martes, 11 de mayo de 2010

El poder de la virtud en el principe de Maquiavelo

Leyendo ‘El príncipe’
c Gianfranco Pasquino
(Traducción de Mariano Aguas)
La primera noticia cierta que tenemos sobre la composición de un opúsculo
titulado De principatibus la recibimos del mismo Maquiavelo. La misma
es comunicada al amigo e interlocutor epistolar Francesco Véttori, en
aquel momento embajador de los Medici ante la Santa Sede, con el cual mantiene
una nutrida y afectuosa correspondencia. En la carta, escrita el 10 de diciembre
de 1513, Maquiavelo sintetiza el contenido de su opúsculo con estas palabras:
en el De principatibus “... me sumerjo (adentro) cuanto puedo en las posibles co -
gitazioni de este sujeto, discutiendo qué cosa es el principado, de qué especie son,
cómo se adquieren, cómo se mantienen, por qué se pierden...”. El texto ha llegado,
agrega Maquiavelo, a los últimos retoques “... a pesar de que siempre lo engroso
y podo [refino]...”.
Sólo unos pocos meses antes, en abril de aquel año, ciertamente preso de una
de las depresiones que la política inevitablemente causa a quien la practica con
pasión y sentido cívico y a quien reflexiona sobre ella con lucidez y empeño intelectual,
Maquiavelo había escrito una carta anticipatoria al mismo Vettori: “...
Y si bien yo esté obligado a no pensar más ni a razonar sobre cosas de estado, como
lo prueba mi retiro y el haber huido de toda conversación (...) por cierto, para
responder a vuestras preguntas, estoy forzado a romper cada voto de silencio...”.
Un año y medio después, el 3 de agosto de 1514, afortunadamente con El
Príncipe ya terminado, cuando escribe a Vettori sobre su enamoramiento, anuncia
su rechazo definitivo a la política con estas palabras: “... He dejado los pensamientos
sobre las cosas grandes y graves; no me deleita más leer las cosas an-
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Fortuna y virtud en la república democrática
tiguas ni razonar las modernas (...) yo jamás he hallado en ellas [en las tareas de
estado] sino daño, y en éstas [del corazón] siempre bien y placer...”.
Después de 14 años, de 1498 a 1512, pasados muy activa e intensamente, con
gran satisfacción personal, al servicio de la República Fiorentina como secretario
de la cancillería y luego también como secretario de los Dieci di Libertà e Balia,
organismo ejecutivo para los asuntos exteriores y militares (poco menos y poco
más que un ministro de relaciones exteriores), Maquiavelo no sólo ha perdido el
puesto. Ha sido arrojado en prisión y torturado. Liberado, a los 44 años está desocupado
y con una situación económica declinante. Durante el día se atarea, olvida
de los disgustos y alguna vez se divierte. Parece vivir, casi anticipadamente,
la vida de los hombres (y presumiblemente de las mujeres) liberados/as de la
opresión de clase en la idílica visión que dará Karl Marx tres siglos más tarde.
En esa famosa carta cuenta que por la mañana va dos horas a un bosque con
los leñadores; luego a una fuente; luego a una pajarera de su propiedad donde se
da a la lectura, Dante o Petrarca, o bien “... poetas menores, como Tibulo, Ovidio
y similares: leo aquellas amorosas pasiones suyas y aquellos amores suyos, recuérdome
los míos, gozo un poco en este pensamiento...”. Luego va a la taberna,
donde “... hablo con aquellos que pasan, pregunto sobre las nuevas de sus países,
comprendo varias cosas y noto varios gustos y diversas fantasías de los hombres...”.
Llegada la hora de comer lo pasa con su brigada.
Retorna luego a la taberna y se encanalla, como escribe él mismo, con el tabernero,
con un carnicero, con un molinero, con dos panaderos: “... así revuelto
entre estos piojosos saco el cerebro de moho y desahogo la malignidad de esta
suerte mía, estando contento que me pisotee de este modo, para ver si la misma
se avergüenza...”. Y finalmente llega el anochecer. A propósito, es mejor que ceda
la palabra directamente a “maese Niccolò”:
“Al anochecer retorno a casa y entro en mi escritorio; y en su umbral me desvisto
de los ropajes cotidianos, llenos de fango y de lodo, y me visto con ropas
reales y curiales; y vestido decentemente entro en las antiguas cortes de
los hombres antiguos donde, recibido amablemente por ellos, me nutro de
aquel alimento, que sólo es el mío, y para el que yo nací; donde no me avergüenzo
de hablar con ellos y preguntarles sobre las razones de sus acciones:
y ellos por su humanidad me responden; y por cuatro horas de tiempo no
siento aburrimiento alguno, olvido toda fatiga, no temo la pobreza, no me
asombra la muerte: me transfiero en un todo hacia ellos...”.
Es siempre la carta a Francesco Vettori que concluye con un pedido atenazante
y con un deseo urgente que se fundan en dos reivindicaciones formuladas con
franqueza y nitidez, pero sin soberbia. La premisa de Maquiavelo tiene dos componentes.
Pide poder volver a servir al estado: “... porque yo me malogro y largo
tiempo no podré estar así sin que me haga pobre...” . De ahí el deseo que “... es-
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tos señores Médici me den alguna tarea, aún si fuese hacer rodar una piedra...”.
En cuanto a las reivindicaciones, la primera tiene que ver con la ciencia: “... por
esta cosa [o sea el “librito” sobre El Príncipe], cuando sea leída, se verá que los
quince años que he dedicado al estudio del arte del estado, no los he ni dormido
ni jugado...”. La segunda reivindicación concierne a la lealtad política: “... y de
mi fidelidad no se debería dudar, porque habiéndola siempre observado, yo no debo
ahora aprender a romperla; y quien ha sido fiel y bueno cuarenta y tres años,
que son los que tengo, no puede cambiar de naturaleza; y de la fidelidad y bondad
mías es testimonio mi pobreza...”.
Nicolás Maquiavelo no recuperó más ningún cargo público y murió a los 58
años. Autor de muchos estudios importantes y de no pocas comedias, para cuyo
análisis recomiendo el libro de Ezio Raimondi, Politica e commedia. Il genio tea -
trale di Niccolò Machiavelli, recientemente reeditado por Il Mulino, su fama queda,
pese a todo, para la opinión pública definitivamente ligada a El Príncipe (aunque,
para los estudiosos, también a los Discursos).
El ex secretario florentino, ya que éste era el título para él más prestigioso,
escribió El Príncipe entre julio y diciembre de 1513 (y lo retocó sólo parcialmente
después). Son 26 breves capítulos precedidos por una dedicatoria al Magnífico
Lorenzo de Médici, un potencial príncipe, un auspiciable benefactor.
La dedicatoria justifica su homenaje con palabras significativas. “... No he
encontrado en mi objeto cosa alguna que sea para mí más querida, que el conocimiento
de las acciones de los grandes hombres, aprendido a través de una larga
experiencia de las cosas modernas y de una continua lección de las antiguas: las
cuales habiendo yo con gran diligencia largamente discurrido y examinado, y
ahora en un pequeño volumen reducido, envío a Vuestra Magnificencia...” (y
también, agrego yo, por suerte, a la beneficencia de tantísimos lectores -que no
son todos- que seguirán y comprenderán al Secretario Florentino, naturalmente
no es lo mismo con los “antimaquiavélicos” que lo son por esnobismo, ignorancia
o disenso).
Con aquella dedicatoria Maquiavelo se proponía caer de algún modo en el favor
de Lorenzo porque su vida le parece, y probablemente para un hombre de su
naturaleza, de su capacidad, de su activismo, muy lúgubre. De modo que no se
contiene en llamar la atención de Lorenzo sobre su estado: “... Y, si vuestra Magnificencia
desde el ápice de su altura alguna vez posara sus ojos en estos bajos lugares,
conocerá cuanto yo indignamente soporto una gran y continua mala fortuna...”.
Aparece aquí una de las palabras claves del análisis que Maquiavelo hará
de los príncipes y de los principados. Conviene, todavía, proceder por orden.
Desde la dedicatoria Maquiavelo pone en claro el punto relativo a la adquisición
de los conocimientos en materia de política: resulta necesaria, es más, indispensable,
una combinación fructífera. Primero se necesita tener “una larga ex-
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Fortuna y virtud en la república democrática
periencia sobre las cosas modernas”; segundo, se necesita también saberlas interpretar
gracias a “una continua lección de las antiguas”. En otro lugar afirmará haber
aprendido “por una larga práctica y continua lección de las cosas del mundo”.
Maquiavelo es, por otro lado, perfectamente conciente que leer no basta. Se necesita
leer “con diligencia”, o sea, con cuidado; “sensatamente”, con inteligencia;
y se necesita saber reflexionar: “discurrir/inventar”.
En su intensa actividad pública, Maquiavelo jamás ha dejado de estudiar. Si
aquella que los sociólogos llaman “observación participante” le ha sido de enorme
ayuda para la reflexión política, no habría sido nunca suficiente en ausencia
de los vigorosos cimientos adquiridos en la lectura, en el frecuentar “antiguas cortes
de los antiguos hombres”, en el haber “capitalizado”, o sea atesorado, su conversación
y, naturalmente, sin la agudeza y la potencia de su juicio. Este segundo
conjunto de factores da vida, o mejor, configura aquello que es justo definir
como análisis histórico-comparado de los sucesos.
