluto y que desafió frontalmente a la burguesía.
En 1687 Newton publicó su Principia Mathematica. En 1688 los protestantes ingleses
se rebelaron en contra de la tiranía católica y Jacobo II huyó a Francia. Este
episodio desencadenó lo que se conoció como la “Revolución Gloriosa” de
1688-89.
Esta Revolución se produjo cuando el Parlamento logró que Guillermo de
Orange y su esposa María regresaran a Inglaterra en noviembre de 1688 con una
poderosa flota. Este rey protestante, en una incruenta incursión, ganó su corona
con el apoyo de los Whigs (liberales) -para quienes el derecho del monarca provenía
de un contrato entre la nación y la monarquía- e incluso de los Tories (conservadores),
quienes, aunque favorecían la autoridad del rey sobre el Parlamento,
percibían las inconveniencias del monarca “papista” Jacobo 4.
El Parlamento adoptó la Declaración de Derechos (Bill of Rights) que limitaba
el poder de los monarcas y garantizaba el derecho del Parlamento a elecciones
libres y a legislar. Además, el rey no podía suspender al Parlamento ni imponer
impuestos o mantener un ejército sin la aprobación del mismo. También se aprobó
la Ley de Tolerancia, por la cual se garantizaba la libertad de cultos. En 1689
Locke publicó sus dos obras más importantes: Dos tratados sobre el gobierno ci -
vil, considerado como una justificación teórica de la Revolución Gloriosa y un
clásico del liberalismo, y el Ensayo sobre el entendimiento humano.
Las consecuencias de la Revolución Gloriosa fueron por lo tanto muy importantes,
pues se trató del triunfo final del Parlamento sobre el rey, marcando el colapso
de la monarquía absoluta en Inglaterra y dando el golpe de gracia a la teoría
del derecho divino a gobernar. Contribuyó a los ideales revolucionarios estadounidenses
de 1776 y franceses de 1789, incorporándose la Declaración de De-
46
rechos a las diez primeras enmiendas de la Constitución estadounidense y a la
Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano.
Esta pacífica revolución señaló el triunfo definitivo de una nueva estructura
social, política y económica basada en los derechos individuales, la libre acción
económica y el interés privado, creando las premisas políticas para el ulterior desarrollo
del capitalismo en Inglaterra. Fue la culminación de un proceso que comenzó
con la Guerra Civil y que benefició los intereses de la burguesía eliminando
gran parte de las supervivencias feudales. La contracara de este triunfo burgués
fue la derrota de sus movimientos más radicalizados y democráticos como
los Niveladores, Cavadores y otros.
III. Vida y obra
John Locke nació en 1632 en el seno de una familia protestante con inclinaciones
puritanas. Su padre, un modesto abogado, luchó en favor del Parlamento
durante la Guerra Civil. Realizó estudios secundarios en la Westminster School,
ejercitándose en las lenguas clásicas, y luego ingresó en un instituto universitario
de Oxford, el Christ Church College, una de las más prestigiosas instituciones
académicas de Inglaterra. Recibió una educación filosófica escolástica convencional,
esto es, aristotélico-tomista, con el tradicional curriculum de retórica, gramática,
filosofía moral, lógica, geometría, latín y griego, interesándose también
en las ciencias experimentales y la medicina.
Estudios e inclinaciones intelectuales
Recibió el título de Baccalaureus Artium en 1656 y de Magister Artium dos
años más tarde, el mismo año que muere Cromwell. Se graduó también en medicina,
pero sin llegar a doctorarse y practicándola en forma ocasional. En 1660,
año de la Restauración, fue nombrado tutor en el Christ Church College, donde
enseñó griego, retórica y filosofía.
Sus principales intereses en esa época eran las ciencias naturales y el estudio
de los principios subyacentes de la vida moral, social y política. Leía a los filósofos
contemporáneos, especialmente a René Descartes, fundador del racionalismo
y la filosofía moderna, combatiendo su tesis de las ideas innatas. Colaboró en
ciencias experimentales con su cercano amigo, Robert Boyle, fundador de la química
moderna, a quien también ayudó en la preparación de un libro. También estudió
con un eminente médico, Thomas Sydenham, lo cual lo situaba muy cerca
de los científicos más destacados de las ciencias experimentales.
A principios de la década de 1660 escribió los Ensayos sobre la ley natural,
publicado por primera vez en 1954, donde insistía en que no puede existir cono-
47
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
cimiento innato y que todo lo que conocemos, incluyendo el bien y el mal, es una
inferencia derivada de nuestra experiencia. También escribió en esta época dos
ensayos sobre el gobierno, First and Second Tract on Government (no confundir
con sus obras posteriores, The First Treatise of Government y The Second Trea -
tise of Government), textos publicados por primera vez en 1961, de tendencia autoritaria
y conservadora, que buscaban la preservación del orden a través de la autoridad.
En ellos aparece como un decidido defensor de la paz y el orden social,
a la par de Hobbes, con una tendencia profundamente antirrevolucionaria y legitimista,
justificando ideológicamente la Restauración y el retorno de Carlos II al
trono de los Estuardo.
El pensamiento de Locke cambió radicalmente dos décadas más tarde. Sus
puntos de vista políticos en 1661 sostenían que la función del Estado era velar por
el orden y la tranquilidad, pues estaba convencido de que la mayor amenaza a la
sociedad provenía de la masa ingobernable, y de que para controlarla se necesitaba
de un gobierno absoluto y no era legítimo resistir al magistrado. El poder del
gobierno no puede estar limitado, pues los gobernantes sólo responden a Dios. De
escolástico, autoritario y absolutista se convirtió en el filósofo liberal de los derechos
inalienables y el derecho a la rebelión.
Relación con Lord Ashley
El estadista Lord Ashley, uno de los fundadores del movimiento Whig, lo
contrató en 1667 como tutor de su hijo y médico de la casa, invitándolo a vivir
en su residencia. Locke llegó a realizarle una difícil operación quirúrgica salvándole
la vida, pero fue mucho más que su médico y se convirtió en su amigo, secretario,
colaborador, agente y consejero político. Ashley estaba en favor de una
monarquía constitucional, un heredero protestante al trono, la libertad civil, la tolerancia
religiosa, la supremacía del Parlamento y la expansión económica de Inglaterra.
Los puntos de vista del estadista eran compartidos por su consejero.
En 1666-67 escribió un Ensayo acerca de la tolerancia, que contenía los argumentos
centrales de su futura Carta sobre la tolerancia publicada en 1689.
Locke dedicó al asunto dos cartas más, fechadas en 1692 y 1702. En contraste
con su pensamiento anterior, en esta obra consideraba que un súbdito estaba justificado
al no obedecer si el poder le ordenaba realizar algo pecaminoso. Desde
este período en adelante, Locke sostendrá que lo más importante en la política son
los derechos del individuo y no el orden y la seguridad del Estado.
En 1668 se convirtió en miembro de la recientemente creada Royal Society
of London for the Improvement of Natural Knowledge, lo cual le permitía estar al
tanto de los últimos avances científicos. Ese mismo año obtuvo un puesto como
secretario de los Lords propietarios de Carolina, una colonia en el norte de América,
efectivamente gobernada por Ashley. Escribió una constitución para ella en
48
1669, The Fundamental Constitution of Carolina, en la cual solamente los grandes
propietarios tendrían derecho al voto y solamente los ricos el derecho a ser
elegidos en el Parlamento, que debería estar totalmente controlado por el consejo
de propietarios. Alos descendientes liberales demócratas de Locke debe recordárseles
aquella cláusula que prohibía a cualquier siervo o su descendencia abandonar
la tierra de su señor “hasta el fin de las generaciones”. No objetaba la esclavitud
en las colonias ni las relaciones serviles existentes en Inglaterra.
Ashley fue nombrado Conde (Earl) de Shaftesbury en 1672 y luego Lord
Canciller, expresando una continua hostilidad hacia Francia, el absolutismo y el
catolicismo. Fue echado de su puesto en 1673, y en 1675 se convirtió en el líder
de la oposición al rey redactando panfletos con la colaboración de Locke para poner
sobre aviso del peligro de que se reinstalara la monarquía absoluta en Inglaterra
por un pacto secreto entre Carlos II y Luis XIV de Francia
Locke viajó a Francia en 1675: no se sabe si por su salud, como exiliado político
o agente secreto. Se contactó con la escuela de Pierre Gassendi, que ejercería
influencia en su pensamiento, ya que criticaba la filosofía escolástica, rechazaba
los elementos excesivamente especulativos de Descartes y enfatizaba el retorno
a las doctrinas epicúreas en cuanto a la experiencia sensorial, de la cual depende
el conocimiento del mundo externo.
Al regresar a Londres en 1679 se encontró con grandes conflictos. Jacobo,
heredero al trono, era un católico que la mayoría protestante quería excluir de la
sucesión. En 1680, los Whigs–que defendían la tesis de que el poder político descansa
en un contrato y de que es legítima la resistencia al poder cuando éste comete
abusos- afirmaban, liderados por Shaftesbury, que existía un complot para
asesinar al rey y establecer en el trono a su hermano católico, Jacobo, quien impondría
un gobierno absolutista. Carlos II disolvió el Parlamento en 1681 y Shaftesbury
fue acusado de alta traición, exiliándose a Holanda, donde muere dos
años después.
El pensamiento Whig de Locke
Los Whigs querían asegurar que la sucesión al trono recayera en un protestante
con el fin de evitar una monarquía absoluta al estilo francés. Los argumentos
de Locke son una exposición de los objetivos políticos de los Whigs, con una
defensa del derecho a la resistencia y a la rebelión cuando el gobierno no cumple
con los fines que se le han encomendado. Locke se había retirado a Oxford manteniendo
una absoluta reserva sobre sus actividades.
Stephen College fue ejecutado en 1681 por afirmar cosas que Locke pensaba
y estaba redactando en sus Dos tratados sobre el gobierno, y ningún amigo de
Shaftesbury se encontraba a salvo, razón por la cual se exilió en 1683 a Holanda,
49
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
país de refugio para disidentes políticos o religiosos, donde permaneció durante
cinco años. En 1685 su nombre apareció en una lista enviada a La Haya de 84
traidores buscados para su extradición por el gobierno inglés. Tuvo que ocultarse
y cambiar de nombre y residencia durante un breve período, pues efectivamente
había sido un activista involucrado en operaciones revolucionarias y portavoz
de un movimiento político.
Durante sus cinco años de exilio en Holanda estuvo ocupado en la corrección
de su Ensayo sobre el entendimiento humano y la Carta sobre la tolerancia, que
tiene sus raíces en el ensayo anterior y fue escrita en 1685, el mismo año en que
el católico Jacobo II llega al trono inglés y en que Luis XIV revocó el Edicto de
Nantes, razón por la cual los protestantes franceses huyeron a Holanda. Muchos
de ellos, pese a la larga tradición hugonote de obediencia al poder secular, argumentaban
que tenían derecho a resistir la tiranía de su rey. En este contexto la
Carta de Locke se lee como una defensa radical de los derechos de los protestantes
franceses, pero desde un contexto holandés sus argumentos contra los católicos,
cuáqueros y ateos son francamente intolerantes.
Durante la Revolución Gloriosa de 1688-89 Locke volvió a Inglaterra en el
mismo barco que la reina María, esposa de Guillermo de Orange. Nuestro autor
era ahora el líder intelectual y portavoz de los Whigs, y le ofrecieron un puesto de
embajador que rechazó para dedicarse de lleno a la actividad filosófica. Con esta
“gloriosa e incruenta revolución” se lograron las principales propuestas por las
cuales Shaftesbury y Locke habían luchado, ya que Inglaterra se convirtió en una
monarquía constitucional controlada por el Parlamento.
Sus últimos años
Su principal tarea en el último período de su vida fue la publicación de su obra,
producto de largos años de gestación. Su C a rta sobre la tolerancia fue publicada
anónimamente en 1689 en Gouda, Holanda, y sus Dos tratados sobre el gobierno ci -
v i l lo fueron también anónimamente en 1689, aunque la fecha (errónea) del editor es
de 1690, el mismo año que su Ensayo sobre el entendimiento humano. Nunca volvió
a Oxford, que continuaba siendo dominada por sus enemigos, quienes incluso
llegaron a condenar y prohibir la lectura de su obra maestra, el E n s a y o, en 1703.
Locke tenía buenas razones para temer tanto al censor como al verdugo, y durante
muchos años se cuidó de que nadie supiera que era el autor de los Dos tra -
tados y la Carta sobre la tolerancia. Ambas obras eran impublicables, pues de
lo contrario llevarían al arresto y la ejecución del autor. Incluso cuando trabajaba
en el Segundo tratado lo llamaba secretamente Tractatus de morbo gallico [Tra -
tado de la enfermedad francesa], el término médico de la época para denominar
a la sífilis, ya que su libro era un ataque contra el absolutismo, considerado también
una enfermedad francesa.
50
Locke pasó sus últimos años en un tranquilo retiro en Oates, siendo visitado
por muchos amigos, entre ellos Sir Isaac Newton. Escribió una serie de cartas a
Edward Clark en Holanda para aconsejarlo sobre cómo educar a su hijo. Estas
cartas serán la base de su influyente Algunos pensamientos sobre la educación,
publicado en 1693. También escribió sobre cuestiones económicas defendiendo
posturas mercantilistas. Publicó The Reasonableness of Christianity [La confor -
midad del cristianismo con la razón] en 1695, al principio anónimamente: un llamamiento
a un cristianismo menos dogmático, que provocó la ira de los ortodoxos.
Locke murió en 1704, acaudalado y famoso. Desde su asociación con Shaftesbury
había invertido sabiamente, no sólo en tierras sino también en bonos y
préstamos privados. Además, su Ensayo fue considerado como la obra filosófica
más importante desde Descartes, convirtiéndose en un best-seller de la época y
consagrándolo como uno de los grandes pensadores de todos los tiempos.
IV. Filosofía política
Los Dos tratados sobre el gobierno civil son la obra política más importante
de John Locke, originalmente escrita a principios de la década de 1680 para promover
el movimiento Whig liderado por Shaftesbury. Luego la modificó de
acuerdo a las nuevas circunstancias, y en el “Prefacio” publicado en 1689 declara
abiertamente que su obra era para justificar la Revolución Gloriosa de 1688 como
continuación de la lucha de 1640-1660 y “para consolidar el trono de nuestro
gran restaurador, nuestro actual rey Guillermo”.
El Primer tratado o el derecho divino a gobernar
El Primer tratado critica puntualmente los argumentos de la exitosa obra de
Sir Robert Filmer, Patriarca, o el poder natural de los reyes, publicada póstumamente
en 1680 por los Tories para defender su postura. Filmer era el portavoz de
quienes apoyaban el absolutismo real y la justificación del poder absoluto, mucho
más que Hobbes, autor rechazado y poco importante entre los monárquicos
porque negaba el origen divino del poder.
Filmer afirmaba que Adán, por la autoridad que Dios le confirió, era dueño
de todo el mundo y monarca de todos sus descendientes, siendo el poder de los
reyes y padres idéntico e ilimitado: los monarcas debían ser vistos como sustitutos
de Adán y padres de sus pueblos. El sometimiento de los hijos a los padres era
el modelo de toda organización social conforme a la ley divina y natural. El poder
monárquico absoluto de Adán fue transmitido a su hijo mayor, y sucesivamente
a los varones mayores entre sus descendientes.
51
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
De acuerdo a la crítica de Locke, “su sistema gira en torno a un área muy estrecha,
que no es otra sino ésta: Que todo gobierno es monarquía absoluta. Y e s t o
lo fundamenta en el siguiente principio: Que ningún hombre nace libre.” (I, 2) 5.
Por un lado, Locke niega que la autoridad real le haya sido concedida a Adán por
Dios, y mucho menos que fuese transmitida por sucesión a sus herederos. Todos
descendemos de Adán y es imposible saber cuál es su hijo mayor. Además, hay
varios reyes en el mundo y no un solo sucesor, y “si Adán estuviese vivo todavía
y a punto de morir, con toda seguridad habría un hombre en el mundo y sólo uno
que estaría destinado a ser su próximo heredero” (I, 104).
Por otro lado, también rechaza la tradición del modelo familiar como justificación
del ejercicio del poder, y en el capítulo XI del Primer tratado se pregunta “¿Quién es
el ´heredero’?”. Locke emplea ácidamente la razón y el sentido común, declarando enfáticamente
que el argumento del sometimiento de los hijos al padre es irrelevante y
comenta satíricamente: “si el ejemplo de lo que se ha hecho ha de constituirse en la regla
de lo que se debe hacer, la historia podría proporcionar a nuestro autor una gran
cantidad de casos en los que se aprecia este poder absoluto paternal en su grado más
alto y sublime” (I, 57). Cuenta entonces, citando a Garcilaso de la Vega, la historia de
algunos padres “que engendraban hijos con el propósito de cebarlos y comerlos” a la
edad de 13 años. Una historia deliciosa que ridiculiza los argumentos de Filmer y del
absolutismo, que hacían del poder monárquico una prolongación del poder paternal.
Finalmente, Locke se interroga acerca de “el gran problema, que en todas las
épocas, ha agitado a la humanidad”: quien debe ejercer el poder (I, 106). El argumento
de Locke en contra de Filmer apunta fundamentalmente a no considerar al
Estado como una creación de Dios, sino como una unión política consensuada y
realizada a partir de hombres libres e iguales.
El Primer Tratado es largo, pero muy efectivo en sus argumentos basados en
la razón y el sentido común más que en la teología o la tradición. Después de terminar
con este preparatorio trabajo de demolición, Locke comienza con la construcción
de su propia doctrina política. Su intención originaria era responder a la
pregunta: ¿a quién debemos obedecer? Pero el Locke del Primer tratado todavía
no había descubierto lo que hoy consideramos como los principios fundantes del
liberalismo. Esta primera parte sólo quiere refutar a Filmer, y hay que leer el Se -
gundo tratado para encontrar al padre de la teoría liberal.
El Segundo tratado o los fundamentos del liberalismo
El Primer tratado demostró que ni Adán ni sus herederos tenían dominio alguno
sobre el mundo tal como lo pretendía la doctrina de Filmer (II, 1). El Segun -
do tratado, como lo indica el subtítulo, es acerca del “verdadero origen, extensión
y fin del gobierno civil”, considerado como una respuesta a las posturas absolutistas
de Hobbes y los monárquicos.
52
Las similitudes entre el pensamiento de Hobbes y Locke pueden sintetizarse
en los siguientes puntos: concepción individualista del hombre, la ley natural como
ley de auto-conservación, la realización de un pacto o contrato para salir del
estado de naturaleza, y por último la sociedad política como remedio a los males
y problemas en el estado de naturaleza. Las diferencias son mayores y están relacionadas
con sus perspectivas acerca de la condición humana (pesimista el primero
y optimista el segundo), el estado de naturaleza (violento y pacífico), el
contrato (uno o varios), el gobierno (absoluto o restringido), la propiedad y otros
elementos –discutibles todos ellos- que surgirán en la lectura de sus textos.
Ley natural
Su doctrina de los derechos naturales fue una de las más influyentes de la
época. Consideraba que la ley natural está inscripta “en el corazón de los hombres”
(II, 11) y obliga a todos antes que cualquier ley positiva aunque existan
hombres que no quieran seguirla. Consiste en ciertas reglas de la naturaleza que
gobiernan la conducta humana y que pueden ser descubiertas con el uso de la razón.
Todos los individuos tienen una racionalidad implantada “por el mismo
Dios” (I, 86) por la cual pueden discernir entre el bien y el mal, y cuyo primer y
más fuerte deseo “es el de la auto-preservación” (I, 88) y el de preservar la humanidad
de dañar al otro (II, 6), pues la vida, la libertad y los bienes son propiedad
de toda persona (II, 87), en tanto son sus derechos irrenunciables.
El Segundo tratado es un texto clásico sobre la ley natural. Sin embargo,
existe una cierta contradicción con el Ensayo sobre el entendimiento humano
(ambas obras publicadas, como dijimos, el mismo año): si en la primera obra
afirma que es posible tener un conocimiento deductivo de las leyes naturales a
través de la razón, en la segunda socava la posibilidad de la existencia de tales leyes
ya que no podemos tener conocimiento innato de las mismas, y además la experiencia
demostró que en diferentes épocas y sociedades la humanidad divergía
acerca de los verdaderos contenidos de ellas. Si ninguna idea es innata y no hay
prueba empírica de la ley natural, la existencia de ésta es insostenible. La reacción
inmediata al Ensayo fue de rechazo, considerándola como “una obra de filosofía
Whig” (Wootton, 1993, p. 30) y surgiendo una serie de acusaciones en
contra de Locke por haber minado y cuestionado las bases de la ley natural.
El empirismo de Locke niega la existencia de ideas innatas, pero su obra política
deja de lado esta creencia y asume la existencia de derechos naturales innatos
que provienen de la ley natural, impresas en “el corazón de los hombres”. Surge
aquí un conflicto entre los supuestos fundamentales de su teoría del conocimiento
y sus premisas políticas. De aquí que se lo considere como el menos consistente
entre todos los grandes filósofos.
53
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
El Segundo tratado comienza con la gran pregunta de la filosofía política -
¿qué es el poder?- y Locke afirma que “es un derecho a dictar leyes [...] encaminadas
a regular y preservar la propiedad, así como a emplear la fuerza de la comunidad
en la ejecución de tales leyes y en la defensa de la República de cualquier
ofensa que pueda venir del exterior; y todo ello teniendo como único fin la
consecución del bien público” (II, 3). Pero antes de entrar de lleno en esta cuestión,
nuestro autor considera imprescindible analizar el estado de los hombres en
la naturaleza.
El significado político de la ley natural está dado en la medida en que sus imperativos
“no se anulan al entrar en sociedad; al contrario, en muchos casos su
observancia es mucho más estricta y adquieren, gracias a las leyes humanas, unas
penas conocidas para obligar a su cumplimiento” (II, 135). La ley natural es una
ley eterna para todos los hombres, incluidos los legisladores, cuyas leyes positivas
tienen que ser acordes con las leyes naturales, dotadas así de un poder coactivo
para obligar a quienes no las respetan.
Estado de naturaleza
La definición de Locke sobre el estado de naturaleza es la siguiente: “hombres
reunidos según les dicta su razón, sin nadie que sea superior a ellos sobre la
tierra, con autoridad para juzgarse los unos a los otros” (II, 19). El estado de naturaleza
está regulado por la razón (a diferencia de Hobbes) y es posible que el
hombre viva en sociedad, pero si carece de “ese poder decisivo al que apelar, podemos
asegurar que todavía se encuentra en el estado de naturaleza” (II, 89). En
otras palabras, “la ausencia de un juez común que posea autoridad sitúa a todos
los hombres en un estado de naturaleza” (II, 19).
Los seres creados por Dios viven en “un estado de perfecta libertad” natural
y de igualdad, “sin subordinación ni sujeción alguna” (II, 4) y “sin verse sometido
a la voluntad o autoridad legislativa de ningún hombre, no siguiendo otra regla
que aquella que le dicta la ley natural” (II, 22). Este principio de la libertad e
igualdad es fundacional en la filosofía política moderna. Además, Locke reconoce
que los hombres no nacen sujetos a ningún poder, pues “por la ley de la recta
razón [...] los hijos no nacen súbditos de ningún país ni de ningún gobierno” (II,
118).
El hecho de que se trate de un estado de libertad no implica que sea un estado
de absoluta licencia, no consiste en que “cada uno pueda hacer lo que le venga
en gana” (II, 57), pues el hombre “tiene una ley natural que lo gobierna y que
obliga a todo el mundo” (II, 6). Amplía este concepto afirmando que la libertad
consiste “en que cada uno pueda disponer y ordenar, según le plazca, su persona,
acciones, posesiones y su propiedad toda”, y además que “nadie pueda verse sometido
a la arbitraria voluntad de otro” (II, 57). La ley natural nos enseña a todos
54
que, “al ser iguales e independientes, nadie puede perjudicar a otro en su vida, libertad,
salud o posesiones” (II, 6). La libertad natural del hombre “consiste en su
superioridad frente a cualquier poder terrenal” (II, 22), ya que al estar dotado con
facultades iguales “no cabe suponer ningún tipo de subordinación” (II, 6).
En el estado de naturaleza un hombre tiene derecho a juzgar y castigar a
quien no respeta la ley natural, convirtiéndose el transgresor en un peligro para la
humanidad: “cualquier hombre tiene el derecho de castigar al culpable y de ser
ejecutor de la ley natural” (II, 8). En otras palabras, cualquier hombre en el estado
de naturaleza tiene el poder de matar a un asesino o castigar a un delincuente
pues éste renunció a la razón y a la ley y “ha declarado la guerra contra toda la
humanidad, por la violencia y asesinato cometidos sobre uno de sus miembros; y
en consecuencia puede ser destruido igual que lo sería un león o un tigre, o cualquier
bestia salvaje” (II, 11).
Propiedad privada
Locke presta enorme atención al tema de la propiedad y elabora su célebre
teoría para explicar su origen y valor, para algunos una apología de la moral burguesa
y capitalista, influyendo en teóricos posteriores como Adam Smith, David
Ricardo y Karl Marx. “Propiedad”, para Locke, es un término polisémico: en sentido
amplio y general implica “vida, libertad y hacienda” (II, 87, 123, 173), y en
un sentido más restringido, bienes, el derecho a heredar, y la capacidad de acumular
riquezas. Debemos tener en cuenta que, de acuerdo a las leyes inglesas de
la época, los hombres condenados por un delito mayor debían entregar sus propiedades
al Estado y muchas familias adineradas se arruinaron debido a la condena
de alguno de sus miembros.
Para substraer a los gobernantes de cualquier intromisión en la propiedad privada,
Locke afirmaba que ésta precede al establecimiento de la sociedad política
o gobierno, y su empeño estuvo puesto en demostrar que los hombres pueden
convertirse en propietarios “sin necesidad de un pacto explícito de cuantos comparten
dicha posesión [común otorgada por Dios]” (II, 25). Así, la propiedad privada
existía en el estado de naturaleza, antes de la organización de la sociedad, y
ningún poder supremo “puede arrebatar a ningún hombre parte alguna de su propiedad
sin su propio consentimiento” (II, 138, 193), ya que los “hombres entran
en sociedad para preservar su propiedad” (II, 222, Cf. 94, 124, 134).
Todo era común originalmente. “Dios entregó al género humano la naturaleza
como su propiedad, para que fuera compartida por toda la humanidad” (II, 25)
y para poder cumplir con la ley natural de la auto-preservación. Pero aunque todo
pertenezca a los hombres en común, “cada hombre es propietario de su propia
persona [...], el trabajo de su cuerpo y la labor de sus manos”, y si toma algo “y
lo cambia del estado en que lo dejó la naturaleza, ha mezclado su trabajo con él
55
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
y le ha añadido algo que le pertenece [... y] lo convierte en propiedad suya [...]
que lo excluye del derecho común de los demás hombres [...] siempre que de esa
cosa quede una cantidad suficiente y de la misma calidad para que la compartan
los demás” (II, 27).
Vale decir, el único título para poseer algo es el trabajo, ya que “aquello que
inicia la propiedad es, precisamente, el acto de sacar algo del estado en que la naturaleza
lo dejó”. Por ello, “el trabajo que me tomé en hacerlas salir del estado
comunal en que se encontraban ha fijado en ellas mi propiedad” (II, 28). Es como
un plato servido para todos, lo que yo me sirvo a mí mismo es mío y me pertenece,
en palabras de Locke: “Aunque el agua que mana de la fuente es de todos,
sin embargo nadie pondrá en duda que la que está en la jarra es de aquél que
se molestó en llenarla” (II, 29).
El nuevo producto, resultado de la creatividad humana aplicada a los recursos
naturales, se transforma en parte del productor y le pertenece, naciendo así el
derecho a la propiedad y convirtiendo al hombre en equivalente a propietario. El
trabajo da a cualquier hombre el derecho natural sobre aquello de lo que se ha
apropiado, y le imprime un sello personal que lo hace propio. Existe una fusión
entre el sujeto trabajador y el objeto trabajado, al cual modifica y “a lo que se encuentra
unido” (II, 27).
La propiedad no es aquí ilimitada pues cada hombre podrá poseer legítimamente
todo lo que pueda abarcar con su trabajo, ya que “la misma ley natural que
nos otorga la propiedad, es la que le pone límites a la misma” (II, 31). Puedo aprovecharme
de todo antes que se malogre, y lo que sobrepase ese límite supera a la
parte que corresponde a una persona y pertenece a otros. Locke es muy claro y
tajante: “La medida de su propiedad vendrá fijada por la cantidad de tierra que un
hombre labre, siembre, cuide y cultive” (II, 32).
Locke creía que el valor de cualquier objeto estaba dado y determinado, a
grandes rasgos, por la cantidad de trabajo necesario para producirlo. Afirmaba
que “de hecho, es el trabajo el que añade la diferencia de valor sobre cada cosa”
(II, 40). Además se pregunta si mil acres de tierra salvaje y abandonada en América
“serán capaces de generar para sus míseros y desgraciados habitantes el mismo
provecho que se obtiene de diez acres de tierra igualmente fértiles en Devonshire,
donde sí están bien cultivados” (II, 37). En síntesis, “es el trabajo el que
aporta la mayor parte de su valor a las cosas” (II, 42) y el que “otorga la mayor
parte del valor que tiene la tierra” (II, 43). El crecimiento del comercio y las mejoras
en las tierras aumentan la productividad, de tal manera que en una sociedad
comercial todos están mejor que en una sociedad primitiva (Cf. II, 37, 40-50).
El derecho de propiedad tiene para Locke un carácter absoluto y es irrenunciable:
existe en el estado de naturaleza y, una vez constituida la sociedad civil,
el fin del gobierno será la preservación de la propiedad. Un sargento puede obli-
56
gar a un soldado a marchar a la boca del cañón y un general puede condenarlo a
muerte, pero ninguno de ellos puede disponer de su hacienda, arrebatarle parte de
sus bienes o quitarle un solo penique de su bolsillo. Locke proclama también un
derecho natural a la herencia (II, 182). Por consiguiente, puedo tener derecho a
tierras que nunca he laborado, a bienes que nunca he comprado, y la sociedad política,
por lo tanto, está obligada a proteger mis derechos sobre el trabajo de otros.
Uno de los presupuestos de Locke es que siempre habrá bastante territorio
para todos, como en América, para cualquiera que quiera trabajarla: “Existe suficiente
tierra en el mundo como para abastecer al doble de habitantes de los que
ahora viven en él” (II, 36). Pero la invención del dinero permitirá la acumulación
ilimitada de tierras, concentrándolas en pocas manos.
Dinero
Como se ha visto, la limitación a la propiedad en el estado de naturaleza proviene
de que la mayor parte de las cosas son, por lo general, “de corta duración;
esto es, si no se consumen con celeridad, se pierden o pudren rápidamente” (II,
46). Gracias a la “invención del dinero” (II, 36) el hombre puede producir más de
lo necesario, “aumentar la producción y las posesiones”, dar un incentivo para
producir excedentes (II, 48), y utilizar “algo duradero que los hombres pudieran
guardar sin que se pudriera y que, por consenso mutuo, se pudiera utilizar en los
trueques”(II, 47).
La invención del dinero, incluso antes de que la densidad de la población haya
llevado inevitablemente a la desaparición de la propiedad común de la tierra,
es una posibilidad pactada (anterior a la constitución de la sociedad civil y política)
de acumular riquezas y propiedades más allá de las necesidades del individuo
y su familia. La consecuencia de ello es la extensión de la posesión de tierras
y el crecimiento de la sociedad comercial. Esto produce desigualdades en la propiedad,
lo cual originará conflictos en torno a ella y terminará con la idílica existencia
del estado de naturaleza, conflictos que sólo podrán ser resueltos con la
constitución de leyes positivas en la sociedad civil o comunidad política (Estado).
La acumulación ilimitada de propiedad privada se debe entonces, de acuerdo
a Locke, a la existencia del dinero, eliminando los anteriores límites impuestos
por la ley natural. Nuestro autor admite esta desigualdad de hecho, ya que “el
acuerdo tácito de los hombres de asignar un valor a la tierra ha supuesto (por consenso)
la institución de las grandes propiedades y el derecho sobre ellas” (II, 36).
La justificación de la desigualdad está dada por el trabajo “que establece, principalmente,
la medida de dicho valor, es claro que los hombres han acordado que
la posesión de la tierra sea desproporcionada y desigual”, y gracias a este consenso
tácito y voluntario “un hombre puede llegar a poseer más tierra de la que puede
llegar a hacer uso [...]. Este reparto de cosas en posesiones privadas desigua-
57
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
les ha sido posible fuera de los límites de la sociedad y sin necesidad de pacto”
[o contrato que constituye a la sociedad civil y la comunidad política] (II, 50). Ese
consenso tácito al que hace referencia Locke no establece la sociedad civil, pues,
como vimos, pueden existir pactos sin salir del estado de naturaleza.
Es posible entonces establecer períodos en lo que respecta al estado de naturaleza,
en el cual hay sociedad y reina la ley natural, en dos etapas: en la primera,
la propiedad está limitada por el trabajo y la vida es agradable y apacible; en
la segunda, que surge con la aparición del dinero, se dan la posibilidad de acumulación
ilimitada y la desigualdad en cuanto a las posesiones. La invención del dinero
altera la vida de los hombres, surgiendo algunos irracionales [ver apartado
“Pobres” más adelante] que atentan contra la propiedad de los laboriosos y sensatos
que buscan evitar el estado de guerra.
Estado de guerra
En síntesis, para Locke el estado de naturaleza es –hipotéticamente- placentero
y pacífico. No es necesariamente una guerra de todos contra todos, es un estado
pre-político pero no pre-social, y el hombre vive guiado por la ley natural a
través de su razón. Esto implica que los hombres podrían vivir vidas ordenadas y
morales antes de establecer la sociedad política. Además, podrían disfrutar de su
propiedad siempre y cuando dejaran lo suficiente para satisfacer las necesidades
de los otros (II, 33 y 37).
El hombre natural de Locke no es un salvaje hobbesiano sino un gentleman
de la Inglaterra rural, un virtuoso anarquista racional poseedor de propiedades
que respeta las pertenencias ajenas y vive en paz y prosperidad. Este idílico panorama
se convertirá de hecho en un estado de guerra, debido a dos fuentes de
discordia: la primera, que algunos “irracionales” traten de aprovecharse de otros
pues los hombres no son perfectos; la segunda, los conflictos entre dos o más personas
en donde no hay una tercera parte, un juez o un árbitro, por lo cual vencerá
el más fuerte y no el más justo. La sociedad humana se multiplica y se hace
más compleja, surgiendo cada vez más riesgos de conflictos.
En el estado de naturaleza hay ausencia de jueces y leyes positivas, rigiendo
la ley natural. Existe un estado de paz mientras no haya utilización de la fuerza
sin derecho, y la “fuerza sin el amparo del derecho sobre la persona de un hombre
da lugar a un estado de guerra” (II, 19), que es “un estado de enemistad y destrucción”
(II, 16). El estado de guerra puede darse en el estado de naturaleza o en
la sociedad civil, donde hay un juez que hace cumplir la ley (Cf. II, 87, 155, 181,
207 y 232), por lo cual es importante distinguir entre estado de guerra y de naturaleza,
que otros –como Hobbes- han identificado.
58
El problema es que “una vez que da comienzo el estado de guerra, éste no cesa”
(II, 20), y la pretendida armonía en el estado de naturaleza no existe. Ello hace
necesario que los hombres se constituyan en sociedad civil para evitarlo y “es
una de las grandes razones que mueven a los hombres a reunirse en sociedad y
salir del estado de naturaleza [para constituir una sociedad civil]. Pues, allí donde
existe una autoridad, un poder terrenal al que apelar para obtener la oportuna
reparación, desaparece el estado de guerra” (II, 21).
Existen algunos hombres, desgraciadamente, que no están guiados por la razón
y pretenden despojar a otros de sus propiedades, transgrediendo la ley natural
y actuando como seres irracionales. Locke no explica de dónde surgen estos
hombres ni cuándo o por qué. El estado de naturaleza degenera en un estado de
guerra cuando éstos atentan contra la propiedad de otros. Para salir de este estado
de naturaleza similar al estado de guerra, los individuos realizan un pacto o
contrato por el cual se constituyen la sociedad civil y la comunidad política.
Contrato
El estado de guerra convence a los hombres para que ingresen en una “sociedad
civil o política”, en donde el gobierno actuará como juez y protegerá los derechos
-ya preexistentes- a la vida, la libertad y la propiedad. Su poder proviene
del “consenso de los gobernados”. Los hombres “laboriosos y razonables” ven la
necesidad de una institución que imparta justicia y los lleve a realizar un contrato,
ya que no está garantizado que todos cumplan, como hemos visto, con los preceptos
de la ley natural y la razón.
En 1594, Richard Hooker esboza en Inglaterra la teoría del pacto social, siendo
desarrollada posteriormente por Thomas Hobbes. En el período de la Guerra
Civil, la teoría del contrato constituye la base ideológica de las posturas contrarias
(los Whigs, entre otros) a la tesis del derecho divino del monarca a gobernar
(Tories). Después de la Revolución Gloriosa se justifica el destronamiento de Jacobo
II, sosteniéndose que había quebrantado el pacto entre el rey y el pueblo por
su mal gobierno.
El contrato se realiza para garantizar la seguridad de la propiedad de los individuos
(vida, libertad y bienes) por la inseguridad existente en el estado de naturaleza.
La legitimación y la autoridad del Estado surgen, precisamente, por la
superación de la inseguridad hobbesiana y la protección de los bienes lockeana.
En la Carta sobre la tolerancia, Locke hace una interesante descripción de las razones
del pasaje del estado de naturaleza a la sociedad civil y política: “siendo la
depravación de la humanidad tal que los hombres prefieren robar los frutos de las
labores de los demás a tomarse el trabajo de proveerse por sí mismos, la necesidad
de preservar a los hombres [...] [los induce] a entrar en sociedad unos con
otros, a fin de asegurarse [...] sus propiedades [...]”.
59
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
Los propietarios se reúnen y definen el poder público encargado de realizar
el derecho natural. La sociedad, en el estado de naturaleza, posee la capacidad de
organizarse armoniosamente sin necesidad de recurrir al orden político. Lo que
obliga a instaurarlo es la impotencia de esa sociedad cuando su orden natural es
amenazado por enemigos internos y/o externos. Se crea la sociedad civil y política
a través de un contrato, y se crea al gobierno como agente de esa sociedad.
La sociedad está subordinada al individuo, y el gobierno a la sociedad. La disolución
del gobierno no implica la liquidación de la sociedad, como veremos más
adelante.