El método de Maquiavelo consiste en comprobar la regla general que, tomada
de la lección de las cosas, “nunca o raramente falla”, de frente a la inestabilidad
y a la inseguridad del mundo, del riesgo. Ciencia es: “observación y control”
(y, si es oportuno, revisión de las reglas y explicaciones, aún idioscincráticas, con
referencia a casos, situaciones, condiciones específicas, de las excepciones) y
control no se puede tener, evidentemente, sin comparación. Esta comprobación
de reglas generales y el relativo control se logran de mejor forma, sostiene instrumentalmente
Maquiavelo en la dedicatoria mencionada, si se asume una precisa
perspectiva: “... porque así como aquellos que dibujan los poblados se ubican bajo
en la llanura para considerar la naturaleza de los montes y de los lugares altos,
y para considerar aquella de los lugares bajos se ubican en lo alto sobre los montes,
en forma similar para conocer bien la naturaleza de los pueblos es necesario
ser príncipe, y para conocer bien aquella de los príncipes se necesita ser del pueblo
(popular)...”. En fin, se necesita saber estar “distanciado” de los sucesos que
se analizan y se evalúan, se necesita saber tomar una distancia crítica del objeto
del propio estudio.
Toda esa conciencia metodológica y las relativas enseñanzas no sirvieron a
Maquiavelo para construir una técnica de gobierno y para fundar una ciencia de
la política aséptica, pura, aeróbica. Sirven sí para dar instrumentos eficaces, útiles,
incisivos al Príncipe. Por lo tanto, si ciencia de la política ha de ser, Maquiavelo
no intenta en absoluto esconderse detrás de cualquier neutralidad e imparcialidad.
No hace uso de medidas trucadas y no da razones, ya sea para unos como
para otros, de su provecho personal y profesional. Una vez más, y para siempre:
“la larga experiencia de las cosas modernas y la continua lección de las antiguas”,
que deben ser naturalmente ambas renovadas continuamente, colman la
distancia entre la ciencia política “pura” y la ciencia política “aplicada”. Más aún,
es dudoso que la primera pueda de verdad existir, dado su objeto, si no quiere y
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no puede transformarse, en caso necesario, en aplicación; si no es construida de
manera tal de ir al encuentro de la prueba de los hechos, de la verificación de la
historia, de la proyección ambiciosa. Este es un punto a tomar en cuenta: es, en
efecto, el punto de fuerza de la ciencia política respecto, por ejemplo, cuando se
habla de Estados, de ordenamientos, de repúblicas, de la filosofía política.
Las fuentes escritas de Maquiavelo son los clásicos del pensamiento político
griego y romano, las historias de vidas famosas, con profundizaciones psicológicas.
Su análisis de la política, en efecto, se funda y se nutre de los comportamientos
efectivos y de las motivaciones de los mismos. Utilizando un término contemporáneo,
podríamos sostener que, en medida no pequeña, el análisis de Maquiavelo
es behaviorista, es decir, conductista. Si no fuese porque Maquiavelo está
también muy atento a la estructura de las situaciones, a aquella que hoy es definida
por la ciencia política como la estructura de las oportunidades, entendidas
como condiciones facilitantes, pero también como vínculos que constriñen la acción
política, los cuales, naturalmente, los actores políticos más avezados saben
tener en cuenta. En fin, naturalmente, parte de las cogniciones de Maquiavelo
son, por así decirlo, antropológicas y de psicología colectiva, ligadas a una visión
de los hombres que no es, según la acusación más frecuente y difusa, inexorablemente
negativa, sino sobriamente, hasta amargamente, realista.
Aesta altura ¿qué es entonces El Príncipe? ¿Es un tratado sobre la tiranía, a favor
de la tiranía, y Maquiavelo es, por añadidura, como ha sido escrito recientemente,
un protofascista? ¿Es un panfleto de un patriota conmovido y frustrado a la búsqueda
de un contrato de trabajo y Maquiavelo es un desencantado demasiado dispuesto
a colaborar, un potencial asesor de quien siga sus ideas? ¿O más bien es la lúcida
obra de un hombre apasionado por la política, obligado por la fortuna a no practicarla
más, pero a estudiarla, para nada carente de compromiso civil, como sostiene,
entre algunos pocos, en verdad, Gennaro Sasso (1980: p. 346)? Lo cito: “... El
principado representa el remedio que, asistidos de extraordinaria virtud, legisladores
esclarecidos buscan oponer a la corrupción de las repúblicas...” y el Príncipe muestra
el carácter de experimento racional, conducido sobre el mismo cuerpo de aquello
que por definición es variable (la fortuna) transformándose, así, “... más que en
una teoría del principado, en una teoría de la virtud en su relación con la historia...”.
¿Quién llega a ser príncipe? El príncipe de Maquiavelo deviene tal o con el
favor del pueblo o con aquel de los grandes. Nótese que “popular” puede significar
no sólo ser conocido por el pueblo, sino también apreciado; por lo tanto, sin
forzar los términos, implica ser “democrático”. Civil es el príncipe que gobierna
para el interés del pueblo, y puede ser también que haya adquirido su cargo con
métodos no recomendables, como con la violencia, la crueldad, la usurpación. Sin
embargo, aún este príncipe puede redimirse beneficiando al pueblo. Un príncipe
no legítimo, ex título, puede devenir tal quoad exercitium, gracias al modo con el
cual ejerce su cargo. Aún así, Maquiavelo no tiene dudas:
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“... aquel que llega al principado con la ayuda de los grandes se mantiene con
más dificultad que aquél que llega con la ayuda del pueblo...” (p. 47). Los grandes
traman, y satisfacer a los unos no se puede sin injusticia para los otros. En
cambio, “... aquel del pueblo es más honesto fin que aquel de los grandes, queriendo
estos oprimir y aquel no ser oprimido...” (p. 47). Por otra parte, Maquiavelo
no tiene dudas: “... a un príncipe le es necesario tener al pueblo de amigo: de
lo contrario no tiene remedio durante la adversidad...” (p. 48). Para utilizar mi terminologia
más pobre, Maquiavelo pone en claro relieve cuan útil es al príncipe
construirse una mejor estructura de oportunidades haciendo palanca sobre un número
elevado de sostenedores que no pueden más que ser el pueblo.
Como fundamento de esta ciencia política aplicada figura uno de los grandes,
probablemente, el mayor aporte de Maquiavelo al estudio de la política: la autonomía
o, como sostiene Gennaro Sasso, la exclusividad de la política. ¿Qué cosa
quiere decir?
Tomo la referencia de Sasso (1980: pp. 427-428). Antes que nada, la política
es, para Maquiavelo, “... la realidad primera de la vida humana, el único fin que,
usándolo también como medio, el hombre está necesitado a perseguir, con el sacrificio,
si es necesario, de su misma alma. La política es, sin duda, en este sentido,
realidad autónoma. A ninguna regla ética su regla puede jamás ser subordinada...”.
Ya que no entra en ninguna relación de mediación con la ética, la política
es, por un lado, absoluta, superiorem non recognoscens: no reconoce límites
si no aquellos que ella misma pone; por el otro, es total: en palabras de G. Sasso,
“... se constituye a través de la añoranza por el mundo perdido de la ética, de la
bondad, de la pureza...” (1980: p. 429). Alcanzado un punto de no retorno, la política
se destaca como una actividad autónoma, que, como tal es y debe ser, si se
la quiere entender y dominar, no más (nunca más) subordinable a cualquier otro
interés o enseñanza so pena de graves consecuencias.
Fundada la autonomía absoluta de la política esto no sugnifica que el Príncipe
sea igualmente desvinculado en su comportamiento. Es más, es precisamente
en este punto que aparecen algunos grandes problemas abiertos y muy debatidos
del análisis de Maquiavelo y de las múltiples y erróneas lecturas que han sido hechas.
A mi modo de ver, estos problemas son al menos tres:
Primero, la relación entre el bien y el mal en política; el rol de la razón de estado
(que quien había probado la violencia sobre su piel debía sentir con mayor
agudeza). Maquiavelo no tiene ninguna duda: “... Cuanto sea loable en un príncipe
por mantener la palabra dada y vivir con integridad y no con astucia, cada uno
lo entiende: no en vano se ve por la experiencia en nuestros tiempos a aquellos
príncipes haber hecho grandes cosas que de la fe han tenido poca cuenta, y que
han sabido con astucia cambiar el cerebro de los hombres: y al final han superado
aquellos que se fundaron sobre la lealtad...” (p. 84).
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Maquiavelo no juzga, sino que expone (y sabe muy bien) que se necesita
combinar las leyes con la fuerza (¿qué cosa es el estado de Max Weber si no “el
monopolio legítimo del uso de la fuerza”?), saber usar bien la bestia y el hombre.
“... Estando entonces un príncipe necesitado de saber usar bien la bestia, debe de
aquellas saber tomar lo del zorro y lo del león; porque el león no se defiende de
lazos, y el zorro no se defiende de lobos...” (p. 85). “... Y si los hombres fuesen
todos buenos, este precepto no sería bueno, pero, como son tristes y no lo observarían
respecto de ti, tu obligado no estás a observarlo respecto de ellos...” (pp.
86-87). El mal aparece así muy lejos de ser la esencia de la política de Maquiavelo.
Es exclusivamente una de las posibles consecuencias del accionar político.
Concordando con Sasso, se puede agregar que el mal no constituye la esencia de
la política, pero si uno de sus instrumentos, un instrumento con el cual la política
afronta la naturaleza. Para esta eventualidad es necesario prepararse con tiempo
ya que Maquiavelo sabe, al contrario, que “... es común defecto de los hombres
no tomar en cuenta, en la bonanza, la tempestad...” (p.120).
El contraste existe y se enciende entre la ética, la cual puede imponer para su
actuación el sacrificio de la vida; y la vida, la cual puede y debe a la par imponer,
para su actuación, el sacrificio de la ética. De ahí la famosísima, pero comunmente
mal interpretada afirmación: “... se necesita que tenga un ánimo dispuesto a
cambiar según los vientos y lo que las variaciones de la fortuna le ordenen, y (...)
no apartarse del bien, pudiendo saber entrar en el mal cuando es necesario...” (p.
87). El príncipe estará obligado a hacer el mal exclusivamente cuando las circunstancias
se lo impongan “... porque un hombre que quiera hacer en todas partes
profesión de bueno, labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son.
De donde es necesario a un príncipe, queriéndose mantener, aprender a poder no
ser bueno, y usarlo y no usarlo según la necesidad...”.
No se pueden usar todas las virtudes “... por las condiciones humanas que no
lo permiten...” (p. 76). Aún así, Maquiavelo no tiene dudas: “... no se puede llamar
virtud matar a sus ciudadanos, traicionar a los amigos, ser infiel, sin piedad,
sin religión...”, y a propósito de los presuntos medios que justifican los presuntos
fines, “... cuyos modos pueden conseguir un imperio, pero no la gloria...” (p. 42)
y refiriéndose al tirano siciliano Agatocles: “... su feroz crueldad e inhumanidad,
con infinitas perversidades, no permiten que esté entre los excelentísimos hombres
celebrados...” (p. 43).
Sin embargo, la autoridad y el poder infunden automáticamente algún sano
temor y, probablemente, no pueden renunciar a ello a priori. Es más, existe algún
tipo de apreciable sacralidad ya sea del poder como de la autoridad que depende
también de los comportamientos de sus detentores. “... Debe seguramente el príncipe
hacerse temer de modo que, si no conquista el amor, al menos que ahuyente
el odio; porque pueden coexistir el ser temido y no odiado; lo que conseguirá
siempre que se abstenga de las propiedades y de las mujeres de sus ciudadanos y
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de sus subditos...”, “... porque los hombres olvidan más rápido la pérdida del padre
que la pérdida del patrimonio...” (p. 82), de acuerdo a la antropología de Maquiavelo.
En cuanto a las “necesarias” crueldades, Maquiavelo efectúa una decisiva diferenciación
entre aquellas bien usadas y aquellas mal usadas: “Bien usadas se
pueden llamar aquellas –una inserción extraordinariamente reveladora- “(si del
mal es lícito hablar bien)”, que se hacen repentinamente, por necesidad y para
asegurar, no insistiendo en ellas, con la mayor utilidad para el mayor número de
súbditos que se pueda. Mal usadas son aquellas que, aunque al principio sean pocas,
tienden a crecer con el tiempo perdiendo eficacia...” (p. 45). El príncipe debe
igualmente saber dosificar tanto la crueldad como la benevolencia: “... Las injurias
se deben hacer todas juntas, de modo que, saboreándose menos, ofendan
menos: y los beneficios se deben dar de a poco, de modo que se saboreen mejor...”
(p. 46).
Finalmente, a propósito del pueblo y de la utilidad que el príncipe tenga o adquiera
una buena relación “... porque los hombres, cuando reciben el bien de
aquellos de quienes creían recibir el mal, se obligan más respecto de su benefactor...”
(p. 48). Emerge, tal vez, en este consejo un componente paternalista de la
dirección de los gobiernos.
Habiendo hablado de la crueldad y del mal, existe un segundo gran tema con -
trovertido: “el fin justifica los medios”, el famoso Maquiavelismo. “... Haga un
príncipe lo necesario para vencer y mantener un estado: los medios siempre serán
juzgados honorables, y por cada uno ponderados...” (p. 88) (pero no aquellos
de Agatocles, feroz y desalmado). De todas formas algunos medios, especialmente
si son practicados dentro de la estructura de oportunidades existente, son preferibles.
Algunas veces el príncipe mismo podrá intentar cambiar, redefinir la estructura
de oportunidades.
Por otro lado, el problema no consiste solamente en conquistar el poder, sino
también en mantenerlo continuamente. ¿Cómo? La respuesta de Maquiavelo no
deja lugar a dudas: con el consenso del pueblo. “... La mejor fortaleza que existe,
es no ser odiado por el pueblo...” (p. 107).
En consecuencia, “... censuraré (reprocharé) a cualquiera que, fiándose en sus
fortalezas (potencias), estime (tema) poco ser odiado por el pueblo...” (p. 108), y el
ya citado: “... a un príncipe le es necesario tener al pueblo de amigo: de lo contrario
no tiene remedio durante la adversidad...” (p. 48). En esta toma de conciencia
se coloca, precisamente, la redifinición de la estructura de oportunidades: “... Un
príncipe sabio debe pensar un modo por el cual sus ciudadanos, siempre y en todo
tiempo, tengan necesidad del estado y de él: y así le serán siempre fieles...” (p. 51).
El tercer tema de enorme importancia que aparece en El Príncipe tiene que
ver con las múltiples, controvertidas, a menudo decisivas, relaciones entre la vir -
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tud y la fortuna. Indagar qué cosa son y cómo inciden sobre las acciones humanas
y sobre su eficacia, en suma, intentar comprender si somos, y hasta dónde,
patrones de nuestro destino significa recoger una parte conspicua de la esencia de
la actividad política. La virtud es, de todas formas, como Maquiavelo escribirá en
Los Discursos, de manera fiel a la realidad, el deber de “no abandonarse nunca”.
Pero, ¿qué es aquello de la fortuna? ¿Un artificio retórico y conceptual para explicar
aquello que, de otra forma, no se podría entender?, ¿o el recurso legítimo
a un factor que puede ser él mismo explicado, una condición del sucederse de los
eventos humanos, obviamnete nunca todos previsibles, nunca completamente
previsibles? Seguramente, la virtud es un factor laico, secular que nada tiene que
ver con la predestinación ni con la superstición. No es la naturaleza que, en el
peor de los casos, es el punto de partida estable, mientras la fortuna es el elemento
variable y que se manifiesta en movimiento. No es la necesidad, no es el azar,
no es la suerte, no es la envidia, no es la ambición, no es la ingratitud, no es el
hecho, no es el destino, no es el cielo, menos que menos la providencia (o la improvidencia)
y tampoco la divinidad. “... La fortuna representa la condición pasiva
del suceso político en las conquistas o en la administración interna. La virtud
es su contraparte activa...” (como escribió Leonardo Olschki).
La fortuna es la conclusión a que he llegado en forma personal, es el modo
con el cual, sea por error o por racionalidad limitada, con la apertura incompleta y
el cierre prematuro de las puertas y de las ventanas de oportunidades, los hombres
y las mujeres se construyen sus trayectorias terrenas, sus historias de vida. Maquiavelo
sabe que muchos opinan que “... las cosas del mundo son gobernadas por
la fortuna y por Dios, de forma tal que los hombres con su prudencia no pueden
corregirlas, es más no tienen remedio alguno; y, por esto, podrían juzgar que no
tendría demasiado caso fatigar con ellas, sino dejarse gobernar por la suerte...” (p.
120). No, ningún fatalismo, afirma Maquiavelo, aún si un poco de desaliento frente
al tamaño de la tarea resulta legítimo, tolerable, justificable. Es más, “... para
que nuestro libre albedrío no sea apagado (anulado), juzgo verdadero que la fortuna
sea el árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que ésta nos deje gobernar
la otra mitad, o casi, a nosotros...” (p. 121). De todas maneras, la fortuna “... demuestra
su potencia donde no hay una virtud que le resista, y es ahí donde vuelven
sus ímpetus, donde sabe que no fueron hechos los diques ni los reparos para
contenerla...” (p. 122). Solamente “... quien fuese tan sabio que conociera los tiempos
y el orden de las cosas, y se acomodase a ellos, tendría siempre buena fortuna...”
(p. 122) y “... si se mutase de naturaleza con el tiempo y con las cosas, no se
cambiaría fortuna...” (p. 123). De frente a estos riesgos inevitables y desconciertos,
¿qué hacer? ¿Qué enseñanza darle al príncipe y al hombre del pueblo?
“... Yo bien creo esto, que es mejor ser impetuoso que respetuoso, porque la
fortuna es mujer; y es necesario, queriéndola someter, batirla y empujarla (golpearla).
Y se ve que ésta se deja vencer más por estos (los impetuosos) que por
aquellos que proceden fríamente. Pero, como siempre, en tanto mujer es amiga
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de los jóvenes, porque son menos respetuosos, más feroces y quienes con más audacia
la comandan...” (pp. 124-125). Es una enseñanza durísima y controvertida:
“golpear la fortuna”, que quiere decir ya sea pegarle físicamente como derrotarla.
Esta osada metáfora de la “fortuna-mujer”, malamente interpretada por algunas
estudiosas feministas, debe en cambio ser leída como una invitación a la acción
que Maquiavelo dirige a los hombres jóvenes y vitales si, de frente a las dificultades,
quieren derrotar a las circunstancias, quieren cambiar la estructura de
las oportunidades, quieren construir, mantener y gobernar un principado aún en
condiciones adversas. Y las condiciones podrán ser a menudo adversas...
Conclusión. La política es el espectáculo que mujeres y hombres interpretan
sobre la escena del mundo para adquirir, con conciencia y empeño variable, el control
sobre la propia vida y, a menudo, sobre la vida de los otros. Frecuentemente,
la política es un espectáculo desagradable, violento, negativo, sin progreso. Son
muchas las sociedades en las cuales la política ofrece un feo espectáculo, pero son
muchas también las sociedades que no merecen, por su egoísmo y por su abstencionismo
nada mejor. De todas formas, cuando la política se limita a reflejar la sociedad,
ya ha perdido su esmalte, su atractivo, su tarea histórica. De buena, pero
muy frecuentemente de mala gana, a gusto o a disgusto, la política con la que nos
toca vivir en este fin de milenio aparece inadecuada un poco por todos lados. Pero
era también inadecuada, por debajo de las expectativas, de las potencialidades
y de los desafíos la política con la cual Maquiavelo tuvo que convivir.