Los hombres pueden llevar a cabo promesas y pactos en el estado de naturaleza,
pero “ningún otro pacto sirve para poner fin al estado de naturaleza entre los
hombres, salvo aquel por el que acuerdan entrar en una comunidad y constituir
un solo cuerpo político” (II, 14). Este párrafo pareciera indicar que en Locke hay
un solo pacto, pero ya aquí es evidente la distinción entre sociedad civil y sociedad
política. Si bien no lo hace muy claramente al principio, nuestro autor distingue
con posterioridad entre la sociedad civil y la sociedad política, aunque la conformación
de ambas pueda tener lugar al mismo tiempo
Es posible, como vimos, que un grupo de hombres en el estado de naturaleza
viva en sociedad, pero si carecen de ese poder decisivo al que apelar, “podemos
asegurar que [ese grupo] todavía se encuentra en el estado de naturaleza”
(II, 89). Si bien existe la sociedad en el estado de naturaleza, Locke reconoce de
manera explícita la distinción entre sociedad civil y sociedad política en el párrafo
211, y presenta tácitamente la idea de un segundo contrato mediante el cual se
crea el gobierno. Aeste “contrato” de gobierno, o sea, la relación entre gobernantes
y gobernados, Locke prefiere denominarlo con el término trust, esto es, “confianza”.
Sin embargo, Locke admite –al igual que Hobbes- que se puede alcanzar la
libertad del estado de naturaleza si “por cualquier calamidad, el gobierno al que
se hallaba sometido llegara a disolverse, o bien que, en un acto público, abandonara
la condición de miembro de la comunidad” (II, 121). Esta afirmación genera
cierta ambigüedad cuando la comparamos con otra en el capítulo XIX, en donde
afirma que “al abordar el problema de la disolución del gobierno, lo primero
que hemos de hacer es distinguir entre la disolución de la sociedad y la disolución
del gobierno” (II, 211). Lo que resulta indudable es que para Locke, al igual
que para Hobbes, la disolución del gobierno implica un regreso al estado de naturaleza,
identificando a este último con la “pura anarquía” (II, 225), lo cual ha
generado dudas acerca de la existencia de un segundo contrato.
La tradición contractualista ha sostenido que se precisan dos contratos sucesivos
para dar origen al Estado: el primero es el pacto de sociedad, por el cual un
grupo de hombres decide vivir en comunidad, y el segundo es el pacto de sujeción,
en el cual estos hombres se someten a un poder común. En Locke, sin en-
60
trar en el tema de la existencia de uno o más contratos, no hay un pacto de sujeción
como en Hobbes y otros contractualistas, sino que el pueblo, que tiene el
verdadero poder soberano, otorga a los poderes su confianza (trust) sin someterse
a ellos, justificando la rebelión en el caso de que la autoridad no cumpla con
sus objetivos.
El poder político legítimo deriva de ese “contrato” entre los miembros de la
sociedad, que no es un contrato verdadero porque los hombres no se someten al
gobierno sino que establecen con él una relación de confianza. Además, cuando
los hombres consienten formar una sociedad política, acuerdan estar atados por
la voluntad de la mayoría, “de modo que todo el mundo está sujeto, por dicho
consenso, a los acuerdos a que llegue la mayoría” (II, 96). Por otro lado, ningún
contrato bajo coacción es válido (II, 23 y 176) y, por ejemplo, un cristiano capturado
y vendido como esclavo en Africa tiene el derecho a escapar.
El hombre, al unirse a una comunidad, hace entrega “de todo el poder necesario
para cumplir los fines para los que se ha unido en sociedad [...] y esa entrega
se lleva a cabo mediante el mero acuerdo de unirse en una sociedad política,
lo cual es todo el pacto que se precisa para que los individuos ingresen o constituyan
una república” (II, 99). Justamente este consenso de hombres libres es lo
que da principio a cualquier gobierno legítimo en el mundo.
Sociedad política y gobierno
Pese a todas las ventajas existentes en el estado de naturaleza, los hombres
“se encuentran en una pésima condición mientras se hallan en él, con lo cual, se
ven rápidamente llevados a ingresar en sociedad” (II, 127). El “gobierno civil es
el remedio más adecuado para las inconveniencias que presta el estado de naturaleza”
(II, 13), esto es, los problemas causados por el estado de guerra provocado
por los “irracionales” que atropellan la vida, libertad y propiedad de los hombres
laboriosos. Por esta razón, repite Locke constantemente que “el fin supremo
y principal de los hombres al unirse en repúblicas y someterse a un gobierno
es la preservación de sus propiedades [vida, libertad y hacienda], algo que en el
estado de naturaleza es muy difícil de conseguir” (II, 123).
Resulta claro que “cuando un hombre entra en la sociedad civil y se convierte
en miembro de una república, renuncia al poder que tenía para castigar los delitos
contra la ley de la naturaleza” (II, 88): éste es el origen del poder legislativo
y ejecutivo. Los poderes naturales del hombre en el estado de naturaleza se transforman,
gracias al contrato, en los poderes políticos de la sociedad civil, que, a
diferencia de lo que sucede en el caso de Hobbes, son limitados. Por consiguiente,
cuando “cierta cantidad de hombres se unen en una sociedad, renunciando cada
uno de ellos al poder ejecutivo que les otorga la ley natural, a favor de la comunidad,
allí y sólo allí habrá una sociedad política o civil” (II, 89).
61
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
La superación del estado de naturaleza implica que cada hombre ha renunciado
a su poder de ejecutar por sí mismo la ley natural para proteger sus derechos
y lo entregó a la sociedad civil, a la comunidad política. Por eso afirma Locke
que “la sociedad política se dará allí y sólo allí donde cada uno de sus miembros
se haya despojado de este poder natural, renunciando a él y poniéndolo en
manos de la comunidad [...] [que] se convierte en el árbitro que [...] dictamina sobre
todas las diferencias que puedan tener lugar entre los miembros de esa sociedad”
(II, 87). En otras palabras, forman una sociedad civil “las personas que se
unen en un cuerpo y disponen de una ley común así como de una judicatura a la
que apelar, con autoridad para decidir en las controversias que surjan entre ellos
y poder para castigar a los delincuentes” (II, 87).
Participan de la sociedad política solamente aquéllos que hacen el pacto de
manera explícita. Locke es claro en este punto: “Cuando un grupo de hombres ha
llegado a un consenso para formar una comunidad o gobierno, se incorporan en
el acto al cuerpo político que conforman ellos mismos, en el que la mayoría adquiere
el derecho de actuar y decidir por los demás” (II, 95). “Todo el mundo está
sujeto por dicho consenso a los acuerdos a que llegue la mayoría” (II, 96). Pero
ese gobierno de la mayoría era interpretado por Locke como el gobierno de los
propietarios de tierras, comerciantes y personas adineradas. La Revolución Gloriosa
afianzó la supremacía del Parlamento sobre el Rey, y también la de las clases
propietarias sobre los desposeídos, excluidos de la participación política ya
que pertenecían a una especie de hombres irracionales, y por lo tanto inferiores.
Apartándose de la doctrina de Filmer, Locke distingue cinco tipos de autoridad
legítima: la de quien gobierna sobre sus súbditos (autoridad política), la de
un padre sobre sus hijos (II, 52-76), la de un marido sobre su mujer (II, 82-3), la
de un amo sobre sus sirvientes (II, 85), y la de un dueño de esclavos sobre los
mismos (II, 22-24). Esto es, diferencia entre “el poder que tiene un magistrado
sobre un súbdito del que tiene un padre sobre su hijo, un amo sobre su sirviente,
un marido sobre su esposa y un señor sobre su esclavo” (II, 2), o sea que podemos
distinguir la diferencia existente entre el gobernante de una república, un padre
de familia o el capitán de un barco.
El comportamiento tiránico disuelve la autoridad legítima y restaura la libertad
natural y la igualdad que existe en el estado de naturaleza. Así, si un padre trata
de asesinar a sus hijos o esposa, éstos tienen derecho a defenderse. Un gobernante
que no deja recursos abiertos a sus súbditos, víctimas de injusticias, los
obliga a considerarlo como injusto y con derecho a castigar su opresión. Es el gobernante
el que crea el estado de guerra cuando incurre en cierto tipo de arbitrariedades
-como por ejemplo en Inglaterra crear impuestos sin votación parlamentaria-
que incitan a los pueblos a la rebelión.
En síntesis, el propósito principal de la sociedad política es proteger los derechos
de propiedad en sentido amplio, esto es, la vida, la libertad y los bienes.
62
Como estos derechos existen antes de la constitución de la sociedad política e incluso
en la misma sociedad política, no puede haber ningún derecho a imponer,
por ejemplo, impuestos sin el consentimiento de sus miembros. Esta fue la consigna
de los revolucionarios estadounidenses. Como vimos, el gobierno absoluto
no puede ser legítimo pues no existe un árbitro imparcial en las disputas entre el
gobernante y su súbdito, y de esta manera ambos quedarían en estado de naturaleza
(II, 13). El gobierno está estrictamente limitado y cumple con una función:
proteger a la comunidad sin interferir en la vida de los individuos. Es un árbitro
pasivo que permite que cada uno busque sus propios intereses y sólo interviene
cuando hay disputas. Su poder surge y depende del contrato que hicieron los individuos
para conformar la sociedad civil y política.
El poder del gobierno está basado totalmente en los poderes que le transfirieron
los individuos, y además los gobiernos no tienen derechos que sean peculiares
a ellos (II, 87-89). Debe existir una separación entre el poder ejecutivo y legislativo,
ya que resulta una fuerte tentación “el que las mismas personas que tienen
el poder de hacer las leyes tengan también el de ejecutarlas” (II, 143 y 150).
Es el legislativo el que decide las políticas, ya que es “el poder supremo de la república”
(II, 134), encaminado a determinar las condiciones del uso legal de la
fuerza comunitaria en función de la defensa de la sociedad civil y de sus miembros.
El ejecutivo, encargado de las leyes formuladas por el legislativo, ha de estar
“subordinado” y “rendir cuentas” a él (II, 152). Las relaciones entre el ejecutivo
y el legislativo reflejan la controversia histórica entre el rey y el Parlamento
inglés. Además, hay también un poder federativo, prácticamente inseparable del
ejecutivo, que está destinado a definir sus relaciones con los otros Estados (II,
146).
Derecho de resistencia
Locke, como vimos, cambió radicalmente su pensamiento de la década de
1660, y dos décadas después desarrolla su doctrina de la resistencia, uno de los
puntos importantes de su doctrina, en la Carta y el Segundo tratado. El primer
texto hace referencia al derecho a resistencia en el caso de que la salvación de la
persona esté en juego, mientras que en el otro hace un tratamiento más amplio y
complejo. Muchos autores posteriores han interpretado al Segundo tratado como
un trabajo en defensa de la revolución 6, pero creemos que Locke sólo quería buscar
argumentos para resistir a gobiernos tiránicos. De todas maneras, su texto tiene
un discurso político potencialmente revolucionario, ya que frente al abuso del
poder del Estado el pueblo conserva el derecho a la rebelión, a ejercerse sólo en
casos extremos.
Los hombres entran en sociedad para preservar su propiedad, o sea su vida,
libertad y bienes, pero ¿qué sucede si no se cumple con este cometido? De acuer-
63
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
do a Locke, “siempre que los legisladores destruyen o se adueñan de la propiedad
del pueblo, o los esclavizan bajo un poder arbitrario, se ponen a sí mismos en
un estado de guerra respecto a su pueblo, el cual queda, por ello, libre de seguir
obedeciendo” (II, 222). Si un gobierno o un particular hacen uso de la fuerza sin
tener derecho a ello, “y tal es el caso de cualquiera que actúe violentamente contra
la ley, se coloca en un estado de guerra respecto a aquellos contra los que ha
empleado esa fuerza” (II, 232).
Su justificación de la insurrección cuando el gobierno se vuelve tiránico y
rompe el contrato es considerada como uno de los elementos democráticos de su
teoría política y una idea explosiva y subversiva para la época. El gobierno se disuelve
cuando “el legislativo o el monarca actúan traicionando la confianza (t ru s t)
que se depositó en ellos” (II, 221), revirtiendo el poder a la comunidad, que establecerá
un nuevo legislativo y ejecutivo. Esta cuestión de la disolución del gobierno
es compleja, y Locke le dedica los párrafos 211-243. El pueblo es quien decide
cuándo se ha roto la confianza y tiene este poder porque subsiste como comunidad
pese a la disolución del gobierno, y cualquiera sea la razón de ella, “el poder
revierte de nuevo en la sociedad, y el pueblo tiene derecho a actuar en calidad
de poder supremo y constituirse ellos mismos en legislativo” (II, 243). La disolución
del gobierno no implica la disolución de la sociedad: a diferencia de Hobbes,
el peligro de la anarquía no puede ser invocado para tolerar el despotismo.
A la crítica que se le podría hacer acerca de que ningún gobierno duraría demasiado
si el pueblo puede designar a un nuevo legislativo simplemente porque
se siente molesto, responde que “el pueblo no abandona las viejas formas con tanta
facilidad como algunos parecen sugerir”, pues el mismo tiene lentitud y aversión
“a abandonar sus viejas constituciones” (II, 223). Además, el pueblo “está
más dispuesto a sufrir resignadamente que a defender sus derechos por la fuerza”
(II, 230). Las revoluciones no se producen por cualquier error en la gestión de los
asuntos públicos, ya que “los pueblos son capaces de soportar, sin rechistar, ni revelar
el menor asomo de rebeldía, errores graves de la parte dirigente, muchas leyes
injustas e inconvenientes” (II, 225). El pueblo se rebelará solamente en el último
extremo.
La principal causa de las revoluciones no es entonces la “insensatez gratuita”
de los pueblos o su deseo de acabar con los gobernantes, sino los intentos de
estos últimos “de obtener y ejercer un poder arbitrario sobre sus pueblos” y, sea
uno gobernante o súbdito, “el que atropella por la fuerza los derechos del príncipe
o del pueblo y se propone acabar con la constitución y con el aparato de cualquier
gobierno justo es, a mi juicio, culpable de haber cometido el mayor crimen
de que un hombre es capaz” (II, 230). El peor de los males no se halla en la anarquía,
como para Hobbes, sino en el despotismo, la opresión y la mala conducta
del soberano.
64
Que “el pueblo juzgará” (II, 240) implica que tiene el derecho a resistirse en
contra de los tiranos, pero esto no da lugar a un derecho a la revolución en el sentido
moderno del término, pues ésta es una amenaza que hace peligrar la conservación
de la sociedad. No hay derecho a oponerse a la autoridad allí donde sea
posible apelar a la ley, pues “sólo se ha de emplear la fuerza para impedir que se
ejerza una fuerza injusta e ilegal”. El derecho a resistir es un derecho natural que
no se puede ejercer contra un gobierno legítimo. En los párrafos 225 al 230 hay
una serie de argumentaciones en contra de la rebelión.
¿Existe en la hipótesis de Locke un fermento para que cunda la rebelión? No,
responde, él no está promoviéndola, “pues quienes usan la fuerza contra la ley,
actúan como verdaderos rebeldes” (II, 226). Reafirmando esta postura concluye
que la rebelión no está dirigida contra las personas, sino contra la autoridad, y
“aquellos que las quebrantan [a la constitución y las leyes] y justifican por la fuerza
esa violación [...] son los verdaderos rebeldes en sentido estricto” (II, 226). Si
bien favorecía el gobierno representativo, restringía la representación a los ricos
y propietarios. No era un republicano en sentido estricto, sino un parlamentarista
monárquico, en favor de un gobierno burgués asociado a la aristocracia.
Religión
El siglo XVII fue un siglo de guerras religiosas, y había muy pocos teóricos
dispuestos a defender la tolerancia como correcta en principio o viable en la práctica.
En su demanda por tolerancia religiosa Locke sostiene, en primer lugar, que
ningún hombre tiene tanta sabiduría y conocimiento como para que pueda dictar
la religión a algún otro; en segundo lugar, que cada individuo es un ser moral, responsable
ante Dios, lo cual presupone la libertad; y, finalmente, que ninguna
compulsión que sea contraria a la voluntad del individuo puede asegurar más que
una conformidad externa.
Locke escribió cuatro Cartas sobre la tolerancia, siendo la publicada anónimamente
en 1689 (1690) la que tuvo un éxito inmediato y la más famosa, y aquella
de la cual hacemos referencia en este trabajo. En ella insiste conque “la tolerancia
es característica principal de la verdadera iglesia”, que el clero debe preconizar
la paz y el amor, y que la verdadera iglesia no debe requerir de sus miembros
que crean más de lo que está especificado en la Biblia para la salvación. Rechaza
la idea de que la autoridad en una iglesia, o la representación de la misma,
estén ejercidas por una jerarquía eclesiástica.
El Estado ha de ser una institución secular con fines seculares, pues “todo el
poder del gobierno civil se refiere solamente a los intereses civiles de los hombres,
se limita al cuidado de las cosas de este mundo y nada tiene que ver con el
mundo venidero”. Por otro lado, “la Iglesia en sí es una cosa absolutamente distinta
y separada del Estado, ella es “una sociedad de miembros unidos volunta-
65
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
riamente” sin poder coactivo. Las fronteras en ambos casos son fijas e inamovibles”.
Este es otro rasgo que diferencia a Locke de Hobbes, quien consideraba
que la Iglesia debía estar subordinada a la autoridad secular. Lo que los acerca es
que para Locke existe un indudable fondo hobbesiano al considerar por encima
de todo la estabilidad social y la seguridad del Estado en su determinación de proteger
el orden civil y la propiedad privada.
Se preocupa por las relaciones entre la Iglesia y el Estado y prescribe que debe
tolerarse cualquier postura religiosa que no perjudique los intereses fundamentales
de la sociedad y el Estado. Su intención es política más que religiosa, pues
la finalidad de sus consideraciones no es la salvación de las almas sino la protección
del Estado, y se ha convertido en parte constitutiva del pensamiento político
moderno, ya que su propuesta más decisiva es la estricta separación entre la
Iglesia y el Estado.
Además de negar el derecho divino de los reyes a gobernar, en estos textos
reconoce la función instrumental del poder político como garante de la paz, bienestar
e intereses privados de los súbditos. Quienes hacen peligrar la paz y estabilidad
de los Estados, sean “papistas”, “ateos” o “fanáticos” (cuáqueros) no deben
ser tolerados, ya que “como se hace con las serpientes, no se puede ser tolerante
con ellos y dejar que suelten su veneno”.
La intolerancia es típica del catolicismo y el Estado debe prohibir sólo aquellas
doctrinas que puedan alterar la paz y seguridad públicas o que tengan consecuencias
antisociales. El argumento de Locke era que la obligación católica de
obedecer al Papa iba en contra del reconocimiento de la autoridad legítima o de
los gobernantes seculares. Como los católicos eran súbditos del Papa, no podían
ser ciudadanos de ningún otro Estado que no fuese Roma. Hay otra idea que no
debe ser tolerada, el ateísmo, pues al no creer en Dios se carece de principios morales,
pero “ni los paganos, ni los mahometanos, ni los judíos deberían ser excluidos
de los derechos civiles del Estado a causa de su religión”.
Locke sugiere que puede haber más de una iglesia “verdadera”. Considera
irracional castigar a la gente por lo que cree, y por lo tanto el Estado no tiene por
qué interferir con las creencias. Esta era una doctrina muy radicalizada en la época,
por los íntimos contactos que los Estados, católicos o protestantes, tenían con
las autoridades eclesiásticas. Pese a algunas limitaciones, la Carta sobre la tole -
rancia implicó una fuerte condena a la intolerancia y la consagración de la libertad
religiosa, elementos indispensables en el proceso de constitución del Estado
democrático liberal.
Existe un debate contemporáneo sobre la postura religiosa de Locke. Para
unos, su teoría política y social ha de ser considerada como la elaboración de valores
sociales calvinistas, ya que su religión era profundamente individualista y
no reconocía la autoridad de ninguna comunidad eclesiástica. Otros ven en
66
Locke a un enemigo de la ortodoxia religiosa, un secreto deísta o ateo, y un hombre
que no creía en la inmortalidad del alma. Consideran que el Primer tratado
insinúa su desprecio por la Biblia pretendiendo estudiarla cuidadosamente, y afirman
que Locke sigue a Hobbes al combinar una aceptación superficial del cristianismo
con un sistemático ataque contra la religión. Se ha criticado esta última
interpretación ya que Locke no quería subvertir la fe, sino que, al igual que Grocio,
creía que la Biblia debía ser interpretada a la luz de la razón (Wootton, 1993:
pp. 67-9).
Pobres
En el siglo XVII se desarrolla, especialmente en los países protestantes, una
nueva actitud hacia la pobreza que empieza a igualar el fracaso económico con la
carencia de gracia divina. Se infiltra y permea la idea puritana de que la prosperidad
particular contribuye al bien público, o sea, el interés egoísta beneficia a la
sociedad en su conjunto, inmortalizado en la frase de Bernard de Mandeville: “vicios
privados son beneficios públicos”. La indolencia es un pecado y el mundo
ha sido creado para los laboriosos, que merecen los bienes que Dios les ha otorgado,
mientras que los pobres se caracterizan por ser holgazanes.
Existen dos supuestos en el pensamiento de Locke de acuerdo a C. B.
Macpherson: el primero es que los trabajadores no son miembros con pleno derecho
del cuerpo político, y el segundo es que no viven ni pueden vivir una vida
plenamente racional. Pero estas premisas no son sólo de Locke sino de la Inglaterra
de su época, que consideraba natural la incapacidad política de los trabajadores.
Los pobres están en la sociedad civil, pero no son miembros plenos de ella
ni son considerados como ciudadanos. Si bien el derecho a la rebelión pertenece
a la mayoría, se trata de una mayoría capaz de decisiones racionales; por lo tanto,
los trabajadores estaban excluidos del mismo por ser incapaces de una acción
política racional (Macpherson, 1974: pp. 191-196).
Locke se pregunta a principios del capítulo IX del Segundo tratado la razón
por la cual el hombre en el estado de naturaleza renuncia a su libertad. La razón
es obvia, afirma, pues en él su capacidad de disfrutar de sus propiedades es bastante
insegura y “muy incierta y se ve constantemente expuesta a la invasión de
los otros”, ya que la mayoría de los hombres ”no son estrictos observadores de la
equidad y la justicia” (II, 123).
¿Quiénes son esos “otros”, esa mayoría? Existen hombres “industriosos y racionales”
a quienes Dios entregó el mundo, siendo el trabajo el título de su propiedad,
mientras que hay otros “pendencieros y facinerosos” que desean aprovecharse
del esfuerzo ajeno (II, 34). El hombre que transgrede la ley natural revela
su condición “de alguien que vive bajo otra regla que no es la de la razón” (II, 8),
lo cual lo convierte en un irracional y en un peligro para la humanidad, y es un
67
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
“ser degenerado y nocivo, además de declararse al margen de los principios de la
naturaleza humana” (II, 10). Quien no obedece a la ley natural “no tiene uso de
razón” (II, 57), es un “hombre parcial y un ignorante por no ser capaz de reconocerla
como una norma obligatoria” (II, 124). La función del gobierno es proteger
a los hombres “de la violencia y de la injuria de los otros” y “la espada del magistrado
ha de ser el terror de los agentes del mal”, para forzarlos a observar “las
leyes positivas de la sociedad” (I, 92).
La Revolución Gloriosa no pretendía la igualdad política, como algunos grupos
radicalizados durante la Guerra Civil inglesa, sino la implantación de una
monarquía limitada, con un sistema oligárquico en el gobierno. El Segundo tra -
tado es la filosofía de un grupo privilegiado, de propietarios vinculados entre sí
con específicos intereses de clase, en palabras de Engels en su carta a Conrado
Schmidt (27 de octubre de 1890): “Locke era, lo mismo en religión que en política,
un hijo de la transacción de clases de 1688”. El gobierno parlamentario es
elegido por los ricos. Los pobres no participan del poder político, convirtiendo al
Estado lockeano en una sociedad de propietarios.
De acuerdo a Harold Laski, el Estado de Locke no es más que “un contrato
entre un grupo de negociantes que forman una compañía de responsabilidad limitada”
(Laski, 1939: p. 101). Locke expresó los intereses de la burguesía ascendente,
y su Commonwealth limita el poder político a las clases propietarias. No
era un demócrata en el sentido actual del término, pues presumía la exclusión de
las mujeres y los pobres de los derechos de ciudadanía.
Locke considera que el pobre sano es un vagabundo y un holgazán, y que su
pobreza no es una desgracia causada por cuestiones económicas, sino un pecado
debido a la degradación moral, ya que es víctima de sus actos de pereza y maldad,
siendo él el único responsable por su condición. Los pobres que no trabajan
son simplemente haraganes que tratan de vivir de los otros, por lo cual deben ser
duramente castigados. Locke elaboró una serie nueva de castigos que fueron rechazados
por la Junta de Comercio de Londres, en la cual él era una de las figuras
dominantes.
En su breve Draft of a Representation Containing a Scheme of Methods for
the Employment of the Poor [Anteproyecto de una exposición con un esquema de
métodos para el empleo de los pobres] de 1697, Locke afirma que el crecimiento
de la pobreza se debe a “la relajación de la disciplina y la corrupción de las
conductas”. El primer paso para lograr que los pobres trabajen más es “restringir
su intemperancia” suprimiendo los lugares en los cuales se venden bebidas alcohólicas.
La carga para mantener a los pobres “recae en los industriosos”, y aquellos
“simulan no poder conseguir trabajo y viven mendigando o peor”. “Muchos
hombres simulan que quieren trabajar [...] y generalmente no hacen nada”. Los
mendigos llenan las calles, pero habría muchos menos si se los castigara. “Hay
que suprimir a estos zánganos mendicantes, que viven del trabajo de otros”, y pa-
68
ra ello Locke propone nuevas leyes:
“Todos los hombres sanos de cuerpo y mente, de más de 14 años y menos de
50, que se les encuentre mendigando en condados marítimos serán detenidos
[...] y enviados al puerto más cercano donde realizarán trabajos forzados hasta
que llegue un barco de Su Majestad [...] en el cual servirán durante tres
años bajo estricta disciplina, con paga de soldado (deduciéndole el dinero de
subsistencia por sus vituallas a bordo) y será castigado como desertor si
abandona el barco sin permiso. [...]
Todos los hombres que se les encuentre mendigando en condados marítimos
sin pases, lisiados o mayores de 50 años [...] serán enviados a la más cercana
casa de corrección, donde serán mantenidos a trabajos forzados durante
tres años. [...]
Quien haya falsificado un pase perderá sus orejas, la primera vez que se lo
encuentre culpable de falsificación; y la segunda vez, será enviado a las plantaciones,
como en el caso de quienes cometieran delitos mayores. [...]
Cualquier niño o niña, menor de 14 años, que se le/a encuentre mendigando
fuera de la parroquia en donde habita [...] será enviado/a a la más cercana escuela
de trabajo, será fuertemente azotado/a y trabajará hasta el atardecer. [...]
Deben instalarse escuelas de trabajo en todas las parroquias, y los niños [pobres]
entre 3 y 14 años [...] deben ser obligados a ir [para convertirlos en personas]
[...] sobrias e industriosas [y, gracias a su trabajo,] la enseñanza y el
mantenimiento de tales niños durante todo el período no le costará nada a la
parroquia” (Locke, 1993).
Algunos teóricos contemporáneos consideran a John Locke como demócrata
e igualitario, mientras que otros estudiosos no lo perciben como tal, ya que sus
principios son mucho menos igualitarios que lo que parecen a primera vista, y
además cuando discute el tema de la propiedad, quiere demostrar que la desigualdad
económica puede ser justificada por los principios de la razón natural. Los
hombres pueden elegir si siguen o no a las leyes naturales porque en el orden natural
todos fueron creados iguales, aunque posteriormente aparecerán muchas
formas de desigualdad. Aquellos cuya vida y libertad era su única propiedad, es
decir los pobres, debían ser tratados justamente de acuerdo a las leyes naturales,
pero ¿podían participar en la sociedad política? La respuesta de Locke es, tácitamente,
negativa.
El elemento democrático de la postura lockeana está limitado por el punto de
vista, implícito más que expreso, por el cual aquellos que no poseen propiedades
no han de ser reconocidos como ciudadanos. Pero no olvidemos el contexto histórico
de Inglaterra en la época de Locke: la mayoría de sus habitantes no tenían
derecho a la representación porque no eran ciudadanos, y sólo una ínfima mino-
69
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
ría tenía el derecho al voto. Tengamos en cuenta que en 1831 sólo el 4,4% votaba,
y en este siglo, en 1914, lo hacía el 30%. Recién en 1931 el electorado de
Gran Bretaña alcanza el 97% de población mayor de 20 años. Locke fue un teórico
del gobierno por consenso, pero no de la democracia en una época en la cual
no existía ninguna, y ese consenso era el realizado por los sectores que él consideraba
que debían dirigir los destinos políticos de su país.
Incluso con el desarrollo de la democracia inglesa, el gobierno de Inglaterra
ha continuado siendo el privilegio de unos pocos. En palabras del politólogo británico
R.H.S. Crossman: “Al revés que otras democracias occidentales, nunca hemos
defendido ni practicado la soberanía de la voluntad general ni hemos intentado
tampoco dirigir la política gubernamental mediante el mandato popular”
(Mayer, 1966: p. 129).
V. Influencias
En la historia de la filosofía, Locke es considerado uno de los fundadores del
empirismo desarrollado posteriormente por Berkeley y Hume, su representante
más ilustre de la edad moderna, y quien bosqueja las líneas básicas del positivismo
contemporáneo. Su Ensayo fue uno de los textos fundamentales de la Ilustración
europea y es una de las obras filosóficas más célebres y leídas en la historia
del pensamiento. Su prestigio en la filosofía occidental es perdurable e inconmensurable.
La obra política de John Locke ha tenido considerable influencia en la intelectualidad
europea. Voltaire fue un ardiente propagandista, y sus ideas fueron
ampliamente diseminadas por los enciclopedistas franceses del siglo XVIII, especialmente
en los artículos de la Enciclopedia, “Autoridad política” y “Libertad
natural”. Las dos declaraciones de los derechos del hombre, la de Estados Unidos
de 1787 y la de Francia de 1789, se inspiraron directamente en el Segundo trata -
do. La separación de poderes que sugiere Locke constituye posteriormente el eje
de la teoría de Montesquieu, y tuvo gran repercusión de manera inmediata y directa
en el sistema parlamentario inglés y en los gobiernos surgidos de la democracia
burguesa para limitar al absolutismo y concentrar el poder legislativo en
manos de sus instituciones representativas.
La teoría política de Locke tuvo una especial repercusión en los Estados Unidos.
Nathan Tarcov escribió que los estadounidenses “podemos afirmar que Locke
es nuestro filósofo político porque podemos reconocer en su obra nuestra separación
de poderes, nuestra creencia en el gobierno representativo, nuestra hostilidad
a toda forma de tiranía, nuestra insistencia en el estado de derecho, nuestra
fe en la tolerancia, nuestra demanda por un gobierno limitado...”. Además, incluso
quien nunca leyó a Locke, “escuchó que todos los hombres son creados
70
iguales, que poseen ciertos derechos inalienables, entre ellos la vida, la libertad y
la prosecución de la felicidad; que para asegurar esos derechos se instituyen los
gobiernos entre los hombres, derivando sus justos poderes del consenso de los
gobernados y que, cuando cualquier forma de gobierno destruye estos fines, existe
el derecho del pueblo de alterarlo o abolirlo” (Cit. por Wootton, 1993: p. 8).
El texto más citado por los revolucionarios estadounidenses de la década de
1770, provenía de un parágrafo del Segundo tratado de Locke, en el cual negaba
la justificación del gobierno de imponer impuestos sin el consenso de los representados,
pues ello era considerado como un ataque a la propiedad de los individuos:
“el poder supremo no puede arrebatar a ningún hombre parte alguna de su
propiedad sin su consentimiento” (II, 138). Sus ideas tuvieron una profunda correspondencia
con la realidad objetiva de los Estados Unidos del siglo pasado, un
país “lockeano” con la figura del farmer, el pequeño granjero propietario. Es considerado
como el pensador más representativo de toda la tradición política estadounidense.
En palabras de Louis Hartz: “El hecho es que el liberalismo del granjero
estadounidense fue [...] un producto del espíritu de Locke implantado en un
mundo nuevo y no feudal...” (Hartz, 1955: p. 122).
Locke inaugura en su obra el liberalismo, definiendo sus contornos esenciales
hasta el presente y exponiendo la mayoría de los temas tratados posteriormente:
derechos naturales (humanos), libertades individuales y civiles, gobierno representativo,
mínimo y constitucional, separación de poderes, ejecutivo subordinado
al legislativo, santidad de la propiedad, laicismo y tolerancia religiosa. Pese
a las contradicciones, ambigüedades y puntos oscuros en su obra, su pensamiento
político sigue siendo una de las bases fundamentales del Estado liberal democrático
contemporáneo.
La principal contradicción de Locke y de los liberales contemporáneos proviene
de su incondicional defensa de los derechos naturales (civiles o humanos)
y el derecho de propiedad. Esta dualidad dio lugar a que tanto los reformistas radicales
como los conservadores a ultranza se apoyaran en sus enseñanzas y extrajeran
diferentes aspectos de ella para basar sus posturas. En palabras de George
Novack: “los escritos de Locke personificaron de forma clásica el conflicto insuperable
entre los derechos humanos y las exigencias de la propiedad privada, conflicto
que ha persistido a todo lo largo de la trayectoria de la democracia burguesa.
Al colocar los derechos de propiedad al mismo nivel que la protección de las
libertades civiles e incluso por encima de ellas, Locke estaba destinado a servir
de mentor del liberalismo burgués así como al laissez-faire económico y de la libre
empresa” (Novack, 1996: p. 119).
¿Cómo definir al liberalismo? El liberalismo tiene diferentes variedades y
tendencias, cambiando sus significaciones de acuerdo a las diferentes épocas y
países. Especificar este término es una tarea muy ardua y difícil, tanto que un autorizado
pensador liberal como Friedrich von Hayek propuso renunciar al uso de
71
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
una palabra tan equívoca. En un sentido amplio enfatiza la libertad del individuo
frente a las restricciones externas (Iglesia, Estado, tradiciones, sociedad). En los
siglos XVIII y XIX se basaba en la idea del libre mercado y buscaba limitar los
poderes del gobierno a través de mecanismos tales como el federalismo y la separación
de poderes, aunque no implicaba necesariamente a la democracia. 7
Los liberales conservadores invocan el principio del libre mercado, del lais -
sez-faire, y son hostiles al Estado, considerando a la familia y al mercado como
las instituciones clave que cementan la sociedad. Otros liberales, más a la izquierda
del espectro político, piensan que el derecho a la vida y la prosecución de la
felicidad implican el derecho al divorcio y al aborto, y además el derecho no sólo
a la educación universal sino también a la protección de la salud y un generoso
Estado benefactor que haga efectiva la justicia distributiva.
Los principios del liberalismo político clásico parecen estar negados actualmente
en el neoliberalismo contemporáneo, una variante teórica del capitalismo
desarrollado que poco parece interesarse por el derecho a la vida y la libertad.
Un autodenominado “liberal”, conocido periodista argentino, confesaba estar más
preocupado, durante la dictadura militar de 1976-83, por la flotación del dólar en
los mercados que por la flotación de cadáveres de presuntos subversivos en el Río
de la Plata, arrojados desde aviones militares. Seguramente John Locke se retorcía
en su tumba al escuchar este comentario.
72
Bibliografía
Para este trabajo utilizamos las siguientes traducciones castellanas, a las cuales
hemos modificado, en pocos casos, empleando las versiones originales en
inglés editadas por David Wootton. Las fechas de ediciones originales están
indicadas en el texto precedente.
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de Pedro Bravo Gala.
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de Joaquín Abellán y traducción de Francisco Giménez Gracia. Esta correcta
edición incluye lo que aquí denominamos como Primer tratado y Se -
gundo tratado, en lugar de “Ensayo”, pues la obra de Locke en inglés se denomina
Two Treatises [tratados] of Government y consideramos más adecua-
73
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
do el término “tratado”. Quizás, lo que lleve a la confusión es el subtítulo del
Segundo tratado: “An Essay [ensayo] Concerning the True Original, Extent
and End of Civil Government”.
Locke, John 1991 Segundo tratado sobre el gobierno civil (Madrid: Alianza).
Traducción, prólogo y notas de Carlos Mellizo.
Locke, John 1993 Political Writings (New York: Penguin/Mentor 1993). Edición
de David Wootton. Esta excelente recopilación incluye, además de sus
obras políticas principales, varias cartas, artículos y ensayos, como ser: First
Tract on Government, 1660/1, publicado por primera vez en inglés en 1961;
Second Tract on Government, c. 1662 [1961]; Essays on the Law of Nature,
1664 [1954]; The Fundamental Constitutions of Carolina, 1669 [1670];
Draft of a Representation Containing a Scheme of Methods for the Employ
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Locke, John 1999 Ensayo y Carta sobre la tolerancia (Madrid: Alianza). Traducción
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ca (México: Fondo de Cultura Económica).
Wootton David “Introduction”, en Locke, John: Political Writings (Op. cit.).
74
Notas
1. Se trata del presbítero Manuel Beltrán durante una misa mensual organizada
por familiares y amigos de muertos por la subversión (FAMUS). Además,
exhortó al presidente Raúl Alfonsín a conducir los intereses del país
“con mano segura” para que “nos defienda de los marxistas y los judíos que
están metidos en el Gobierno y en la Universidad”. En “Críticas en misa de
FAMUS”, diario Clarín (Buenos Aires), 4 de octubre de 1987.
2. Copleston, F. C. 1971 Historia de la filosofía (Barcelona: Martínez Roca),
p. 138.
3. Cf. Jean Delumeau La reforma (Barcelona: Labor, 1985), p. 76; y J. Vicens
Vivens Historia general moderna (Barcelona: Vicens Vives, 1981), p.
152.
4. Whig proviene de whiggamore, una expresión escocesa que significa ¡vamos!,
dirigida a los caballos. En una rebelión conocida como la Whigammor
´s Inroad, cuando cientos de escoceses con sus carruajes marcharon a
Edimburgo en contra de la corte, el término se popularizó como sinónimo de
disenso.
El término Tory (del irlandés, tóraighe, perseguidor) originalmente denotaba
a guerrilleros irlandeses católicos que acosaban a los ingleses en el siglo
XVII, un grupo que en la década de 1640 fue echado de sus propiedades por
los ingleses y que acosó a sus ocupantes. En 1670 se aplicaba a los monarquistas
católicos irlandeses, y más generalmente a quienes apoyaban al rey
católico Jacobo II. Después de 1689 se utilizaba para los miembros del partido
político británico que primero se habían opuesto al destronamiento de
Jacobo y su reemplazo por los protestantes Guillermo y María. A partir de
1830, el partido Tory bajo el liderazgo de Peel fue denominado conservador,
mientras que Tory implicaba reaccionario. Actualmente Tory y conservador
son sinónimos. Véase nota 7.