Resulta fuerte la tentación de actualizar su pensamiento, de explotarlo para la
comprensión de la política contemporánea y para su orientación. Me resisto a actualizar
y ni siquiera pruebo. Los clásicos son tales porque permiten a cada uno
de nosotros leerlos, dentro de ciertos límites, como deseemos. Y de sacar, si queremos,
lecciones de método, de estilo, de análisis. El Príncipe resalta como un
monumento a la lengua italiana, al saber politológico, a la cultura mundial. Maquiavelo
no puede ser conquistado para la causa de ninguno. La conclusión de El
Príncipe con su referencia a los versos de Petrarca
Virtud contra el furor
Tomarás las armas y hará corto el combate:
Que el antiguo valor
En el corazón italiano aún no ha muerto.
y a su fuerte reivindicación de unidad nacional, tan alta y significativa cuando
los pueblos del Norte estaban sometidos a los franceses y cuando pronto lo serían
a los austríacos, lo convierten en hostil para cualquiera que mantenga pesadillas
secesionistas.
La concepción que Maquiavelo tiene de la vida, austera, no condescendiente,
hecha de empeño, de responsabilidad, de sanciones, de amarga intransigencia,
no tiene ningún punto de contacto con el “buenismo”, que es a menudo una de-
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formación hipócrita de los comportamientos incapaces de soportar el conflicto y
de confrontarse con las diferencias de opinión. Su ética laica, racional, no trascendente,
entretejida por argumentaciones, lo ha transformado, y aún hoy lo
transforma, en invisible o no querido por aquellos que tienen necesidad de anclas
de salvación en el principio de autoridad y en las jerarquías, en el pietismo y en
los milagros.
Maquiavelo cree en la razón y en el pueblo. Es un pensador iluminado. Ha pagado
su sabiduría como persona, aún cuando era perfectamente conciente que de
el precio había sido muy elevado. Deja una lección de método y de estilo. Se lo
puede (tal vez se lo deba) leer todavía, aún solo por el puro, simple, gratificante
placer de la lectura. Grande, tal vez inigualable libro de contenidos: como dimensiones
físicas, El Príncipe es un librito: por lo tanto, buena lectura; buena fortuna.
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Gianfranco Pasquino
Fortuna y virtud en la república democrática
Bibliografía
Machiavelli, Niccoló 1995 Il Principe (Turin: Einaudi).
Sasso, Gennaro 1980 Niccolò Machiavelli (Bologna: Il Mulino).
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Leyendo ‘El príncipe’
c Gianfranco Pasquino
(Traducción de Mariano Aguas)
La primera noticia cierta que tenemos sobre la composición de un opúsculo
titulado De principatibus la recibimos del mismo Maquiavelo. La misma
es comunicada al amigo e interlocutor epistolar Francesco Véttori, en
aquel momento embajador de los Medici ante la Santa Sede, con el cual mantiene
una nutrida y afectuosa correspondencia. En la carta, escrita el 10 de diciembre
de 1513, Maquiavelo sintetiza el contenido de su opúsculo con estas palabras:
en el De principatibus “... me sumerjo (adentro) cuanto puedo en las posibles co -
gitazioni de este sujeto, discutiendo qué cosa es el principado, de qué especie son,
cómo se adquieren, cómo se mantienen, por qué se pierden...”. El texto ha llegado,
agrega Maquiavelo, a los últimos retoques “... a pesar de que siempre lo engroso
y podo [refino]...”.
Sólo unos pocos meses antes, en abril de aquel año, ciertamente preso de una
de las depresiones que la política inevitablemente causa a quien la practica con
pasión y sentido cívico y a quien reflexiona sobre ella con lucidez y empeño intelectual,
Maquiavelo había escrito una carta anticipatoria al mismo Vettori: “...
Y si bien yo esté obligado a no pensar más ni a razonar sobre cosas de estado, como
lo prueba mi retiro y el haber huido de toda conversación (...) por cierto, para
responder a vuestras preguntas, estoy forzado a romper cada voto de silencio...”.
Un año y medio después, el 3 de agosto de 1514, afortunadamente con El
Príncipe ya terminado, cuando escribe a Vettori sobre su enamoramiento, anuncia
su rechazo definitivo a la política con estas palabras: “... He dejado los pensamientos
sobre las cosas grandes y graves; no me deleita más leer las cosas an-
155
Fortuna y virtud en la república democrática
tiguas ni razonar las modernas (...) yo jamás he hallado en ellas [en las tareas de
estado] sino daño, y en éstas [del corazón] siempre bien y placer...”.
Después de 14 años, de 1498 a 1512, pasados muy activa e intensamente, con
gran satisfacción personal, al servicio de la República Fiorentina como secretario
de la cancillería y luego también como secretario de los Dieci di Libertà e Balia,
organismo ejecutivo para los asuntos exteriores y militares (poco menos y poco
más que un ministro de relaciones exteriores), Maquiavelo no sólo ha perdido el
puesto. Ha sido arrojado en prisión y torturado. Liberado, a los 44 años está desocupado
y con una situación económica declinante. Durante el día se atarea, olvida
de los disgustos y alguna vez se divierte. Parece vivir, casi anticipadamente,
la vida de los hombres (y presumiblemente de las mujeres) liberados/as de la
opresión de clase en la idílica visión que dará Karl Marx tres siglos más tarde.
En esa famosa carta cuenta que por la mañana va dos horas a un bosque con
los leñadores; luego a una fuente; luego a una pajarera de su propiedad donde se
da a la lectura, Dante o Petrarca, o bien “... poetas menores, como Tibulo, Ovidio
y similares: leo aquellas amorosas pasiones suyas y aquellos amores suyos, recuérdome
los míos, gozo un poco en este pensamiento...”. Luego va a la taberna,
donde “... hablo con aquellos que pasan, pregunto sobre las nuevas de sus países,
comprendo varias cosas y noto varios gustos y diversas fantasías de los hombres...”.
Llegada la hora de comer lo pasa con su brigada.
Retorna luego a la taberna y se encanalla, como escribe él mismo, con el tabernero,
con un carnicero, con un molinero, con dos panaderos: “... así revuelto
entre estos piojosos saco el cerebro de moho y desahogo la malignidad de esta
suerte mía, estando contento que me pisotee de este modo, para ver si la misma
se avergüenza...”. Y finalmente llega el anochecer. A propósito, es mejor que ceda
la palabra directamente a “maese Niccolò”:
“Al anochecer retorno a casa y entro en mi escritorio; y en su umbral me desvisto
de los ropajes cotidianos, llenos de fango y de lodo, y me visto con ropas
reales y curiales; y vestido decentemente entro en las antiguas cortes de
los hombres antiguos donde, recibido amablemente por ellos, me nutro de
aquel alimento, que sólo es el mío, y para el que yo nací; donde no me avergüenzo
de hablar con ellos y preguntarles sobre las razones de sus acciones:
y ellos por su humanidad me responden; y por cuatro horas de tiempo no
siento aburrimiento alguno, olvido toda fatiga, no temo la pobreza, no me
asombra la muerte: me transfiero en un todo hacia ellos...”.
Es siempre la carta a Francesco Vettori que concluye con un pedido atenazante
y con un deseo urgente que se fundan en dos reivindicaciones formuladas con
franqueza y nitidez, pero sin soberbia. La premisa de Maquiavelo tiene dos componentes.
Pide poder volver a servir al estado: “... porque yo me malogro y largo
tiempo no podré estar así sin que me haga pobre...” . De ahí el deseo que “... es-
156
tos señores Médici me den alguna tarea, aún si fuese hacer rodar una piedra...”.
En cuanto a las reivindicaciones, la primera tiene que ver con la ciencia: “... por
esta cosa [o sea el “librito” sobre El Príncipe], cuando sea leída, se verá que los
quince años que he dedicado al estudio del arte del estado, no los he ni dormido
ni jugado...”. La segunda reivindicación concierne a la lealtad política: “... y de
mi fidelidad no se debería dudar, porque habiéndola siempre observado, yo no debo
ahora aprender a romperla; y quien ha sido fiel y bueno cuarenta y tres años,
que son los que tengo, no puede cambiar de naturaleza; y de la fidelidad y bondad
mías es testimonio mi pobreza...”.
Nicolás Maquiavelo no recuperó más ningún cargo público y murió a los 58
años. Autor de muchos estudios importantes y de no pocas comedias, para cuyo
análisis recomiendo el libro de Ezio Raimondi, Politica e commedia. Il genio tea -
trale di Niccolò Machiavelli, recientemente reeditado por Il Mulino, su fama queda,
pese a todo, para la opinión pública definitivamente ligada a El Príncipe (aunque,
para los estudiosos, también a los Discursos).
El ex secretario florentino, ya que éste era el título para él más prestigioso,
escribió El Príncipe entre julio y diciembre de 1513 (y lo retocó sólo parcialmente
después). Son 26 breves capítulos precedidos por una dedicatoria al Magnífico
Lorenzo de Médici, un potencial príncipe, un auspiciable benefactor.
La dedicatoria justifica su homenaje con palabras significativas. “... No he
encontrado en mi objeto cosa alguna que sea para mí más querida, que el conocimiento
de las acciones de los grandes hombres, aprendido a través de una larga
experiencia de las cosas modernas y de una continua lección de las antiguas: las
cuales habiendo yo con gran diligencia largamente discurrido y examinado, y
ahora en un pequeño volumen reducido, envío a Vuestra Magnificencia...” (y
también, agrego yo, por suerte, a la beneficencia de tantísimos lectores -que no
son todos- que seguirán y comprenderán al Secretario Florentino, naturalmente
no es lo mismo con los “antimaquiavélicos” que lo son por esnobismo, ignorancia
o disenso).
Con aquella dedicatoria Maquiavelo se proponía caer de algún modo en el favor
de Lorenzo porque su vida le parece, y probablemente para un hombre de su
naturaleza, de su capacidad, de su activismo, muy lúgubre. De modo que no se
contiene en llamar la atención de Lorenzo sobre su estado: “... Y, si vuestra Magnificencia
desde el ápice de su altura alguna vez posara sus ojos en estos bajos lugares,
conocerá cuanto yo indignamente soporto una gran y continua mala fortuna...”.
Aparece aquí una de las palabras claves del análisis que Maquiavelo hará
de los príncipes y de los principados. Conviene, todavía, proceder por orden.