5. Los paréntesis indican los textos de Locke, “I” para el Primer Tratado y
“II” para el Segundo; las otras numeraciones se refieren a los párrafos. La
edición utilizada es la de Joaquín Abellán ver bibliografía.
6. El término “revolución” es ambiguo y polisémico. Fue acuñado durante el
Renacimiento cuando Copérnico publica en 1543 su obra Sobre la revolución
de los cuerpos celestes, con un significado puramente técnico y astronómico
referido al lento, regular y cíclico movimiento de los astros. En el siglo siguiente,
“revolución” adquiere un significado político, indicando el retorno,
una vuelta a un punto inicial desviado, a un estado precedente de cosas, a un
orden preestablecido que ha sido turbado.
75
El pensamiento político de John Locke y el surgimiento del liberalismo
La filosofía política moderna
Así, la Revolución Gloriosa de Inglaterra de 1688-89, la Revolución Estadounidense
de 1776 e inicialmente la Revolución Francesa de 1789, fueron
consideradas de la misma manera que las revoluciones cósmicas de los cuerpos
celestes; esto es, un retorno a un estadio anterior, a un estado de cosas
justo que había sido trastocado por los excesos de los reyes o los malos gobiernos.
El concepto actual de revolución surge recién a fines del siglo XVIII durante
el curso de la Revolución Francesa, como un cambio hacia delante, hacia
un nuevo orden, produciéndose una completa ruptura con el pasado y cambiando
radicalmente no sólo a un gobierno o una organización política, sino
a todo el sistema en sus ramificaciones económicas, sociales y culturales. Para
ampliar este tema, véase Arendt Hannah Sobre la revolución (México:
Alianza, 1963).
Locke no promueve la revolución sino la rebeldía (re-bello), esto es, volver
a la guerra, “cuando los legisladores no cumplen con los fines para los cuales
fueron nombrados” con lo cual “destruyen el lazo que unía a la sociedad,
exponiendo al pueblo a un nuevo estado de guerra” (II, 227).
7. La connotación de “liberal” como tolerante y libre de prejuicios recién surge
en el siglo XVIII, y su utilización como designación de un partido político
aparece en Gran Bretaña a principios del siglo XIX. “Liberal” hacía referencia
a los Whigs más progresistas a principios del siglo XIX y es un término
que suplantaría a Whig después del Acta de Reforma de 1832, cuando los
Whigs se transforman en el partido Liberal y los Tories en el Conservador.
Véase nota 4.
En los Estados Unidos, liberal implicó posturas progresistas y de izquierda,
sean en el partido Demócrata o en el Republicano. Más recientemente, los
Republicanos se han identificado con los conservadores y los Demócratas
con el liberalismo, en el sentido estadounidense, que implica intervención del
gobierno en la economía, ayuda a los sectores más necesitados y defensa de
los derechos civiles. “Liberal” en Estados Unidos era un eufemismo para “socialista”.
Algunos republicanos conservadores, humorísticamente, hablaban
de la “palabra L”, implicando que “liberal” se ha convertido en una mala palabra.
Ver “Hypocrisy and the ´L´ Word” por Michael Kinsley (Time, Agosto
1, 1988).
76
Capítulo III
A propósito de
Jean Jacques Ro u s s e a u
Contrato, educación y subjetividad
c Alejandra Ciriza*
Este trabajo procura establecer un recorrido sobre algunos escritos de Jean
Jacques Rousseau a partir de un conjunto de interrogaciones e hipótesis
ligadas a aquello que de Rousseau resuena en orden a las relaciones
entre contrato político, educación y subjetividad bajo las condiciones actuales.
Es decir, no se trata de un estudio sobre Rousseau en sentido estricto, ni tan siquiera
de una explicación de los nudos centrales de su perspectiva acerca del contrato
social, la educación del ciudadano, la subjetividad moderna, que excedería
con mucho los límites de este escrito 1. Es apenas el trazado de una suerte de itinerario
a través de una selección de textos ejemplares: el Discurso sobre el ori -
gen de la desigualdad entre los hombres, el Contrato Social, el Emilio y las Con -
fesiones a fin de elucidar las significaciones ligadas a las nociones de sujeto, contrato,
igualdad y diferencia, así como también las estrategias de delimitación del
espacio posible para el juego político.
La selección de los ejes temáticos de lectura surge no sólo (aunque a los efectos
del debate filosófico es probable que con ello bastara) a partir de las múltiples
lecturas que la cuestión del contractualismo ha suscitado en los últimos años en
el campo de la teoría política, sino también de la constatación del encanto dura-
77
* Doctora en Filosofía e investigadora del CONICET. Docente en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de
la Universidad Nacional de Cuyo, Mendoza, Argentina. Areas de investigación relacionadas con la filosofía política
y la teoría feminista.
La filosofía política moderna
dero del contrato (Rawls, 1984, 1993, 1996; Bobbio y Bovero, 1986, Bobbio,
1991, Parekh, 1996, Pateman, 1995; Cobo, 1995; Thiebaut, 1991, Walzer, 1996,
Ciriza, 1996, 1997). Encanto que deriva de su carácter de solución teórica que
permite imaginar un orden social capaz de articular en forma simultánea el consenso
y las tensiones inherentes a la defensa de los intereses particulares, sin que
el individualismo se torne amenaza extrema y desemboque en la salvaje guerra
de todos contra todos. El contrato ofrece una imagen de pacificación de las relaciones
de los individuos entre sí que emana de la posibilidad de lateralización del
conflicto, colocado en el origen de la constitución del pacto social, pero atenuado
en la medida en que la necesaria sujeción al orden de la ley, si no lo evita, al
menos regula el abuso. Como si ello fuera poco la discontinuidad entre orden familiar
y político, entre vida pública y privada, asegura la paz doméstica, coloca
en su sitio a varones y mujeres, a padres e hijos, afirmando la ternura necesaria
de los vínculos familiares en la medida en que desplaza la cuestión de la autoridad
a un orden social que ya no gira en torno de la imagen de jerarquía inevitablemente
ligada a la proyección de la metáfora paterna del orden familiar al social,
sino al mucho más razonable acuerdo voluntario entre individuos libres e
iguales.
Si bien se insiste hoy sobre el fin de la política moderna como parte de una
crisis más general, la de la modernidad misma, acechada por la inflexión posmoderna,
la cuestión del retorno del discurso filosófico y político de los clásicos de
la modernidad madura adquiere, desde mi punto de vista, el estatuto de un síntoma
(Laclau, 1986: p.30) 2. Más allá entonces del debate sobre post-modernidad,
aquejado en los últimos años por una suerte de debilidad, estancado en la circularidad
de las descripciones (más o menos detalladas, más o menos denigratorias
o panegíricas) de las condiciones actuales de existencia, más allá de la crisis de
las entidades de la política moderna y de las dificultades para teorizar un tiempo
de perfiles inconclusos y borrosos, el retorno del contrato adquiere relevancia como
síntoma (Fitoussi y Rosanvallon, 1997).
Un síntoma en el que leer, a la manera psicoanalítica quizá, aquello que retorna
dolorosamente, que habla de lo no resuelto, de las heridas abiertas, de lo que
insiste como conflicto y paradoja, pero también como utopía y deseo de un orden
social racional y pacificado en este duro tiempo de retorno neoconservador 3.
Es por ello que esta tentativa, esta suerte de intentona inacabada y fragmentaria
apunta a una relectura de Rousseau capaz de procurar alguna iluminación
sobre las razones de su retorno. Si Rousseau retorna, si guarda aún algún interés,
es porque su discurso ha cobrado paradojal actualidad. El autor del Contrato So -
cial fue capaz de teorizar las condiciones de constitución del orden político moderno
a partir de una tesis tan provocadora como paradojal: el contrato se constituye
como forma de organización del orden social y político a partir de un estadio
previo de guerra de todos contra todos 4. Si bien se trata de una solución filo-
78
sófica ante el dilema político de construcción de un orden basado en el consentimiento
libre, en un contexto grávido de amenazas para la supervivencia misma
de los seres humanos, es una recurso filosófico que pone en juego las antinomias
entre las cuales se mueve la política, sus bordes imposibles: consenso y guerra,
discusión libre y desinteresada y ejercicio directo de la violencia, establecen los
límites para la práctica política y constituyen uno de los asuntos recurrentes tanto
para la teoría como para la práctica política (Rancière, 1996: p.11) 5.
La particularidad del contractualismo, y más exactamente de la forma bajo la
cual Rousseau teoriza la constitución del orden político, consiste en la asunción
expresa de los montos de violencia inherentes a las relaciones entre los hombres,
y la propuesta de una solución política que permita regularla. El contrato, esto es
“el acto por el cual un pueblo es un pueblo”, conlleva un conjunto de operaciones
destinadas a instaurar un orden consensual organizado en torno de la abstracción
jurídica. Como alguna vez indicara Michel Pêcheux, la universalización de
las relaciones jurídicas y la instalación de la legalidad y el derecho en el corazón
del ordenamiento político son lo específico de las sociedades burguesas, la operación
que permite invisibilizar las divisiones de la sociedad sustituyendo un
mundo de fronteras visibles por un mundo de circulación universal de sujetos y
de mercancías (Pêcheux, 1986). Sin embargo, este formalismo jurídico, la consideración
de todos los individuos como si fueran iguales, implica a su vez una serie
sumamente compleja de operaciones de delimitación, exclusión y ficcionalización
(esta última no sólo referida a la cuestión del origen de la sociedad). La
igualdad ante la ley, requisito indispensable para el funcionamiento del contrato,
implica precisamente que el sujeto del que se trata es producto de un conjunto de
operaciones de exclusión. Ciudadano y burgués conviven en el mismo cuerpo casi
sin tocarse mutuamente. Lo que he llamado las escisiones del contrato nace
precisamente de esa suerte de intento de suturar los conflictos reales, de la serie
de operaciones de corte, separación y clausura que permiten construir una imagen
del juego político como un espacio gobernado por la juridicidad y la igualdad
abstracta, a la vez que se despolitizan y recortan cuidadosamente las fuentes
del conflicto social: las relaciones reales de desigualdad basadas en la propiedad,
en la diferencia sexual, en la raza, esto es, los espacios de tensión imposibles de
solucionar por la vía del acuerdo racional.
El propósito de este trabajo es entonces el de indagar en las condiciones del
contrato, establecer las articulaciones entre constitución del orden político, educación
ciudadana y subjetividad a fin de entender los desajustes que hicieron y
aún hacen posible el encanto duradero del contrato, su seducción como imagen
de un orden social capaz de mantener un extraño equilibrio entre la fuerza de la
voluntad general inalienable y el interés individual; entre la defensa de la propiedad
y la regulación del abuso de los poderosos; entre la igualdad ante la ley, sustento
del orden democrático, y la afirmación de un mínimo de igualdad real como
condición de funcionamiento del pacto y garantía de inclusión de los más des-
79
A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
protegidos. Al situar la igualdad jurídica en el centro del orden social, los modernos
quedan presos de un doble dilema: por una parte el de la desigualdad, pues la
ley no puede ser igual si se aplica a sujetos desiguales, y desiguales son los sujetos
en toda sociedad en que la propiedad funda la diferencia de clases; por otra
parte el de los diferentes, pues el combate contra los privilegios (pero también
contra las particularidades: el lastre de la costumbre, la religión, los prejuicios) sitúa
a todos, independientemente de su raza, clase, sexo, en igualdad de condiciones
para participar en la cosa pública. El gesto de exclusión ha de realizarse de
ahora en más sin pronunciar palabra, a riesgo de poner de manifiesto las contradicciones
de las proclamas igualitarias (Fraisse: p. 13).
La conocida hipótesis rousseauniana acerca de la constitución del orden social
a partir de un pacto entre individuos abstractos nacidos libres e iguales tiene
por objeto situar en el centro de la escena al ciudadano, desanudarlo del terreno
efectivo de su historia y del conjunto de relaciones sociales que producen de manera
incesante la desigualdad de riqueza, poder, oportunidades 6. Sin embargo,
Rousseau, probablemente debido a las condiciones sociales y políticas de su
tiempo, advertía los riesgos, fragilidades y paradojas del contrato.
Si la delimitación entre economía y política constituye una operación necesaria
para la fundación del orden contractual, librando al azar del mercado y al
mérito individual la distribución de la riqueza, una segunda operación produce
en los escritos de Rousseau la delimitación entre público – privado tan necesaria
para el funcionamiento del contrato político. Se trata de despejar lo que Celia
Amorós ha denominado el “dilema Wollstonecraft”, esto es, el asunto del lugar
asignado a las mujeres en un orden social basado en la igualdad (Pateman, 1995;
Fernández, 1990, 1994) 7. Sólo por la vía del establecimiento de un lugar “naturalmente”
asignado a las mujeres, el de la crianza de los hijos y el cuidado de los
afectos, es posible la despolitización de las relaciones de poder entre los sexos.
Por una parte, como indica Rosa Cobo, la sensibilidad de Rousseau ante las desigualdades
se detiene en aquellas ligadas a la diferencia entre los sexos; por la
otra, la idea de un orden social que basa su legitimidad en la igualdad no puede
justificar la exclusión femenina sino a través de una serie muy compleja de procedimientos.
La modernidad abrió la posibilidad de poner en circulación las demandas de
las mujeres, a la vez que implicó la fundación de un orden sostenido sobre la base
de una rearticulación entre contrato político y contrato sexual que, lejos de
contribuir a la emancipación de las mujeres, permitió la construcción de nuevas
estrategias de exclusión 8. El obstáculo estaba en el cuerpo. La posibilidad de ingresar
como sujeto de derecho al orden social y político implica la abstracción del
cuerpo, la renuncia al cuerpo real para ingresar, en calidad de individuo “sin atributos”,
como miembro del cuerpo social (Cobo, 1995, Fraisse, 1993). Aun así la
fuerza emancipatoria de la figura del contrato incluyó a las mujeres mismas. El
80
razonamiento es simple, y sería esgrimido por las pioneras del feminismo, desde
Olympe de Gouges hasta Mary Wollstonecraft: un orden social basado en la
igualdad no puede excluir a las mujeres so pena de fundar una nueva forma del
privilegio, esta vez basado en el sexo 9.
Una lectura contemporánea de Rousseau, desde mi punto de vista, se sitúa
ante una encrucijada sumamente compleja. Por una parte es indudable que el contrato
social es el emblema del orden burgués y la referencia fundante del liberalismo.
Es decir, el contractualismo estuvo y está aún ligado a una tradición política
y teórica determinada, y puede sin lugar a dudas ser leído como simple mascarada
del orden burgués. Por la otra, al menos en su versión rousseauniana, constituye
una de las más claras justificaciones teóricas del patriarcado moderno. Sin
embargo, como ha indicado Bidet, la importancia acordada al contrato se debe a
la relación que mantiene con la estructura fundamental del mundo moderno:
“Lo propio de la modernidad es que la dominación se articula de modo específico
con una forma de contractualidad que no puede dejar de afirmar sus exigencias”.
(Bidet, 1993: p. 22) Tales exigencias suponen la exclusión de cualquier
idea de jerarquía natural, si bien para ello es preciso desplegar una estrategia de
construcción de la figura del ciudadano como individuo sin atributos. La difícil
articulación entre los atributos reales del sujeto y la igualdad jurídica como elemento
insoslayable y fundacional del orden político moderno constituye uno de
los dilemas a los que es preciso enfrentarse. La complejidad de la posición rousseauniana,
su envidiable capacidad para advertir las amenazas y la precariedad
del orden contractual a la vez que su aguda percepción de la centralidad de la ley,
constituye un provocador desafío en orden no sólo a enfrentar la irreemplazable
experiencia de lectura de sus textos, sino a contar con un agudo observador de las
inevitables tensiones ligadas a la construcción de un orden organizado sobre la legalidad,
esa compleja ficción que permite transmutar la posesión en propiedad,
pero que a la vez protege a cada uno de las amenazas del ejercicio directo de la
violencia y de los azares de la arbitrariedad.
1. Rousseau, o el discreto encanto del Contrato Social
En el agitado borde entre el siglo XVIII y el XIX, en el marco de una sociedad
que asistía a la disolución del antiguo régimen sin que lo nuevo acabara de
nacer, circulaban toda clase de escritos y panfletos propios de una filosofía que
buscaba en la tierra y no en el cielo los objetos de su reflexión. Jean Jacques
Rousseau - nacido en Ginebra en 1712 y muerto en Ermenonville, Francia, en
1778 - forma parte de la plétora de intelectuales ligados a la Ilustración francesa,
que incluía entre otros significativos a los enciclopedistas Diderot y D’Alembert,
el propio Voltaire y el filósofo y defensor del ingreso de las mujeres al derecho
de ciudadanía Antoine Marie de Condorcet 10. Rousseau logra sintetizar con cla-
81
A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
ridad las articulaciones posibles entre política, educación y subjetividad nacidas
de los conflictos de un tiempo en el que, como señala Ernst Cassirer, “… todo ha
sido discutido, analizado, removido, desde los principios de las ciencias hasta los
fundamentos de la religión revelada, desde los problemas de la metafísica hasta
los del gusto, desde la música hasta la moral, desde las cuestiones teológicas hasta
las de la economía y el comercio, desde la política hasta el derecho de gentes
y el civil” (Cassirer, 1943: p. 18) 11. Los tiempos luminosos de la Ilustración habían
puesto a políticos, filósofos y literatos de la época ante la necesidad de enfrentarse
a una serie de procesos sociales que desembocarían en el estallido revolucionario
de 1789. Los ilustrados se disponían a llevar a cabo el trabajo de emancipación
de la auto-culpable minoridad, y no se detendrían ante la religión ni ante
los misterios de la autoridad terrenal. Nunca tan verdadera la afirmación de
Kant respecto de la función de la filosofía moderna: pensar los problemas del propio
tiempo sometiéndolos a un examen racional, con el fin de emanciparse de la
auto-culpable minoridad (Kant, 1964).
Las formas de legitimación del ejercicio del poder político, basadas en el
nacimiento y la tradición, sustento del antiguo régimen, se desmoronaban bajo el
peso de los acontecimientos. La reforma protestante, la revolución inglesa, las
guerras de religión, la cerrada defensa de sus privilegios, que al menos en Francia
la nobleza continuaba llevando a cabo, contribuyeron a generar un clima político
e intelectual que favoreció el contractualismo como intento de cancelar el
orden presente para construir otro sobre cimientos más seguros.
Entre 1762 y 1782 Rousseau produce tres escritos, probablemente los más
significativos de su producción filosófica, cruzados por el dilema de la fundación
del nuevo orden, la educación, la subjetividad individual. El Contrato Social, publicado
en 1762; las Confesiones, escritas entre 1765 y 1770 pero publicadas algunos
años después de su muerte en 1782; y el Emilio, que como el mismo Rousseau
indica en sus Confesiones, vio la luz sólo dos meses después de la publicación
del Contrato (Rousseau, 1998: p. 522).
Desde nuestra perspectiva, la estrategia rousseauniana, más allá de su intencionalidad
como autor, consiste precisamente en producir discursos diferenciales
destinados a espacios asimétricos. Las diferencias entre el Contrato, el Emilio y
las Confesiones no lo son sólo de asunto, sino de delimitación de los modos bajo
los cuales se juega la noción misma de sujeto en orden a delimitar los atributos
que pueden ponerse en juego en los espacios diferenciales y relativamente autónomos
de la economía y la política, de lo público y lo privado. Si el Rousseau
del Contrato apuesta a la construcción de una noción de sujeto como individuo
sin atributos, tal como lo exige la solución del problema del orden político, en
continuidad con las tesis planteadas en el Discurso sobre el origen de la desigual -
dad entre los hombres (1755) en el sentido de que donde termina un escrito empieza
el otro, el Rousseau de las Confesiones constituye un ejemplo de aquello
82
que permanecerá como un rasgo del individuo moderno, esto es, el reclamo de individuación,
en el sentido de originalidad y respeto por su propia interioridad. El
Emilio en cambio es un texto estratégico en el cual se dirime la nueva función de
la educación. En ese sentido articulado al Contrato -dado que como buen ilustrado
Rousseau no podía sino ver en la educación la condición de razonabilidad del
pacto social y el medio que posibilitaría la construcción de un orden organizado
sobre la naturaleza humana y no sobre la frágil y contrahecha convención- la forma
de escritura lo aproxima a las Confesiones. Si es verdad que la educación ha
cumplido históricamente la función de sujetar al sujeto individual al orden social,
la educación para el nuevo orden, un orden ya no concebido como ligado a la tradición
y a la costumbre, a las formas de legitimación de las sociedades de soberanía,
se asienta sobre un conjunto de procedimientos que, al seguir la naturaleza,
han de garantizar la formación de una clase de sujeto que estará en condiciones
de contratar libremente la constitución del nuevo orden social. Las vinculaciones
entre el Emilio y el Contrato no sólo son claras por cuestiones de proximidad
temporal. Dice Rousseau:
“Adaptad al hombre la educación, no a lo que no es él… Os fiáis en el orden
actual de la sociedad, sin reflexionar que está sujeto a inevitables revoluciones
y no os es dado precaver la que puede tocarles a vuestros hijos… Vamos
acercándonos al estado de crisis y al siglo de las revoluciones. (Creo imposible
que duren todavía mucho tiempo las vastas monarquías de Europa; todas
han brillado y todo estado que brilla raya en su ruina. Otras razones tengo
más perentorias que esta máxima; pero no conviene decirlas y cualquiera las
ve de sobra” (Rousseau, 1955: p. 126).
El contrato constituye la escapatoria teórica de Rousseau ante la constatación
de las calamidades que el orden social establecido reparte generosamente entre
los seres humanos. Escéptico tanto respecto de la perfectibilidad del espíritu
humano como de las bondades del orden social, la “solución contrato” está tensada
por la dureza del diagnóstico inicial, en el Discurso, y los rasgos abstractos
y normativos del contrato. Una suerte de mal menor, el contrato resulta de un pacto
voluntario en el que unos pierden la libertad para asegurar a otros la propiedad.
Sin embargo, y he aquí la paradoja, el contrato es producto de la aceptación
racional de los sujetos, es la salida que ha de permitir la atenuación de los males
nacidos de la ruptura respecto del estado de naturaleza, puesto que surge del tránsito
por un estadio que no coincide exactamente con el estado puramente asocial
en el que los hombres, autosuficientes y aislados, pueden bastarse a sí mismos.
En el estado pre-social existe la propiedad, y con ella la amenaza de ejercicio directo
de la fuerza, un estado de guerra de todos contra todos que impulsa a los sujetos
a renunciar a su libertad natural a fin de transformar la simple propiedad en
posesión legítima. El contrato es sin embargo un estado transitorio, amenazado
por la corrupción, que ha de conducir a la disolución de los lazos sociales y a la
necesidad de un nuevo contrato.
83
A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
El acto por el cual “un pueblo es un pueblo” no sólo implica el tránsito del estadio
de la guerra de todos contra todos a la constitución de la sociedad, sino una
operación que transforma al hombre en ciudadano. Del mismo modo que por la
aceptación del orden de la ley el niño ingresa en el orden humano, el orden del
contrato implica un conjunto de operaciones a través de las cuales el sujeto renuncia
al instinto, a la posesión producto de la fuerza, a sus intereses particulares, en
beneficio de la racionalidad, el derecho, la propiedad, la libertad general, y no sólo
el apetito como límite de lo que pudiera desear. Desde el punto de vista de Rousseau
el estado social ha de basarse en la moderación, pues de otra manera, en lugar
de sustituir la desigualdad natural por igualdad social, sólo se logra la legitimación
del abuso, y entonces “no es ventajoso a los hombres: las leyes son siempre útiles
a los que poseen y dañosas a los que nada tienen”, de donde se sigue que “bajo un
mal gobierno esta igualdad no es más que aparente y no sirve sino para mantener
al pobre en su miseria y al rico en su usurpación” (Rousseau, 1961: p. 28).
Tal como lo indica Marx hay una serie de operaciones por las cuales, en virtud
del acto que hace de un pueblo un pueblo, el sujeto se transmuta de individuo
egoísta en ciudadano. No sólo se trata de un sujeto que ha renunciado a sus miras
particulares, sino de una auténtica conversión: el individuo egoísta, librado a
sus propios recursos, a la fuerza desatada de sus impulsos y deseos, a la defensa
sin límites ni tregua de sus intereses privados, al ingresar al cuerpo político consiente
en adquirir un punto de vista general, renuncia a su libertad natural en beneficio
de una libertad enteramente nueva: la libertad civil. La sustitución de la
voluntad particular por la voluntad general que mira a la igualdad es lo que hace
a los individuos verdaderamente libres, pues la libertad no consiste en el mero
arbitrio, sino en la obediencia a la ley. Afirma Rousseau:
“... si la oposición de los intereses particulares ha hecho necesaria la fundación
de Sociedades, el acuerdo de estos mismos intereses la hace posible. El
bien común en estos diferentes intereses es el que forma el vínculo social, y
si no hubiera algún punto en el que todos los intereses se acordaran, ninguna
sociedad sabría existir” (Rousseau, 1961: p.29).
Sin embargo, el problema del que se trata es el de una tensión irresuelta: “La
voluntad particular camina por naturaleza a las preferencias y la general a la
igualdad” (Rousseau, 1961: p. 30).
En este punto Rousseau es inimitablemente consciente del alto grado de renuncia
y dolor que resulta de la operación, siempre inconclusa, de sustitución de
la voluntad particular por la general, dado que ésta no se constituye por simple
adición de intereses. De allí la fragilidad del cuerpo político, sujeto a las tensiones
entre voluntad general y voluntad particular, entre el soberano y el individuo,
precisamente porque el contrato está constituido por la voluntad libre de los individuos
contratantes, a la vez que éstos no proceden simplemente a sumar, sin
más, sus voluntades particulares.
84
Basado en el acuerdo racional entre sujetos transformados en libres e iguales
por un acto de abstracción de sus cuerpos reales, de supresión de sus intereses
particulares, de renuncia a la realización de actos de fuerza, abuso o arbitrariedad,
el contrato es a la vez la condición de defensa de la propiedad. Es por ello que el
contrato implica la edificación de un orden tan frágil como abstracto. Si la voluntad
general sólo puede constituirse por la renuncia a los intereses particulares en
beneficio de la igualdad, y si al mismo tiempo nada es comparable a la fuerza del
contrato, que tiene tanto dominio sobre las partes que lo componen como un hombre
sobre su propio cuerpo, las posibilidades de que el orden así construido tienda
a la regulación central de las relaciones entre los individuos es enorme. Dice
Rousseau:
“Así como la naturaleza da a cada hombre un poder absoluto sobre todos sus
miembros, así el pacto social da al cuerpo político un poder absoluto sobre todos
los suyos, y este mismo poder es el que dirigido por la voluntad general,
tiene como ya he dicho el nombre de soberanía” (Rousseau, 1961: p. 35).
Pero al mismo tiempo el contrato es la instancia de salvaguarda de los intereses
particulares y de la propiedad. El propio Rousseau así lo señala en el Dis -
curso e incluso en el Contrato mismo, y aun cuando se puede advertir una atenuación
de la radicalidad de la crítica a la cuestión de la propiedad privada en el
Contrato, el diagnóstico inicial muestra hasta qué punto la cuestión de la propiedad
es para el ginebrino una inagotable fuente de conflictos. Dice Rousseau:
“Las usurpaciones de los ricos, los bandidajes de los pobres, y las pasiones
desenfrenadas de todos ahogaron la piedad natural y la voz todavía débil de
la justicia... Entre el derecho del más fuerte y el del primer ocupante se cernía
un conflicto perpetuo que sólo en combates y homicidios se resolvía. La
sociedad naciente dio paso al más horrible estado de guerra: envilecido y desolado
el género humano, sin poder volver ya sobre sus pasos ni renunciar a
las desdichadas adquisiciones que había hecho y no trabajando nada más que
para vergüenza suya por el abuso de las facultades que le honran, se puso él
mismo al borde de su ruina” (Rousseau, 1985: pp. 138-9).
La regulación de las relaciones entre economía y política aparece entonces
como uno de los nudos conflictivos del contrato. Si, del mismo modo que la naturaleza
permite a cada uno el dominio de su cuerpo, la voluntad general como
expresión estrictamente política del acuerdo ha de gobernar el mundo de las pasiones
particulares y de la sed de riqueza, es inevitable la regulación preventiva
de la acumulación, es decir, una lectura jacobina en el mejor de los casos, que incluya
la regulación de las relaciones mercantiles. Sin embargo ésta es una de las
lecturas posibles de Rousseau, no la única. En sentido estricto la antinomia entre
interés particular y general se resuelve teóricamente por la vía del desplazamiento.
La igualdad rousseauniana está organizada sobre la renuncia a los intereses
particulares e incluso al cuerpo real. Es necesario entonces considerar la igual-
85
A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
dad en cuanto igualdad jurídica: igualdad de derechos e igualdad ante la ley: “El
pacto social establece entre los ciudadanos una tal igualdad que estando empeñados
todos bajo unas mismas condiciones deben gozar de los mismos derechos”
(Rousseau, 1961: p. 37). En pocas palabras: es la ley y no la propiedad lo que nos
hace iguales.
Amenazado por la fragilidad que introduce en su seno la tensión entre las voluntades
particulares, el recurso rousseauniano al carácter impersonal de la ley
permite solucionar teóricamente la cuestión de un orden social que, a la vez que
considera a los individuos como si fueran iguales, no puede inmiscuirse en el espacio
de la economía.
“La ley considera los vasallos en cuerpo y las acciones como abstractas, jamás
un hombre como individuo ni una acción particular. La ley puede determinar
que haya privilegios, pero no quien pueda detentarlos, la ley puede hacer
muchas clases de ciudadanos, asignar también cualidades y derechos, pero
no puede decir quiénes han de gozarlos”(Rousseau, 1961: p. 42).
De allí al velo de ignorancia de Rawls no hay más que un paso 12. La desigualdad
es inevitable, sólo se trata de regularla, de transformarla en un mecanismo
impersonal que no signe desde el principio el destino de cada sujeto.
La colocación del derecho y de la igualdad político marcado por una profunda
ilusión de racionalidad y consenso libre, pero ello al precio de la exclusión de
los sujetos reales, de sus desigualdades efectivas en el abstracta en el corazón del
contrato social posibilita, indudablemente la fundación de un orden orden social,
de sus cuerpos considerados a los efectos de la construcción del acuerdo como si
se tratara de cuerpos incorpóreos 13. Las personas son, a los efectos del contrato,
públicas y privadas, y como tales independientes: “Pero además de la persona
pública hay que considerar a las personas privadas que la componen, y cuya vida
y libertad son naturalmente independientes de ella” (Rousseau, 1961: p. 35).
El contrato garantiza de manera simultánea la igualdad jurídica y las preferencias
subjetivas. Sin embargo tales preferencias son consideradas de tal modo que no
puedan constituirse en asunto de conflicto real, pues el contrato se funda en la tolerancia,
siempre y cuando esas diferencias pueda ser tratadas exclusivamente como
meras desemejanzas interpersonales 14.
La formalización y juridización de la escena política tiene como indudable
beneficio presentar el contrato como producto del consenso, a la vez que proporciona
la ilusión de regulación de las relaciones de los sujetos entre sí a través de
la distribución de derechos y obligaciones establecidos según una regla abstracta
que no considere las particularidades. El contrato funciona necesariamente sobre
la homogeneización y la abstracción, la renuncia al cuerpo real en beneficio de
un cuerpo abstracto pero no por ello menos corruptible: el cuerpo social. Sin embargo
lo reprimido retorna, las desigualdades no pueden inscribirse en el orden de
86
la política sino bajo la forma de límite. La amenazante desigualdad que fuerza a
contratar es, aun así, imposible de conjurar; es el factor de disolución que roe con
su carga de injusticias las bases del contrato desde dentro hasta hacerlo escasamente
sostenible (o al menos esto imaginaba Rousseau) 15. Ningún orden político
es posible cuando la siguiente condición no puede cumplirse: “que ningún ciudadano
sea harto opulento para poder comprar a otro, ni ninguno tan pobre como
para que se vea precisado a venderse” (Rousseau, 1961: p. 58). El contrato requiere
de ficciones orientadas a la juridización del orden político, procedimiento
a través del cual, como indica Rancière, se busca la liquidación de la relación litigiosa
entre las partes 16.
Por una parte la ficción del origen, la quimera del estado de naturaleza como
estadio previo de igualdad y libertad, donde encontramos individuos inmersos en
una relación transparente consigo mismos y con la naturaleza, despojados de cultura,
lenguaje, propiedad, familia. En segundo lugar, la ficción de la sustitución
del cuerpo real de los sujetos por un nuevo cuerpo, incorpóreo y desmarcado, indiferenciado
y etéreo, aunque corruptible: el cuerpo social. El recurso al estado
de naturaleza permite la crítica de la costumbre y los privilegios al contrastar la
imagen de las calamidades que la salida del estado de naturaleza ha traído para la
especie humana -al instalar en el corazón de cada hombre y de la sociedad afecciones
y ambiciones, desigualdades e injusticias, lujos y miserias, arbitrariedades
y tropelías que el aislamiento hubiera evitado- y proporciona además el modelo
de organización del nuevo orden social. Por la otra, la sustitución del cuerpo real
por el ficcional permite la transfiguración del sujeto concreto en ciudadano abstracto,
a la vez que expulsa del espacio político las diferencias sexuales.
Si la liquidación de las diferencias económicas, la célebre cuestión de la propiedad,
permanece en Rousseau como una tensión irresuelta, como la falla de origen a
la vez que la condición del contrato, la cuestión de las consecuencias políticas de las
diferencias entre los sexos se ve sometida a operaciones mucho más sutiles.
Si los contratantes, como ha indicado Carole Pateman, son individuos abstractos,
y si el contrato social se organiza sobre la base de la derrota política de
las mujeres, éstas no serán siquiera consideradas en el proceso de constitución del
orden social, salvo en cuanto guardianas del hogar, los sentimientos y la familia17.
En cuanto no son individuos, no tienen en modo alguno el estatuto como para participar
en la conformación del orden social.
El sexo merece escasas consideraciones en orden al contrato. Si las diferencias
basadas en el desigual acceso a la propiedad habían sido consideradas con
crudeza en el Discurso (donde es la defensa de la propiedad por parte de los ricos
lo que da origen a la sociedad civil) y atenuadas en el Contrato, las observaciones
acerca de la diferencia sexual son directamente borradas. Las referencias
al cuerpo político sólo consideran a los individuos que lo conforman como individuos
abstractos. Las observaciones de Rousseau acerca de la cuestión de la se-
87
A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
xualidad se desplazarán hacia el Emilio y las Confesiones. Un indicio del diferente
estatuto acordado al contrato político y al sexual está dado por el recurso a
diferentes formas narrativas. Los relatos destinados a asegurar la reclusión de las
mujeres no moraban en el espacio de la teoría o el ensayo político, sino en el de
la pedagogía, los libros de buenas costumbres, los manuales domésticos y las novelas.
No es casual si el propio Rousseau se ocupa del asunto en el quinto capítulo
de su novela pedagógica, Emilio, cuando trata la educación de Sofía. De
alguna manera, si Rousseau puede percibir el problema de las mujeres y las formas
de su inclusión en un orden político igualitario, tiene una repuesta que, basada
en las diferencias anatómicas entre los sexos, asegura a los varones el ejercicio
indisputable de la autoridad política.
El contrato se edifica sobre una desigualdad más, pero ésta es directamente
silenciada y reprimida: la desigualdad entre los sexos. “La división del trabajo entre
hombres y mujeres, junto a la institución de la paternidad confiere a la familia
un carácter claramente patriarcal al tiempo que sienta las bases de la asignación
de un papel subordinado a las mujeres. La diferencia sexual lleva a las mujeres
a una situación de inevitable e irremisible dependencia respecto del varón”
(Cobo, 1995: p. 125). Es claro que en Rousseau el estado de naturaleza es el referente
del sujeto político del Contrato, mientras que el referente de la mujer es
el estado pre-social de la era patriarcal. La mujer del estado pre-social ha sido ya
introducida en el espacio privado y por lo tanto privada de la condición de individuo
contratante.
El primer estado de naturaleza contiene los elementos que se articularán al
espacio público y a la vida social. Si bien en el estado de naturaleza hay tanto varones
como hembras, sobre el ideal del hombre natural se educará al individuo
masculino. Para las mujeres, en cambio, la salida del estado de naturaleza tiene
consecuencias irreparables. El tránsito por el estado pre-social las ha despojado
de fuerza y ferocidad, ligándolas al espacio doméstico de forma definitiva. Si para
el individuo varón, el sujeto político del contrato, el círculo se inicia en el estado
de naturaleza para culminar en el ingreso al orden político después de su
educación como hombre y ciudadano, para la mujer el estado de naturaleza, única
libertad que conocerá como hembra errante, da lugar a la reclusión doméstica
que no ha de abandonar ya. Durante el estado pre-social, según Rousseau:
“Cada familia se convirtió en una pequeña sociedad tanto mejor unida cuando
sus vínculos eran el recíproco apego y la libertad; y entonces fue cuando
se estableció la primera diferencia en la manera de vivir de los dos sexos, que
hasta aquí tenían una. Las mujeres se volvieron sedentarias y se acostumbraron
a guardar la cabaña y los hijos mientras el hombre iba a buscar la subsistencia
común: Los dos sexos empezaron además a perder, por una vida más
muelle, algo de su ferocidad y vigor...” (Rousseau, 1985: p. 126).
88
La sujeción de las mujeres al espacio privado en virtud del contrato sexual es
previa al contrato político. Si el contrato político se edifica sobre el contrato sexual,
la reclusión doméstica ha transformado de manera definitiva a las mujeres
en guardianas de los afectos y la prole. Recluidas en el espacio doméstico, las
mujeres son irrelevantes políticamente. Como indica Carole Pateman, el proceso
que culmina en el pacto social sólo incluye a los varones produciendo efectos diferenciales
con relación a las formas de inclusión de los dos sexos en el espacio
público. Si en principio todos los hombres son iguales, no son las mujeres sino
los varones los interpelados. Sin embargo, la ambigüedad de la proclama igualitaria
desataría las demandas políticas de la primera ola de revolucionarias y feministas.
2. Emilio, o la educación del ciudadano. Sofía,
o la domesticación de la mujer
Si la sociabilidad es a la vez inevitable para el hombre y la fuente de todos
los males, la solución propuesta en el Contrato irá en la dirección de reconstruir
la sociabilidad imitando a la naturaleza. Para ello es preciso un expediente que no
puede cumplirse en un tratado de filosofía política. Los detalles de la arquitectura
del orden social han de buscarse en el Emilio, el texto de pedagogía que ha de
construir los puentes entre el sujeto político, un individuo abstracto y asexuado,
y el sujeto privado, dotado de una subjetividad densa que incluye creencias, sentimientos,
historia personal, educación, sexualidad, cuerpo.
Si es verdad que la tensión entre el burgués y el ciudadano permanece como
amenaza de disolución del orden social y requiere de una petición de principio
normativa en el Contrato, la tensión entre individuo abstracto y sujeto individual
dotado de determinaciones es conducida por Rousseau al campo de la educación,
la reforma de las costumbres y la religión civil. Si Rousseau es capaz de considerar
la cuestión del individuo varón y de su educación en orden a su incorporación
en el mundo político, es precisamente porque el problema de la educación jamás
ha dependido sólo de consideraciones individuales, sino además de la función
que se le asigne en relación con un proyecto político. La cuestión de las mujeres
en cambio, la forma de tratamiento de la diferencia sexual, uno de los puntos relevantes
del Emilio, tiende a convertir la demanda igualitaria de las mujeres en un
asunto que ha de ser expulsado del campo de la política. Es preciso entonces traer
a colación la cuestión del problema a partir del cual Rousseau propone como solución
la fundación del contrato. Existen al menos dos formas de apelación al estado
de naturaleza que permiten explicar de alguna manera los desajustes del orden
social propuesto por Rousseau: por una parte el estado de naturaleza, estado
de autosuficiencia y soledad, ha de fundar la idea de una educación para la autonomía
y la libertad capaz de producir individuos contratantes; por la otra, la ape-
89
A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
lación al estado pre-social, donde se hallan el origen de la propiedad y de la familia.
De los dilemas que el estado pre-social plantea derivan la idea del contrato
como regulación del abuso inevitable y la separación del espacio doméstico como
lugar de la familia, la domesticidad y los afectos. Del estado de naturaleza
proceden los principios críticos del orden establecido, la desnaturalización de lo
dado como inmodificable, la expectativa de producir alguna modificación capaz
de devolverle al sujeto aquello que constituye su derecho natural: libertad e igualdad.
Los elementos constitutivos del hombre natural han de reproducirse en el
hombre social, mientras que la educación de la mujer se ha de fundar sobre una
serie de procedimientos sumamente complejos: la descripción sentimentalizada
del origen de la sociedad familiar, la desarticulación entre autoridad paternal y social,
el desplazamiento de “es” al “debe ser”.
En el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres se puede
hallar la clave de la diferencia entre espacio público y privado, entre una forma
pre-social de ligazón entre los sujetos estructurada en torno de los afectos y la domesticidad,
y el orden social, que en principio no consiste más que en convenciones,
en relaciones de intercambio reguladas por el derecho, la voluntad, la elección
racional. Desde la perspectiva de Rousseau:
“Los primeros desarrollos del corazón fueron efecto de una nueva situación,
que reunía en un habitáculo común a maridos y mujeres, padres e hijos; el hábito
de vivir juntos hizo nacer los más dulces sentimientos que hayan conocido
los hombres, el amor conyugal y el amor paternal” (Rousseau, 1985: p.
126).
Sin embargo, los tiernos lazos de afecto sobre los que se funda la familia, que
constituyen además la base de la división sexual del trabajo y de las diferencias
de educación entre los sexos, no generan autoridad, no al menos en el sentido político.
La ruptura de los lazos genealógicos que tanto la filosofía política clásica como
las formas de ejercicio del poder de las sociedades de antiguo régimen habían
establecido entre espacio público y privado, así como la pérdida de funciones
económicas por parte de la familia, posibilitan la inversión contractualista. Dice
Bobbio:
“En la medida en que la sociedad familiar sale de escena, y es sustituida
por un estado de hecho en el cual los individuos libres e iguales no tienen
otra conexión que la que deriva de la necesidad de intercambiar los productos
de su trabajo, ella pierde toda función económica, y conserva exclusivamente
la función de procreación y de educación de la prole” (Bobbio, 1986:
p. 84).
90
A diferencia de las formas tradicionales de legitimación, ligadas al uso recurrente
de la metáfora paterna, el orden moderno nace de un pacto fraterno, esto
es, entre individuos libres e iguales, que deciden por un acto voluntario constituir
la sociedad y delegar el ejercicio del poder bajo una forma de gobierno acordada
por los pactantes 18. Del mismo modo que el gobierno recibe su legitimidad del
pacto, la autoridad paternal es derivada de la constitución de la sociedad civil:
“En lugar de decir que la sociedad civil deriva del poder paterno, habría que decir
por el contrario, que es ella de donde ese poder extrae su principal fuerza: un
individuo no fue reconocido como padre de otros sino cuando éstos permanecieron
reunidos en derredor suyo” (Rousseau, 1985: p. 150).
El procedimiento de fundación del orden político sobre la base del acuerdo
entre individuos sin atributos y la reclusión doméstica de las mujeres como efecto
del tránsito del estado de naturaleza al pre-social, expulsa el asunto de la diferencia
sexual como políticamente irrelevante. Sin embargo, no es suficiente con
asexuar los sujetos contratantes, no es suficiente con marcar la discontinuidad entre
el espacio público y el privado. Las mujeres no pueden ser simplemente ignoradas.
Por una parte, como ha indicado Dominique Godineau:
“Mientras la Ilustración declara la guerra a los prejuicios de la razón, a los filósofos
no les pasa por la cabeza abandonarlos para pensar lo femenino. Y
mientras sitúan en el centro de su discurso la noción de universal y el princi -
pio de igualdad, fundada en el derecho natural, defienden la idea de una naturaleza
femenina aparte e inferior... Los progresos de la razón constituyen
uno de los motores de la historia, pero las mujeres se sitúan fuera de la historia
al estar determinadas por entero por su fisiología, se hallan bajo el signo
de lo inmutable; su razón, sus funciones, su naturaleza no evolucionan.
Sus deberes son los mismos en todos los tiempos. Estas contradicciones provienen
en gran parte de la dificultad para captar la diferencia sexual; de la dificultad
filosófica para articular un discurso sobre lo universal y un discurso
sobre lo Otro cuando se es hombre y se habla de mujeres” (Godineau, 1992:
pp. 402-3).
Por otra parte, el peso de las mujeres en la constitución de la República de
las Letras, es atestiguada por la frecuencia con la que el mismo Rousseau hace referencia
a la gravitación de las mujeres en el mundo intelectual de su tiempo. Finalmente
la sospecha de que la desigualdad, expulsada del espacio público, se había
refugiado en la vida privada bajo la forma de argumentaciones biologicistas,
es arrojada sobre el propio Rousseau y su progenie por quienes, como D’Alembert,
portaban en este punto posiciones más radicales 19. La célebre carta de D’Alembert
a Rousseau pone de manifiesto hasta dónde se trataba de un asunto de debate.
En su carta D’Alembert argumenta:
91
A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
“Descartes consideraba que las mujeres eran más aptas para la filosofía que
nosotros... Inexorable con ellas, vos las tratáis, señor, como a esos pueblos
vencidos pero temibles a quienes los conquistadores desarman...” (D’Alembert,
1993: p.75).
El propio Rousseau, a pesar de sus convicciones misóginas, no podía, como
más tarde lo señalara con agudeza John Stuart Mill, desear una mujer esclavizada.
“Los varones, dice Mill, no quieren solamente la obediencia de las mujeres,
quieren sus sentimientos. Todos los varones, excepto los más brutales, desean tener
no un esclavo forzado, sino uno voluntario, no meramente una esclava, sino
una favorita”. El propio Rousseau advierte con lucidez el tipo de vínculos necesarios
para dotar al espacio privado de un sentido diferente del que había tenido
bajo los usos del antiguo régimen. El del matrimonio también es un contrato que
ha de descansar sobre la voluntad libre de los esposos, sobre el mutuo consentimiento,
sobre la libertad 20. El trabajo de dotar de compañera a Emilio no puede
ser dejado al azar, de modo que es preciso entonces educar a una mujer capaz de
aceptar en forma voluntaria la sujeción a la voluntad de otro. Sin embargo no se
tratará de un proceso equiparable al de educación destinado a Emilio, sino de una
suerte de domesticación basada en la arbitrariedad. El inicio del quinto capítulo
del Emilio no puede ser más claro:
“Así como Emilio es hombre, Sofía debe ser mujer; quiero decir que ha de
tener todo cuanto conviene a la constitución de su sexo y su especie para
ocupar su puesto en el orden físico y moral. Empecemos, por tanto, examinando
las diferencias y conformidades de su sexo y el nuestro” (Rousseau,
1955: p. 246).
La educación diferencial, el hacer de Emilio un hombre y un ciudadano y de
Sofía una mujer, conduce a Rousseau a teorizar acerca de las consecuencias políticas
de las diferencias anatómicas entre los sexos. La maternidad es destino para
las mujeres de la misma manera que la vida política lo es para los varones. Si
las primeras tareas de educación se ligan a la corporalidad y al vínculo biológico
que une a la madre con sus hijos, es función masculina la introducción del sujeto
en el orden de la cultura y la sociedad. Ligadas a la especie, las mujeres quedan
excluidas de la sociedad política:
“Así como es la madre la verdadera nodriza, es el preceptor el padre... Cuando
un padre engendra y mantiene a sus hijos no hace más que el tercio de sus
funciones. Debe a su especie hombres, debe a la sociedad hombres sociales
y debe ciudadanos al estado”(Rousseau, 1955: p. 18).
La fertilidad corporal establece un vínculo inmediato entre madre e hijo que,
sin embargo, no basta para la incorporación de un sujeto al orden humano. La tarea
de educar al ciudadano, de incorporarlo como sujeto hablante en el orden del
contrato, de dotarlo de autonomía y juicio crítico, es masculina. La diferencia en-
92
tre maternidad y paternidad es la que media entre el destino biológico y la inscripción
en el orden simbólico. La perspectiva rousseauniana es clara:
“No hay paridad ninguna entre ambos sexos en cuanto a lo que es consecuencia
del sexo. El varón sólo en algunos instantes lo es, la mujer es toda su vida
hembra, o a lo menos toda su juventud: todo la llama a su sexo, y para desempeñar
bien sus funciones necesita de una constitución que a él se refiera.
Necesita cuidarse durante su preñez, sosiego cuando está parida; una vida
muelle y sedentaria para dar de mamar a sus hijos, para educarlos paciencia...
es el vínculo entre ellos y su padre; ella se los hace amar, y le inspira la confianza
para que los llame suyos... nada de esto debe ser en ella virtud, todo
ha de ser gusto, sin lo cual en breve se extinguiera el linaje humano” (Rousseau,
1955: p. 249).
Atadas por destino biológico a la maternidad, las mujeres no tienen lugar alguno
en la construcción del orden político; puro sexo, la educación que les conviene
ha de ser la adecuada al destino inscripto en su cuerpo. Si la educación de
Emilio consiste ante todo en la adquisición de la capacidad para ser dueño de su
razón y de su voluntad, la educación de Sofía ha de ser de imposición sistemática
de la voluntad de otro. Nada mejor para ello que la arbitrariedad, el sometimiento
continuo a la violación de su voluntad, la educación en la sumisión y la
acriticidad. La razón de una mujer habita en un cuerpo que no es el suyo. Emilio
ha de ser la cabeza y la voluntad de Sofía. El propio Rousseau es tan claro que
huelgan los comentarios:
“Justificad siempre las tareas que impongáis a las niñas, pero imponédselas
continuamente. Los dos defectos más peligrosos para ellas, y de que menos
sanan cuando una vez los han contraído, son la ociosidad y la indocilidad.
Las doncellas deben ser vigilantes y laboriosas; no basta con ello; deben estar
sujetas desde muy niñas. Esta desdicha, si lo es para ellas, es imprescindible
para su sexo, y nunca se libran de ella, como no sea para padecer otras
más crueles. Toda la vida han de ser esclavas de la más continua y severa sujeción,
que es la del bien parecer. Es preciso acostumbrarlas cuanto antes a la
sujeción para que nunca les sea violenta; a resistir todos sus antojos, para someterlos
a las voluntades ajenas. Si quisieran estar siempre trabajando convendría
precisarlas algunas veces a que holgaran...” (Rousseau, 1955: p.
255).
Absorbidas por sus funciones biológicas, depositarias de una razón débil y
caprichosa, destinadas por la fuerza de la naturaleza a la vida doméstica, ninguna
razón hay para reclamar derechos para las mujeres. La igualdad termina en el
umbral de la casa, de la cual las mujeres no deben salir, so pena de convertirse en
azote de la ciudad y en calamidad para la necesaria paz doméstica.
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A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
“La estrechez de las obligaciones relativas de ambos sexos no es ni puede
ser la misma, y cuando en esta parte se quejan las mujeres de la desigualdad
no tienen razón; esta desigualdad no es institución humana, o al menos no
es hija de la preocupación, sino de la razón; a aquél de los dos a quien fió la
naturaleza el depósito de los hijos toca responder al otro de ellos” (Rousseau,
1955: p. 249).
La naturaleza ha hecho a las mujeres débiles, caprichosas y volubles, irracionales
y limitadas, pues “... no hallándose en estado de ser jueces por sí mismas,
deben admitir la decisión de sus padres y maridos como la de la iglesia”
(Rousseau, 1955, p. 261).
Es obvio que seres así conformados por la naturaleza en nada pueden contribuir
a la toma de decisiones racionales. Cada uno ha de ocuparse de aquello que
conviene a la naturaleza, que por añadidura ha fallado ya en la disputa. En orden
a lo sentenciado por la naturaleza, entonces, la cuestión de la igualdad entre los
sexos no merece discusión alguna, pues “... encaminándose cada uno de ellos al
fin de la naturaleza según su peculiar destino, no fuera en esto más perfecto que
si fuese más parecido al otro. En lo común que hay en ellos son iguales; en lo diferente
son incomparables...”. Yun poco más adelante: “En la unión de los sexos,
cada uno concurre por igual al objeto común, pero no de un mismo modo. El uno
debe ser activo y fuerte, débil y pasivo el otro; de precisa necesidad es que el uno
quiera y pueda; basta con que el otro se resista un poco”. (Rousseau, 1955: p.
246 s.)
La dureza del razonamiento rousseauniano, su nitidez, la precisión con la
cual transforma la diferencia en desigualdad, la libertad de las mujeres en sumisión
necesaria, su educación en domesticación e imposición sistemáticas, permiten
entender cuáles son las razones por las cuales la cuestión del sexo no merece
tan siquiera mención en el Contrato. Las diferencias anatómicas determinan diferencias
morales y las mujeres nada tienen que hacer en el mundo de la política.
La sujeción de las mujeres al orden biológico, la continuidad estricta entre su
destino físico y moral, determina un conjunto de afirmaciones encadenadas. Las
mujeres, fértiles biológicamente, son seres privados de racionalidad y por lo tanto
incapacitadas para adquirir sentido del deber. Si en ellas “todo ha de ser gusto”,
y si es inútil el intento de procurarles una educación para el deber, las mujeres
no existen en cuanto seres morales, y esto las inhabilita para contratar. La naturaleza,
en cambio, ha desligado a los varones del destino biológico. Sujetos morales
ante todo, son naturalmente reformables por la educación. Incluso la paternidad
les es asignada por un acto inscripto en el orden moral: la creencia en la palabra
de aquélla que ha de hacerlo padre. De allí que la función materna no sea
sino continuidad de la preñez; de allí que la función paterna no se detenga en el
engendramiento, pues un varón debe a la sociedad hombres sociales y ciudadanos
al estado.
94
¿Cómo ha de contratar una mujer, si no es dueña de su razón ni de su voluntad,
ni dispone de la capacidad para razonar por sí misma; una mujer, cuyo destino está
establecido por la naturaleza ab initio; una mujer, privada incluso de la capacidad para
adquirir sentido del deber, puesto que todo en ella ha de ser gusto? Un ser tal no
necesita más educación de su razón que la elemental, puesto que la naturaleza, que
la priva del gusto por la lectura, la ha hecho hábil para las labores de aguja: “Efectivamente
casi todas las niñas aprenden con repugnancia a leer y escribir, pero aprenden
siempre con mucho gusto a llevar la aguja” (Rousseau, 1955: p. 254).
La derrota de las mujeres es muy clara cuando se trata de contratar. La educación
de Sofía muestra con nitidez meridiana cuán poco conveniente es una mujer
ilustrada, cuán insidiosa la igualdad entre los sexos, cuán necesaria la paz doméstica
y la reclusión de las mujeres para la organización de un mundo de varones
libres e iguales. La igualdad no conviene demasiado entre dos personas del
mismo sexo; la igualdad perfecta sería el último efecto de una antigua o una viril
amistad. No hay que olvidar que, habitualmente, la unión entre un varón y una
mujer es una especie de conciliación de las diferencias, de modo que nada puede
ser menos deseable que someterse a una fraternidad contraria a las leyes esenciales
del acercamiento de los sexos.
Sin embargo, también en este punto Rousseau tiene como contraparte un papel
para ofrecer a las mujeres: afirmarlas en la diferencia, en el mundo de los
afectos. Si el duro camino de la autonomía conlleva para Emilio la obligación de
ser libre, de vencer sus pasiones y adquirir con esfuerzo la sabiduría necesaria para
ocupar en el mundo el lugar de hombre, en la familia el de padre y en el estado
el de ciudadano, la violencia ejercida contra Sofía sólo tiene tal apariencia a
la luz de los prejuicios. La innata tolerancia de su sexo a la injusticia la prepara
desde el nacimiento para la domesticidad.
“Esta es la amable índole de su sexo antes que nosotros la hayamos estragado.
La mujer fue destinada a ceder al hombre y aun a aguantar su injusticia.
Nunca reduciréis a los muchachos al mismo punto, se exalta en ellos el sentido
interno que repugna la injusticia, pues no los formó la naturaleza para
tolerarla...” (Rousseau, 1955: p. 278).
Se trata, es bien evidente, de naturalezas diferentes pero complementarias.
Rousseau cumple, hallando a Sofía, el sueño de la complementariedad entre varones
y mujeres, entre sumisión doméstica y libertad política. Del mismo modo
que ha procedido en el Contrato, Rousseau presenta a Sofía como una ficción necesaria,
esto es, una representación imaginaria de las relaciones de los sujetos entre
sí. De la misma manera que la utopía anticipa imaginariamente un orden radicalmente
nuevo, la imagen de Sofía ficcionaliza la diferencia bajo el signo de la
irreductibilidad y la complementariedad, una forma de ahuyentar los fantasmas
de fusión y supresión de la diferencia, pero a la vez también una forma de conju -
rar el fantasma amenazador de la mujer fálica.
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A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
Destinadas por naturaleza al imperio de los afectos, las mujeres no necesitan
adquirir aquello que para un varón es indispensable. La despolitización de la educación
de Sofía es también un acto político, aquel por el cual las sociedades modernas
considerarán natural la reclusión doméstica de las mujeres y su exclusión
de la condición de individuos. La estrategia rousseauniana en orden a la diferencia
sexual, más allá de la conversión de la diferencia en desigualdad, consiste en
la construcción de un espacio separado. Sólo de esta manera será posible la preservación
de un espacio masculino para la política y uno femenino para la domesticidad;
sólo así será viable una política que, precisamente por no poder inscribir
como políticamente relevante la cuestión de la diferencia entre los sexos, permite
apartar la imagen exterminadora de la guerra entre los sexos.
3. El individuo Rousseau: un sujeto con atributos. Las confesiones
Si el Contrato constituía la solución teórica a los dilemas de un orden político
cruzado por la tensión de preservar a un tiempo libertad y propiedad, el Emi -
lio finaliza en la corroboración escéptica de su imposibilidad. Emilio sintetiza la
nostalgia rousseauniana por la naturaleza, a la vez que advierte sobre el imposible
retorno hacia los orígenes. Si la ley promete preservar a un tiempo libertad y
propiedad, los intereses particulares corroen el orden social sin que por ello sea
posible renunciar a él de manera absoluta, pues sólo la obediencia a la ley hace
libre y virtuoso. La libertad, imposible de garantizar en el orden político efectivo,
se refugia en la conciencia del hombre libre como mandato ético. Salidos de
la naturaleza, los individuos no podrán ya hallar un lugar en el que realizar sus
ansias de libertad. Las relaciones entre individuo y sociedad no pueden ser sino
las de un incurable malestar que hace precisa la ficción, una vez más, de la paz
doméstica, del amor conyugal como refugio y solaz. La exclusión de las mujeres
del espacio de la política cumple así con un doble objetivo, preserva la diferencia
sexual a la vez que asegura al hombre individual su cuota de felicidad y paz.
Pero no sólo se trata del ansia de una imposible e irrecuperable libertad que
signa la pertenencia a todo orden humano con la marca del malestar, sino de una
infinita sed de transparencia que se materializa en la escritura de las Confesiones.
Demasiado densas para ser comentadas en toda su extensión, las Confesiones
constituyen el manifiesto de una subjetividad desgarrada, el síntoma de la imposible
inscripción de los avatares de la subjetividad humana en el espacio de la política.
Si el individuo del Contrato es un individuo sin atributos, libre, igual, racional,
independiente de la opinión y la costumbre, Rousseau, el de las Confe -
siones, es un sujeto de una enorme complejidad psíquica. Si Rousseau había escrito
el texto fundador de la pedagogía moderna, también había abandonado a sus
hijos; si consideraba como un asunto fundamental el de la ciudadanía, renunciaba
a sus derechos ciudadanos atormentado por los temores al odio del populacho;
96
si había hecho de Emilio el paradigma del varón virtuoso, educado según la naturaleza,
el propio Rousseau, hombre natural, había sido mucho más gobernado
por su corazón que capaz de gobernarlo, más sacudido por la adversidad que capaz
de timonearla 21.
Los avatares de la biografía de Rousseau tal vez permitan explicar en alguna
medida las razones de su escepticismo político o de su rechazo hacia la vida social;
las causas de su inestable situación en el mundo de las letras y de los malentendidos
constantes que cruzaron sus relaciones con D’Alembert y Diderot; sus
vínculos con las mujeres, desde Mme. De Warens hasta Mme. Houdetot y Thérése
Le Vasseur. Pero tal vez aquello que las Confesiones muestran desde un punto
de vista teórico es la imposible reducción entre política y subjetividad, entre ética
y deseo humano.
El Rousseau de las Confesiones, el que afirma de manera radical su intransferible
y temblorosa subjetividad, no tiene lugar en el espacio político. Entonces,
¿qué relación existe entre subjetividad y política, entre quien emprende “… una
obra de la que no hay ejemplo y que no tendrá imitadores. Quiero mostrar a mis
semejantes un hombre en toda la verdad de la Naturaleza y ese hombre seré yo”,
que lo hace además exhibiendo una brutal y minuciosa voluntad de verdad y
transparencia, y el autor de uno de los textos fundacionales de la filosofía política
moderna? ¿A qué obedece la distancia entre la exhibición descarnada de la
propia subjetividad y la forma de escritura del Contrato? ¿Qué relación posible
(o imposible) se puede establecer entre política y subjetividad? Desde la perspectiva
que intentamos sostener, la forma posible de inscripción del sujeto moderno
en el orden político es bajo la forma de la abstracción. Abstracción de la economía
y del cuerpo que posibilita la igualdad abstracta ante la ley.
Sin embargo, algo hay de común entre el Contrato y las Confesiones. La voluntad
de transparencia, de construir un orden universalista regulado por la ley,
corre pareja a la de exponer la propia subjetividad sin concesiones, hurgando en
los rincones de la memoria, desnudando la propia historia de manera inigualable.
Dice Rousseau: “Me he mostrado como fui, despreciable y vil, o bueno, generoso,
sublime cuando lo he sido” (Rousseau, 1999: p. 3).Y más adelante:
“…yo conocía… la franqueza que era capaz de usar; y resolví formar con
ellas una obra única, por su veracidad sin ejemplo, a fin de que a lo menos
una vez siquiera pudiese verse a un hombre tal como es interiormente. Siempre
me había reído de la falsa sinceridad de Montaigne, quien, fingiendo confesar
sus defectos, pone gran cuidado en no atribuirse sino aquellos que tienen
un carácter agradable; cuando yo, que siempre me he creído, y aún me
creo, el mejor de los hombres estoy convencido que no hay interior humano,
por puro que sea que no tenga algún vicio feo” (Rousseau, 1999: p. 472).
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A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
Del mismo modo que el contrato es un orden imposible, la puesta en palabras
de la propia subjetividad lo es. Ambos, contrato y confesión, persiguen una
imposible pacificación, una reconciliación inútil: de los hombres entre sí después
de la virulencia del estadio pre-social, del sujeto con su propia historia y con los
demás hombres en las Confesiones. Acosado por sus propios fantasmas, Rousseau
no halla la paz: “Acabada mi lectura todos se callaron…”, indica al final de
las Confesiones. Tal vez porque sólo la densidad del silencio puede mostrar los
límites de la palabra, que no sirve para recuperar la imposible transparencia de la
verdad y la comunicación plena con otros, del mismo modo que el contrato, frágil
y precario intento de transformar el desacuerdo de los excluidos en simple malentendido,
no puede sino estar condenado a constituir un síntoma de aquello que
no funciona en el orden político moderno. De aquello que sólo puede funcionar
como ficción con exclusión de la economía y la corporalidad, de las desigualdades
económicas y de las diferencias sexuales.
Las imposibilidades del orden igualitario conducen a Rousseau a la eliminación
de los obstáculos reales (la desigualdad de riqueza, librada al azar, transformada
en simple ceguera de la suerte y el destino, tal como lo indica en el Emi -
lio), a la supresión de la diferencia sexual en el Contrato y a su tratamiento como
cuestión de biología en el Emilio 22. Las imposibilidades de la memoria lo llevan
a la búsqueda de los lazos imposibles de restituir con el pasado, a la confesión repetida
de impotencia y la voluntad de verdad. Explicaciones del siguiente tenor
constituyen uno de los puntos recurrentes de las Confesiones:
“Esta época de mi vida es aquélla de que tengo una idea más confusa. Casi nada
tuvo lugar entonces que interesase bastante a mi corazón para que haya
conservado un recuerdo vivo, y es difícil que con tantas idas y venidas, con
tantos cambios sucesivos no haya algunas transposiciones de tiempos y lugares.
Escribo enteramente de memoria, sin documentos, sin materiales que me
la pudieran recordar… hay lagunas y vacíos que no puedo llenar sino con relatos
tan confusos como los recuerdos que me han quedado. Por consiguiente...
puedo haber cometido algunos errores... pero en cuanto a lo que verdaderamente
importa, estoy seguro de ser exacto y fiel”(Rousseau, 1999: p. 11 6 ) .
Los hiatos de la memoria, del mismo modo que la imposibilidad de sujetar al
sujeto real a la norma abstracta, la imposibilidad de articular los propios intereses
y la sujeción a la moral, le hacen decir a quien había procurado hacer de la
educación la vía de construcción del ciudadano:
“He sacado de esto una gran máxima moral, quizá la única que pueda adaptarse
a la práctica: evitar las ocasiones que colocan nuestros deberes en oposición
con nuestros intereses y que ponen nuestra conveniencia en el daño ajeno, seguro
de que en tales situaciones, por muy sincero que sea nuestro afecto, tarde o
temprano sucumbimos sin sentirlo, haciéndonos injustos y malvados sin haber
dejado de ser justos y buenos en los sentimientos” (Rousseau, 1999: p. 49).
98
La incansable sed de transparencia de Rousseau, su sinceridad desgarrante
a la vez que su creciente desencanto, no son sino el lamento doliente ante lo irrecuperable
de la transparencia, esa pesadilla recurrente que late tras las utopías
consensualistas. También lo es de la dificultad para procurar una solución filosófica
a los problemas políticos, de la irreductible distancia que media entre el malentendido
y el desacuerdo.
4. Consideraciones finales
Bajo las actuales condiciones, condiciones diversas de aquellas que anunciaran
los procesos de constitución del orden político moderno, se produce no sólo
el retorno de la filosofía política sino también una suerte de ‘revival’del contractualismo,
postulado como la forma de teorizar la constitución de un orden político
capaz de portar un cierto sentido emancipatorio. Pero si tal es el sentido del retorno
del contractualismo, habrá que tener en cuenta, a modo de síntoma, los desajustes
y dificultades que ya Rousseau planteara. Los “síntomas” de los que hemos
hablado.
Decía que a la vez que se esfuman las condiciones de la práctica política moderna
bajo los términos en que ésta se jugaba en tiempos de la modernidad madura,
retornan la filosofía política y el contractualismo. Sobre ello insiste Bhikhu
Parekh, interpretando el mencionado retorno en el sentido de una suerte de renacer
de interrogaciones teóricas a partir de la obra de Rawls, postulada como una
especie de inflexión para la filosofía política como disciplina académica (Parekh,
1996).
Si bien no comparto la posición de Parekh en cuanto éste insiste sobre la escisión
entre filosofía política y vida político-práctica, no puedo dejar de ser sensible
a la significación que ha adquirido la obra de Rawls como uno de los lectores
contemporáneos de Rousseau y de la teoría del contrato (Rawls, 1984; 1993;
1996).
No es Parekh el único en insistir sobre la relevancia del contractualismo, también
lo hacen Walzer, el propio Bobbio, e incluso autores que no recurren expresamente
a la noción de contrato pero que insisten sobre uno de sus tópicos fundamentales:
el consenso racional como base del orden político y social.
De allí el interés por Rousseau. Es él quien teoriza de manera ejemplar la escisión
entre sujeto político y sujeto individual, quien establece la noción de educación
como un proceso de construcción que ha de conducir a la constitución de
un sujeto en un ciudadano. En Rousseau pues se articulan de manera ejemplar
contrato político y contrato sexual y se produce el proceso de despojamiento de
los anclajes del sujeto respecto de su condición de sujeto encarnado y de sujeto
social (Pateman, 1995).
99
A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
Tal escisión es la condición para la producción de una filosofía política que
sea la “política de los filósofos”, una forma de la política en definitiva reacia a la
práctica, postulada como solución a los dilemas reales de la sociedad. Esto es, es
Rousseau quien construye de manera ejemplar una filosofía separada, pero es
también Rousseau quien elabora en forma teórica las condiciones de escisión entre
economía y política, entre sujeto social y sujeto político, entre subjetividad individual
y sujeto en cuanto miembro de un cuerpo político, cuerpo que se ha de
organizar sobre la abstracción de las determinaciones corporales y sociales de cada
individuo. Si Rousseau retorna bajo la invocación de Rawls, de los contractualistas,
de los consensualistas, es porque tal proceso de abstracción halla hoy sus
condiciones propias de realización. Si la filosofía política contemporánea hereda
a Rousseau y no se puede sino pensar bajo esta herencia, me es imposible renunciar
a la urgencia de producir una crítica determinada de la escisión entre economía
y política, de la forma patriarcal de la política que excluye teóricamente el
cuerpo para invocar una sola forma posible de la corporalidad, silenciosamente
construida sobre el cuerpo del varón blanco, heterosexual, burgués.
100
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XXI).
Notas
1. Existe una enorme cantidad de trabajos sobre Rousseau, entre los cuales
nos limitaremos a indicar sólo aquellos que consideramos estrictamente indispensables.
El trabajo de Jean Starovinski, La transparencia y el obstácu -
lo, relaciona la vida y la obra de Rousseau resaltando los aspectos trágicos o
simplemente contradictorios. El de Derathé, Rousseau et la science politique
de son temps, constituye una obra clásica que analiza los principales aspectos
políticos de la obra de nuestro autor. Las páginas que dedica a nuestro autor
Ernst Cassirer en el marco de su Filosofía de la Ilustración son relevantes
para una comprensión global. El de Galvano Della Volpe, Rousseau y
Marx, consiste en un análisis desde un punto de vista marxista de la democracia.
El breve pero contundente escrito de Louis Althusser gira sobre una
interesante lectura del contractualismo como producto de una paradojal alienación
voluntaria como condición de constitución del contrato social. También
Norberto Bobbio y Michelangelo Bovero se ocupan de Rousseau con re-
103
A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
lación a una lectura global del contractualismo y los orígenes del poder político.
Finalmente vale la pena citar el erudito y exhaustivo estudio de la teórica
feminista española Rosa Cobo, Fundamentos del patriarcado moderno.
Jean Jacques Rousseau.
2. Laclau sostiene que nos hallamos ante una situación de crisis de la modernidad
que ha puesto en juego la continuidad teórica y política respecto del
conjunto de objetos, las formas de relación entre los objetos y las formas de
hacer política. Si bien coincidimos en parte con este punto de vista, apostamos
a sacar de un diagnóstico sólo parcialmente afín consecuencias diferentes,
tanto teóricas como políticas.
3. Utilizo la noción de síntoma en el sentido que lo hace Slavoj Zizek, tomándolo
como aquello que resiste, el persistente núcleo que retorna como lo mismo
a través de las sucesivas historizaciones y simbolizaciones, las tensiones
entre lo cumplido y lo incumplido que determinan nuestra ambigua relación
con las herencias de la modernidad, y que desde mi punto de vista remiten a
la tensión insoportable entre la juridización y la imposibilidad de garantizar,
más allá de la petición de principio, la construcción de un orden social que
concilie igualdad y libertad, que articule lo personal a lo político sin tornarse
imagen amenazadora de guerra inextinguible entre los sexos (Zizek,
1992).
4. Si bien la hipótesis de la guerra de todos contra todos convoca más bien la
imagen del Leviatán, Althusser ha señalado que el gran desafío planteado por
Rousseau consiste en haber establecido una distinción entre el estado de naturaleza
como estado puramente asocial, donde individuos aislados y errantes
conviven pacíficamente con la naturaleza, y el estado pre-social, nacido con la
propiedad privada. Las imágenes de la guerra de todos contra todos que el estado
pre-social supone son vívidamente expresadas por Rousseau en el siguiente
párrafo: “La sociedad naciente dio paso al más horrible estado de guerra: envilecido
y desolado el género humano, sin poder volver ya sobre sus pasos ni
renunciar a las desdichadas adquisiciones que había hecho y no trabajando nada
más que para vergüenza suya por el abuso de las facultades que le honran,
se puso él mismo al borde de su ruina” (Rousseau, 1985: p. 138).
5. Tomo de Rancière la tesis de que las relaciones entre filosofía y política
han estado siempre cruzadas por un profundo diferendo. Desde su perspectiva
lo que se denomina filosofía política bien podría ser el conjunto de operaciones
a través de las cuales la filosofía trata de terminar con la política, de
suprimir el escándalo del desacuerdo. Si la racionalidad de la política consiste
en el poner en escena el desacuerdo, la filosofía tiene por principio su reducción,
su consideración como simple malentendido.
6. Las relaciones entre economía y política han sido y son de la mayor com-
104
plejidad y probablemente uno de los nudos centrales del debate entre diferentes
tradiciones teóricas y políticas. Sin pretender en modo alguno zanjar el
asunto, es casi un lugar de sentido común, pero no por ello menos preciso como
criterio de demarcación señalar que, mientras la tradición liberal ha insistido
sobre la autonomía de la economía, considerada como asunto de interés
particular de los sujetos y regulada por las reglas de mercado, la tradición
marxiana ha insistido sobre la crítica al formalismo jurídico que separa al
burgués egoísta del ciudadano abstracto. La inescindibilidad entre economía
y política supone, en el caso de la tradición marxista considerar los procesos
económicos como base material de las condiciones de existencia, esto es como
conjunto de procesos materiales ligados a la producción y reproducción
de la vida humana, a la organización de las formas de dominación política,
y a los modos de constitución del sentido común dominante en la sociedad.
Aun así, como ha señalado Marramao es necesario tener en cuenta las formas
históricas específicas de articulación de la dominación política.
7. Desde el punto de vista de Carole Pateman el “dilema Wollstonecraft” consiste
en demandar igualdad, esto es derechos equivalentes, y a la vez ser consideradas
en la especificidad de la diferencia. De lo que se trata para las feministas
herederas de la Ilustración es de no ser tratadas como subordinadas,
pero sí como diferentes. Lo que Pateman llama el “dilema Wollstonecraft”,
no es otra cosa que la tensión entre igualdad y diferencia, tensión que atraviesa,
me atrevería a decir, la mayor parte de la producción teórica feminista
(Pateman, 1995: p. XIII).
8. Sigo en este punto la interpretación de Carole Pateman y de tantas otras
teóricas feministas. Desde la perspectiva de Pateman la fundación del orden
político moderno supuso el cambio de estatuto del pacto patriarcal, ya no derivado
del ejercicio de la autoridad paterna, sino de un pacto fraternal entre
varones. Pateman toma como ejemplo y analiza la polémica entre Locke y
Filmer. Locke, en Two Treatises on Civil Governement, Londres, 1690, enfrenta
a Filmer, autor de Patriarcha y Observations concerning the Origi -
nal Governement, quien intenta legitimar el derecho divino de los reyes equiparando
la autoridad del rey con la paterna y estableciendo para ambas un común
origen divino. La escisión entre poder doméstico y poder político, que
Locke realiza claramente, se ligó al establecimiento de dos esferas claramente
demarcadas y opuestas: la esfera privada, natural de las mujeres; y la
esfera pública, masculina, se oponen, pero adquieren su significado una por
la otra. La demarcación entre un espacio público, masculino y politizado y
uno privado, femenino y sentimentalizado, contribuyó a la despolitización de
las demandas de las mujeres. Sin embargo, y al mismo tiempo, la fundación
del orden político sobre la exigencia de igualdad formal y consenso abrió la
brecha por la cual se filtraron los reclamos de los desiguales y las diferentes.
En pocas palabras se trata de una tensión que Patricia Gómez ha expresado
105
A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
con claridad: la cuestión de las mujeres es la de la inclusión excluyente. El
mismo gesto que las incluye en cuanto formalmente iguales es el que las excluye
en cuanto realmente diferentes.
9. El argumento de Mary Wollstonecraft es claro y contundente: “Pero si las
mujeres han de ser excluidas sin tener voz ni participación en los derechos
de la humanidad, demostrad primero, para así refutar la acusación de injusticia
y falta de lógica que ellas están desprovistas de inteligencia, si no este
fallo en vuestra nueva constitución pondrá de manifiesto que el hombre se
comporta inevitablemente como un tirano, y la tiranía, cualquiera sea la parte
de la sociedad hacia la que apunte el frente de su cañón, socava los fundamentos
de la moral” (Wollstonecraft, 1977: p. 23).