Desde la dedicatoria Maquiavelo pone en claro el punto relativo a la adquisición
de los conocimientos en materia de política: resulta necesaria, es más, indispensable,
una combinación fructífera. Primero se necesita tener “una larga ex-
157
Gianfranco Pasquino
Fortuna y virtud en la república democrática
periencia sobre las cosas modernas”; segundo, se necesita también saberlas interpretar
gracias a “una continua lección de las antiguas”. En otro lugar afirmará haber
aprendido “por una larga práctica y continua lección de las cosas del mundo”.
Maquiavelo es, por otro lado, perfectamente conciente que leer no basta. Se necesita
leer “con diligencia”, o sea, con cuidado; “sensatamente”, con inteligencia;
y se necesita saber reflexionar: “discurrir/inventar”.
En su intensa actividad pública, Maquiavelo jamás ha dejado de estudiar. Si
aquella que los sociólogos llaman “observación participante” le ha sido de enorme
ayuda para la reflexión política, no habría sido nunca suficiente en ausencia
de los vigorosos cimientos adquiridos en la lectura, en el frecuentar “antiguas cortes
de los antiguos hombres”, en el haber “capitalizado”, o sea atesorado, su conversación
y, naturalmente, sin la agudeza y la potencia de su juicio. Este segundo
conjunto de factores da vida, o mejor, configura aquello que es justo definir
como análisis histórico-comparado de los sucesos.
El método de Maquiavelo consiste en comprobar la regla general que, tomada
de la lección de las cosas, “nunca o raramente falla”, de frente a la inestabilidad
y a la inseguridad del mundo, del riesgo. Ciencia es: “observación y control”
(y, si es oportuno, revisión de las reglas y explicaciones, aún idioscincráticas, con
referencia a casos, situaciones, condiciones específicas, de las excepciones) y
control no se puede tener, evidentemente, sin comparación. Esta comprobación
de reglas generales y el relativo control se logran de mejor forma, sostiene instrumentalmente
Maquiavelo en la dedicatoria mencionada, si se asume una precisa
perspectiva: “... porque así como aquellos que dibujan los poblados se ubican bajo
en la llanura para considerar la naturaleza de los montes y de los lugares altos,
y para considerar aquella de los lugares bajos se ubican en lo alto sobre los montes,
en forma similar para conocer bien la naturaleza de los pueblos es necesario
ser príncipe, y para conocer bien aquella de los príncipes se necesita ser del pueblo
(popular)...”. En fin, se necesita saber estar “distanciado” de los sucesos que
se analizan y se evalúan, se necesita saber tomar una distancia crítica del objeto
del propio estudio.
Toda esa conciencia metodológica y las relativas enseñanzas no sirvieron a
Maquiavelo para construir una técnica de gobierno y para fundar una ciencia de
la política aséptica, pura, aeróbica. Sirven sí para dar instrumentos eficaces, útiles,
incisivos al Príncipe. Por lo tanto, si ciencia de la política ha de ser, Maquiavelo
no intenta en absoluto esconderse detrás de cualquier neutralidad e imparcialidad.
No hace uso de medidas trucadas y no da razones, ya sea para unos como
para otros, de su provecho personal y profesional. Una vez más, y para siempre:
“la larga experiencia de las cosas modernas y la continua lección de las antiguas”,
que deben ser naturalmente ambas renovadas continuamente, colman la
distancia entre la ciencia política “pura” y la ciencia política “aplicada”. Más aún,
es dudoso que la primera pueda de verdad existir, dado su objeto, si no quiere y
158
no puede transformarse, en caso necesario, en aplicación; si no es construida de
manera tal de ir al encuentro de la prueba de los hechos, de la verificación de la
historia, de la proyección ambiciosa. Este es un punto a tomar en cuenta: es, en
efecto, el punto de fuerza de la ciencia política respecto, por ejemplo, cuando se
habla de Estados, de ordenamientos, de repúblicas, de la filosofía política.
Las fuentes escritas de Maquiavelo son los clásicos del pensamiento político
griego y romano, las historias de vidas famosas, con profundizaciones psicológicas.
Su análisis de la política, en efecto, se funda y se nutre de los comportamientos
efectivos y de las motivaciones de los mismos. Utilizando un término contemporáneo,
podríamos sostener que, en medida no pequeña, el análisis de Maquiavelo
es behaviorista, es decir, conductista. Si no fuese porque Maquiavelo está
también muy atento a la estructura de las situaciones, a aquella que hoy es definida
por la ciencia política como la estructura de las oportunidades, entendidas
como condiciones facilitantes, pero también como vínculos que constriñen la acción
política, los cuales, naturalmente, los actores políticos más avezados saben
tener en cuenta. En fin, naturalmente, parte de las cogniciones de Maquiavelo
son, por así decirlo, antropológicas y de psicología colectiva, ligadas a una visión
de los hombres que no es, según la acusación más frecuente y difusa, inexorablemente
negativa, sino sobriamente, hasta amargamente, realista.
Aesta altura ¿qué es entonces El Príncipe? ¿Es un tratado sobre la tiranía, a favor
de la tiranía, y Maquiavelo es, por añadidura, como ha sido escrito recientemente,
un protofascista? ¿Es un panfleto de un patriota conmovido y frustrado a la búsqueda
de un contrato de trabajo y Maquiavelo es un desencantado demasiado dispuesto
a colaborar, un potencial asesor de quien siga sus ideas? ¿O más bien es la lúcida
obra de un hombre apasionado por la política, obligado por la fortuna a no practicarla
más, pero a estudiarla, para nada carente de compromiso civil, como sostiene,
entre algunos pocos, en verdad, Gennaro Sasso (1980: p. 346)? Lo cito: “... El
principado representa el remedio que, asistidos de extraordinaria virtud, legisladores
esclarecidos buscan oponer a la corrupción de las repúblicas...” y el Príncipe muestra
el carácter de experimento racional, conducido sobre el mismo cuerpo de aquello
que por definición es variable (la fortuna) transformándose, así, “... más que en
una teoría del principado, en una teoría de la virtud en su relación con la historia...”.
¿Quién llega a ser príncipe? El príncipe de Maquiavelo deviene tal o con el
favor del pueblo o con aquel de los grandes. Nótese que “popular” puede significar
no sólo ser conocido por el pueblo, sino también apreciado; por lo tanto, sin
forzar los términos, implica ser “democrático”. Civil es el príncipe que gobierna
para el interés del pueblo, y puede ser también que haya adquirido su cargo con
métodos no recomendables, como con la violencia, la crueldad, la usurpación. Sin
embargo, aún este príncipe puede redimirse beneficiando al pueblo. Un príncipe
no legítimo, ex título, puede devenir tal quoad exercitium, gracias al modo con el
cual ejerce su cargo. Aún así, Maquiavelo no tiene dudas:
159
Gianfranco Pasquino
Fortuna y virtud en la república democrática
“... aquel que llega al principado con la ayuda de los grandes se mantiene con
más dificultad que aquél que llega con la ayuda del pueblo...” (p. 47). Los grandes
traman, y satisfacer a los unos no se puede sin injusticia para los otros. En
cambio, “... aquel del pueblo es más honesto fin que aquel de los grandes, queriendo
estos oprimir y aquel no ser oprimido...” (p. 47). Por otra parte, Maquiavelo
no tiene dudas: “... a un príncipe le es necesario tener al pueblo de amigo: de
lo contrario no tiene remedio durante la adversidad...” (p. 48). Para utilizar mi terminologia
más pobre, Maquiavelo pone en claro relieve cuan útil es al príncipe
construirse una mejor estructura de oportunidades haciendo palanca sobre un número
elevado de sostenedores que no pueden más que ser el pueblo.
Como fundamento de esta ciencia política aplicada figura uno de los grandes,
probablemente, el mayor aporte de Maquiavelo al estudio de la política: la autonomía
o, como sostiene Gennaro Sasso, la exclusividad de la política. ¿Qué cosa
quiere decir?
Tomo la referencia de Sasso (1980: pp. 427-428). Antes que nada, la política
es, para Maquiavelo, “... la realidad primera de la vida humana, el único fin que,
usándolo también como medio, el hombre está necesitado a perseguir, con el sacrificio,
si es necesario, de su misma alma. La política es, sin duda, en este sentido,
realidad autónoma. A ninguna regla ética su regla puede jamás ser subordinada...”.
Ya que no entra en ninguna relación de mediación con la ética, la política
es, por un lado, absoluta, superiorem non recognoscens: no reconoce límites
si no aquellos que ella misma pone; por el otro, es total: en palabras de G. Sasso,
“... se constituye a través de la añoranza por el mundo perdido de la ética, de la
bondad, de la pureza...” (1980: p. 429). Alcanzado un punto de no retorno, la política
se destaca como una actividad autónoma, que, como tal es y debe ser, si se
la quiere entender y dominar, no más (nunca más) subordinable a cualquier otro
interés o enseñanza so pena de graves consecuencias.
Fundada la autonomía absoluta de la política esto no sugnifica que el Príncipe
sea igualmente desvinculado en su comportamiento. Es más, es precisamente
en este punto que aparecen algunos grandes problemas abiertos y muy debatidos
del análisis de Maquiavelo y de las múltiples y erróneas lecturas que han sido hechas.
A mi modo de ver, estos problemas son al menos tres:
Primero, la relación entre el bien y el mal en política; el rol de la razón de estado
(que quien había probado la violencia sobre su piel debía sentir con mayor
agudeza). Maquiavelo no tiene ninguna duda: “... Cuanto sea loable en un príncipe
por mantener la palabra dada y vivir con integridad y no con astucia, cada uno
lo entiende: no en vano se ve por la experiencia en nuestros tiempos a aquellos
príncipes haber hecho grandes cosas que de la fe han tenido poca cuenta, y que
han sabido con astucia cambiar el cerebro de los hombres: y al final han superado
aquellos que se fundaron sobre la lealtad...” (p. 84).