10. Las condiciones de conformación de una elite intelectual ilustrada son
señaladas por Vovelle. No sólo se trata de una elite que contribuye a la construcción
de una filosofía, la de la ilustración, que habría de convertirse en
parte del sentido común burgués, sino de un sector social en alguna medida
autónomo, cuya producción estaba organizada sobre una serie de mecanismos:
la hegemonía del francés como lengua culta; las redes de sociabilidad
que se crean o refuerzan desde las academias, el fenómeno masónico. Todo
parece favorecer la formación de la República de las Letras que, sobre la división
estamental tripartita del antiguo régimen monta además la escisión
entre elites y masas. “La elite ilustrada cuestiona las divisiones históricas de
la sociedad estamental e interfiere como contrapunto de las clasificaciones
por clases. Es esta sociedad misma en la que toma fuerza y consistencia una
nueva burguesía fundada sobre un sistema de valores compartidos cuyo cemento
es el espíritu de las luces” (Vovelle, 1992: p. 24).
11. Existe una vieja polémica acerca de la posición de Rousseau tanto respecto
de la Ilustración como de la Enciclopédie. Hay quienes se inclinan hacia
una lectura “romántica” de Rousseau, considerado como un adversario de las
luces. Desde mi punto de vista, en coincidencia con lo señalado por Cassirer,
si bien Rousseau no coincide plenamente con las versiones más radicales
de la ilustración, su propuesta de fundación de un orden contractual no implica,
ni mucho menos la apelación a sentimentalismo alguno, sino más bien
el intento de fundación de una voluntad ética nueva, acorde con la naturaleza
(Cassirer, 1943).
12. El velo de ignorancia rawlsiano procede en realidad de una lectura en clave
contractualista del imperativo categórico kantiano: El velo de ignorancias
coloca a los sujetos “a ciegas” frente al orden social. Sin embargo el constructivismo
kantiano en Rawls no indica identidad, sino analogía. El velo de
ignorancia es, de la misma manera que la hipótesis del estado de naturaleza,
la condición a partir de la cual las personas, libres e iguales, acuerdan sobre
la constitución del orden social con abstracción de las contingentes posicio-
106
nes que ocupen en el mundo social a fin de llegar a un acuerdo equitativo
acerca de los principios de justicia política (Rawls, 1966, p. 37).
13. Utilizo ilusión no sólo en el sentido de engaño sino de ilusión necesaria
que sostiene el orden social, tal como lo indica Marx en La ideología alema -
na. Por decirlo en términos de Marx: si el mundo se ve invertido es porque
lo está.
14. Desde la perspectiva de Sheldon Wolin el modo de soportar las diferencias
en las democracias modernas consiste en su transformación en simple diversidad.
En todo caso las diferencias de conciencia, costumbre, ilustración
constituyen ese tipo de diversidad tolerable, no así la diferencia corporal
(Wolin, 1996).
15. Uno de los puntos más interesantes de la teoría rousseauniana consiste en
la capacidad de su autor para advertir lo que él considera como la corruptibilidad
del cuerpo político. Rousseau ha sido considerado por esto como el
teórico del derecho de rebelión, y de hecho ese sería su uso inmediato, considerado
como el inspirador de las políticas jacobinas. En el Contrato indica:
“En el estado no hay ninguna ley fundamental que no se pueda revocar,
hasta el mismo pacto social, porque si todos los ciudadanos de común acuerdo
se juntan para romperle no se puede dudar que se romperá legítimamente”
(Rousseau, 1961, pp. 111-12).
16. “La modernidad no sólo pone los derechos subjetivos en el lugar de la regla
objetiva de derecho. Inventa también el derecho como principio filosófico
de la comunidad política y esta invención va a la par con la fábula de origen...
hecha para liquidar la relación litigiosa entre las partes…” (Rancière,
1996: p. 103).
17. Cuando Pateman se refiere a la derrota política de las mujeres lo hace aludiendo
a la despolitización del mundo privado, considerado como el mundo
“naturalmente femenino”. Desde mi punto de vista no sólo de eso se trata. Si
para la edificación del orden político moderno fue precisa una fuerte demarcación
entre mundo público y privado y la reclusión doméstica de las mujeres,
también es indudable que sólo un orden proclamado igualitario posibilitó
la existencia de un espacio de enunciación para las demandas de las mujeres.
Sin embargo, cuando efectivamente las mujeres ingresaron al espacio público
en tiempos de las revoluciones burguesas, el proceso estaría marcado por la
ambigüedad de la proclama igualitaria. Protagonistas, junto con los varones,
durante el ciclo ascendente de las revoluciones, la construcción del nuevo orden
burgués no necesitaba de ellas en el espacio público. Los jacobinos terminarían
con la vida de Olympe de Gouges, las propias “tricoteusses” sumergieron
en la locura a Théroigne de Méricourt, las dirigencias políticas de las
revoluciones latinoamericanas consumaron la exclusión del espacio público
107
A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad
La filosofía política moderna
de las revolucionarias: ni Manuela Sáenz ni Juana Azurduy hallarían lugar, como
no fuera el silencio, el apartamiento, la pobreza y el exilio.
18. Hasta aquí no ha sido preciso introducir la diferencia entre contrato de
asociación y de sujeción, ni la distinción que Rousseau formula entre contrato
social y formas de gobierno. Sin embargo es necesario señalar, tal como lo
hace Bobbio que incluso los llamados contractualistas clásicos (Hobbes,
Locke y Rousseau), quienes coinciden en destacar el carácter convencional
del contrato y su emergencia como producto del acuerdo libre entre individuos
libres e iguales mantienen algunas diferencias. Las variaciones se refieren
a 1) las características atribuidas al estado de naturaleza, que se reúne en
torno a tres temas clásicos. a) el carácter histórico o imaginario del estado
de naturaleza, b) si este es de paz o guerra, c) si es un estado de aislamiento
o bien social; 2)aquello que se refiere a la forma y contenido del contrato: a)
si el contrato social es un contrato entre individuos en beneficio de la colectividad
o en beneficio de un tercero, b) si al pactum societatis (entre los individuos)
deba seguir un pactum subjectionis (entre el pueblo y el príncipe),
c) si el contrato una vez estipulado puede ser anulado, y bajo qué condiciones;
d) si el objeto del contrato sea la renuncia total o parcial de los derechos
naturales; 3) aquellas que se refieren a la naturaleza del poder político
como absoluto o limitado, incondicionado o condicionado, indivisible o divisible,
irrevocable o revocable, etc. (Bobbio, 1986: p. 69).
19. Casi no es necesario hacer referencia al peso, del que Rousseau era perfectamente
consciente, de las mujeres en el tránsito de la sociabilidad de antiguo
régimen a la ilustrada. Mientras los salones de las preciosas formaban
parte de las formas de relación propias del antiguo régimen, los salones del
siglo XVIII, con una mujer como anfitriona, eran, como indica Vovelle, espacios
privados que proporcionan un soporte a la aparición de una esfera pública,
distinta de la de la monarquía y crítica hacia ella. Los salones del dieciocho
eran, en verdad, espacios de sociabilidad intelectual masculina, espacios
más libres, discusiones de hombres razonables. Los asistentes eran varones,
a excepción de alguna mujer además de la anfitriona. En el salón de
Mme. Geoffrin por ejemplo, los asistentes eran normalmente D’Alembert,
Marivaux, Creutz, Galiani, Helvétius y Mlle. Lespinasse. Rousseau atestigua,
en sus Confesiones: “Una de las cosas molestas que me ocurrían consistía
en tener siempre autoras entre mis relaciones...”. Entre los amigos de
los duques de Luxembourg, a quienes Rousseau frecuentaba estaban “...el
presidente Hénault, el cual relacionado con los autores participaba de sus defectos,
lo mismo la señora Du Deffand y la señorita de Lespinasse, ambas
muy relacionadas con Voltaire, e íntimas amigas de D’Alembert, con quien
acabó por unirse la última...”(Rousseau, 1999: p. 508).
108
20. Dice Rousseau: “El mutuo deseo constituye el derecho, la naturaleza no
conoce otro (...) en el matrimonio están ligados los corazones, pero no están
esclavizados los cuerpos. Os debéis fidelidad, mas no condescendencia. Cada
uno puede pertenecer al otro, pero ninguno debe pertenecerle sino cuanto
fuere su voluntad (...) ni aun en le matrimonio es legítimo el deleite cuando
no es común el deseo” (Rousseau, 1955: p. 335-6).
21. “¿Quién es un varón virtuoso? El que sabe vencer sus afectos porque sigue
entonces su razón y su conciencia; cumple con su obligación, se mantiene
en el orden y nada puede separarlo de él (...) Manda, Emilio en tu corazón
y serás virtuoso...” (Rousseau, 1955: p. 312).
22. “¿Qué me importa mi condición en la tierra? ¿Qué me importa el país en
que viviere? En cualquier parte donde haya hombres estoy entre mis hermanos;
en cualesquiera donde no los hubiere estoy en mi casa. Mientras pudiere
permanecer independiente y rico, tengo caudal para vivir y viviré (...)
cuando sujetare mi caudal le abandonaré sin sentimiento, tengo brazos para
trabajar y viviré. Cuando me faltaren mis brazos viviré si me dan de comer,
moriré si me abandonan: lo mismo moriré si no me abandonan pues la muerte
(...) es ley de la naturaleza...” (Rousseau, 1955: p. 352).
109
A p ropósito de Jean Jacques Rousseau. Contrato, educación y subjetividad

Capítulo IV
Spinoza: poder y libert a d
cMarilena Chaui*
1. La tradición
La tradición teológico-metafísica estableció un conjunto de distinciones
con las que pretendía separar la libertad y la necesidad. Se decía que era
“por naturaleza” lo que sucedía “por necesidad” y, al contrario, que era
“por voluntad” lo que sucedía “por libertad”. Identificando lo natural y lo necesario
por un lado, y lo voluntario y lo libre por el otro, la tradición fue llevada a
afirmar que Dios, siendo omnipotente y omnisciente, no puede actuar por necesidad
sino solamente por libertad y, por lo tanto, solamente por voluntad. Esto no
significaba que la acción voluntaria no tuviera causa, y en cambio sí que la causa
de la acción libre era distinta de la causa de los acontecimientos necesarios. La
causalidad por necesidad era la causalidad eficiente, en la cual el efecto es necesariamente
producido por la causa. En contrapartida, la causalidad por libertad
era la causalidad final, en la que el agente opera escogiendo el fin. De esta manera,
la necesidad natural era explicada como operación de la causa eficiente, en
cuanto la libertad divina y humana era explicada como operación de la causa final.
Por eso mismo, la acción voluntaria era considerada como acción inteligente
y conciente, mientras la operación natural o necesaria era considerada como
operación ciega y bruta, como un automatismo irracional.
111
* Profesora del Departamento de Filosofía, Universidad de São Paulo (USP), Brasil.
La filosofía política moderna
Identificando libertad y elección voluntaria, e imaginando los objetos de la
elección como contingentes (esto es, como pudiendo ser o no ser, ser éstos u
otros), la tradición teológico-metafísica afirmó que el mundo existe simplemente
porque Dios así lo quiso o porque Su voluntad así lo decidió y lo eligió, y podría
no existir o ser diferente de lo que es si Dios así lo hubiera escogido.
Si el mundo es contingente, porque es fruto de una elección contingente de
Dios, entonces las leyes de la Naturaleza y las verdades (como las de la matemática)
son en sí mismas contingentes, haciéndose necesarias sólo por un decreto de
Dios, que las conserva inmutables. Así, la necesidad (esto es, lo que solamente
puede ser exactamente tal cual es, siendo imposible que sea diferente de lo que
es) se identifica con el acto divino de decretar leyes, o sea, la necesidad no es más
que la autoridad de Dios, que decide arbitrariamente que, mientras así lo desee, 2
y 2 serán 4, la suma de los ángulos de un triángulo será igual a dos ángulos rectos,
los cuerpos pesados caerán, los astros girarán elípticamente en los cielos, etc.
Por Su Providencia, Dios puede hacer que tales cosas sean siempre de la misma
manera -necesarias para nosotros, pero contingentes en sí mismas-, como también
puede manifestar la omnipotencia de Su libertad haciéndolas sufrir alteraciones,
como en el caso de los milagros. Se comprende entonces por qué tradicionalmente
la libertad y la necesidad fueron consideradas como opuestas y contrarias, pues
la primera ha sido imaginada como elección contingente de alternativas también
contingentes, y la segunda como decreto de una autoridad absoluta.
Este conjunto de distinciones tradicionales tuvo un papel decisivo en la fundamentación
de las teorías de la monarquía por derecho divino (o por gracia divina)
y en las teorías iusnaturalistas.
La teoría de la monarquía absoluta por derecho divino es teocrática: el rey es
soberano por la voluntad de Dios (o por la gracia divina), de quien recibe no sólo
el poder sino también las marcas que lo hacen semejante al monarca celeste.
Éste es una persona trascendente al universo, dotado de inteligencia omnisciente
y de voluntad omnipotente, creador del mundo a partir de la nada, simplemente
por un acto contingente de su voluntad que así lo quiso. De la misma manera, el
monarca terrestre, escogido contingentemente por la voluntad divina, es aquella
persona situada fuera y arriba de la sociedad, cuya voluntad tiene fuerza de ley y
que, estando arriba de la ley, no puede ser juzgado por nadie.
En la tradición iusnaturalista el vínculo entre el derecho natural y la voluntad
libre se desenvolvía en dos direcciones. La primera es la del derecho natural objetivo,
según el cual la voluntad de Dios crea la Naturaleza como orden jurídico
originario, decretando una justicia originaria que autoriza ciertas acciones y prohíbe
otras (por ello el pecado original de Adán sería una trasgresión jurídica que
heriría al derecho natural), por lo que nacemos con el sentimiento natural de lo
justo y de lo injusto. Existe pues un orden jurídico natural que antecede al orden
positivo, es decir, al orden jurídico-político, cuya calidad o perfección es evalua-
112
da por su proximidad o distancia con respecto al orden natural. El “buen régimen”
y el “régimen político corrupto” son evaluaciones determinadas por el conocimiento
del buen orden natural jurídico. La segunda dirección es la del derecho natural
subjetivo, según el cual la razón y la voluntad distinguen al hombre de las
meras cosas y lo hacen ser una persona cuyo derecho natural es “el dictado de la
razón”, que le enseña cuáles son los actos conformes y cuáles son contrarios a su
naturaleza racional. Ahora, es la idea de una naturaleza humana universal la que
sirve de criterio para evaluar si el orden político está o no en conformidad con la
Naturaleza, esto es, conforme con la naturaleza racional de los hombres. La teoría
del derecho natural objetivo tiene su fundamento en la razón divina, mientras
que la teoría del derecho natural subjetivo se funda en la naturaleza racional del
hombre. En otras palabras, al voluntarismo de las teorías teocráticas del favor o
gracia divinos, que sostienen la teoría de la monarquía por derecho divino, se
contrapone el racionalismo jurídico iusnaturalista.
Si el fundamento último de las teorías absolutistas es la imagen de Dios como
voluntad trascendente que actúa de forma contingente y que, gracias a un favor
incomprensible, escoge al gobernante, en contrapartida el fundamento de la
teoría del derecho objetivo es la trascendencia de la Naturaleza que crea un orden
jurídico anterior al orden político. A su vez, el fundamento de la teoría del derecho
natural subjetivo es la trascendencia de la Razón, que define al hombre como
animal racional libre o como voluntad libre guiada por la razón, capaz de escoger
entre el bien y el mal. Esta elección es contingente porque un acto es voluntario
sólo si es una elección incondicionada o indeterminada, y únicamente la razón
puede y debe guiar una elección para que sea naturalmente buena o la mejor. Es
por un dictado de la razón que los hombres deciden pactar e instituir el Estado.
La filosofía spinoziana es la demolición del edificio filosófico político erguido
sobre el fundamento de la trascendencia de Dios, de la Naturaleza y de la Razón.
También se vuelve en contra del voluntarismo finalista que sostiene el imaginario
de la contingencia en las acciones divinas, naturales y humanas. La filosofía
de Spinoza demuestra que la imagen de Dios como intelecto y voluntad libre,
y la del hombre como animal racional y como libre arbitrio, actuando conforme
a fines, son imágenes nacidas del desconocimiento de las verdaderas causas
y acciones de todas las cosas. Estas nociones forman un sistema de creencias
y de prejuicios generado por el miedo y por la esperanza, sentimientos que dan
origen a la superstición, alimentándola con la religión, y conservándola con la
teología por un lado, y con el moralismo normativo de los filósofos por el otro.
113
Spinoza: poder y libert a d
La filosofía política moderna
2. La ontología de lo necesario y la identidad entre libertad
y necesidad
Como ya observamos, la tradición teológico-metafísica que fundamenta a la
tradición de la filosofía política se irguió sobre una imagen de Dios, fraguando a
la divinidad como persona trascendente (esto es, separada del mundo); dotada de
voluntad omnipotente y de entendimiento omnisciente; eterna (imaginando la
eternidad como tiempo sin comienzo y sin fin); creadora de todas las cosas a partir
de la nada (confundiendo a Dios con la acción de los artífices y artesanos); legisladora
y monarca del universo, que puede, a la manera de un príncipe que gobierna
a su placer, suspender las leyes naturales por actos extraordinarios de su
voluntad (los milagros) y castigar o recompensar al hombre (creado por Él a Su
imagen y semejanza, dotado de libre-arbitrio y destinatario preferencial de toda
la obra divina de la creación). Esta imagen hace de Dios un super-hombre que
crea y gobierna a todos los seres de acuerdo con los designios ocultos de Su voluntad,
misma que opera según fines inalcanzables para nuestro entendimiento.
Incomprensible, Dios se presenta con cualidades humanas superlativas: bueno,
justo, misericordioso, colérico, amoroso, vengativo. Ininteligible, se ofrece por
medio de imágenes de la Naturaleza, tomado como artefacto divino o criatura armoniosa,
bella, buena, destinada a suplir todas las necesidades y carencias humanas,
y regida por leyes que la organizan como orden jurídico natural.
Spinoza parte de un concepto muy preciso, el de sustancia, esto es, de un ser
que existe en sí y por sí mismo, que puede ser concebido en sí y por sí mismo y
sin el cual nada existe ni puede ser concebido. Toda sustancia es sustancia por ser
causa de sí misma (causa de su esencia, de su existencia y de la inteligibilidad de
ambas) y, al causarse a sí misma, causa la existencia y la esencia de todos los seres
del universo. Causa de sí, la sustancia existe y actúa por su propia naturaleza,
y por ello mismo es incondicionada. Ella es lo absoluto. O como demuestra Spinoza,
es el ser absolutamente infinito, pues lo infinito no es lo que es sin comienzo
y sin fin (mero infinito negativo), y sí lo que se causa a sí mismo y se produce
a sí mismo incondicionadamente (infinito positivo).
Causa de sí inteligible en sí y por sí misma, la esencia de la sustancia absoluta
está constituida por infinitos atributos infinitos en su género, esto es, por infinitas
cualidades infinitas, siendo por ello una esencia infinitamente compleja e
internamente diferenciada en infinitas cualidades infinitas. Existente en sí y por
sí, esencia absolutamente compleja, la sustancia absoluta es potencia absoluta de
auto-producción y de producción de todas las cosas. La existencia y la esencia de
la sustancia son idénticas a su potencia o fuerza infinita para existir en sí y por sí,
para ser internamente compleja y para hacer existir a todas las cosas. La identidad
de la existencia, de la esencia y de la potencia substanciales es lo que llamamos
eternidad: eterno, escribe Spinoza, es el ser en el que la esencia, la existencia
y la potencia son idénticas. La eternidad, por lo tanto, no es un tiempo sin co-
114
mienzo y sin fin (mera eternidad negativa), sino la identidad del ser y del actuar
(eternidad positiva que nada tiene que ver con el tiempo). Ahora bien, si una sustancia
es lo que existe por sí y en sí por la fuerza de su propia potencia, la cual es
idéntica a su esencia, y si ésta es la complejidad infinita de infinitas cualidades
infinitas, se hace evidente que sólo puede haber una única sustancia o, en caso
contrario, tendríamos que admitir un ser infinito limitado por otro ser infinito, lo
que es absurdo. Existe por lo tanto una única e igual sustancia absolutamente infinita
constituyendo el universo entero, y esa sustancia es eterna porque en ella
ser y actuar son una sola y la misma cosa. Esa sustancia es Dios.
Al causarse a sí mismo, haciendo existir su propia esencia, Dios hace existir
a todas las cosas singulares que Lo expresan porque son efectos de Su potencia
infinita. En otras palabras, la existencia de la sustancia absolutamente infinita es,
simultáneamente, la existencia de todo lo que su potencia genera y produce, pues,
como demuestra Spinoza, en el mismo acto por el cual Dios es causa de sí, es Él
también causa de todas las cosas. Se concluye por lo tanto que no hubo ni podría
haber creación del mundo. El mundo es eterno porque expresa la causalidad eterna
de Dios, aunque en él las cosas tengan duración, surgiendo y desapareciendo
sin cesar o, mejor dicho, pasando incesantemente de una forma a otra.
Dios, demuestra Spinoza, no es la causa eficiente transitiva de todas las cosas
o de todos sus modos, esto es, no es una causa que se separa de los efectos
después de haberlos producido, sino que es causa eficiente inmanente de sus modos,
no se separa de ellos, y sí se expresa en ellos y ellos Lo expresan. Existen así
dos maneras de ser y de existir: la de la sustancia y sus atributos (existencia en sí
y por sí) y la de los efectos inmanentes a la sustancia (existencia en otro y por
otro). A esta segunda manera de existir Spinoza da el nombre de modos de la sustancia.
Los modos o modificaciones son efectos inmanentes necesarios producidos
por la potencia de los atributos divinos. A la sustancia y sus atributos, en
cuanto actividad infinita que produce la totalidad de lo real, Spinoza da el nombre
de Naturaleza Naturante. A la totalidad de los modos producidos por los atributos
los designa con el nombre de Naturaleza Naturada. Gracias a la causalidad
inmanente, la totalidad constituida por la Naturaleza Naturante y por la Naturaleza
Naturada es la unidad eterna e infinita cuyo nombre es Dios. La inmanencia
está concentrada en la expresión célebre Dios sive Natura: Dios, o sea, la Naturaleza.
De la inmanencia se deriva que la potencia o el poder de Dios no es sino la
potencia o el poder de la Naturaleza entera. El orden natural no es un orden jurídico
decretado por Dios y, en cambio, sí la conexión necesaria de causas y efectos
producidos por la potencia inmanente de la sustancia. Así, lo que llamamos
“leyes de la Naturaleza” no son decretos divinos, sino expresiones determinadas
de la potencia absoluta de la sustancia. Nada nos impide, dice Spinoza en el TTP,
llamar a estas leyes naturales como leyes divinas naturales o como derecho de la
115
Spinoza: poder y libert a d
La filosofía política moderna
Naturaleza, siempre que comprendamos que las leyes naturales son leyes divinas
porque no son más que la expresión de la potencia de la sustancia. Si son ellas el
derecho de la Naturaleza, entonces es preciso concluir que derecho y potencia son
idénticos o, como escribe Spinoza, jus sive potentia: derecho, o sea, poder.
De los infinitos atributos infinitos de la sustancia absoluta conocemos dos: el
Pensamiento y la Extensión. La actividad de la potencia del atributo Pensamiento
produce un modo infinito, el Intelecto de Dios o la conexión necesaria y verdadera
de todas las ideas, y produce también modificaciones finitas o modos finitos,
las mentes o lo que vulgarmente se llama almas. La actividad de la potencia
del atributo Extensión produce un modo infinito, el Universo Material, esto
es, las leyes físicas de la Naturaleza como proporciones determinadas de movimiento
y de reposo, y produce también modificaciones finitas o modos finitos, los
cuerpos. Ideas y cuerpos, o mentes y cuerpos, son modos finitos inmanentes a la
sustancia absoluta, expresándola de manera determinada, según el orden y conexión
necesarias que rigen a todos los seres del universo. Todo lo que existe, por
lo tanto, posee una causa determinada y necesaria para existir y ser tal como es:
está en la esencia de los atributos causar necesariamente las esencias y potencias
de todos los modos; está en la esencia de los modos infinitos encadenar ordenadamente
las leyes causales universales que regulan la existencia y las operaciones
de los modos finitos. Y todos los modos finitos, porque expresan la potencia
universal de la sustancia, son también causas que producen efectos necesarios.
Ello significa que no hay nada de contingente en el universo.
Para todo lo que existe hay una causa necesaria, y todo lo que no posee una
causa determinada no existe. Todo lo que existe, existe por la esencia y potencia
necesarias de los atributos y modos de Dios, y por eso todo lo que existe es doblemente
determinado respecto a la existencia y a la esencia. Esto es, los modos
finitos son determinados a existir y a ser debido a la actividad necesaria de los
atributos divinos y debido al orden y conexión necesarios de las causas y de los
efectos en la Naturaleza Naturada. Nada es indeterminado en el universo, pues la
sustancia se autodetermina por su propia esencia y los demás seres son determinados
por la potencia de la sustancia modificada.
Entonces, ¿qué son lo posible y lo contingente? Llamamos posible, explica
Spinoza, a lo que vemos que ocurre, pero desconocemos las causas verdaderas y
necesarias de su producción. Lo posible es nuestra ignorancia con respecto a la
causa de algo. Llamamos contingente, explica el filósofo, a aquello cuya naturaleza
es tal que nos parece que podría tanto existir como no existir, pues desconocemos
la esencia de la cosa y no sabemos si debe o no existir. Lo contingente es
nuestra ignorancia con respecto a la esencia de algo. Lo posible y lo contingente
son, así, meramente subjetivos.
Se comprende entonces por qué en lugar de las distinciones tradicionales entre
“por naturaleza / por voluntad” y “por necesidad / por libertad”, la única dis-
116
tinción verdadera admitida por Spinoza es la que existe en el interior de la propia
necesidad: necesario por esencia y necesario por causa. Existe el ser necesario por
su propia naturaleza o por su esencia -Dios- y hay seres necesarios por la causa
-los seres singulares, efectos inmanentes de la potencia necesaria de Dios. Necesidad
y libertad no son ideas opuestas, sino concordantes y complementarias,
pues la libertad no es la indeterminación que precede a una elección contingente,
ni es la indeterminación de esa elección. La libertad es la manifestación espontánea
y necesaria de la fuerza o potencia interna de la esencia de la sustancia (en el
caso de Dios) y de la potencia interna de la esencia de los modos finitos (en el caso
de los humanos).
Decimos que un ser es libre cuando, por la necesidad interna de su esencia y
de su potencia, en él se identifican su manera de existir, de ser y de actuar. La libertad
no es pues elección voluntaria ni ausencia de causa (o una acción sin causa);
tampoco la necesidad es un mandamiento, ley o decreto externos que forzarían
a un ser a existir y actuar de manera contraria a su esencia. Esto significa que
una política conforme con la naturaleza humana sólo puede ser una política que
propicie el ejercicio de la libertad, y de esa manera poseemos desde ya un criterio
seguro para evaluar los regímenes políticos según realicen o impidan el ejercicio
de la libertad.
3. El ser humano como parte de la Naturaleza y el conatus
como derecho/poder
Todo lo que existe expresa en un modo cierto (esto es, así y no de otra manera)
y determinado (esto es, por esta conexión de causas y por ninguna otra) la
esencia de la sustancia. Dado que la esencia y la potencia de la sustancia son idénticas,
todo lo que existe expresa en un modo cierto y determinado la potencia de
la sustancia. Ahora bien, la potencia substancial es la fuerza para producirse a sí
misma y de forma simultánea producir necesariamente todas las cosas. Si éstas
son expresiones ciertas y determinadas de la potencia substancial, entonces también
son potencias o fuerzas que producen efectos necesarios. Así, las modificaciones
finitas del ser absolutamente infinito son potencias de actuar o de producir
efectos necesarios. A esta potencia de actuar, singular y finita, Spinoza da el
nombre de conatus, esfuerzo de auto-perseveración en la existencia. El ser humano
es un conatus y es por el conatus que él es parte de la Naturaleza o parte de la
potencia infinita de la sustancia.
Para comprender la naturaleza humana como conatus, necesitamos comprender
cómo Spinoza concibe a los seres humanos.
Unión de un cuerpo y una mente, los seres humanos no son substancias creadas
y sí modos finitos de la sustancia constituidos por modificaciones de la ex-
117
Spinoza: poder y libert a d
La filosofía política moderna
tensión y del pensamiento. Esto es, son efectos inmanentes de la actividad de los
atributos substanciales. En otras palabras, como demuestra Spinoza, el hombre es
una parte de la Naturaleza y expresa de manera cierta y determinada la esencia y
la potencia de los atributos substanciales. Por lo que toca a su expresión de manera
cierta, un ser humano es una singularidad que posee una forma singular y no
otra, ninguna otra. Respecto a su expresión de manera determinada, la forma singular
de un ser humano es producida por la acción causal necesaria de la Naturaleza
Naturante (los atributos substanciales) y por las operaciones necesarias de
los modos infinitos de los atributos, esto es, por las leyes de la Naturaleza Naturada
(el mundo).
¿Qué es el cuerpo humano? Es un modo finito del atributo extensión constituido
por una diversidad y pluralidad de corpúsculos duros, blandos y fluidos, relacionados
entre sí por la armonía y el equilibrio de sus proporciones de movimiento
y reposo. Es una singularidad, esto es, una unidad estructurada: no es un
agregado de partes ni una máquina de movimientos, sino un organismo o unidad
de conjunto, equilibrio de acciones internas interconectadas de órganos. En fin,
es un individuo, ya que, como explica Spinoza, cuando un conjunto de partes interconectadas
actúan en conjunto y simultáneamente como una causa única para
producir un determinado efecto, esta unidad de acción constituye una individualidad.
Sobre todo es un individuo dinámico, pues el equilibrio interno se obtiene
por mudanzas internas continuas y por relaciones externas continuas, formando
un sistema de acciones y reacciones centrípeto y centrífugo, de tal suerte que, por
esencia, el cuerpo es relacional: constituido por relaciones internas entre sus órganos,
por relaciones externas con otros cuerpos y por afecciones, esto es, por la
capacidad de afectar a otros cuerpos y de ser por ellos afectado sin destruirse, regenerándose
con ellos y regenerándolos. Un cuerpo es una unión de cuerpos (unio
corporum), y esta unión no es una reunión mecánica de partes. En cambio, sí es
la unidad dinámica de una acción común de sus constituyentes.
El cuerpo, estructura compleja de acciones y reacciones, presupone la intercorporeidad
como originaria bajo dos aspectos: por un lado, porque él es, en tanto
individuo singular, una unión de cuerpos; por el otro, porque su vida se realiza en
la coexistencia con otros cuerpos externos. De hecho, no sólo el cuerpo está expuesto
a la acción de todos los otros cuerpos exteriores que lo rodean y de los cuales
necesita para conservarse, regenerarse y transformarse, sino que él mismo es
necesario para la conservación, regeneración y transformación de otros cuerpos.
Un cuerpo humano es tanto más fuerte, más potente, más apto a la conservación,
a la regeneración y a la transformación, cuanto más ricas y complejas sean sus relaciones
con otros cuerpos, esto es, cuanto más amplio y complejo sea el sistema
de las afecciones corporales.
¿Qué es la mente humana? Un modo del atributo ‘pensamiento’, y por lo tanto
una fuerza pensante o un acto de pensar. Como modo del pensamiento, la men-
118
te es una idea, pues los modos finitos del atributo pensamiento son ideas. Pero
¿qué es una idea sino un acto de pensamiento? Pensar es percibir o imaginar, raciocinar,
desear y reflexionar. La mente humana es pues una actividad pensante
que se realiza como percepción o imaginación, razón, deseo y reflexión. ¿Qué es
el pensar, en esas varias formas? Es afirmar o negar algo, teniendo conciencia de
ello (en la percepción o imaginación y en la razón) y teniendo conciencia de esa
conciencia (en la reflexión). Esto significa que la mente, como idea o potencia
pensante, es una idea que tiene ideas (las ideas que tiene la mente son los ideados,
es decir, los contenidos pensados por ella). En otras palabras, porque es un
ser pensante, la mente está natural y esencialmente volcada hacia los objetos que
constituyen los contenidos o las significaciones de sus ideas. Es propio de su naturaleza
estar internamente vinculada a su objeto (lo ideado), porque ella no es sino
la actividad de pensarlo. Ahora bien, como demuestra Spinoza, el primer objeto
que constituye la actividad pensante de la mente humana es su cuerpo, y por
eso la mente es definida como idea del cuerpo. Y porque ella es el poder para la
reflexión, la mente, conciente de ser conciente de su cuerpo, es también idea de
la idea del cuerpo, o sea, es idea de sí misma o idea de la idea. Si el cuerpo humano
es unión de cuerpos, la mente humana es conexión de ideas (conexio idea -
rum). En otras palabras, la unión corporal y la conexión mental son las actividades
que aseguran la singularidad individual.
Por primera vez en la historia de la filosofía, la mente humana deja de ser
concebida como una sustancia anímica independiente, como alma meramente
alojada en el cuerpo para guiarlo, dirigirlo y dominarlo. Modo finito del pensamiento,
actividad pensante definida como conocimiento de su cuerpo y de los
cuerpos exteriores por medio de su propio cuerpo (pues ella los conoce por la manera
como afectan su cuerpo y por la manera como éste los afecta), y como conocimiento
de sí misma, la mente humana no está alojada en una porción bruta
de materia, sino que está unida a su objeto, a su cuerpo viviente. Esto significa
que cuanto más rica y compleja sea la experiencia corporal (o el sistema de afecciones
corporales), tanto más rica y compleja será la experiencia mental, o sea,
tanto más la mente será capaz de percibir y comprender una pluralidad de cosas,
pues, como demuestra Spinoza, nada ocurre en el cuerpo sin que la mente no se
forme una imagen o una idea (aun si éstas son confusas, parciales y mutiladas).
Y cuanto más rica la experiencia mental, más rica y compleja la reflexión, esto
es, el conocimiento que la mente tendrá de sí misma. Evidentemente, el cuerpo
no causa pensamientos en la mente, ni la mente causa las acciones corporales: ella
percibe e interpreta lo que pasa en su cuerpo y en sí misma. Así, las afecciones
corporales son los afectos de la mente, sus sentimientos y sus ideas. Unidos, cuerpo
y mente constituyen un ser humano como singularidad o individualidad compleja
en relación continua con todos los otros. La intersubjetividad es, por lo tanto,
originaria.
119
Spinoza: poder y libert a d
La filosofía política moderna
Los individuos singulares son conatus, o sea, una fuerza interna que unifica
todas sus operaciones y acciones para permanecer en la existencia; permanencia
que no significa apenas permanecer en su propio estado, como la piedra, por
ejemplo, sino regenerarse continuamente, transformarse y realizarse, como los
vegetales y los animales. El conatus, demuestra Spinoza en la Parte III de la Éti -
ca, es la esencia actuante del cuerpo y de la mente.
¿Qué significa definirlo como esencia actuante? Significa en primer lugar decir
que un ser humano no es la realización particular de una esencia universal o
de una “naturaleza humana”, sino una singularidad individual por su propia esencia.
En segundo lugar, que el conatus no es una inclinación o una tendencia virtual
o potencial, sino una fuerza que está siempre en acción. En tercer lugar, significa
que, en consecuencia, la esencia de un ser singular es su actividad, las operaciones
y acciones que realiza para mantenerse en la existencia, y que esas operaciones
y acciones son lógicamente anteriores a su distinción en irracionales o
racionales, ciertas o equivocadas, buenas o malas. En cuarto lugar y sobre todo,
la afirmación de que el conatus es la esencia actual de un ser singular nos lleva a
comprender que las apetencias (en el cuerpo) y las voliciones (en la mente) que
constituyen los deseos humanos no son inclinaciones o tendencias virtuales que
se actualizarían cuando encontrasen una finalidad de realización, sino que son los
aspectos actuantes del conatus, y por ello mismo causas eficientes determinadas
por otras causas eficientes y no por fines. Del conatus se deriva, por lo tanto, la
definición spinoziana de la esencia del hombre:
“El deseo (cupiditas) es la esencia misma del hombre en cuanto es concebida
como determinada a hacer algo en virtud de una afección cualquiera que
se da en ella” (Ethica, III, Def. I Definiciones de los Afectos).
Si el deseo es la esencia de un hombre singular en tanto que determinado a
hacer algo, ello significa no sólo que esta esencia es una causa que produce efectos,
sino también que estar determinado a hacer alguna cosa no es señal de ausencia
de libertad, a menos que ésta última sea imaginada como un poder para hacer
o no hacer alguna cosa por ser un poder indeterminado. Como explica Spinoza:
“(...) la libertad es una virtud o perfección; y, por tanto, cuanto supone impotencia
en el hombre, no puede ser atribuido a la libertad. De ahí que no cabe
decir que el hombre es libre, porque puede no existir o porque puede no usar
la razón, sino tan sólo en cuanto tiene potestad de existir y de obrar según las
leyes de la naturaleza humana. Cuanto más libre consideramos, pues, al hombre,
menos podemos afirmar que puede no usar de la razón y elegir lo malo
en vez de lo bueno (...) Por eso mismo llamo libre, sin restricción alguna, al
hombre en cuanto se guía por la razón; porque, en cuanto así lo hace, es determinado
a obrar por causas que pueden ser adecuadamente comprendidas
por su sola naturaleza (...) Pues la libertad (...) no suprime, sino que presupone
la necesidad de actuar” (T P, II, §§ 7 y 11).
120
Para la exposición de las ideas políticas de Spinoza conviene retener los siguientes
aspectos de la teoría del conatus:
1) un individuo singular es una estructura compleja y dinámica de operaciones
y acciones que lo conservan, regeneran y transforman, asegurando su
permanencia en la existencia y no la realización particular de una esencia
universal;
2) la complejidad individual corpórea conduce a dos consecuencias fundamentales:
en primer lugar, siendo el individuo composición de individuos, se
desprende que la Naturaleza puede ser definida como un individuo extremamente
complejo, compuesto de infinitos modos finitos de la extensión y del
pensamiento, constituido por infinitas causalidades individuales y conservándose
por la conservación de la proporcionalidad de sus constituyentes; en segundo
lugar y con consecuencias decisivas para la política, así como el individuo
es unio corporum y conexio idearum, y así como la Naturaleza es un
inmenso individuo complejo, las uniones corporum y las conexiones idearum
pueden, por la acción común, constituir un individuo complejo nuevo: la
multitudo que, tanto en el TTP como en el TP, constituye el sujeto político,
sin que sea necesario recurrir al concepto de contrato;
3) si el c o n a t u s define una esencia singular actuante, esto significa que los aspectos
universales de alguna cosa no pueden constituir su esencia, sino ser apenas
propiedades que ella comparte con otras. Estas propiedades universales y
comunes son lo que Spinoza designa con el concepto de noción común, definida
como aquello que es común a las partes y al todo, y que se encuentra en todas
ellas. Sistema de relaciones necesarias de concordancia interna y necesaria
entre las partes de un todo, la noción común expresa las relaciones intrínsecas
de concordancia o conveniencia entre aquellos individuos que, por poseer determinaciones
comunes, forman parte del mismo todo. Así, ser parte de la Naturaleza
significa por un lado ser una esencia actuante singular que es una potencia
de existir y actuar, y por el otro poseer cualidad, propiedades o aspectos
comunes con otras esencias que participan del mismo todo. Por lo tanto, si la
teoría del c o n a t u s como individualidad compleja nos permite comprender la
génesis de la multitudo como cuerpo político, la teoría de la noción común nos
permite comprender el por qué de la multitudo como sujeto político;
4) el conatus es la potencia interna que define la singularidad individual, y la
potencia es una fuerza que puede aumentar o disminuir dependiendo de la
manera en que cada singularidad se relaciona con otras al efectuar su trabajo
de auto-conservación. La intensidad de la fuerza del conatus disminuirá si la
singularidad es afectada por otras singularidades de manera tal que se hiciera
enteramente dependiente de ellas, y aumentará si la singularidad no pierde
independencia y autonomía al ser afectada por las otras y al afectarlas;
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Spinoza: poder y libert a d
La filosofía política moderna
5) la disminución y el aumento de la fuerza del conatus indican que el deseo
(cupiditas) puede realizarse adecuada o inadecuadamente. La realización es
inadecuada cuando el conatus individual es apenas una causa parcial de las
operaciones del cuerpo y de la mente, porque es determinado por la potencia
de causas externas que lo compelen en esta o aquella dirección, dominándolo
y disminuyendo su fuerza. La realización es adecuada cuando el conatus
aumenta su fuerza por ser la causa total y completa de las acciones que realiza,
relacionándose con las fuerzas exteriores sin que sea impelido, dirigido
o dominado por ellas;
6) el nombre de la inadecuación es pasión (la pasividad frente al poderío de
las fuerzas externas); el nombre de la adecuación es acción (la actividad autónoma
que coexiste con las fuerzas externas sin someterse a ellas). Spinoza
es enfático al demostrar que tanto en la inadecuación-pasión como en la adecuación-
acción el conatus está siempre operando, de tal suerte que los humanos
singulares se esfuerzan siempre para conservarse, ya sea pasiva o activamente.
La causa de la inadecuación-pasión es la imaginación, esto es, el conocimiento
de las cosas por intermedio de imágenes confusas, parciales y
mutiladas que, manteniéndonos en la ignorancia de las causas verdaderas de
las cosas y de sus acciones, nos llevan a inventar explicaciones, cadenas causales
e interpretaciones que no corresponden a la realidad. La causa de la adecuación
es el conocimiento racional y reflexivo, que nos lleva a conocer la
génesis necesaria de las cosas, su orden y sus conexiones necesarias, sus
esencias y su sentido verdadero. En la pasión, porque el deseo está determinado
por las causas externas, los hombres son contrarios los unos a los otros,
cada cual imaginando no sólo que su vida depende de la posesión de las cosas
exteriores, sino sobre todo que tal posesión debe ser exclusiva, aunque
para ello sea necesario destruir a otros hombres que disputan la posesión de
un bien. En la acción, porque el deseo es internamente autodeterminado y no
depende de la posesión de cosas exteriores, los hombres conocen las nociones
comunes, esto es, reconocen lo que poseen en común con otros, descubren
en qué pueden estar de acuerdo y en qué pueden ser útiles los unos a los
otros, y comprenden cómo pueden convivir en paz, seguridad y libertad.
Spinoza es un racionalista. La realidad es enteramente inteligible y puede ser
plena y totalmente conocida por la razón humana-, pero no es un intelectualista,
pues no admite que baste tener una idea verdadera de algo para que eso nos lleve
de la inadecuación-pasión a la adecuación-acción, o sea, para que se transforme
la cualidad de nuestro deseo (él escribe en la Parte IV de la Ética: no deseamos
una cosa porque sea buena, ni le tenemos aversión porque es mala; es buena,
sí, porque la deseamos, y es mala porque le tenemos aversión). Además, tampoco
admite que pasemos de la pasión a la acción por un dominio de la mente sobre
el cuerpo, ya que o somos pasivos de cuerpo y mente o somos activos de cuerpo
y mente; a un cuerpo pasivo corresponde una mente pasiva y a un cuerpo ac-
122
tivo una mente activa. Tampoco pasamos de la inadecuación-pasión a la adecuación-
acción por un dominio que la razón pueda tener sobre el deseo, pues, como
demuestra en la Ética, una pasión solamente es vencida por otra pasión más fuerte
y contraria, y no por una idea verdadera.
El paso de la inadecuación-pasión a la adecuación-acción depende del juego
afectivo y de la fuerza del deseo. Imágenes e ideas son interpretaciones de nuestra
vida corporal y mental, y del mundo que nos rodea. Lo que pasa en nuestro
cuerpo -las afecciones- es sentido por nosotros bajo la forma de afectos (alegría,
tristeza, amor, odio, miedo, esperanza, cólera, indignación, celos, gloria), y por
eso no existe ni imagen ni idea que no posea contenido afectivo y no sea una forma
de deseo. Son tales afectos, o la dimensión afectivo-deseante de las imágenes
y de las ideas, los que aumentan o disminuyen la intensidad del conatus. Esto significa
que solamente el cambio en la cualidad del afecto puede llevarnos al conocimiento
verdadero y no lo inverso, y es por ello que un afecto sólo es vencido
por otro más fuerte y contrario, y no por una idea verdadera. Una imagen-afecto
o una idea-afecto son pasión cuando su causa es una fuerza externa, y son acción
cuando su causa somos nosotros mismos, o mejor dicho, cuando somos capaces
de reconocer que no hay causa externa para el deseo, sino tan sólo interna. Los
afectos o deseos no poseen todos la misma fuerza o intensidad: algunos son débiles
o debilitadores del conatus, mientras que otros son fuertes o fortalecedores
del conatus. Son débiles todos los afectos nacidos de la tristeza, pues ésta es definida
por Spinoza como el sentimiento de que nuestra potencia de existir y de actuar
disminuye como consecuencia de una causa externa; son fuertes los afectos
nacidos de la alegría, esto es, del sentimiento de que nuestra potencia de existir y
de actuar aumenta como consecuencia de una causa interna. Así, el primer movimiento
de fortalecimiento del conatus ocurre cuando se pasa de las pasiones tristes
a las pasiones alegres, y es en el interior de las pasiones alegres que, fortalecido,
se puede pasar a la acción, esto es, al sentimiento de que el aumento de la
potencia de existir y actuar depende apenas de sí mismo como causa interna.
Cuando el conocimiento racional y reflexivo son sentidos como una alegría mayor
que cualquier otra, esa alegría es el primer instante del pasaje a lo verdadero
y a la acción. La ética y la política transcurren en este espacio afectivo del cona -
tus-cupiditas, del cual dependen por un lado la pasión y el imaginario, y por el
otro la acción y el conocimiento verdadero.
Conatus es lo que la filosofía política spinoziana designa con el concepto de
derecho natural:
“Así pues, por derecho natural entiendo las mismas leyes o reglas de la naturaleza
conforme a las cuales se hacen todas las cosas, es decir, el mismo poder
de la naturaleza. De ahí que el derecho natural de toda la naturaleza y, por
lo mismo, de cada individuo se extiende hasta donde llega su poder. Por consiguiente,
todo cuanto hace cada hombre en virtud de las leyes de su natura-
123
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La filosofía política moderna
leza, lo hace con el máximo derecho de la naturaleza y posee tanto derecho
sobre la naturaleza como goza de poder” (TP, II, § 4).
Dios sive natura e jus sive potentia son los fundamentos del pensamiento político
Spinoziano.
4. La experiencia política
Desde el punto de vista político, la teoría spinoziana del conatus apunta dos
problemas a ser resueltos, y al mismo tiempo orienta su solución y también sustenta
la formulación de las principales ideas políticas de Spinoza.
El primer problema es el siguiente: si el conatus es el deseo de auto-conservación,
si el derecho natural es la potencia individual como parte de la potencia
de la Naturaleza entera, si esta potencia es una libertad natural que se extiende
hasta donde tiene fuerzas para extenderse sin que nada le prohíba o cohíba la acción,
¿cómo explicar que los hombres puedan vivir en servidumbre? Más importante
aún: si el conatus es deseo, ¿cómo explicar que los hombres deseen la servidumbre
y la confundan con la libertad? Así, el primer problema que el pensamiento
político debe resolver se refiere a la génesis del sometimiento y de la dominación.
El segundo problema es exactamente inverso al primero. De hecho, el cona -
tus de la mente humana es el deseo de conocer, y su fuerza aumenta cuando pasa
del conocimiento imaginativo -o de un sistema de creencias y prejuicios sin
fundamento en la realidad- al conocimiento racional de las leyes de la Naturaleza
y al conocimiento reflexivo de sí misma y de su cuerpo como partes de la Naturaleza.
Spinoza demuestra que uno de los efectos más importantes de la pasión
es motivar que los hombres se hagan contrarios los unos a los otros, porque los
objetos del deseo son imaginados como posesión o propiedad de uno de ellos y
cada uno imagina que se fortalecería si pudiera debilitar a los otros y privarlos de
lo que desean. El estado de Naturaleza es esa guerra ilimitada de todos contra todos,
pues es natural y necesario que cada uno, buscando fortalecer su propio co -
natus, desee el aumento de su propia fuerza y de su propio poder, y juzgue que
para tal fin necesita disminuir el poder de los demás. Si esto es así en la pasión o
en la imaginación, Spinoza demuestra que, bajo la conducta de la razón y en la
acción, los hombres no se combaten los unos a los otros, pues conociendo las nociones
comunes (o las propiedades comunes a las partes de un mismo todo) saben
que es mediante la concordancia y por medio de la paz que cada uno y todos
aumentarán la fuerza de sus conatus y su propia libertad. En otras palabras, la razón
enseña que es necesario fortalecer lo que los hombres poseen en común o lo
que comparten naturalmente sin disputa, pues en ello reside el aumento de la vida
y de la libertad de cada uno. Así, dice Spinoza, si todos los hombres fuesen
124
conducidos por la razón, no necesitarían de la política para vivir en paz y en libertad.
De tal forma, el conatus parece generar dos efectos opuestos: la servidumbre
como precio de la vida en común, o el aislamiento de los hombres racionales como
precio de la libertad. En el primer caso, la política es un fardo amenazador;
en el segundo, inútil. Sin embargo, este planteamiento es falaz. En ningún momento
Spinoza afirma que la política está instituida por la razón, lo que tornaría
inexplicable a la servidumbre. Por el contrario, considera la dominación tan natural
como la libertad, planteando como un axioma que “en la Naturaleza no se
da ninguna cosa singular sin que se dé otra más potente y más fuerte. Dada una
cosa cualquiera, se da otra más potente por la que aquella puede ser destruida”
(E. IV, ax. 1). Con todo, no por ello afirma que la vida política está instituida contra
la razón, lo que la haría inútil e inclusive peligrosa para los hombres racionales.
Por el contrario, no sólo afirma en la Ética y en el TP que el hombre racional
desea la compañía de otros hombres, sino que además declara que sólo en la vida
política el hombre vive una vida propiamente humana. Lo que los problemas
apuntados indican, también afirmado en la apertura del TP, es que no se trata de
encontrar la génesis de la política en la razón y sí en el conatus-cupiditas, sea él
racional o pasional.
“(...) todos los hombres, sean bárbaros o cultos, se unen en todas partes por
costumbres y forman algún estado político, las causas y los fundamentos naturales
del estado no habrá que extraerlos de las enseñanzas de la razón, sino
que deben ser deducidos de la naturaleza o condición común de los hombres”
(TP, I, § 7).
De la naturaleza común de los hombres, esto es, de su condición, deben ser
deducidos los fundamentos naturales del poder (fundamenta naturalia imperii).
Por naturaleza, dicen la Ethica, el TTP y el TP, los hombres no son contrarios a
las luchas, al odio, a la cólera, a la envidia, a la ambición o a la venganza. Nada
de lo que les aconseja la cupiditas es contrario a su naturaleza y, por naturaleza,
“todos los hombres desean gobernar y ninguno desea ser gobernado”. La cuestión
puede ser planteada así: la experiencia muestra que todos los hombres, “sean bárbaros
o cultivados”, establecen costumbre y se dan un estatuto civil, pero no lo
hacen porque la razón así lo determina, sino porque la cupiditas así lo desea. Resta
saber si la razón puede encontrar las causas y los fundamentos de lo que le
muestra la experiencia. ¿Puede la razón determinar cómo y por qué los hombres
son capaces de vida social y política?
La respuesta presupone en primer lugar el abandono del racionalismo jurídico
que caracterizaba a las teorías del derecho natural, y en segundo lugar del efecto
de estas teorías, esto es, de la distancia entre teoría y práctica. De hecho, el racionalismo
jurídico partía de la idea de una naturaleza humana racional, capaz de
dominar apetencias y deseos. Al respecto Spinoza escribe en la apertura del TP:
125
Spinoza: poder y libert a d
La filosofía política moderna
“Los filósofos conciben los afectos, cuyos conflictos soportamos, como vicios
en los que caen los hombres por su culpa. Por eso suelen reírse o quejarse
de ellos, criticarlos o (quienes quieren aparecer más santos) detestarlos. Y
así, creen hacer una obra divina y alcanzar la cumbre de la sabiduría, cuando
han aprendido a alabar, de diversas formas, una naturaleza humana que no
existe en parte alguna y a vituperar con sus dichos la que realmente existe.
En efecto, conciben a los hombres no como son, sino como ellos quisieran
que fueran” (TP, I, §1).
Esta imagen de una naturaleza humana inexistente que sería el fundamento
de la política produce un efecto inmediato:
“De ahí que, las más de las veces, hayan escrito una sátira, en vez de una ética
y que no hayan ideado jamás una política que pueda llevarse a la práctica, sino
otra, que o debería ser considerada como una quimera o sólo podría ser instaurada
en el país de Utopía (...) En consecuencia (...) entre todas las ciencias
que se destinan al uso, la teoría política es la más alejada de su práctica (...) nadie
es menos idóneo para gobernar el estado que los filósofos” (TP, I, § 1).
La subversión spinoziana no se interrumpe ahí. Si no es en la razón donde debemos
buscar el origen de la política, no es en la moral que habremos de encontrar
la causa de la estabilidad y seguridad de un régimen político:
“(...) un Estado cuya salvación depende de la buena fe de alguien y cuyos
negocios sólo son bien administrados, si quienes los dirigen quieren hacerlo
con honradez, no será en absoluto estable (...) Pues para la seguridad del
Estado no importa qué impulsa a los hombres a administrar bien las cosas,
con tal de que sean bien administradas. En efecto, la libertad de espíritu o
fortaleza es una virtud privada, mientras que la virtud del Estado es la seguridad”
(T P, I,§ 6).
En un tono que recuerda a Maquiavelo, Spinoza afirma que la paz, la estabilidad
y la libertad políticas no dependen de las virtudes morales de los gobernantes
y sí de la cualidad de las instituciones públicas, que los obligan a actuar en favor
de la Ciudad y no en contra de ella, independientemente del hecho de que
sean hombres dominados por la pasión o guiados por la razón. Si la génesis de la
vida política no se encuentra en la voluntad de Dios, ni en la razón y virtud de los
hombres, y si el derecho natural es una potencia de existir y actuar que desconoce
el bien y el mal, lo justo e injusto, entonces, ¿dónde localizar la causa de lo político?
Esta causa es el propio derecho natural.
De hecho, el conatus desconoce valores y, en el estado de Naturaleza, nada
prohíbe que los hombres sean contrarios los unos de los otros, envidiosos, coléricos,
vengativos o asesinos. Sin embargo, el conatus está sometido a una ley natural
y está siempre determinado por ella: la de lo útil. Aunque la imaginación de
los hombres pasionales desconozca la verdadera utilidad (conocida por los hom-
126
bres racionales), el principio de la utilidad determina sus acciones, una vez que
lo útil no es sino lo que es sentido como auxilio para la auto-conservación. En el
estado de Naturaleza, lo útil genera en los hombres dos clases de reconocimientos:
en primer lugar, que la guerra de todos contra todos no fortalece a nadie y debilita
a todos, pues viviendo bajo el miedo recíproco nadie es señor de sí, ni libre;
en segundo lugar, reconocen que para sobrevivir cada uno necesita de muchas cosas
que solo no puede conseguir, pero que las obtendría en cooperación con otros.
Así, lo útil enseña al conatus que es bueno librarse del miedo, adquirir seguridad
y cooperar “de modo que puedan gozar de la mejor manera el propio derecho natural
de actuar y vivir, sin daño para sí y para los otros”. (TTP, XVI) O como dice
sin moralismo Spinoza, los hombres pasan del estado de Naturaleza al Estado
civil cuando descubren que les es más ventajoso cambiar muchos miedos por un
único temor, aquel inspirado por la ley.
Si la vida política nace para que los hombres puedan gozar mejor su derecho
natural, esto significa no sólo que el derecho natural es la causa de la política, sino
que también es una causa eficiente inmanente al derecho civil y que éste no
puede suprimirlo sin suprimirse. Ahora bien, una de las marcas más indelebles del
derecho natural es que por él todos los hombres desean gobernar y ninguno desea
ser gobernado. Si el derecho civil nace para dar eficacia al derecho natural,
entonces, la vida política en la cual el derecho civil realiza mejor el derecho natural
es aquella en la que el deseo de gobernar y no ser gobernado puede concretarse.
La forma política de esa realización es la democracia, y por eso, alejándose
de la tradición de la filosofía política que siempre juzgó a la monarquía como
la primera forma política, Spinoza afirma que la “democracia es el más natural de
los regímenes políticos” o el absolutum imperium, el poder absoluto.
El derecho natural es pues la causa eficiente inmanente del derecho civil, y
éste es el derecho natural colectivo o el derecho natural de la multitudo, esto es,
de la masa como agente político: el derecho de la Ciudad es definido por la potencia
de la masa (potentia multitudinis), que es conducida de algún modo por el
mismo pensamiento, y esa unión de las mentes no puede ser concebida si la Ciudad
no tiene por objeto realizar aquello que se espera útil según lo que la razón
enseña a todos los hombres (TP, III, § 2).
Aparentemente, la instauración de la Ciudad es una convención. Tanto es así,
que en cada Ciudad los mismos actos serán juzgados de manera diversa según la
ley. En otras palabras, el derecho civil y los deberes civiles parecen ser producto
de una convención arbitraria o de una norma convencional, convenida entre los
hombres a partir de ciertos criterios de utilidad común. A primera vista, los textos
spinozianos permiten esta lectura. No obstante sabemos que Spinoza declara
distinguirse de Hobbes porque al contrario de éste conserva el derecho natural al
interior del derecho civil, lo que significa tanto que el derecho civil prolonga el
derecho natural, como que la vida política es la vida natural en otra dimensión.
127
Spinoza: poder y libert a d
La filosofía política moderna
Lo que está en juego aquí es la discusión milenaria acerca de la fundación política
a partir de su determinación por la Naturaleza o de su producción por una convención
- physis o nomos. La determinación de lo justo y de lo injusto, del crimen
y del bien común, sólo ocurre después de la instauración de la ley, y por lo
tanto tales valores no pueden en este nivel ser naturales. Sin embargo, sería tomar
la causa por el efecto si dijésemos que el convencionalismo derivado de la ley define
el ser mismo de la ley. Ésta instituye lo político fundándose en la naturaleza
humana, definida como una parte de la Naturaleza y como potencia natural o deseo.
La cuestión de la génesis de lo social y de lo político no es la de la distribución
de ciertos bienes para regular la igualdad o la desigualdad naturales, pues este
momento regulador del reparto de bienes es posterior al advenimiento de la ley,
y más aún, es determinado por ella de tal manera que, por ejemplo, la forma monárquica
exige, como condición de su conservación, la propiedad nacional del
suelo y de los productos del comercio, mientras que la forma aristocrática deberá
proteger la propiedad privada de los bienes. La cuestión fundadora concierne
a la participación en el poder y a la distribución de la potencia colectiva en el interior
de la sociedad creada por ella. La potencia individual es natural, y la ley
viene a darle un nuevo sentido al hacerla ya no simple parte de la Naturaleza, sino
parte de una comunidad política. La ley determina el reparto de los bienes porque
determina primero la forma de la participación en el poder.
“Si la sociedad concede a alguien el derecho y, por tanto, la potestad de vivir
según su propio sentir, cede ipso facto algo de sus derechos y lo transfiere a
quien dio tal potestad. Pero, si concedió a dos o más tal potestad de vivir cada
uno según su propio sentir, dividió automáticamente el Estado. Y si, finalmente,
concedió esa misma potestad a cada uno de los ciudadanos, se destruyó
a sí misma y ya no subsiste sociedad alguna, sino que todo retorna al estado
natural. Todo ello resulta clarísimo por cuanto precede.
Por consiguiente, no hay razón alguna que nos permita siquiera pensar que,
en virtud de la constitución política, esté permitido a cada ciudadano vivir según
su propio sentir; por tanto, este derecho natural, según el cual cada uno
es su propio juez, cesa necesariamente en el estado político. Digo expresamente
en virtud de la constitución política, porque el derecho natural de cada
uno (si lo pensamos bien) no cesa en el estado político. Efectivamente,
tanto en el estado natural como en el político, el hombre actúa según las leyes
de su naturaleza y vela por su utilidad. El hombre, insisto, en ambos estados
es guiado por la esperanza o el miedo a la hora de hacer u omitir esto
o aquello. Pero la diferencia principal entre uno y otro consiste en que en el
estado político todos temen las mismas cosas y todos cuentan con una y la
misma garantía de seguridad y una misma razón de vivir (ratio vivendi). Lo
cual, por cierto, no suprime la facultad que cada uno tiene de juzgar; pues
128
quien decidió obedecer a todas las normas de la sociedad, ya sea porque teme
su poder o porque ama la tranquilidad, vela sin duda, según su propio entender,
por su seguridad y su utilidad” (TP, III, § 3).
Este largo texto determina la equivalencia entre el derecho y el poder de la
soberanía, cada uno extendiéndose hasta donde se extiende el otro. Además, si la
potencia soberana y el derecho de la soberanía son definidos por la potencia colectiva,
ésta no se confunde no obstante con la suma de las potencias individuales
tomadas aisladamente, pues la potencia no es tomada aritméticamente sino
geométricamente. En otras palabras, la proporcionalidad define la forma del régimen
político porque define la forma del ejercicio del poder a partir de la manera
en la que la soberanía es instituida y de las relaciones que a partir de ella se establecen
entre los miembros del cuerpo político. En suma, la potencia de la soberanía
es medida por su inconmensurabilidad frente a la simple suma de los poderes
individuales. Hay una relación inversamente proporcional entre la potencia civil
y la individual: la ciudad es tanto más poderosa cuanto mayor sea su potencia,
comparada con la de los individuos aislados, y será tanto menos poderosa cuanto
menor sea su potencia, comparada con la de sus ciudadanos, sin existir mayor
peligro para la Ciudad que la pretensión de algunos particulares, en tanto que particulares,
de auto-enarbolarse como defensores de la ley.
La instauración de la Ciudad es una fundación de inédita potencia, y Spinoza
ya anticipaba la deducción de sus formas políticas: la transferencia de la soberanía
a uno solo identifica la Ciudad con un único hombre en quien la Ciudad
queda concentrada. Todos los otros ciudadanos son así reducidos a la impotencia.
Se trata de la monarquía, donde la proporcionalidad se encuentra próxima a cero.
La transferencia de la soberanía a algunos divide a la Ciudad, pues la soberanía
acaba reposando en una parte del cuerpo social y despoja a la otra de todo el poder.
Estamos hablando de la aristocracia. La soberanía se transfiere para cada uno
de los individuos. Ya no hay Ciudad, sino regreso al estado de naturaleza -estado
de guerra, la autodestrucción de la vida política. En las entrelíneas de este discurso
podemos leer la peculiaridad de la democracia y de su proporcionalidad. En
ella la soberanía no es transferida a nadie ni se encarna en algunos, sino que está
distribuida en el interior del cuerpo social y político, participando todos en ella
sin que sea repartida o fragmentada entre sus miembros. Así, más que por la diferencia
frente a la monarquía y a la aristocracia, es por oposición al proceso de
autodestrucción de la Ciudad que mejor se revela la democracia, pues en ella la
soberanía no se encuentra dividida, sino que simplemente hay partícipes. En la
democracia se mantiene integralmente el principio fundador de la política, a saber,
que la potencia soberana es tanto mayor cuanto menor la potencia individual
de sus miembros, y sobre todo según la afirmación del TTP, que la vida política
transcurre en un espacio en donde los conciudadanos decidieron actuar de común
acuerdo o actuar en común, pero en donde no abdicaron a su derecho natural de
pensar y juzgar individualmente.
129
Spinoza: poder y libert a d
La filosofía política moderna
No obstante, si la ley está fundada en la Naturaleza y si es la potencia natural
la que determina la proporcionalidad de la ley, Spinoza opera una inversión en
la deducción y la ley viene a emerger como fundamento del propio derecho natural.
Por esta razón, el texto anteriormente citado garantizaba simultáneamente que
el derecho natural desaparecía con el derecho civil, y que éste no suprimía aquél.
Para comprender esta inversión del discurso necesitamos percibir que una nueva
cuestión entra en escena. Gracias a ella entenderemos no sólo la cuestión de la
proporcionalidad, sino también lo que hace que una experiencia sea política. Lo
que ahora entra en escena es el fenómeno de la opresión.
“Ahora bien, en el estado natural, cada individuo es autónomo mientras puede
evitar ser oprimido por otro, y es inútil que uno solo pretenda evitarlos a
todos. De donde se sigue que, en la medida en que el derecho humano natural
de cada individuo se determina por su poder y es el de uno solo, no es derecho
alguno; consiste en una opinión, más que en una realidad, puesto que
su garantía de éxito es nula (...) el derecho natural, que es propio del género
humano, apenas si puede ser concebido, sino allí donde los hombres poseen
derechos comunes, de suerte que no sólo pueden reclamar tierras, que puedan
habitar y cultivar, sino también fortificarse y repeler toda fuerza, de forma
que puedan vivir según el común sentir de todos. Pues, cuantos más sean
los que así se unen, más derechos tienen todos juntos (...) Allí donde los hombres
poseen derechos comunes y todos son guiados como por una sola mente,
es cierto que cada uno de ellos posee tanto menos derecho cuanto los demás
juntos son más poderosos que él; es decir que ese tal no posee realmente
sobre la naturaleza ningún derecho fuera del que le otorga el derecho común;
y que, por otra parte, cuanto se le ordena por unánime acuerdo, tiene
que cumplirlo o puede ser forzado a ello” (TP,II, §§ 15 y 16).
El derecho natural, una vez definido de forma negativa -no ser señor de sí-,
es algo que no existe o que sólo tiene existencia como opinión, ya que, para Spinoza
todo lo que es definido sólo de forma negativa no tiene existencia concreta.
Si el estado de Naturaleza define a los hombres por lo que no son - no son señores
de sí-, entonces los define abstractamente y no concretamente. Así se comprende
la afirmación del Tratado Político de que sólo en la Ciudad los hombres
viven una vida concreta o propiamente humana. Un derecho o potencia sólo existe
realmente cuando puede ser conservado y ejercido, pues Spinoza no define la
potencia como virtualidad, sino como un poder actual. Ahora bien, en el estado
de naturaleza no hay derecho de naturaleza efectivo. Esta distinción entre el estado
de naturaleza y el derecho de naturaleza es fundamental. El estado de naturaleza
es real: el hombre es una parte de la Naturaleza causada por otras e interactuando
con ellas. Sin embargo, esta “parte de la Naturaleza” es algo abstracto,
pues no nos dice lo que es una parte humana de la Naturaleza. Como parte de la
Naturaleza, el hombre es un conatus como otro cualquiera, pero su potencia es
inexistente porque en ese nivel no encuentra medios para conservarla. Como de-
130
muestra la Ética, el hombre es una parte de la Naturaleza cuya fuerza es infinitamente
menor que la de todas las otras que lo rodean, actuando sobre él. Por otro
lado, el TP retoma la demostración hecha en la Ética de que, en tanto que seres
pasionales, los hombres se dividen y nada tienen en común sino el deseo de dominar
a los demás, para que vivan según las pasiones de sus dominadores. Ese estado
de guerra es pues un estado universal definido por el deseo de que el otro sea
un alter ego y por la necesidad consecuente del ejercicio recíproco de la opresión.
La opresión define simultáneamente el estado de naturaleza y su límite. El
derecho natural se extiende hasta donde se extiende la potencia de cada uno, y por
principio es ilimitado. Todo deseo que llega a su cumplimiento efectivo define el
alcance de la potencia natural. Este deseo, ilimitado por principio, es concretamente
limitado. Más aún: engendra un circuito de opresión recíproca de tal forma
que el miedo a la destrucción personal suplanta a todos los otros afectos. Así,
el miedo, como demuestra la Ética, es una pasión triste y odiosa que por eso frena,
debilita y aniquila a la potencia individual. He aquí por qué el derecho natural,
estando separado de aquello que permite su realización efectiva, es decir, por
ser una abstracción, da lugar a una igualdad fantasmagórica que se realiza bajo la
forma real de la desigualdad absoluta: porque todos temen a todos (en esto son
iguales), cada uno aspira a oprimir a todos los otros (en esto se hacen desiguales).
Es necesaria una atención especial para que podamos comprender el significado
de la identificación operada por Spinoza entre derecho natural y abstracción.
El derecho natural no es abstracto en el sentido de que definiría a la condición humana
haciendo abstracción de la vida civil, esto es, definiendo cómo serían los
hombres si no existiera la sociedad. Tampoco es una abstracción en el sentido de
una hipótesis lógica necesaria para la deducción del advenimiento de lo social y
de lo político. El derecho natural es una abstracción en el sentido spinoziano del
término, esto es, como todo aquello que se encuentra separado de la causa originaria
que le confiere sentido y realidad. En el estado de naturaleza, el derecho natural
(potencia de conservación) se encuentra separado de su poder vital. El derecho
natural, definido como potencia de la Naturaleza entera, es una realidad concreta.
Y definido como potencia de cada parte de la Naturaleza también es concreto,
pues su positividad resulta de aquélla que el todo posee. Sin embargo, visto
que la potencia de la naturaleza no se confunde con las leyes de la razón y de
las voliciones humanas, esta potencia no está todavía suficientemente determinada
para definir lo que es un derecho natural humano. En esta perspectiva, en el
estado de naturaleza el derecho natural tiene realidad (el hombre es parte de la
Naturaleza), pero esta realidad es abstracta (el derecho natural define un deseo de
poder que se consume en la impotencia). La situación del derecho natural en el
estado de naturaleza es exactamente aquélla en que cada uno, deseando para sí todo
el poder, trabaja para oprimir a todos los otros que se le aparecen, inevitablemente,
bajo el ropaje del enemigo, esto es, como causa de miedo y de odio, y por
lo tanto de tristeza y de debilitamiento del conatus. Por otro lado, no pudiendo ca-
131
Spinoza: poder y libert a d
La filosofía política moderna
da uno alcanzar el pleno poder, sucumbe víctima de su propia apetencia. Es en este
sentido que el derecho natural se ofrece como una realidad abstracta, determinada
por operaciones imaginarias de ejercicio de la potencia, que son en realidad
manifestaciones de impotencia. Movido por el miedo a los otros y por la esperanza
de aplastarlos, el estado de Naturaleza revela la precariedad e inexistencia del
derecho natural cuando, precariamente, la potencia es ejercida como violencia.
Estado de naturaleza y derecho natural no presuponen, por lo tanto, aisla -
miento sino soledad enraizada en una intersubjetividad fundada en el aniquilamiento
y en el miedo recíprocos. Que Spinoza use los términos soledad, servidumbre
y barbarie como sinónimos es suficiente para que percibamos cuál es el
carácter específico de la abstracción de una potencia que sólo puede cumplirse
con la muerte de los otros. Con todo, si la desigualdad real engendrada por el derecho
natural no fuese la forma imaginaria de la igualdad, he aquí el argumento
spinoziano decisivo, el derecho civil sería imposible. Al mismo tiempo, comprendemos
por qué la ley no parte de la regulación de la posesión o propiedad, sino
que la antecede, pues de no ser así, legitimaría la violencia y jamás inauguraría el
poder. En el estado de Naturaleza, la situación indeterminada de las partes, que
son todas iguales y no llegan a alcanzarse como singularidades determinadas, hace
que todo sea común a todos y, por eso mismo, que todo sea codiciado y envidiado
igualmente por todos. Así, la igualdad indeterminada o abstracta produce la
desigualdad absoluta, de tal suerte que la instauración de la Ciudad correspondió
al momento en el que la determinación de la singularidad de cada una de las partes
podría ser reconocida por todas las otras, justamente porque la fundación social
y política define lo que les es verdaderamente común, que permanecía ignorado
en la indeterminación natural.
El derecho civil, reconocimiento social de la potencia individual, es concreto
y positivo en la medida exacta en la que el derecho natural es abstracto y negativo.
He aquí el por qué, después de todo, la ley funda el propio derecho natural
al fundar el derecho civil, pues sólo por mediación de este último el primero
puede concretarse. Justamente porque la ley conserva el derecho natural transformándolo,
la cuestión de lo político será para Spinoza una cuestión de proporcionalidad.
En efecto, la ley puede deshacer aquello que ella misma instituyó. Esto significa
que la ley capaz de mantener la instauración es aquella capaz de delimitar
las fronteras del derecho natural y del derecho civil, y de impedir que éste vuelva
a la situación precaria del primero. Esta conclusión conduce a otras tres: la primera
es que el acto de fundación de la Ciudad se inscribe en una necesidad natural
indeterminada que la ley determina, confiriéndole una realidad que no poseía
antes de tal fundación. La segunda es que la ley sólo es posible porque retoma
aquello que ya estaba puesto en la naturaleza humana, esto es, la pasión y los conflictos.
Este retomar, sin embargo, sólo es posible porque la ley viene a dar reali-
132
dad a una razón operante que actúa en lo real, sin que su imaginación tenga percepción
de ella, y que define lo útil como aquello que favorece la conservación
del ser, de hecho impedido por la opresión, pues, como dirá el Capítulo 9 del TP,
“querer establecer la igualdad entre desiguales es un absurdo”. Finalmente, en
tercer lugar, dado que el derecho natural es efectivo por el derecho civil, lo social
vive bajo el riesgo permanente de que el primero usurpe al segundo, esto es, de
que la potencia individual quiera tomar el lugar de la soberanía: cuestión perfectamente
comprensible, visto que la vida política no es inaugurada como un acto
de la razón sino como racionalidad operante en el interior de las pasiones. El derecho
natural no es contrario a las luchas, al odio, a la cólera y al engaño, que son
“aconsejados por la apetencia”, visto que “la Naturaleza no está sometida a las leyes
de la razón humana que tienden únicamente a la utilidad verdadera y a la conservación
de los hombres”. En otras palabras, el advenimiento de la vida social y
política no es el advenimiento de la “buena razón” humana que dominará las pasiones,
condenará los vicios, eliminará los conflictos y establecerá definitivamente
la paz y la concordia entre los hombres.
A partir de estas conclusiones se impone otra, a saber, que la Ciudad no cesa
de instituirse. En efecto, la Ciudad es habitada por un conflicto entre la potencia
colectiva y la potencia individual que, como todo conflicto, según la Ética sólo
puede ser resuelto si una de las partes tiene poder para satisfacer y limitar a la
otra, pues una pasión nunca es vencida por una razón o por una idea, sino por otra
pasión más fuerte que ella. Así, a cada momento la ley tiene que ser reafirmada,
porque en cada momento el deseo de opresión, que define al derecho natural, reaparece
en el interior del derecho civil.
“(...) todo el mundo desea que los demás vivan según su propio criterio, y que
aprueben lo que uno aprueba y repudien lo que uno repudia. De donde resulta que,
como todos desean ser los primeros, llegan a enfrentarse y se esfuerzan cuanto
pueden por oprimirse unos a otros; y el que sale victorioso, se vanagloria más de
haber perjudicado a otro que de haberse beneficiado él mismo” (TP, I § 5).
Esto explica por qué Spinoza demuestra que el enemigo político es siempre
interno y sólo ocasionalmente externo, pues el enemigo es nada más que el derecho
natural de uno o de algunos particulares, que operan con el fin de conseguir
un poderío de tal envergadura que les permita tomar el lugar de la soberanía. Este
riesgo no depende de la buena o mala institución de la Ciudad -toda Ciudad
contiene tal peligro- y sí de la capacidad que la potencia soberana tenga o no para
controlar aquello que le da origen y que se concreta a través de ella.
La política no crea ni elimina los conflictos, como no transforma la naturaleza
humana pasional. Apenas permite una nueva forma de lidiar con ellos, y por
eso la diferencia entre los regímenes políticos se deriva de su capacidad o incapacidad
para satisfacer el deseo que todos los hombres tienen de gobernar y de no
ser gobernados.
133
Spinoza: poder y libert a d
La filosofía política moderna
De la misma manera en que la ley confiere realidad al derecho natural dándole
un estatuto político y encuentra en él su punto de partida para la fundación
política, también el derecho natural puede operar como garantía de la ley y como
riesgo de su aniquilamiento. En efecto, dado que el poder de la potencia soberana
es medido por su proporción inversa frente al poder de la potencia de los ciudadanos,
la ley es aniquilada cuando uno o algunos entre ellos están investidos de
poder suficiente para tomar la soberanía. Por otro lado, dado que la potencia de
la soberanía también es medida por la potencia proporcional que confiere a cada
uno de los ciudadanos, cuando éstos pueden, en nombre de la ley, impedir la usurpación
del poder soberano, significa que el derecho natural de los ciudadanos es
lo suficientemente poderoso como para defender la ley. Tanto en un caso como
en el otro, la medida del derecho natural es siempre la misma y concierne al poder
del pueblo. Cuando éste se encuentra despojado del derecho natural como
consecuencia de la desmesura del poder de la potencia individual de aquél (o
aquellos) que expropió para sí el poder soberano, nos encontramos en plena tiranía.
Cuando el pueblo se encuentra investido de todo el derecho natural por la
proporcionalidad que se establece entre éste y el poder de la potencia soberana,
nos encontramos en la democracia. Se percibe, entonces, que ni el número de gobernantes
ni la forma electiva o representativa determinan la forma del cuerpo político.
Ésta es determinada exclusivamente por la proporción de poder que se establece
entre la soberanía y el pueblo.