160
Maquiavelo no juzga, sino que expone (y sabe muy bien) que se necesita
combinar las leyes con la fuerza (¿qué cosa es el estado de Max Weber si no “el
monopolio legítimo del uso de la fuerza”?), saber usar bien la bestia y el hombre.
“... Estando entonces un príncipe necesitado de saber usar bien la bestia, debe de
aquellas saber tomar lo del zorro y lo del león; porque el león no se defiende de
lazos, y el zorro no se defiende de lobos...” (p. 85). “... Y si los hombres fuesen
todos buenos, este precepto no sería bueno, pero, como son tristes y no lo observarían
respecto de ti, tu obligado no estás a observarlo respecto de ellos...” (pp.
86-87). El mal aparece así muy lejos de ser la esencia de la política de Maquiavelo.
Es exclusivamente una de las posibles consecuencias del accionar político.
Concordando con Sasso, se puede agregar que el mal no constituye la esencia de
la política, pero si uno de sus instrumentos, un instrumento con el cual la política
afronta la naturaleza. Para esta eventualidad es necesario prepararse con tiempo
ya que Maquiavelo sabe, al contrario, que “... es común defecto de los hombres
no tomar en cuenta, en la bonanza, la tempestad...” (p.120).
El contraste existe y se enciende entre la ética, la cual puede imponer para su
actuación el sacrificio de la vida; y la vida, la cual puede y debe a la par imponer,
para su actuación, el sacrificio de la ética. De ahí la famosísima, pero comunmente
mal interpretada afirmación: “... se necesita que tenga un ánimo dispuesto a
cambiar según los vientos y lo que las variaciones de la fortuna le ordenen, y (...)
no apartarse del bien, pudiendo saber entrar en el mal cuando es necesario...” (p.
87). El príncipe estará obligado a hacer el mal exclusivamente cuando las circunstancias
se lo impongan “... porque un hombre que quiera hacer en todas partes
profesión de bueno, labrará necesariamente su ruina entre tantos que no lo son.
De donde es necesario a un príncipe, queriéndose mantener, aprender a poder no
ser bueno, y usarlo y no usarlo según la necesidad...”.
No se pueden usar todas las virtudes “... por las condiciones humanas que no
lo permiten...” (p. 76). Aún así, Maquiavelo no tiene dudas: “... no se puede llamar
virtud matar a sus ciudadanos, traicionar a los amigos, ser infiel, sin piedad,
sin religión...”, y a propósito de los presuntos medios que justifican los presuntos
fines, “... cuyos modos pueden conseguir un imperio, pero no la gloria...” (p. 42)
y refiriéndose al tirano siciliano Agatocles: “... su feroz crueldad e inhumanidad,
con infinitas perversidades, no permiten que esté entre los excelentísimos hombres
celebrados...” (p. 43).
Sin embargo, la autoridad y el poder infunden automáticamente algún sano
temor y, probablemente, no pueden renunciar a ello a priori. Es más, existe algún
tipo de apreciable sacralidad ya sea del poder como de la autoridad que depende
también de los comportamientos de sus detentores. “... Debe seguramente el príncipe
hacerse temer de modo que, si no conquista el amor, al menos que ahuyente
el odio; porque pueden coexistir el ser temido y no odiado; lo que conseguirá
siempre que se abstenga de las propiedades y de las mujeres de sus ciudadanos y
161
Gianfranco Pasquino
Fortuna y virtud en la república democrática
de sus subditos...”, “... porque los hombres olvidan más rápido la pérdida del padre
que la pérdida del patrimonio...” (p. 82), de acuerdo a la antropología de Maquiavelo.
En cuanto a las “necesarias” crueldades, Maquiavelo efectúa una decisiva diferenciación
entre aquellas bien usadas y aquellas mal usadas: “Bien usadas se
pueden llamar aquellas –una inserción extraordinariamente reveladora- “(si del
mal es lícito hablar bien)”, que se hacen repentinamente, por necesidad y para
asegurar, no insistiendo en ellas, con la mayor utilidad para el mayor número de
súbditos que se pueda. Mal usadas son aquellas que, aunque al principio sean pocas,
tienden a crecer con el tiempo perdiendo eficacia...” (p. 45). El príncipe debe
igualmente saber dosificar tanto la crueldad como la benevolencia: “... Las injurias
se deben hacer todas juntas, de modo que, saboreándose menos, ofendan
menos: y los beneficios se deben dar de a poco, de modo que se saboreen mejor...”
(p. 46).
Finalmente, a propósito del pueblo y de la utilidad que el príncipe tenga o adquiera
una buena relación “... porque los hombres, cuando reciben el bien de
aquellos de quienes creían recibir el mal, se obligan más respecto de su benefactor...”
(p. 48). Emerge, tal vez, en este consejo un componente paternalista de la
dirección de los gobiernos.
Habiendo hablado de la crueldad y del mal, existe un segundo gran tema con -
trovertido: “el fin justifica los medios”, el famoso Maquiavelismo. “... Haga un
príncipe lo necesario para vencer y mantener un estado: los medios siempre serán
juzgados honorables, y por cada uno ponderados...” (p. 88) (pero no aquellos
de Agatocles, feroz y desalmado). De todas formas algunos medios, especialmente
si son practicados dentro de la estructura de oportunidades existente, son preferibles.
Algunas veces el príncipe mismo podrá intentar cambiar, redefinir la estructura
de oportunidades.
Por otro lado, el problema no consiste solamente en conquistar el poder, sino
también en mantenerlo continuamente. ¿Cómo? La respuesta de Maquiavelo no
deja lugar a dudas: con el consenso del pueblo. “... La mejor fortaleza que existe,
es no ser odiado por el pueblo...” (p. 107).
En consecuencia, “... censuraré (reprocharé) a cualquiera que, fiándose en sus
fortalezas (potencias), estime (tema) poco ser odiado por el pueblo...” (p. 108), y el
ya citado: “... a un príncipe le es necesario tener al pueblo de amigo: de lo contrario
no tiene remedio durante la adversidad...” (p. 48). En esta toma de conciencia
se coloca, precisamente, la redifinición de la estructura de oportunidades: “... Un
príncipe sabio debe pensar un modo por el cual sus ciudadanos, siempre y en todo
tiempo, tengan necesidad del estado y de él: y así le serán siempre fieles...” (p. 51).
El tercer tema de enorme importancia que aparece en El Príncipe tiene que
ver con las múltiples, controvertidas, a menudo decisivas, relaciones entre la vir -
162
tud y la fortuna. Indagar qué cosa son y cómo inciden sobre las acciones humanas
y sobre su eficacia, en suma, intentar comprender si somos, y hasta dónde,
patrones de nuestro destino significa recoger una parte conspicua de la esencia de
la actividad política. La virtud es, de todas formas, como Maquiavelo escribirá en
Los Discursos, de manera fiel a la realidad, el deber de “no abandonarse nunca”.
Pero, ¿qué es aquello de la fortuna? ¿Un artificio retórico y conceptual para explicar
aquello que, de otra forma, no se podría entender?, ¿o el recurso legítimo
a un factor que puede ser él mismo explicado, una condición del sucederse de los
eventos humanos, obviamnete nunca todos previsibles, nunca completamente
previsibles? Seguramente, la virtud es un factor laico, secular que nada tiene que
ver con la predestinación ni con la superstición. No es la naturaleza que, en el
peor de los casos, es el punto de partida estable, mientras la fortuna es el elemento
variable y que se manifiesta en movimiento. No es la necesidad, no es el azar,
no es la suerte, no es la envidia, no es la ambición, no es la ingratitud, no es el
hecho, no es el destino, no es el cielo, menos que menos la providencia (o la improvidencia)
y tampoco la divinidad. “... La fortuna representa la condición pasiva
del suceso político en las conquistas o en la administración interna. La virtud
es su contraparte activa...” (como escribió Leonardo Olschki).
La fortuna es la conclusión a que he llegado en forma personal, es el modo
con el cual, sea por error o por racionalidad limitada, con la apertura incompleta y
el cierre prematuro de las puertas y de las ventanas de oportunidades, los hombres
y las mujeres se construyen sus trayectorias terrenas, sus historias de vida. Maquiavelo
sabe que muchos opinan que “... las cosas del mundo son gobernadas por
la fortuna y por Dios, de forma tal que los hombres con su prudencia no pueden
corregirlas, es más no tienen remedio alguno; y, por esto, podrían juzgar que no
tendría demasiado caso fatigar con ellas, sino dejarse gobernar por la suerte...” (p.
120). No, ningún fatalismo, afirma Maquiavelo, aún si un poco de desaliento frente
al tamaño de la tarea resulta legítimo, tolerable, justificable. Es más, “... para
que nuestro libre albedrío no sea apagado (anulado), juzgo verdadero que la fortuna
sea el árbitro de la mitad de nuestras acciones, pero que ésta nos deje gobernar
la otra mitad, o casi, a nosotros...” (p. 121). De todas maneras, la fortuna “... demuestra
su potencia donde no hay una virtud que le resista, y es ahí donde vuelven
sus ímpetus, donde sabe que no fueron hechos los diques ni los reparos para
contenerla...” (p. 122). Solamente “... quien fuese tan sabio que conociera los tiempos
y el orden de las cosas, y se acomodase a ellos, tendría siempre buena fortuna...”
(p. 122) y “... si se mutase de naturaleza con el tiempo y con las cosas, no se
cambiaría fortuna...” (p. 123). De frente a estos riesgos inevitables y desconciertos,
¿qué hacer? ¿Qué enseñanza darle al príncipe y al hombre del pueblo?
“... Yo bien creo esto, que es mejor ser impetuoso que respetuoso, porque la
fortuna es mujer; y es necesario, queriéndola someter, batirla y empujarla (golpearla).