Una vez que el derecho es medido por el poder y que ser libre es ser señor de
sí, la medida del derecho, del poder y de la libertad exige la comprensión de cada
forma política a partir de la distribución proporcional de las potencias que la
constituyen. Por esta medida sabremos qué estado es mejor, cuál es superior y
cuál es libre. De manera genérica, cada forma política es mejor cuanto menor sea
el riesgo de la tiranía, esto es, de cruzar el pasaje que va del derecho soberano al
derecho natural de un solo hombre o de un puñado de hombres. Cada régimen político
es superior cuanto menor sea el número de disposiciones institucionales necesarias
para impedir el riesgo de la dictadura. Y finalmente un cuerpo político es
más libre que otro cuando en él los ciudadanos corren menor riesgo de opresión
porque su autonomía es tanto mayor cuanto más grande sea el poder de la Ciudad.
Consecuentemente, cuanto más libre sea una ciudad, menor será su riesgo de
ser oprimida por otras.
Esto significa, por ejemplo, que un cuerpo político monárquico es uno de los
más sujetos a ser dominado por otro, ya que sus súbditos se habituaron de tal manera
a ser dominados por un solo hombre que les es indiferente pasar del sometimiento
a quien los domina a la obediencia a otro. Por el contrario, en la democracia,
al estar la autonomía individual claramente afirmada en la autonomía colectiva,
cada uno y todos están dispuestos a luchar hasta la muerte para impedir tanto
el riesgo de la usurpación interna como el de la invasión externa. Ahora bien,
a pesar de que el filósofo demuestra que todo y cualquier cuerpo político puede
134
presentar en grados variables lo mejor, lo superior y lo libre, es claro que el parámetro
subyacente a estos criterios es la política democrática, no sólo porque en
ella la causa universal de la vida política (la distribución proporcional del poder)
coincide con la causa singular de la instauración democrática, sino también porque
en ella la cuestión de la preservación se transforma.
En efecto, cuando Spinoza deduce la monarquía, una cuestión preside el camino
deductivo: ¿cuáles son las instituciones necesarias para limitar el poder del
rey y jamás dejarlo solo en el gobierno? En la deducción de la aristocracia, la
cuestión central que orienta el trayecto es la siguiente: ya que la aristocracia se
caracteriza por la visibilidad de la diferencia de las clases y por el hecho de que
apenas una de ellas detenta el poder, ¿cuáles son las instituciones necesarias para
evitar la oligarquía y la burocracia? En el caso de la democracia, Spinoza afirma
apenas que el hecho de que sea ella la soberanía colectiva es de tal modo decisivo
para la libertad individual, que el único cuidado de los ciudadanos es el de
impedir que los puestos de decisión sean ocupados por individuos unidos por lazos
personales de dependencia, pues esto los llevaría a dirigir la cosa pública bajo
la forma del favor, único tipo de relación que ellos mismos parecen conocer.
Si la democracia revela el sentido de la vida política, la tiranía exhibe, a su
vez, los avatares de la experiencia política.
Al iniciar el TP, Spinoza afirma que la pasión imagina a la libertad como un
“imperio en un imperio”. Forma incesante de carencia, la pasión engendra imágenes
de lo que podría satisfacerla, saciando su estado de privación por la posesión
de algo concebido como un bien. Y de todos los bienes anhelados, tener posesión
sobre otro hombre parece ser el bien supremo. De esta manera ser libre
aparece imaginariamente como ser señor de otros, y la libertad se define no por
su oposición a la esclavitud sino por la posesión de esclavos. La razón, no obstante,
aconseja a los hombres que vivan en paz, pues sin ella sus deseos jamás serán
satisfechos, o lo serán de manera extremadamente precaria. La racionalidad,
que así aconseja la paz a los hombres, no se reviste de una forma no-pasional: racionalidad
operante, apenas aconseja a los seres pasionales preferir el menor de
dos males. Entre el riesgo de quedar en la dependencia del poder de otro, y el de
quedar en la dependencia de un poder común, la segunda alternativa se impone.
El primer movimiento de la libertad consiste así en la fundación de la Ciudad,
pues en ésta la libertad se determina como aptitud para no caer bajo el poder de
otros.
La Ciudad más libre y poderosa, la más autónoma, es aquella cuyos ciudadanos
se someten a ella porque respetan y temen su potencia o porque aman la vida
civil. En un primer momento, Spinoza determina la potencia de la Ciudad designando
su límite, esto es, aquello que escapa necesariamente a su poder.
Así, todo aquello que la Ciudad no pueda exigir de los ciudadanos, ya sea por
135
Spinoza: poder y libert a d
La filosofía política moderna
amenaza o por promesa, está fuera de su poder. ¿Qué escapa al poder de la Ciudad?
Todo aquello a lo que la naturaleza humana le tiene horror y que, si le fuera
impuesto, desencadenaría la furia y la indignación popular. En suma, escapa al
poder de la Ciudad todo lo que la haga odiada por los ciudadanos, de tal suerte
que lo que se le escapa es lo negativo (siempre que recordemos que es negativo
todo aquello que al debilitar una potencia puede aniquilarla). Ahora bien, el odio
es la más aniquiladora de las pasiones, y por lo tanto, en este primer momento,
Spinoza apenas señala que la Ciudad no puede ser odiosa ni odiada, pues si así
fuera iría a aniquilarse, esto es, perdería la potencia por tener como deseo un poder
imposible. Parricidio, matricidio, fratricidio, infanticidio, genocidio, falso
testimonio, amor por lo que se odia, odio por lo que se ama, renuncia al derecho
de juzgar y de expresarse, son lo que es imposible que la Ciudad exija.
Sin embargo, los ejemplos traídos a colación por la experiencia y esparcidos
aquí y allí en el transcurso del TP dejan claro que tales exigencias son realmente
hechas a los ciudadanos y que constituyen el contenido prescrito por las leyes tiránicas.
El concepto de imposible, para Spinoza, además de designar aquello que
no puede existir por esencia (un negativo absoluto), también designa todo lo que,
llegando a existir en una esencia determinada, produce su autodestrucción (negativo
operante y real). Así, la tiranía es imposible no porque no pueda existir, pues
de hecho existe, sino porque en ella se lee la muerte de la vida política, aunque
tiranos y tiranizados tengan la ilusión de vivir.
La realidad insana de la tiranía permite comprender la primer exigencia política
de la proporcionalidad. La desmesura del poder tiránico revela que:
“(...) cuanto provoca la indignación en la mayoría de los ciudadanos, es menos
propio del derecho de la sociedad. No cabe duda, en efecto, de que los
hombres tienden por naturaleza a conspirar contra algo, cuando les impulsa
un mismo miedo o el anhelo de vengar un mismo daño. Y como el derecho
de la sociedad se define por el poder conjunto de la multitud, está claro que
el poder y el derecho de la sociedad disminuyen en cuanto ella misma da motivos
para que muchos conspiren lo mismo. Es indudable que la sociedad tiene
mucho que temer; y, así como cada ciudadano o cada hombre en el estado
natural, así también la sociedad es tanto menos autónoma cuanto mayor
motivo tiene de temer” (TP, III, § 9).
Si la Ciudad debe temer a sus enemigos, necesita instituirse de manera que
impida a éstos encontrar medios para surgir y para justificarse. Esto significa por
un lado que la Ciudad debe ser respetada y temida por los ciudadanos, pero que
sólo puede serlo en la medida en que sus exigencias sean proporcionales a lo que
la masa puede respetar y temer sin enfurecerse. La soberanía sólo puede existir
bajo la condición expresa de no ser odiada porque no es odiosa. Si la Ciudad exige
más o si exige menos, deja de ser un cuerpo político:
136
“Se comprenderá mejor todo esto, si advertimos que, cuando decimos que todo
el mundo puede disponer a su antojo de una cosa que le pertenece, esa facultad
debe ser definida, no sólo por el poder del agente, sino también por la
capacidad del paciente. Si digo, por ejemplo, que tengo derecho a hacer lo
que quiera de esta mesa, sin duda que no entiendo que tenga derecho a hacer
que esta mesa coma hierba. Y así también, aunque decimos que los hombres
no son autónomos, sino que dependen de la sociedad, no entendemos con ello
que pierdan su naturaleza humana y que adquieran otra (...) Entendemos más
bien que hay ciertas circunstancias en las cuales los súbditos sienten respeto
y miedo a la sociedad, y sin las cuales desaparece el miedo y el respeto y, con
ellos, la misma sociedad. (…) Por consiguiente, para que la sociedad sea autónoma,
tiene que mantener los motivos del miedo y del respeto; de lo contrario,
deja de existir la sociedad”(TP,IV, § 4).
La fundación política no es pues mutación de la naturaleza humana en otra
que le sería extraña. El texto arriba citado tiene varios objetivos. Por un lado, retoma
la apertura del TP en su rechazo a escribir una política utópica, destinada a
hombres que deberían ser y que no pueden ser realmente. Por otro lado, si es en
la Ciudad donde los hombres viven una vida realmente humana, la afirmación
contiene una crítica a la tiranía, pues en ésta los hombres son reducidos a una animalidad
temerosa y a la pasividad del rebaño. Está presente también el rechazo a
la idea de que la instauración de la Ciudad sea equivalente a la destrucción del
derecho natural, pues éste es la primera determinación de la naturaleza humana
como potencia de actuar.
Justamente porque la vida política no es una mutación de la naturaleza humana,
sino su concreción, el derecho natural dará las causas del temor y del respeto
a la Ciudad de forma tal que no se podrá decir que éstos son causados por la legislación
civil, ya que ésta es un efecto de la institución de la Ciudad. Decir que
el derecho natural suministra la primer medida del poder político significa decir
que la Ciudad no puede tornarse enemiga de sí misma y que, por lo tanto, los conflictos
que la habitan sólo pueden ser conflictos de los ciudadanos bajo la ley y
no de los ciudadanos contra la ley. Si la Ciudad fuera capaz de impedir la usurpación
de la ley a manos de particulares, sin que esto signifique la supresión de
los conflictos sociales, habría determinado su autonomía y su poder.Temer y respetar
a la Ciudad no podrá, entonces, confundirse con el miedo ni con el odio,
pues quien odia no teme, y quien teme no respeta.
“(...) un estado político que no ha eliminado los motivos de sedición y en el
que la guerra es una amenaza continua y las leyes, en fin, son con frecuencia
violadas, no difiere mucho del mismo estado natural (...) Pero así como los
vicios de los súbditos y su excesiva licencia y contumacia deben ser imputados
a la sociedad, así, a la inversa, su virtud y constante observancia de las
leyes deben ser atribuidas, ante todo, a la virtud y al derecho absoluto de la
137
Spinoza: poder y libert a d
La filosofía política moderna
sociedad (...) De una sociedad cuyos súbditos no empuñan las armas, porque
son presa del terror, no cabe decir que goce de paz, sino más bien que no está
en guerra. La paz, en efecto, no es la privación de guerra, sino una virtud
que brota de la fortaleza del alma, ya que la obediencia es la voluntad constante
de ejecutar aquello que, por derecho general de la sociedad, es obligatorio
hacer”(TP, V, § 2, 3, 4).
El TTP dice que la obediencia disminuye la libertad sin pese a ello conllevar
la esclavitud, pues el esclavo es aquel que actúa para el bien de otro que le ordena
una acción, mientras que el agente que cumple una orden porque en ella se realiza
su propio deseo no puede ser concebido como esclavo. Por otro lado, según
demuestran los dos tratados políticos, en la democracia (al contrario de los demás
regímenes políticos) la obediencia expresa apenas la recreación ininterrumpida de
la Ciudad, pues en ella se obedece a una ley que en el momento de su instauración
fue impuesta por todos los agentes políticos, de modo que al obedecerla se
obedecen a sí mismos como ciudadanos. La dimensión de la obediencia es apenas
la repetición o reiteración, en la dimensión de lo imaginario, del acto fundador
de la Ciudad, pues en este acto, simbólico, la creación de la potencia colectiva
engendra la inconmensurabilidad entre la soberanía y los particulares que viven
bajo ella. La obediencia es un acto de segundo orden o derivado, y por eso
mismo expresa mucho más la virtud de la Ciudad que la de los ciudadanos: la
Ciudad obedecida sólo puede ser aquélla cuya instauración cumple el deseo del
agente y la aptitud del paciente. Al transferir a la soberanía tanto el vicio como la
virtud de los ciudadanos, Spinoza procura distinguir la esclavitud y la libertad en
el nivel de la propia Ciudad y no en el de cada uno de sus miembros. Si en una
Ciudad el principio fundador es impotente para suprimir la secesión, dado que ésta
no es un conflicto entre los ciudadanos sino entre ellos y la ley de la Ciudad,
entonces la Ciudad todavía no fue verdaderamente instaurada, pues le falta lo que
la constituye como tal: el poder de la potencia soberana para ser reconocida como
soberana.
La guerra civil señala, por lo tanto, la injusticia de la Ciudad y la necesidad
de destruirla para que tenga lugar una nueva y verdadera fundación. He aquí por
qué la injusticia es mayor en una Ciudad donde los ciudadanos no toman las armas
porque están aterrorizados, que en una donde explotan las rebeliones. No son
los hombres los buenos o malos, virtuosos o viciosos, sino la Ciudad, pues “no
hay pecado antes de la ley”. Una población que vive en paz por miedo o por inercia
no vive en una Ciudad sino en la soledad, y la Ciudad no es habitada por hombres,
sino por un rebaño solitario. Por lo anterior se comprende la segunda norma
de la proporcionalidad, derivada de la “aptitud que el paciente ofrece”: es necesario,
en la instauración de la Ciudad, que agente y paciente constituyan un único
sujeto político. Esta es la razón de que el momento fundador de un cuerpo político,
sea él cual fuere, tenga la multitudo como sujeto político.
138
Distinguiendo la Ciudad “establecida por una población libre” de otra “establecida
por conquista sobre una población vencida”, Spinoza no las diferencia
por el derecho civil, pues en este nivel, dice el filósofo, son indistintas. Esto significa
que la diferencia entre ellas no es dada por el criterio clásico de la legitimidad
o ilegitimidad del poder. Spinoza distingue entre una Ciudad “que tiene el
culto por la vida” y es instituida por la esperanza y otra que, sometida por el miedo,
“apenas busca escapar de la muerte”. La primera es libre; la segunda, esclava.
La Ciudad que enfrenta el riesgo de la muerte impuesto por el derecho natural
y vence el peligro supremo por la esperanza de la vida política, es espacio de
la libertad. Aquél que acepta estar vivo para no enfrentar el riesgo de la muerte es
esclavo.
La diferencia entre la Ciudad libre y la Ciudad esclava no pasa, por lo tanto,
por el derecho civil, sino por el sentido de la vida colectiva instaurada por ellas,
pues difieren en lo que respeta a los dispositivos institucionales de conservación
y al principio de su fundación. Y Spinoza ya dijo que había una enorme diferencia
entre “comandar apenas porque se tiene el encargo de la cosa pública y comandar
y gobernar lo mejor posible la cosa pública”. Así, la segunda regla de la
proporcionalidad no versa sobre la cuestión de la simple convenientia entre la ley
y la naturaleza humana, sino entre el poder y la libertad.
139
Spinoza: poder y libert a d
La filosofía política moderna
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141
Spinoza: poder y libert a d

Capítulo V
El Estado: pasión de multitudes
Spinoza versus Hobbes, entre Hamlet y Ed i p o
c Eduardo Grüner*
“Nadie sabe lo que puede un cuerpo”
B. Spinoza
Platón, como se dice vulgarmente, no mastica vidrio. Si en su república no
hay lugar para la poesía es por la misma razón por la cual en su filosofía
no lo hay para la retórica o la sofística: porque las palabras, en manos de
quienes tienen por ellas una pasión suficiente como para dejarse arrastrar –y arrasar–
por ellas tienen como un carácter descontrolado que no puede menos que ser
subversivo. El gran heredero de Platón en la filosofía política moderna, Hobbes
(que no por azar llamaba a su Estado–modelo el Gran Definidor), también desconfiaba
radicalmente del lenguaje librado a su espontánea creatividad: reconocía
en él el espacio posible del malentendido, del equívoco, del engaño, de la ficción,
de la ambigüedad. Otra vez: de la subversión de una cierta universalidad del
sentido, sin la cual es (para él) inimaginable una mínima organización de la po -
lis. Entonces, para ser directos: no se trata, para la poesía, de una subversión po -
lítica. Se trata de una subversión de la política. Al menos, de la política entendida
a la manera crítica de un Marx: como lugar de constitución imaginaria (“ideológica”)
de una Ciudadanía Universal que por sus equivalencias jurídicas disimula
las irreductibles desigualdades en el mundo, los “agujeros de sentido” en lo
143
* Licenciado en Sociología de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Profesor titular de Teoría Política y Social de
la Carrera de Ciencia Política de la Facultad de Ciencias Sociales, UBA.
La filosofía política moderna
real. El modo de esa universalidad es el contrato, el entendimiento, el consenso
y, para decirlo todo, la comunicación (es decir: la lógica del intercambio generalizado
de las palabras en el mercado).
La poesía, curiosamente, está más próxima de los hombres y mujeres de carne
y hueso, de esos cuerpos desgarrados, en guerra consigo mismos y con los
otros, que no pueden comunicarse con éxito (“por suerte”, creo que decía Rimbaud,
“porque si no se matarían entre ellos”): no puede, aunque quiera –y la mayoría
de los poetas, hay que decirlo, quieren– establecer contratos, consensos, entendimientos,
con el mundo. La poesía se ocupa de los agujeros, no del sentido.
Por supuesto: existe la Institución de la Poesía, y existe, perfectamente codificada,
la Palabra Poética (dictamos cátedra sobre esas cosas, como sobre la “ciencia”
política). Pero una poesía se define por su ajenidad a esas certezas casi edilicias.
Por supuesto: existen aquellos a quienes su poesía los lleva a la política, y
aquellos a quienes su política los lleva a escribir poesía. Pero un poeta se define
por su ajenidad a esas certidumbres motivacionales. Por su ajenidad, no su exclusión:
no se trata de estar en otra parte, ni mirando para otro lado: se trata del irremediable
malestar en cualquier parte que produce esa alteridad sin puentes. La
práctica de la poesía –su escritura como su lectura– no transforma a nadie en un
mejor ciudadano, ni siquiera en una mejor persona. Más bien al contrario: hace
dudar sobre la pertinencia de aspirar a esas virtudes, frecuentemente incompatibles
con aquella práctica, en tanto ésta suponga una consecuencia en el propio deseo.
Spinoza no es, sin duda, un poeta. Y también él, como veremos, comparte
con Hobbes una cierta desconfianza hacia el lenguaje puramente “creativo”, y hacia
los excesos metafóricos y simbólicos de una hermeneusis demasiado rebuscada.
Adecir verdad, en esto es notablemente moderno: su método de interpretación
de las Escrituras, por ejemplo, puede casi ser calificado de textualista; hasta ese
punto cree, no en una “transparencia”, sino en una suerte de materialidad de la
Palabra que vale por sí misma, sin necesidad de remisión a un sentido Otro que
traduzca o interprete mediante claves o códigos externos al propio discurso. También
él, como Hobbes -como casi todo erudito o filósofo de su época, por otra parte-
prefiere la Ciencia, especialmente las matemáticas y la geometría, a la Poesía.
Ysin embargo, su ciencia, su filosofía, aunque no lo invoque explícitamente, participa
del espíritu de la poiesis en el sentido amplio, griego, del término: una voluntad,
un deseo (un conatus, diría el propio Baruch) de auto-creación apasionada,
que se traslada a la totalidad de su edificio teórico, y muy en especial a su filosofía
política. Es cierto: se trata sobre todo de la lógica de ese edificio, de su
“forma”. Pero, si en general puede decirse de toda filosofía que su “forma” es
inescindible de su “contenido”, en el caso de Spinoza esta articulación es radical:
la más radical del siglo XVII, y tan radical que lo sigue siendo hoy. Y allí donde
la “forma” es decisiva, estamos en el terreno, otra vez, de la plena poiesis, de ese
proceso de interminable transformación de una “materia prima” que es in-forma -
144
da por el trabajo humano (la poiesis, en este sentido, es inmediatamente praxis).
Las consecuencias -teórica y prácticamente- políticas de semejante concepción
son inmensas. En verdad, hasta cierto punto el entero origen de la filosofía política
moderna podría reducirse al nunca claramente explicitado conflicto entre
Spinoza y Hobbes. Vale decir: al conflicto entre una concepción de lo político como
lo instituido (lo cristalizado en la Ley abstracta que obliga a la sociedad de
una vez para siempre) y lo político como lo instituyente (lo que está, al igual que
la poesía, en permanente proceso de auto-creación, de “potenciación” siempre renovada
del poder de la multitudo). Este es el carácter hondamente subversivo del
spinozismo -porque hay un “spinozismo”, que aunque no puede siempre reducirse
a la “letra” de Spinoza, conserva su “espíritu”-, éste es su carácter “poético”.
Estos dos rasgos nucleares del spinozismo: su lógica tributaria del deseo de
poiesis, y su posición fundante de una de las grandes tradiciones del pensamiento
político moderno (la más “reprimida”, pero por ello mismo la que retorna insistente
e intermitentemente en la “historia de los vencidos” de la que habla Walter
Benjamin), autorizan -o al menos nos gustaría pensarlo así- la utilización, como
apólogos para dar cuenta de ciertos aspectos del conflicto Spinoza/Hobbes,
de dos tragedias clásicas: Hamlet y Edipo Rey. Primero, porque son dos cumbres
insuperables de la “poesía” occidental. Segundo, porque ellas mismas se sitúan
como expresión condensada de una época de fundación: el pasaje del orden teocrático
al orden de la polis. Se trata de dos teocracias y dos polis muy diferentes,
claro está, y de dos pasajes de “modos de producción” incomparables. Pero tienen
en común el ser monumentales alegorías -y ya volveremos abundantemente
sobre este concepto- de las dos más grandes crisis “civilizatorias” occidentales:
la que condujo a la concepción originaria de la Política tal como todavía la
conocemos, y la que condujo a la conformación del Estado moderno en los albores
del capitalismo y la sociedad burguesa. En cierto sentido, el debate Spinoza-
/Hobbes (que es, en última instancia, el debate entre una concepción histórico-antropológica
y una puramente jurídica del Estado, y por otro lado entre una concepción
“colectiva” y otra individualista de los orígenes de lo político) repite y
actualiza el agon trágico que está en el corazón de esas crisis.
Desde ya, es de rigurosa honestidad intelectual que anunciemos que nuestro
partido es, inequívocamente, el spinoziano. Esto tiene un grave inconveniente: el
improbable lector que tenga la paciencia de acompañarnos en el recorrido no será
recompensado, al final, con ningún “cierre” tranquilizador y cierto. Eso es, al
fin y al cabo, el spinozismo: una eterna apertura que invita a la auto-creación, es
decir -si se nos permite llamarlo con la denominación de lo que fue un riquísimo
movimiento estético- un “realismo poético”.
145
El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
Hamlet, o el Leviatán melancólico
Cuando se retiran los cadáveres, empieza la política 1: así es (así parece ser)
tanto en Hamlet como en Antígona: Fortinbras o Creonte vienen a restaurar el orden
justo de la Polis, amenazado por el “estado de naturaleza” y la guerra de todos
contra todos. Pero, desde luego, esto podría ser tan sólo una ilusión retrospectiva,
un efecto de lectura retardado, generado por las “fuerzas reactivas” –en el
sentido nietzscheano– de las modernas filosofías contractualistas (todavía, o de
nuevo, dominantes tanto en la academia como en el sentido común político de
hoy), que se distraen con prolijidad y empeño ante la verdad histórica evidente de
que todo “orden justo” instaurado por un “contrato” es, no sólo pero también, el
resultado de la victoria de una de las partes en una relación de fuerzas; que la
“universalidad” del consenso es el reconocimiento (no necesariamente conciente)
de la hegemonía de un partido que tiene el poder suficiente para imponer su
imagen del orden y de la justicia: no cabe duda de que Shakespeare, en este sentido,
está más cerca de Maquiavelo (o de Marx) que de Locke (o de Kant). Incluso
–si hay que continuar en la línea borgiana del autor que crea sus propios precursores–
más cerca de Freud: al menos, del Freud de Totem y Tabú y su sociedad
producto del crimen colectivo; una lectura shakespeariana de Freud como la
que propone Harold Bloom sería aquí de extrema utilidad. (Ella señalaría que si
todo neurótico es Edipo o Hamlet, es porque los obstáculos a la soberanía del sujeto
no son iguales cuando provienen de filiación materna o paterna. Pero esto es
otra cuestión).
Y, de todas maneras, la –ciertamente operativa– ficción contractualista puede
tomarse por su reverso lógico, para decir que, aún cuando admitiéramos la discutible
premisa de que la política es lo contrario de la violencia, los cadáveres son
la condición de posibilidad de la política: en el dispositivo teórico contractualista
(véase Hobbes) el Soberano necesita de los cadáveres para justificar su imposición
de la Ley; de manera un poco esquemáticamente foucaultiana, se podría
decir: la política produce sus propios cadáveres, la Ley produce su propia ilegalidad,
para naturalizar su (como se dice) “imperio”; pero inmediatamente requiere
que este origen sea olvidado: de otra manera, no podría reclamar obediencia
universal, puesto que la violencia es del orden de lo singular, del acontecimiento
reiterado pero intransferible, del límite en que el efecto sobre los cuerpos se
sustrae a la Palabra.
En ese olvido del origen (que, lo veremos, un filósofo-poeta de lo político como
Spinoza intenta combatir, restituyendo la singularidad de lo Múltiple en el
propio origen de lo que aparece como Uno) está el efecto “maquínico”, instrumental,
de una Ley “positiva” y autónoma que, justamente, no parece tener otro
origen ni otra finalidad que su propio funcionamiento: como dice Zizek (siguiendo
muy obviamente a Lacan), la Ley no se obedece porque sea justa o buena: se
obedece porque es la Ley (Zizek, 1998). Porque es la Ley, la que es igual para
146

todos (aunque se pueda decir, como el propio Marx, que ésa es propiamente su
injusticia: ¿cómo podría ser justa una Ley igual para todos, cuando los sujetos son
todos diferentes?)(Marx, 1958). En El Proceso de Kafka, por ejemplo, el horror
de la Ley proviene no de ese funcionamiento “maquínico” y anónimo, sino precisamente
de la invasión de lo singular revelando, recordando, las fallas de una
pretensión de universalidad de la máquina anónima: cuando Josef K. acude a un
tribunal en el que el público se burla de él sin escuchar sus argumentos, en el que
los jueces ocultan imágenes pornográficas entre las páginas del Código, en el que
el ujier viola a la secretaria del juzgado en un rincón de la sala, lo que lo espanta
es esa singularidad obscena que desmiente la “Forma” jurídica. Y que muestra
un retorno del –si se quiere seguir hablando en esos términos– “estado de naturaleza”,
que es constitutivo de, y no exterior a, la Ley: la Ley mata a K. no como
un hombre, sino –lo dice él– “como un perro”. Incluso hay algo degradante de la
propia Naturaleza en esa aparente domesticación: Hobbes hubiera dicho “como
un lobo” 2 (Spinoza, por el contrario, sabe que la Razón abstracta que pretende
darle su fundamentación a la Ley está ya siempre atravesada por las pasiones; por
eso la “violencia” que retorna en los intersticios de la Ley no se le aparece como
“obscena”, como “fuera de la escena”, como extrañeza: porque ha partido de la
premisa de que ella es constitutiva de la propia Ley, de la Razón, y que no se puede
operar entre esos dos registros un corte definitivo como el que pretendería
Hobbes) 3.
Pero entonces, si se pretende que la política es el retiro de los cadáveres tras
el cual puede, por fin, “imperar” la Ley, hay que por lo menos dar cuenta de esa
singularidad obscena, de ese resto incodificable que simultáneamente permite
que la Ley/la Política funcionen, y que muestren su carácter de falla “constitucional”
(valga la expresión)4. Un autor contemporáneo -muy evidentemente inspirado
en Spinoza además de en Marx - que ha visto bien el problema es Jacques
Rancière: la política, cualquier política (lo que no significa que sean todas iguales:
se trata justamente de restituir a la política un cierto registro de singularidad
acontecimiental, aunque no de pura contingencia, como parece postular un Badiou)
es necesariamente “antidemocrática”, si se entiende por “democracia” la libre
y soberana iniciativa de las masas, que puede muy bien suponer un desborde
de violencia: de La República platónica en adelante, todo “modelo” político es
una estrategia de contención de esas masas para las cuales se hace política (Rancière,
1996).
Se ve, pues, que también aquí aquello mismo que hace posible la Política –la
soberanía de la masa– es, como dice Rancière, lo que debe ser descontado por la
filosofía política de la vida normal de la Polis, porque exhibe el “desacuerdo” estructural
(“un tipo determinado de situación de habla: aquella en que cada interlocutor
entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro”), la contradicción irresoluble
mediante ninguna Aufhebung, entre lo singular de aquella “libre iniciativa”
y lo universal de la Ley. Posibilidad/imposibilidad: “Lo que hace de la polí-
147
El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
tica un objeto escandaloso es que se trata de la actividad que tiene como racionalidad
propia la lógica del desacuerdo (...) es la introducción de una inconmensurabilidad
en el corazón de la distribución de los cuerpos parlantes”. La inspiración
original de esta idea se encuentra, por supuesto, en Spinoza: contra el fundamento
individualista y atomístico del contractualismo hobbesiano, y asimismo,
anticipadamente, contra el postulado homogeneizante, universal–abstracto, de la
“voluntad general” rousseauniana, en Spinoza la potencia de los sujetos singulares
y la de la multitudo en su conjunto se alimentan mutuamente en una tensión
permanente que no permite una reducción de la una a la otra (Spinoza, 1966),
porque se hace cargo del “desacuerdo” fundante: el demos es el Todo plural, pero
la Ley debe tratarlo como una parte compuesta de “equivalentes generales”.
Pero así no hay la Política que sea posible, no hay imperium estabilizado y universal
de una Ley que tendría que ser constantemente redefinida: la “democracia”
así entendida sería un perpetuo proceso de auto–reconstitución, de refundación de
la Polis, donde lo político quedaría totalmente reabsorbido en el movimiento de
lo social (¿y qué otra cosa es, en definitiva, el “comunismo”, el de Marx, y no el
de los “comunistas”?). Sólo esa situación imposible –no en el sentido de que no
pudiera ser real, sino de que por ahora no puede ser plenamente pensada – autorizaría
a hablar de “soberanía”, porque implicaría, entonces sí, un “darse a sí misma
las reglas” por parte de lo que Spinoza llamaría la multitudo. Pero implicaría
también la admisión de que lo que hasta ahora hemos llamado “política” es la
continuación –y no la interrupción– de la guerra por otros medios.
Nos hemos demorado un poco, quizá innecesariamente, para darle su lugar a
Hamlet. Porque, en efecto, ¿dónde se ubica el príncipe dinamarqués en esta inestable
configuración? ¿Quizá en el espacio en que menos lo esperamos, el de una
indecisión que es un índice de su conciencia de la imposibilidad de la auténtica
Soberanía (ya que, precisamente, tendría, para asumirla, que recurrir a la violencia,
haciéndose el denunciador de que la Ley está desde su origen manchada de
sangre, y así “desestabilizando” su futura legitimidad incluso desde antes de
construirla)? Puede ser. Pero eso sería despachar demasiado rápido la hipótesis de
Benjamin de que, en cierto modo al revés de lo que piensa Schmitt, la indecisión
es, en sí misma, la marca de la Soberanía. De que lo más “soberano” es, justamente,
el asumir la acción como indecidible, y esperar la mejor oportunidad. La
postergación puede, evidentemente, ser la estofa del obsesivo, pero también la
del político astuto, “maquiaveliano”, que hace del auto–dominio una suerte de
mecanismo de relojería que administra el tiempo de las pasiones: “(Para Maquiavelo)
la fantasía positiva del estadista que opera con los hechos tiene su base en
estos conocimientos que comprenden al hombre como una fuerza animal y enseñan
a dominar las pasiones poniendo en juego otras”. (Benjamin, 1990) Concebir
las pasiones humanas (empezando por la violencia) en tanto motor calculable
de un actuar futuro: he aquí la culminación del conjunto de conocimientos destinados
a transformar la dinámica de la historia universal en acción política. El hí-
148
brido mitológico entre el Zorro y el León, entre la astucia y la fuerza, constituye
el capital simbólico fundamental del futuro Soberano: hay, ciertamente, método
en la locura del Príncipe (Maquiavelo, 1992).
Es necesario esquematizar: estamos en el momento de transición, de pasaje
entre la sociedad feudal y la burguesa, de consolidación de los grandes Estados
absolutistas centralizados, en el que –como lo ha mostrado con agudeza Remo
Bodei (Bodei, 1995)– las más violentas pasiones no son estrictamente “reprimidas”
sino canalizadas, organizadas por la aplicación política de la “racionalidad
instrumental” de la que hablarán mucho más tarde Max Weber o la Escuela de
Frankfurt: no hace falta insistir sobre el lugar fundacional que ocupa la instrumentalización
del Terror en la filosofía política de Hobbes. Si Weber está en lo
cierto, esta nueva racionalidad es introducida por la ética protestante como con -
dición epistémica del “espíritu del capitalismo” (Adorno es más radical: como
Nietzsche y Heidegger antes, hace retroceder el instrumentalismo de la razón hasta
el propio Sócrates; la burguesía protestante no habría hecho más que sistematizar
este “espíritu” para ponerlo a tono con las incipientes nuevas relaciones de
producción) (Adorno y Horkheimer). El tema de la espera, de la postergación de
las pasiones –la venganza, por ejemplo– es, como se sabe, central en la ética calvinista.
¿Será apresurado insinuar que Hamlet puede entenderse, entre otras cosas,
como una alegoría (habrá que volver sobre este concepto benjaminiano) de
ese momento de transición? No hace falta entrar en el debate sobre si Hamlet representa
al rey Jacobo o sobre la ambigua culpabilidad de la reina: de hecho, en
la época de su estreno, como sostiene el propio Carl Schmitt, ya había comenza -
do la larga y convulsiva era de la “revolución burguesa” en Inglaterra (Schmitt,
1992) Larga, convulsiva e indecisa: de la decapitación de Carlos I a la dictadura
republicana de Cromwell, de vuelta a la Restauración, hasta el delicado equilibrio
de la monarquía constitucional, para no mencionar a los Levellers y Diggers empujando
hacia una “democracia popular”, las contra(di)cciones del parto de la
nueva era arquitecturan un verdadero laberinto de violencia y confusión que desmiente
la interesada imagen de una evolución pacífica y ordenada, opuesta a la
sangrienta Revolución Francesa. Hamlet –como en otro terreno y en una sociedad
muy distinta, Don Quijote– es un sujeto de la transición, que no termina de
decidir el momento oportuno de dar el envión hacia la nueva época: el cálculo de
sus propias pasiones es astucia, sin duda, pero también temor (un temor bien
“burgués”, si se me permite) a un desborde apresurado que eche todo a perder.
Parafraseando al Marx del XVIII Brumario: no puede elegir entre un final terrorífico
y un terror sin fin.
Sí, pero, ¿y su “melancolía”? No nos metamos con sus motivaciones psicológicas:
¿qué representa filosófica y políticamente su duelo inacabado? La cuestión
es extraordinariamente compleja, pero aquí otra vez Benjamin arroja pistas.
Ante todo, Hamlet puede ubicarse tópicamente en otro espacio de transición, entre
la tragedia clásica y el drama “de duelo”, el Trauerspiel: su príncipe todavía
149
El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
lleva la impronta del personaje trágico, pero es ya, también, un héroe melancólico.
Vamos despacio: en una carta a Gershom Scholem, Benjamin describe los
fragmentos originales que luego darán forma a su Origen del Drama Barroco como
clarificadores, para él, de la “antítesis fundamental entre la tragedia y el drama
melancólico”, y de la cuestión de “cómo puede el lenguaje como tal hacerse
pleno en la melancolía y cómo puede ser la expresión del duelo” (Benjamin-
Scholem, 1994). Los temas de la representación de la muerte y del lenguaje del
duelo informan el problema filosófico de la representación de lo absoluto en lo
finito: en la terminología benjaminiana posterior, del “tiempo–ahora” de la Redención
que implica un corte radical con toda cronología del “progreso”, insertándose
en el continuum histórico. Y anunciemos, de paso, que ésta es ya una
problemática plenamente spinoziana: para el holandés no hay una contraposición
externa, sino una inmanencia de lo universal en lo particular. Esta es una de las
grandes diferencias de Spinoza con Descartes, y pese a la apariencia complejamente
“técnica” de la discusión, tiene importantes consecuencias para la filosofía
social y política: hace a la concepción de un Sujeto que puede aspirar a lo universal
(incluido el “sujeto social” de Marx) sin por ello diluir sus determinaciones
particulares 5.
Para esta elucidación es pertinente la oposición tragedia/drama barroco: en la
sensibilidad moderna (es decir, post–renacentista), “dolorosamente separada de la
naturaleza y la divinidad”, la felicidad se entiende como ausencia de sufrimiento;
pero para los antiguos, la humanidad, la naturaleza y la divinidad se vinculan
en términos de conflicto, de agon, y la felicidad no es sino la victoria otorgada
por los dioses. El agon, pues, contiene a lo absoluto como inmanencia. Algo muy
diferente sucede en la cultura moderna y su herencia cristiana: el abismo levantado
entre la divinidad por un lado y la humanidad/naturaleza por el otro lleva a
la representación de una naturaleza profana y a un sentimiento de lo sublime (en
el sentido kantiano) como potencialmente in–finito, donde el progreso es “automático”
–he aquí, de nuevo, la metáfora “maquínica” de la historia–. Acá no hay
un “momento de la victoria” en el cual lo absoluto se realiza y glorifica la vida
en el momento de la muerte, sino el deseo interminable por un absoluto remoto,
inalcanzable, cuya persecución “empobrece la vida y crea un mundo disminuido”.
En la tragedia, el héroe debe morir porque nadie puede vivir en un tiempo
terminado, realizado: “El héroe muere de inmortalidad, ése es el origen de la ironía
trágica”. En el drama melancólico cristiano, por el contrario, el tiempo está
abierto: Dios es un horizonte remoto, y la completud del tiempo en el advenimiento
de lo absoluto, por un lado ya ha sucedido con el nacimiento del Mesías,
pero por otro es eternamente postergada hacia el Juicio Final. En el drama melancólico,
el principio organizador no es el completamiento de y en el Tiempo, sino
la repetición y el diferimiento. La “disminución de la vida” ante la presencia
siempre diferida del deus absconditus condena a los vivos tanto como a los muertos
a una existencia espectral, condenada a repetir pero nunca completar ni su
150
muerte ni su duelo (el mismo motivo puede encontrarse en Pascal y en Racine,
según ha intentado demostrarlo Goldmann,1968).
En este marco, Benjamin contrasta la “palabra eternamente plena y fijada del
diálogo trágico” con “la palabra en permanente transición del drama melancólico”.
En la tragedia la palabra es conducida a su completud en el diálogo, donde
recibe su sentido pleno; en el drama melancólico el completamiento del sentido
es perpetuamente diferido. Por eso en el drama melancólico la “figura” privilegiada
(pero no es realmente una figura del catálogo retórico: es un método de
construcción, sobre el que se monta el método de análisis crítico del texto) es la
alegoría, que se opone al símbolo, como se oponen aquellas dos concepciones del
tiempo (Benjamin, 1997) 6.
* allí donde, en el símbolo, aparece un tiempo “ideal” que se realiza, se lle -
na en el instante único y final de la redención inmediata del héroe trágico, en
la alegoría el tiempo es una progresión infinitamente insatisfecha, y la redención
del héroe melancólico está siempre desplazada hacia un futuro incierto.
* allí donde, en el símbolo, se aspira a la igualmente inmediata unidad con lo
que él representa –es decir, donde lo singular se superpone con lo universal
y contiene en sí mismo, inmanentemente, el momento de trascendencia–, en
la alegoría no hay unidad entre el “representante” y lo “representado”: todo
significado ha cesado de ser auto-evidente, el mundo se ha vuelto caótico y
fragmentario, no hay significado fijo ni relación unívoca con la Totalidad.
* allí donde el símbolo es una categoría puramente estética, que no encarna
la unión de lo singular con lo universal sino que se limita a representarla –y
que permanece, por tanto, atrapado en el mundo de la “apariencia”, del
Schein – la alegoría es un concepto ontológico–político, que desnuda un “todavía–
no–ser”, sobre el cual el Sujeto es el Soberano, puesto que es el responsable
de hacer advenir el Sentido allí donde nada significa nada y todo
puede significar cualquier cosa.
Sólo que, en el drama melancólico, el Soberano está como si dijéramos sus -
pendido entre el instante del “puntapié inicial” que lo hará advenir Sujeto alegorizante,
y “la sombra del objeto” que lo tironea hacia el pasado, que lo congela en
su estatuario estatuto de símbolo fantasmal. No termina de inscribir su Soberanía
–por ello todavía potencial – en su devenir–sujeto, no termina de decidirse a efectuarle
esa violencia a un mundo de tiempo “acabado” para abrir el Sentido, para
hacer “política” y ser el sujeto de ella: esa violencia que Schmitt llama, casualmente,
decisionista; pero Schmitt se equivoca, sin embargo, al pensar que sola -
mente la decisión es el atributo del Soberano, individual o colectivo: no puede haberla
(Hamlet es el ejemplo princeps, justamente) sin atravesamiento del momento
“melancólico” que advierte sobre la imposibilidad de una soberanía que está
151
El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
siempre en cuestión, que debe “re–alegorizarse” permanentemente. Otra vez: la
política se revela aquí como el nudo (¿borromeo? ¿gordiano?) de la Posibilidad/
Imposibilidad de constante refundación de la Polis (Ver Girard, 1978). Y es en
esta encrucijada donde, como se verá, encontraremos a ese casi contemporáneo
de Hamlet que es el judío de Amsterdam Spinoza, para que nos dé un fundamento
de esa refundación constante.
Y no se trata de mera especulación metafísica, psicológica o estética. Insistimos:
el período que puede “alegorizarse” desde una lectura de lo que Jameson
llamaría el inconsciente político de Hamlet es crucial no sólo para el desarrollo
de las formas de “conciencia” y experiencia de la modernidad proto-burguesa, sino
para el desarrollo de las formas modernas de organización (de dominación)
política y social. El drama melancólico cristiano (Benjamin demuestra que Hamlet
es cristiano, aunque no tengamos tiempo aquí de reproducir su argumento) es
también pasible de ser reconstruido como una alegoría del modo en que –avanzando
aún más allá de las tesis de Weber o de Troeltsch– no es sólo que el cristianismo
de la época de la Reforma fue un simple aunque decisivo factor que favoreció
la conformación de un clima cultural propicio para el desarrollo del capitalismo,
sino que ese cristianismo se transformó él mismo en capitalismo 7. El corolario
de esa transformación del cristianismo en capitalismo es que el capitalismo
devino religión (“la religión de la mercancía”, la llamaba Marx), una religión
que por primera vez en la historia supone “un culto que no expía la Culpa, sino
que la promueve”. Pero, tan importante como ello, es que detrás del “contrato”
que nos compromete al respeto por los congelados símbolos culturales de esa religión,
sigue vigilante la Espada Pública de Hobbes (o las Dos Espadas de Agustín)
para recordarnos que el tiempo está terminado, que hemos llegado al fin (de
la Historia). Y Spinoza, lo veremos, tiene absoluta claridad sobre esto. La melancolía
de Hamlet es también la nuestra, en toda su ambigüedad: sabemos que ahí
afuera está ese universo “caótico y fragmentario” esperando el ejercicio de nuestra
soberanía, pero descontamos del mundo aquella soberanía, que es justamente
la que lo hace posible en su eterna repetición. Fortinbras, después de todo, no ha
retirado realmente los cadáveres: sólo los ha ocultado entre las bambalinas, fuera
de la escena, para que sigan “oprimiendo como una pesadilla el cerebro de los
vivos” (otra vez Marx, en el XVIII Brumario).
Edipo, o el padre de la Razón
Se ve cuál es la ventaja que -queriéndolo o no- arrastran consigo ciertos textos
fundantes de la literatura universal (al menos, del universo occidental): la de
-justamente por su lugar fundante, su posición de nudo de un cambio de épocacontener
in nuce todas las posibilidades que van a ser desplegadas en el período
posterior. En un estupendo y reciente texto, Jean-Joseph Goux arriesga la hipóte-
152
sis de que, más allá o más acá de Freud, la tragedia de Edipo señala el inicio de
la subjetividad filosófico-política “moderna” (en un sentido muy amplio de la palabra),
en la medida en que Edipo, respondiendo al famoso enigma de la Esfinge
con un escueto “el Hombre”, realiza tres operaciones simultáneas:
a) “crea” la Filosofía, es decir un discurso ya no basado en la tradición, sino
en el razonamiento autónomo;
b) por lo tanto “crea”, asimismo, al Sujeto moderno que recién será figura dominante
en Descartes, ese sujeto que centra la experiencia y la fuente del saber
en su propio Yo, y no en alguna Trascendencia religiosa o cultural que lo
determina;
c) finalmente, por las dos operaciones previas “crea” las condiciones ideológicas
para la emergencia del homo democraticus, o mejor dicho del homo li -
beralis, del hombre que basándose en su pura Razón “individual” y despojado
de la inercia de la tradición “contrata” con sus iguales una forma de organización
política y social.
Estas tres operaciones, pues, construyen el puente para pasar de una época a
otra: de la era de un orden basado en el ritual religioso y la repetición del culto
sacrificial como forma de sublimación/simbolización de la lógica de la vengan -
za, a la era de la Polis, de la Ley universal, del imperio de la Razón y la lógica de
la justicia , tal como se expone en un texto fascinante de Girard. (1978). El lugar
de Edipo como mítico “héroe fundador” de una nueva cultura es aquí capital.
Sí, pero: junto con todo eso Edipo crea también la “racionalidad instrumental”
weberiana y frankfurtiana; es decir, ese astutísimo truco, esa “astucia de la
razón” por la cual la libertad individual, perversamente, será la coartada de la dominación
en clave hobbesiana, que permitirá el curioso silogismo de que sería
“irracional” rebelarse contra el Poder que uno mismo ha elegido, ya que sería una
suerte de absurda auto-rebelión. Sólo que en todo esto hay un problema: Edipo,
finalmente, fracasa: toda su astucia razonante, que le ha sido suficiente para vencer
a la Esfinge, no le alcanza para sustraerse a su Destino, ni para conjurar la
amenaza de la Peste violenta que viene a destruir a la Ciudad; tanto él (el “líder”)
como el pueblo de Tebas (la “masa”) -y obsérvese en el texto de Sófocles cómo
el Coro permanentemente acude a Edipo implorando la salvación, en una extraordinaria
ilustración anticipada del vínculo de separación líder/masa en la lógica
del “jefe carismático”-, tanto él como el pueblo sucumbirán a la ilusión desmesurada
(a esa hybris desmedida, la llama Aristóteles) de creer que se puede hacer
“política” con la pura Razón, prescindiendo de las pasiones. Edipo, en efecto, todo
el tiempo razona, discurre, calcula; y, sobre todo, quiere saberlo todo: es justamente
ese afán de conocimiento calculador, de racionalidad “con arreglo a fines”
-el objetivo es, en definitiva, mantenerse en el poder- lo que lo pierde, produciendo
el “retorno de lo reprimido”, de lo que (como se lo advierte Tiresias, re-
153
El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
presentante de la tradición) no debía ser sabido. Sucumben, pues, a la ilusión, otra
vez, “ideológica” de que el individuo, en relación de equivalencia formal con los
otros “individuos”, pueda sustraerse a las pasiones del Poder.
Que es lo que Hobbes, con o sin intención, terminará demostrando: que autorizando
la pasión de un solo individuo -haciéndolo por propia voluntad Soberano
de las pasiones- lo que se provoca es la más brutal de las dominaciones. Y
que cuando ella, la dominación de las pasiones del Uno, se vuelva insoportable,
son sólo las pasiones de los Muchos las que pueden cortar ese nudo gordiano. Cada
experiencia revolucionaria que ha dado la Historia vuelve a poner en escena el
dilema de Edipo: ¿confiar en la Razón? ¿Dar rienda suelta a las pasiones? ¿Buscar
el “justo medio”, el equilibrio preciso entre ambas? El Terror que espanta a
Hegel o el Termidor que denuncia Marx son polos de esa oscilación pendular: el
exceso en el apasionamiento revolucionario irreflexivo que liquida el necesario
componente de racionalidad, o el exceso de raciocinio instrumental que traiciona
los objetivos más sublimes del proyecto original. Claro está que son ambos avatares
de la lucha de clases; pero la metáfora trágica (o mejor: el camino descendente
de la Tragedia a la Farsa, para todavía citar esa inagotable fuente de citas
que es el XVIII Brumario) da cuenta de ciertos fundamentos “universales” -diversamente
articulados según las transformaciones históricas de las relaciones de
producción y sus formas político-jurídicas e ideológicas- de una dialéctica que
frecuentemente parece palabra de Oráculo. En Hamlet, lo hemos visto, esa “apertura”
de una nueva época revolucionaria de la que habla el mismo Marx despliega
nuevamente la gramática y la dramática de una indecisión entre la razón “contractualista”
y el fondo oscuro de las pasiones que se agitan en los subterráneos
de la Historia.
La mejor explicación, la más “acabada”, está, sin duda, en Marx. Pero su prólogo
más genial está -ya lo hemos insinuado, al pasar- en Spinoza. Es él quien -
un siglo antes, y con más agudeza aún que Rousseau- advierte la falacia de fundar
el Orden de la Ciudad sólo en el Uno y su Razón. Primero, porque no hay Razón
que no esté atravesada, informada y aún condicionada por las Pasiones, hasta
el punto de que a menudo lo que llamamos Razón no es sino racionalización -
aunque sea un término muy posterior- de las pasiones (si Spinoza es para Althusser
el verdadero antecedente de Marx, es para Lacan el verdadero antecedente de
Freud). Segundo, porque no hay Uno que no sea simultáneamente una función de
lo Múltiple: el “individuo” y la “masa” no son dos entidades preformadas y
opuestas como querría el buen individualismo liberal; son apenas dos modalida -
des del Ser de lo social, cuya disociación “desapasionada” sólo puede conducir a
la tiranía. Su asociación excesivamente estrecha también: bien lo sabemos por los
“totalitarismos” del siglo XX; pero justamente, ése es el riesgo de apostar a la autonomía
democrática de las masas, que puede, por cierto (de nuevo según los avatares
de la lucha de clases) devenir en heteronomía autocrática apoyada en la manipulación
de las masas. Sin embargo, hay que ser claros: el totalitarismo “polí-
154
tico” es un fenómeno “de excepción” en el desarrollo del poder burgués, mientras
que ese otro “totalitarismo” fundado en las ilusiones de la “democracia” individualista-
competitiva es su lógica constitutiva y permanente. Entonces, Spinoza
tiene razón: la Farsa de la ficción contractualista a ultranza (Baruch, como se
sabe, es/no es contractualista: ese debate no tiene fin, ya que habría que desplazar
la lógica dicotómica impuesta por el liberalismo) reconduce sin remedio a la
Tragedia del Uno soberano de las pasiones de Hobbes.
Entre los polos de la oscilación pendular, pues, Spinoza se rehúsa a elegir: no
por hamletiana indecisión, sino porque está convencido de que sólo la tensión
irresoluble, la “dialéctica negativa” entre ambos ofrece la oportunidad (sin tramposas
garantías previas, como las del contrato racionalista) de una auténtica libertad
para las masas. Su proyecto es, qué duda cabe, “racionalista”: se trata de la
organización más “racional” posible del Estado. Pero, a su vez, esa potencia social
que es el Estado debería ser, si se nos disculpa el mal chiste, una “pasión de
multitudes”: un conjunto realmente social (y no el “Individuo” jurídico de Hobbes,
separado, ajeno y superior a la “masa”) conformado por potencias individuales,
sí, pero que precisamente se potencian en su asociación horizontal. Spinoza
es un racionalista pero es también, y quizá sobre todo, un realista: de Maquiavelo
ha aprendido lo que el propio florentino, más de un siglo antes, todavía
no necesitaba tan urgentemente; a saber, una crítica implacable a la versión iusnaturalista
“escolástica” que “concibe a los hombres no como son, sino como deberían
ser”. Al revés, la “ciencia política” de Spinoza está fundada en una antropología
que no le hace ascos al develamiento de la faz desnuda y brutal del poder
que se disimula tras los ensueños de la Razón abstracta. La política debe ser
la “ciencia” de la naturaleza humana efectiva, es decir de las pasiones, que son
tan “necesarias” e inevitables como los fenómenos meteorológicos. Y aquí no se
trata de lamentarse, sino de aprehender la complejidad de ese fenómeno: “No se
trata de reír ni de llorar, sino de comprender”. El reconocimiento de la necesidad
-que un siglo y medio después será la base de la libertad para un Hegel, es decir
para aquél que calificará a Spinoza como “el más eternamente actual de los filósofos”-,
es decir, la conciencia de que la realidad no necesariamente se comporta
según las reglas de la razón legisladora, es un antídoto “natural” contra las tentaciones
de la hybris racionalista a ultranza, de la “racionalidad instrumental”.
Pero tampoco estamos aquí en ese terreno de la contingencia, por no decir del
puro azar (y tampoco es así en la tragedia: no se puede confundir el azar con el
Destino), en el que tantas filosofías post quisieran arrinconar al acontecimiento
histórico: “Nuestra libertad no reside en cierta contingencia ni en cierta indiferencia,
sino en el modo de afirmar o de negar; cuanto menos indiferentemente afirmamos
o negamos una cosa, tanto más libres somos”. El filósofo de Amsterdam
no autorizaría de ninguna manera, hoy, esa inclinación tan francesa por la ausencia
de fundamentos o por el significante vacío que viene a “abrochar” -contingente
o decisionalmente- un sentido a la Historia: la afirmación o la negación no-in-
155
El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
diferente de las cosas es hija del conocimiento profundo de las causas que las determinan
(Carassai, 1999). Spinoza no pone tanto el acento en las determinaciones
particulares de la relación causa/efecto, sino en el hecho de que haya causas
que producen determinadas cosas, hechos.
La filosofía política, en efecto, debe atender antes que nada a los hechos. Y
los “hechos” (que no están realmente hechos, sino en tren de hacerse) dicen a las
claras que los hombres están sujetos a sus afectos y a sus pasiones. La imagen de
sus relaciones que se le presenta al observador es la del enfrentamiento y el conflicto;
esta dinámica de los afectos que ya había sido exhaustivamente analizada
en la Ética no autoriza ninguna conclusión apriorísticamente optimista sobre la
condición humana, ni mucho menos sobre su posible mejora. Tampoco hay lugar
aquí para los a priori ni los imperativos categóricos (Spinoza es estrictamente intragable
para los neokantianos que hoy administran su tedioso credo en las escuelas
de ciencia política), puesto que esos “hechos” se imponen por encima de los
juicios morales. Pero ello no implica -como es el propósito implícito de un Hobbes,
por ejemplo- reducir la teoría política a una técnica pragmática del control de
las conductas por parte del Soberano, y por lo tanto desautoriza asimismo la ilusión
paralela de crear de una vez para siempre un orden estable y perfectamente
previsible, como quien construye la perfecta demostración de un teorema en el pizarrón.
Y la metáfora no es casual: tanto La República de Platón como el Levia -
tán de Hobbes están en cierto modo presididas por la matriz geometrizante; es
cierto que también para Spinoza la geometría y las matemáticas pueden ser el orden
de demostración nada menos que de la ética. Pero nunca de manera absoluta
y autosuficiente: siempre están condicionadas por su fundamento “irracional”,
por eso que Horacio González, con una expresión feliz, ha llamado “las matemáticas
acosadas por la locura”, y donde los ataques a la retórica y a los disfraces
“poéticos” de la Naturaleza pueden entenderse no tanto como una voluntad de ex -
clusión de las mismas a la manera platónico-hobbesiana, sino más bien como una
manera de decir que ellas y la “locura” están siempre ahí, condicionando nuestra
razón, y que más vale hacerse cargo de esa verdad que negarla “edípicamente” y
luego sufrir sus consecuencias sorpresivas: “Entre las matemáticas y la locura
(Spinoza) elige las matemáticas sólo para que la locura sea la sorda vibración
que escuchamos cada vez que una demostración imperturbable y resplandecien -
te se apodera de nosotros” (González, 1999).
Incluso una noción como la de derecho (empezando, desde luego, por el “natural”)
pierde aquí el carácter normativo que le ha dado el iusnaturalismo tradicional
para transformarse en la capacidad o fuerza efectiva de todo individuo en
el marco global de la Naturaleza. La realidad es concebida en términos de poten -
cia -y obsérvese la ambigüedad del significante: “potencia” es tanto “fuerza” o
“poder” como, más aristotélicamente, lo que aún debe devenir en acto-. Pero la
Potencia, esa capacidad de persistir en el Ser, de existir, es una absoluta auto-po -
sición inmanente al propio Ser. Si su origen es Dios, Dios no está en ningún lu-
156
gar “externo” a la manifestación de las “realidades modales”, de los modos del
Ser, desde la Naturaleza hasta el Estado. No es extraño que para la escolástica
tanto cristiana como judía Spinoza sea un Hereje, una suerte de “panteísta” (Toni
Negri no tiene inconveniente en calificarlo de materialista radical) que atenta
contra la Trascendencia Metafísica en favor de una ontología del movimiento perpetuo.
De la alegoría judeocristiana (del “drama barroco” de Benjamin) Spinoza
retiene la apertura del tiempo histórico; pero la mantiene, y ésa es su imperdonable
herejía, como apertura permanente, llevando la lógica de la alegoría hasta sus
últimas consecuencias. No nos detengamos ahora en esto: retengamos tan sólo
que es esto lo que llevará a Althusser a definir en términos spinozianos su noción
de “estructura”: aquello que, al igual que el Dios de Baruch, no se hace presente
más que en sus efectos, no se muestra más que en su Obra, y está por lo tanto en
permanente estado de apertura y transformación. En suma: el Ser es praxis.
Lo Político, pues -hay que decirlo así, con resonancias casi equívocamente
schmittianas- se define por el esquema físico de la “composición de fuerzas”, de
la mutua “potenciación” de los conatus (de ese esfuerzo por la perseverancia en
el Ser) individuales acumulándose en la potencia colectiva de la multitudo, y en
la cual los “derechos naturales” no desaparecen en el orden jurídico “positivo”
del Estado, sino que producen una reorientación de la “potencia colectiva” que
es, en última instancia, el Estado. Un Estado sin duda informado por la Razón,
pero por una racionalidad que se hace conciente de su relación de mutua dependencia
con las pasiones y los conatus. Más aún: se hace consciente de que esa relación
es la Razón, la única posible racionalidad material liberada de su hybris
omnipotente. La filosofía política de Spinoza es, en un cierto sentido, decididamente
“edípica”: apuesta a la libertad de pensamiento y razón contra el peso inerte
del Dogma tiránico, cerrado sobre sí mismo, acabado. Pero sortea la trampa de
la “ignorancia” -o mejor: de la negación- edípica de las pasiones, volviéndolas en
favor de la actividad de un Sujeto colectivo inseparable de (consustancial a) el
propio Estado, en una especie de (otra vez) anticipatorio desmentido de la ideología
liberal que opone el individuo atomizado de la “sociedad civil” a la Institución
Anónima e impersonal del Estado.
¿Estamos hablando, aún a riesgo de incurrir en anacronismo, de una “democracia
de masas”? En verdad, estamos hablando de algo mucho más originario y
fundante: de la constitución del poder del demos como tal, en la medida en que
en la arquitectura teórica spinoziana, él no puede ser “descontado” -para volver a
esa noción de Rancière- de la estructura de lo político sin que todo el edificio se
derrumbe. La inmanencia de la teoría, la inmanencia de esa potencia fundadora a
la existencia misma de una politicidad inscripta en la propia perseverancia del Ser
social, no deja alternativas y no tiene, por así decir, lado de afuera; el poder que
concibe Spinoza es -lo dice él mismo- absoluto, pero en el sentido (todavía hoy
incomprensible, salvo que uno realmente pudiera imaginarse el “comunismo” de
Marx) de que es el poder de la totalidad plural puesto en acto de movimiento y
157
El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
en práctica de interminable re-fundación de la polis. Allí, Hamlet “decide” una y
otra vez, y Edipo se reintegra al coro.
Conclusión, o la imposibilidad de concluir
“La inmanencia de la causa en el efecto o del origen en lo originado, nervadura
del pensamiento y de la realidad, es la fibra donde se encienden y de la cual
irradian las ideas spinozianas, entrelazadas en una estructura dinámica que diseña
la inédita articulación entre lo especulativo y lo práctico, o entre teoría y p r a x i s “
(Chaui, 1999). Marilena Chaui extrae de esta constatación el gesto spinoziano de
ruptura radical con las tradiciones dominantes de concepción de lo histórico-político:
el providencialismo cristiano, el mesianismo judío, el pesimismo helenísticoromano
ante la declinación de los estados imperiales. No hay más rueda de la Fortuna
ni Voluntad Divina exterior a la propia Historia, que es también ella una totalidad
plural donde las potencias singulares, en todo caso, “componen” una relación
de fuerzas en el conatus histórico. Cada sociedad reconoce en sus efectos sus propias
causas fundadoras, sin que se la pueda encadenar providencial y teleológicamente
en un Proyecto Único con un fin predeterminado. Es también lo que dice
Marx, pese al empeño de sus detractores en transformarlo en una caricatura de providencialismo
laico: el “reino de la libertad” es el p r i n c i p i o, y no el fin, de una Historia
en la cual lo político, entendido como permanente acto fundacional, está inscripto
en el movimiento mismo de lo social, entendido como potencia preservadora
del Ser comunitario. No hay que temerle a la palabra “Ser”: hay una ontología
marxista, que la monumental (y, lamentablemente, casi desconocida) obra póstuma
de Lukács ha puesto de manifiesto con un rigor abrumador. En ella, la inmanencia
del Ser que atraviesa la Naturaleza (incluso la “inorgánica”) para resolverse
en el movimiento incesante de la praxis social -pero con un “salto cualitativo”
que logra apartarse de los equívocos engelsianos de una “dialéctica de la naturaleza”-
es evidente la inspiración spinoziana, aunque Lukács dedique casi uno entero
de sus tres tomos a registrar la influencia de Hegel (Lukács, 1964).
Otro tanto podríamos decir de ese otro gran marxista “hegeliano” del siglo
XX, Sartre. Su noción del pasaje de lo “práctico-inerte” a la praxis se diría casi
calcada del conflicto spinoziano entre la “causalidad transitiva” (núcleo de la pa -
sividad finita expresada en la parte humana aislada y en lucha con las otras) y
la “causalidad inmanente” (que permite develar la génesis de aquélla y sus efectos
corruptores sobre la vida “imaginativa”, efectos que conducen a la inadecuación
en el pensamiento, a la tiranía en la política y a la servidumbre en la ética),
develamiento que es la condición necesaria de su superación y el pasaje a la ac -
tividad, es decir a la Libertad (Sartre, 1964). Y ello para no mencionar la idea de
Spinoza de que en la base “pasional” del conflicto entre las potencias individuales
en el “estado de naturaleza” (que sólo superficialmente recuerda al de Hob-
158
bes) hay una relación con el Otro cargada de la ambigüedad amor-odio, “originaria
e inescapable, vivida inmediatamente como limitación recíproca, pero también
como necesidad nacida de la carencia, de la penuria y de la astucia” (Chaui,
1999): una relación que sin duda nos remite a mucho Freud, pero sobre todo al
Sartre de El Ser y la Nada .
Ya hemos hablado también de Benjamin, y de su peculiar concepción de la
alegoría como construcción inacabada sobre las ruinas del pasado, en oposición
al símbolo como codificación “congelada” del sentido, y del significado profundamente
histórico-político de esa confrontación. ¿Y no se percibe también ahí la
huella spinoziana, en tanto también la alegoría es una causa sui en perpetua refundación
de su sentido? ¿No podríamos incluso arriesgar la hipótesis de que esa
oposición benjaminiana reproduce la oposición de fondo entre el Tratado Teoló -
gico-Político y el Leviatán, con su obsesión “simbólica” (siempre en el sentido
de Benjamin) por codificar los significados en un orden estable e instituido de
una vez para siempre?
Es esa misma idea de construcción (si bien no, al menos explícitamente, la
de alegoría) la que encontramos en Balibar, cuando subraya que para Spinoza -al
contrario de lo que sucede en Hobbes- el lugar de la Verdad no es el lenguaje, entendido
como pura denominación/representación, sino justamente un proceso de
construcción colectiva en el que la racionalidad y las pasiones están en un vínculo
de mutua implicación: las ideas son “afectos” tanto como los afectos son ideas.
Allí donde para Hobbes se trata de la Verdad como institución (nominalismo de
lo universal), para Spinoza se trata de la Verdad como constitución (nominalismo
de lo singular)(Balibar,1997). Es cierto que Balibar cree percibir en Spinoza -y,
en un sentido genérico, quizá no se equivoque- un sordo y semi-inconsciente “temor
a las masas”. Pero si él existe, es la otra cara de su “realismo”, por el cual sabe
que el riesgo del desborde pasional e irreflexivo de las masas es el precio a pagar
por una democracia verdaderamente radical.
Ya hemos descrito cómo en Rancière la tensión dialéctica entre lo universal
y lo singular, entre lo Uno y lo Múltiple, permea el lugar imposible de una política
que, paradójicamente, tiene que excluir aquello mismo a lo que debe su existencia:
la potencia fundadora del demos; vale decir, tiene que atenerse a los efectos
negándose el reconocimiento de la Causa. La inspiración spinoziana no podría
ser aquí más transparente; pero no hace casi falta recordar que, en estos términos,
ella ya estaba en Marx: en sus críticas juveniles a la falsa “universalidad”
de las nociones de Estado y Ciudadanía, pero también, en otro registro, en el análisis
del fetichismo de la mercancía, que es la piedra fundamental de su investigación
crítica sobre el capitalismo.
Pierre Macherey, por su parte, pone en juego, desde su exhaustivo estudio de
la Ética, la cuestión del conjunto de la realidad considerado a partir del principio
racional y causal que le confiere a la vez su unidad interna -su carácter de abso-
159
El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
luta necesidad- y la libertad que, sobre estas bases “objetivas”, tiende a un proyecto
de “liberación ética” de las constricciones del poder ( Macherey, 1998).
Alain Badiou retorna al problema de los fundamentos matemáticos de la Ontología,
claro que con las ventajas de la moderna matemática “cualitativa” (Cantor,
Gödel, Cohen), construida -si entendemos bien- alrededor de un conjunto va -
cío que en el discurso de Badiou parece metaforizar la in-completud del Ser (también
el político-social). Es cierto que el autor critica a Spinoza por su “resistencia”
a admitir este vacío fundante en el cual vendría a inscribirse la “verdad” del
Acontecimiento. Pero, aunque la crítica no nos parezca del todo justa -supone una
petición de principios hecha tres siglos y medio después-, queda de ella la demostración
de la pertinencia de un “retorno” a Spinoza en un pensamiento filosóficopolítico
plenamente actual (Badiu, 1999).
Finalmente, Toni Negri -cuya célebre oposición entre el poder constituyente
y el poder constituido es de explícito cuño spinoziano (Negri, 1993a)- ha señalado
con agudeza, en su estudio específico sobre Spinoza, cómo Baruch construye
lo que se podría llamar una ontología asimismo constituyente del sujeto colectivo,
por lo cual hay que entender en Spinoza no exactamente una “ontología política”,
sino lo político como ontología, como aquella Causa que le da su Ser a lo
social, y por la cual ambos órdenes (lo político y lo social) son inseparables e “interminables”:
si Dios -que podemos tomar acá como una metáfora del “Estado”
en su sentido más amplio, cuasi gramsciano- se expresa en la multiplicidad de la
Naturaleza, ello significa que El mismo no está hecho de una vez y para siempre,
sino que se auto-produce constantemente en los conatus multiplicados que pugnan
sin término por hacer perseverar el Ser: ¿qué otra cosa puede querer significar
que Dios es in-finito ? (Negri, 1993b) Por otra parte, esa “in-finitud”, como
ya hemos dicho, no se opone a un contrario, pensado como “finitud”: ella es absoluta,
es un conatus totalizador que no reconoce límites en las leyes positivas;
en todo caso, las adapta y las redefine según sus necesidades de perseverancia. La
“filosofía política” de Spinoza, pues, es social y antropológica antes que meramente
jurídica, como la de Hobbes y el liberalismo posterior.
Estas referencias son importantes: ellas permiten ver hasta qué punto en las
vertientes más interesantes del pensamiento de izquierda de la última parte del siglo
XX el nombre de Spinoza es una marca decisiva, como refrendando aquel
dictum de que todos tenemos al menos dos filosofías: la propia y la de Spinoza.
Pero hay algo más. Permiten asimismo, de algún modo, interrogar y complejizar
una imagen dicotómica que hemos recibido como sentido común, y según la cual
el “marxismo occidental” se dividiría entre la remisión a un origen hegeliano (Lukács,
Sartre, la Escuela de Frankfurt, etc.) o a un origen spinoziano (la “escuela”
althusseriana continuada-discontinuada en Balibar, Rancière, Macherey, Badiou,
y por otro lado Toni Negri, etc.). Pero las cosas no parecen ser tan sencillas: ni
Althusser y sus continuadores “rebeldes” fueron siempre tan anti-hegelianos co-
160
mo quisieron mostrarse 8, ni los “hegelianos”, como acabamos de verlo, dejaron
de registrar -a veces de manera igualmente decisiva- el peso del discurso de Baruch.
Hoy se ha transformado en una tarea de primer orden (teórica y filosófica,
pero también, por eso mismo, política) revisar esa dicotomía: un “diálogo” -sin
duda a veces ríspido y cargado de posibles conflictos, como todo diálogo- entre
Spinoza y Hegel, pensado como base de un marxismo complejo, crítico y abierto,
pero al mismo tiempo apoyado en cimientos filosóficos y “ontológicos” sólidos
que lo sustraigan al vértigo tentador de las “novedades”, resulta indispensable.
La dialéctica histórica de Hegel, con su reconocimiento de la difícil relación
necesidad/libertad (y hemos visto que algo del mismo orden puede rastrearse en
Spinoza) puede ser un buen antídoto contra la tentación de resolver la supuesta
“crisis” del marxismo en favor del puro azar y de la contingencia: Spinoza, también
lo hemos visto, no pretende reducir su propia concepción de la Historia a
esos términos. El propio Baruch, por su parte, puede servir de plataforma para la
construcción de otra dialéctica, menos obsesionada por la Aufhebung superadora
y por el hegeliano afán de “reconciliación” entre el Universal y el Particular, y
más atenta a la tensión entre lo Uno y lo Múltiple y a la singularidad (de las sociedades,
de los sujetos, de las historias “locales”): eso puede ser un buen antídoto
contra las teleologías, los finalismos y los universalismos abstractos, pero al
mismo tiempo permite sortear las trampas de un “post-marxismo” multiculturalista
que se pretende sin fundamentos de ninguna especie. Por otra parte, los llamados
“Estudios Culturales” y la Teoría Postcolonial tendrían mucho que ganar
en profundidad analítica y crítica de una articulación semejante, que permitiría
pensar más complejamente las tensiones “particularistas” de la globalización capitalista,
frente a la reivindicada “ausencia de fundamentos” en esas corrientes de
pensamiento. Finalmente, una mutua compensación de la seducción del irracionalismo
por la vigilancia de la Razón (del lado de Hegel), y de la omnipotencia
idealista-racionalista por la conciencia de las pasiones (por el lado de Spinoza)
pueden evitar otras seducciones: la indecisión de Hamlet no tiene por qué arrancarse
de cuajo mediante el “decisionismo” irreflexivo -como parece ser cada vez
más el caso de Laclau y Mouffe-, y el “cartesianismo” o el “kantismo” de Edipo
no tiene por qué renegar de las pasiones y entonces ser aplastado por su retorno
desde lo reprimido -como les sucede a los “universalistas” á la Rawls o Habermas,
que, en su debate con los “comunitaristas”, pecan de un paradójico racionalismo
abstracto que termina haciéndolos caer en el oscurantismo contractualista
a ultranza-. Los mismos comunitaristas, a su vez, caen en su propia trampa: su
posición “particularista” está enunciada desde un sujeto universal -un “narrador
omnisciente”, diría la teoría literaria- que dicta leyes generales para las comunidades
particulares (Zizek, 1998)9. En todos estos casos nos encontramos con oposiciones
y/o reducciones de lo Universal a lo Particular o viceversa, cuyo efecto
irónico es que terminan de algún modo diciendo lo contrario de lo que se proponen.
Una mayor atención a la filosofía spinoziana les permitiría, quizá, romper el
círculo vicioso de una negación de la ontología que termina siendo la más afir-
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El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
mativa de las ontologías: una suerte de descripción “positiva” del universo político
y social. En cambio, en Spinoza (así como en Marx, en Lukács, en Sartre, en
Adorno o en cualquiera que funde su “ontología” en la praxis auto-creadora) es
la negatividad de un movimiento ético (en la medida en que, por supuesto, implica
“decisiones” racionales y pasionales condicionadas por la dialéctica Libertad-
/Necesidad) la que permite fundamentar la “totalización” de la “indecidible” multiplicidad
de un Ser siempre provisorio. Otra vez, las consecuencias políticas son
enormes, y podrían esquematizarse en dos opciones: el Universo como administración
(no importa cuán “justa” o procedimentalmente “democrática”, incluso
“radicalmente” democrática) de lo existente, o el Universo como producción de
lo Nuevo.
Entiéndase bien, entonces: no estamos proponiendo un “justo medio” ni una
“tercera vía” filosófica o política. Estamos apostando -provisoriamente, como lo
es toda apuesta- a un pensamiento de lo político como poiesis en estado de refundación
permanente, que sea él también causa sui, pero cuyos efectos sean, en la
medida de lo posible, concientes de sus causalidades inmanentes: de su propio
poder constituyente; aunque nunca terminemos de saber realmente lo que puede
nuestro cuerpo, sabemos que ahondar en las causas de su potencia puede permitirnos
aumentarla, aunque el riesgo esté siempre al acecho. Es la única vía de recuperar,
en su mejor sentido, un espíritu de tragedia que nos defienda de la farsa.
162
Bibliografía
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Notas
1. Le agradezco a Jack Nahmias el regalo de esta frase seca, dura, sintética y
altamente sugerente.
2. Perro / lobo / chacal / cucaracha / mono, etcétera: toda una estética y una
concepción del mundo kafkianas dependen del lugar de una animalidad que,
si se pensara con criterios lévistraussianos, tendría más que ver con la articu -
lación (o, mejor, con la relación “banda de Moebius”) entre Naturaleza y
Cultura, que con su separación tajante a la manera hobbesiana.
3. Para todo este análisis es absolutamente imprescindible la obra definitiva
(si bien aún no totalmente publicada) sobre Spinoza: Chaui, Marilena 1999.
4. ¿ Plus–de–goce lacaniano en las huellas del plusvalor marxiano? Dejo a
los más entendidos que yo la construcción de esa compleja genealogía. Pero
asiento aquí mi convicción plena de que el descubrimiento por Marx de la
plusvalía y del fetichismo de la mercancía es un acontecimiento decisivo para
la filosofía occidental (y no sólo para la crítica del capitalismo, aunque
aquel descubrimiento no hubiera sido posible sin esta crítica, con lo cual ella
se transforma en el principio material renegado de la filosofía moderna), ya
que en él se asume por primera vez la imposibilidad de un “acuerdo” entre lo
singular y lo universal: es esa imposibilidad la que constituye el significado
último del concepto de “Totalidad” –ahora tan denostado, por las peores razones–
en el pensamiento de Lukács, Sartre o la Escuela de Frankfurt. Y, como
intentaremos mostrarlo, la primera intuición “moderna” de esta problemática
se encuentra en Spinoza.
5. Para el mejor análisis que conozcamos sobre esta polémica de Spinoza con
Descartes ver Deleuze, Gilles 1975.
6. Walter Benjamin, Origen..., op. cit. La teoría benjaminiana de la oposición
entre símbolo y alegoría, aunque los críticos no siempre lo reconozcan, le debe
mucho a El Alma y las Formas (Madrid, Grijalbo, varias ediciones) de
Georgy Lukács, un autor que es indispensable rescatar del exilio infame a
que ha sido sometido por la academia bienpensante, incluida la de izquierda.
164
7. Entre nosotros, hay un razonamiento análogo en Rozitchner, 1997.
8. La reciente publicación de los escritos “juveniles” de Althusser sobre Hegel,
en los que puede encontrarse el embrión de muchas de sus posiciones
posteriores, pero en el contexto de una celebración positiva de la obra hegeliana,
muestran hasta qué punto su furioso “anti-hegelianismo” posterior estuvo
motivado, como muchos sospechaban, por razones de política más o
menos inmediata.
9. Para una estupenda crítica de estas posiciones, fundada en buena medida
en la conjunción Spinoza / Hegel / Marx / Lacan, Zizek, Slavoj 1998.
165

CONTINUA

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