Y se ve que ésta se deja vencer más por estos (los impetuosos) que por
aquellos que proceden fríamente. Pero, como siempre, en tanto mujer es amiga
163
Gianfranco Pasquino
Fortuna y virtud en la república democrática
de los jóvenes, porque son menos respetuosos, más feroces y quienes con más audacia
la comandan...” (pp. 124-125). Es una enseñanza durísima y controvertida:
“golpear la fortuna”, que quiere decir ya sea pegarle físicamente como derrotarla.
Esta osada metáfora de la “fortuna-mujer”, malamente interpretada por algunas
estudiosas feministas, debe en cambio ser leída como una invitación a la acción
que Maquiavelo dirige a los hombres jóvenes y vitales si, de frente a las dificultades,
quieren derrotar a las circunstancias, quieren cambiar la estructura de
las oportunidades, quieren construir, mantener y gobernar un principado aún en
condiciones adversas. Y las condiciones podrán ser a menudo adversas...
Conclusión. La política es el espectáculo que mujeres y hombres interpretan
sobre la escena del mundo para adquirir, con conciencia y empeño variable, el control
sobre la propia vida y, a menudo, sobre la vida de los otros. Frecuentemente,
la política es un espectáculo desagradable, violento, negativo, sin progreso. Son
muchas las sociedades en las cuales la política ofrece un feo espectáculo, pero son
muchas también las sociedades que no merecen, por su egoísmo y por su abstencionismo
nada mejor. De todas formas, cuando la política se limita a reflejar la sociedad,
ya ha perdido su esmalte, su atractivo, su tarea histórica. De buena, pero
muy frecuentemente de mala gana, a gusto o a disgusto, la política con la que nos
toca vivir en este fin de milenio aparece inadecuada un poco por todos lados. Pero
era también inadecuada, por debajo de las expectativas, de las potencialidades
y de los desafíos la política con la cual Maquiavelo tuvo que convivir.
Resulta fuerte la tentación de actualizar su pensamiento, de explotarlo para la
comprensión de la política contemporánea y para su orientación. Me resisto a actualizar
y ni siquiera pruebo. Los clásicos son tales porque permiten a cada uno
de nosotros leerlos, dentro de ciertos límites, como deseemos. Y de sacar, si queremos,
lecciones de método, de estilo, de análisis. El Príncipe resalta como un
monumento a la lengua italiana, al saber politológico, a la cultura mundial. Maquiavelo
no puede ser conquistado para la causa de ninguno. La conclusión de El
Príncipe con su referencia a los versos de Petrarca
Virtud contra el furor
Tomarás las armas y hará corto el combate:
Que el antiguo valor
En el corazón italiano aún no ha muerto.
y a su fuerte reivindicación de unidad nacional, tan alta y significativa cuando
los pueblos del Norte estaban sometidos a los franceses y cuando pronto lo serían
a los austríacos, lo convierten en hostil para cualquiera que mantenga pesadillas
secesionistas.
La concepción que Maquiavelo tiene de la vida, austera, no condescendiente,
hecha de empeño, de responsabilidad, de sanciones, de amarga intransigencia,
no tiene ningún punto de contacto con el “buenismo”, que es a menudo una de-
164
formación hipócrita de los comportamientos incapaces de soportar el conflicto y
de confrontarse con las diferencias de opinión. Su ética laica, racional, no trascendente,
entretejida por argumentaciones, lo ha transformado, y aún hoy lo
transforma, en invisible o no querido por aquellos que tienen necesidad de anclas
de salvación en el principio de autoridad y en las jerarquías, en el pietismo y en
los milagros.
Maquiavelo cree en la razón y en el pueblo. Es un pensador iluminado. Ha pagado
su sabiduría como persona, aún cuando era perfectamente conciente que de
el precio había sido muy elevado. Deja una lección de método y de estilo. Se lo
puede (tal vez se lo deba) leer todavía, aún solo por el puro, simple, gratificante
placer de la lectura. Grande, tal vez inigualable libro de contenidos: como dimensiones
físicas, El Príncipe es un librito: por lo tanto, buena lectura; buena fortuna.
165
Gianfranco Pasquino
Fortuna y virtud en la república democrática
Bibliografía
Machiavelli, Niccoló 1995 Il Principe (Turin: Einaudi).
Sasso, Gennaro 1980 Niccolò Machiavelli (Bologna: Il Mulino).
166

Gramsci, Lector de Maquiavelo

Gramsci, lector de Maquiavelo
c Juan Carlos Portantier o*
“El carácter fundamental de El Príncipe no consiste en ser un tratado
sistemático, sino un libro viviente en el que la ideología política y la
ciencia política se funden en la forma dramática del mito...” (Gramsci,
1975: p. 1555). Así comienzan las Noterelle sulla politica del Machiavelli que
Antonio Gramsci redacta en la cárcel entre 1932 y 1934 y que constituyen el
grueso de sus reflexiones sobre Maquiavelo. Tiempo atrás, en marzo de 1927, poco
después de su encarcelamiento por la dictadura mussoliniana, Gramsci detallaba
en una carta su voluntad de encarar una serie de estudios für ewig, “para
siempre”, que pudieran absorber y centralizar su vida intelectual ante el desgaste
moral que proponía la larga condena pedida por los fiscales fascistas. Ese plan,
que nutrirá los treinta y tres cuadernos que redactará en prisión, incluía un estudio
sobre la función cosmopolita de los intelectuales italianos del cual el análisis
de la figura de Maquiavelo constituiría un capítulo central. Gramsci leerá a Maquiavelo
con ojos de político, no de académico; con la mirada de quien es el fundador
de un partido que asume para sí tareas de transformación revolucionaria de
la sociedad y que quiere ser protagonista de la fundación de un nuevo Estado. Por
eso el Maquiavelo gramsciano será sobre todo el de El Príncipe y de El arte de
la guerra y no el pensador republicano de los Discursos sobre la primera déca -
da de Tito Livio, marcando una escisión que significaría -según Gramsci- “una disidencia
trágica” en Maquiavelo que no puede separarse del ideal republicano pero
que a la vez comprende que sólo la monarquía absoluta puede resolver los problemas
de su época: la fundación de un Estado en una sociedad corrompida.
149
* Sociólogo, Profesor de Teoría Sociológica, Investigador del CONICET, ex Decano de la Facultad de Ciencias
Sociales (UBA).
Fortuna y virtud en la república democrática
¿Qué le interesa a Gramsci de El Príncipe dentro del marco de reflexión que
ha elegido? La explicación del fracaso en la constitución del Estado nacional italiano
por lo que califica como el “carácter cosmopolita de los intelectuales” y por
la función universal (y, por tanto, no nacional) que el papado va a cumplir en ese
proceso histórico. Así lo señala en los Quaderni: “... Las razones de los sucesivos
fracasos de crear una voluntad colectiva nacional-popular hay que buscarlas en la
existencia de determinados grupos sociales que se forman con la disolución de la
burguesía comunal, en el carácter particular de otros grupos que reflejan la función
internacional de Italia como sede de la Iglesia y depositaria del Sacro Imperio
Romano. Esta función y la posición consiguiente determinan una situación interna
que puede denominarse económica-corporativa, es decir, políticamente, la
peor de las formas de sociedad feudal, la forma menos progresiva y más estancada.
Faltó siempre y no podía constituirse una fuerza jacobina eficiente, precisamente
la fuerza que en otras naciones ha suscitado y organizado la voluntad colectiva
nacional-popular fundando los Estados modernos...” (p. 1559).
El fracaso del Maquiavelo de El Príncipe, el hecho de que sus prescripciones
no hayan encontrado un jefe capaz de realizarlas es lo que llevó al retraso secular
de la constitución del Estado nacional italiano. Ya el joven Hegel, el primer
gran apologista del pensador florentino, había visto en Maquiavelo “... una seria
cabeza política en el sentido más grande y más noble...” capaz de plantear una solución
para el mismo problema de fragmentación que padecía todavía entonces
Alemania. “... En la época de su desgracia -escribe- cuando Italia se precipitó en
su miseria (...) un hombre de Estado italiano, profundamente conmovido por esta
situación de miseria general, de odio, de desorden, de ceguera, concibió con
fría serenidad la necesaria idea de salvar a Italia mediante su unificación en un
Estado...” (Hegel, 1972: p. 120).
Esa idea de fundación de un nuevo Estado es la que Gramsci recoge de las
prescripciones de Maquiavelo; por eso su preocupación casi exclusiva por El
Príncipe como exponente de lo que llama las “... cuestiones de gran política: creación
de nuevos Estados, conservación y defensa de estructuras orgánicas en su
conjunto; cuestiones de dictadura y hegemonía en vasta escala, es decir, sobre todo
un área estatal...”. Pero esta preferencia por los temas de El Príncipe no coloca,
en opinión de Gramsci, a ese texto en contraposición absoluta a los Discur -
sos: coincidiendo con un comentarista de Maquiavelo, Luigi Russo, quien señala
que El Príncipe es el tratado de la dictadura (momento de la autoridad y del individuo)
y los Discursos el de la hegemonía (momento de lo universal y de la libertad),
Gramsci escribe: “... La observación de Russo es exacta, aún cuando en El
Príncipe no faltan referencias al momento de la hegemonía o del consenso junto
al de la autoridad o de la fuerza. Es justa así la observación de que no existe oposición
de principio entre principado y república, sino de que se trata de la hipóstasis
de los dos momentos de autoridad y universalidad...” (p. 1564).
150
A Gramsci, entonces, le interesa El Príncipe como “libro viviente” en el que
ideología y ciencia se fusionan bajo la forma del mito. Para Gramsci (como para
Sorel, en quien se inspiraba para estas consideraciones) la posibilidad de transformar
un pensamiento sobre la política en acción política devenía en la capacidad
de constituir una ideología-mito, “... una ideología política -escribe- que no
se presenta como fría utopía, ni como una argumentación doctrinaria, sino como
la creación de una fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado
para suscitar y organizar su voluntad colectiva...” (p. 1556).
Por eso El Príncipe es un “manifiesto político”, lo que se revelaría claramente
en su dramático y retórico epílogo, exhortando a apoderarse de Italia y a liberarla
de los bárbaros. El Príncipe no era una realidad histórica sino una abstracción
doctrinaria, “el símbolo del Jefe, del condottiero ideal” que quiere conducir
a su pueblo para la fundación de un nuevo Estado. Pero, en las condiciones modernas,
¿cuál debería ser el carácter del príncipe? Responder a esa pregunta significa
para Gramsci rehabilitar para su presente las preocupaciones de Maquiavelo
y adaptarlas a otra realidad. El Príncipe moderno ya no puede ser una persona
concreta sino un elemento de una sociedad compleja en el cual comience a concretarse
una voluntad colectiva. Ese organismo es el partido político, “... la primera
célula -dice- en la que se resumen los gérmenes de voluntad colectiva que
tienden a devenir en universales y totales...” (Gramsci, 1975: p. 1558).
La función del partido político, del Príncipe moderno, será entonces la de
germen de una nueva voluntad colectiva nacional-popular, además de organizador
de una reforma intelectual y moral capaz de generar una nueva concepción
del mundo. En ese sentido, el antecedente de Maquiavelo es para Gramsci decisivo:
tanto El Príncipe como personaje, cuanto los jacobinos de siglos después
(su “encarnación categórica”) intentaron expresar ambas dimensiones aunque
fracasaron en su tiempo. “... Es imposible -escribe- cualquier formación de voluntad
colectiva nacional-popular si las grandes masas de campesinos cultivadores
no irrumpen simultáneamente en la vida política. Esto es lo que intentaba lograr
Maquiavelo a través de la reforma de la milicia; esto es lo que hicieron los
jacobinos en la Revolución Francesa...” (p. 1559).
Para Gramsci, como he señalado, El Príncipe es un manifiesto de partido y
no un tratado de teoría política, por lo que no valen para su análisis “interpretaciones
moralistas”. Maquiavelo funda la autonomía de la política, con principios
y leyes diferentes de la religión y de la moral y ese es un punto fundamental porque
innova toda la concepción del mundo. No se puede, por tanto, juzgar a la política
desde las categorías de la moral, sobre todo desde una moral influida decisivamente
por la religión: la política debe generar sus propios códigos y por eso
los procesos fundacionales implican una reforma intelectual y moral. En un largo
párrafo de los Quaderni, Gramsci reflexiona sobre estas relaciones: “... Un
conflicto es “inmoral” en cuanto aleja del fin o no crea condiciones que aproxi-
151
Juan Carlos Portantiero
Fortuna y virtud en la república democrática
men al mismo (o sea, no crea medios eficaces para su obtención) pero no es “inmoral”
desde otros puntos de vista “moralistas”. De tal modo, no se puede juzgar
al hombre político por el hecho de que sea más o menos honesto, sino por el hecho
de que mantenga o no sus compromisos (y en este mantenimiento puede estar
comprendido el “ser honesto”, es decir, ser honesto puede ser un factor político
necesario y en general lo es, pero el juicio es político y no moral...” (p. 1709).
En este plano la línea de recuperación que de Maquiavelo va a hacer Gramsci
es notoria. Pero lo que éste se plantea es el problema de los fines que el primero
se proponía al escribir El Príncipe. Para Benedetto Croce, siendo el maquiavelismo
una ciencia, sirve tanto para reaccionarios como para demócratas, así como
el arte de la esgrima sirve a los señores y a los bandidos tanto para defenderse como
para asesinar. Sus reglas implicarían técnicas éticamente neutrales. Pero la
pregunta gramsciana va más allá: ¿a quien le sugiere Maquiavelo el uso de esas
reglas? Y contesta que a quien éste tiene en vista no es a aquellos grupos y personas
que “ya las conocen” sino a quienes “no las saben”: “... la clase revolucionaria
de su tiempo, el pueblo y la nación italiana, la democracia ciudadana...”
(Gramsci, 1975: p. 1600). Y agrega: “... Se puede considerar que Maquiavelo
quiere persuadir a estas fuerzas de la necesidad de tener un “jefe” que sepa lo que
quiere y como obtener lo que quiere y de aceptarlo con entusiasmo, aún cuando
sus acciones puedan estar o parecer en contradicción con la ideología difundida
en la época, la religión...” (p. 1600).
Maquiavelo, como hombre de su tiempo, desarrolla una filosofía que tiende a
la organización de las monarquías nacionales absolutas como forma política que
facilite un desarrollo ulterior de la burguesía. “... El Príncipe -dice Gramsci- debe
poner término a la anarquía feudal (...) apoyándose en las clases productivas, comerciantes
y campesinos...”. Y agrega: “... Si las clases urbanas desean poner fin
al desorden interno y a la anarquía externa deben apoyarse en los campesinos como
masa...” (p. 1572). Este jacobinismo avant la lettre del escritor florentino se
expresaría, según Gramsci, en la vinculación teórica que ata a El arte de la guerr a
con El Príncipe: el énfasis en la superioridad de los ejércitos de campesinos movilizados
como milicia, por sobre las compañías de mercenarios. Y c o n c l u y e
Gramsci: “... se puede decir que la concepción esencialmente política es tan dominante
en Maquiavelo que le hace cometer errores de carácter militar: de allí que
piense especialmente en la infantería, cuyas masas pueden ser enroladas en virtud
de una acción política, y desconozca el significado de la artillería...” (p. 1573).
Por fin, en la inspiración de Maquiavelo sobre Gramsci quedan dos líneas
significativas. Una, la que se refiere a la “doble perspectiva” en la acción política
“correspondiente a la doble naturaleza del Centauro maquiavélico, de la bestia
y del hombre, de la fuerza y del consenso, de la autoridad y de la hegemonía,
de la violencia y de la civilización, del momento individual y del universal (de la
Iglesia y del Estado) de la agitación y de la propaganda, de la táctica y de la es-
152
trategia...” (Gramsci, 1975: p. 1576). No es difícil advertir hasta que punto esta
proposición es utilizada por Gramsci para fundar la relación entre violencia y
consenso que construye la hegemonía, una de las claves de su discurso complejo
sobre la política.
La otra línea de Maquiavelo que vuelve en Gramsci es la que tematiza sobre
el “realismo excesivo” en política que conduce a interesarse no por el deber ser
sino por el ser, un error que conduce a considerar a Guicciardini, un contemporáneo
de Maquiavelo, como el “político verdadero”. El dilema obliga a distinguir
entre el diplomático y el político. El primero se mueve en la “realidad efectiva”
porque su actividad no tiende a generar nuevos equilibrios sino a conservarlos. El
segundo, representado por Maquiavelo, quiere, por definición, crear nuevas relaciones
de fuerza y por tanto debe ocuparse del “deber ser”. Pero en la visión
gramsciana la cuestión no debería ser planteada en esos términos antagónicos: de
lo que se trata es de analizar si el “deber ser” es un acto arbitrario o un acto necesario.
Es cierto que el político no debe moverse sólo en las “realidades efectivas”,
sino también en el “deber ser” que orienta la acción sobre el cambio de la
sociedad. Pero habría dos formas de ese “deber ser”: una, la abstracta y difusa de
Savonarola (el “profeta desarmado”) y otra, la realista de Maquiavelo, ni determinista
ni voluntarista, sino definida como interpretación objetiva y como indicativa
de líneas de acción, aunque no se haya transformado en realidad inmediata.
Y culmina Gramsci su análisis lleno de admiración con estas palabras: “... El
límite y la angustia de Maquiavelo consisten en haber sido una persona privada,
un escritor y no el jefe de un Estado o de un ejército, que siendo una sola persona
tiene sin embargo a su disposición las fuerzas de un Estado o de un ejército y
no únicamente un ejército de palabras. No por ello se puede decir que Maquiavelo
fue también un profeta desarmado. (...) Maquiavelo jamás afirmó que fueran
sus ideas o sus propósitos los de cambiar él mismo la realidad, sino única y concretamente,
los de mostrar como deberían haber actuado las fuerzas históricas para
ser eficientes...” (p. 1577).
153
Juan Carlos Portantiero
Fortuna y virtud en la república democrática
Bibliografía
Gramsci, Antonio 1975 Quaderni del Carcere (Torino: Einaudi) Tomo III.
Hegel, G. W. F. 1972 La Constitución de Alemania (Madrid: Aguilar).
154

El concepto de hombre en Nicolas Maquiavelo

HISTORIA DEL PENSAMIENTO
EL CONCEPTO
DE HOMBRE EN
NICOLÁS MAQUIAVELO
FAUSTO DÍAZ PADILLA
Oviedo
1 Humanismo italiano nacido y desarrollado
durante el siglo XV significó, como
es bien sabido, un profundo cambio en
todos los órdenes de la vida. En la nueva
concepción de la idea de hombre, de sus
relaciones con los demás o con la divinidad,
se podría hablar de una verdadera
revolución. Dicha transformación tiene sus orígenes en
acontecimientos políticos, sociales y económicos del siglo
anterior —en especial de la segunda mitad—, pero sus
efectos se dejan sentir en el s. XV. No voy a detenerme
en analizar las causas que produjeron este fenómeno.
Únicamente recordaré algunos hechos que, aunque muy
conocidos, tienen un cierto interés para lo que voy a exponer:
la crisis de las dos grandes instituciones —los dos
soles de que habla Dante— la Iglesia y el Imperio y el paso
del comune a la señoría. En efecto, en 1356 Carlos IV
de Bohemia concede la Bula de Oro, según la cual la
corona imperial dejaba de ser hereditaria para ser electiva.
Antecedente de ello fue la proclamación como emperador
por el pueblo romano de Ludovico el Bávaro en
1328. Por su parte la Iglesia padece la Cautividad de
Avignon (1309-1376) después de las luchas entre el papa
Bonifacio VIII y el rey de Francia Felipe el Bello. Y el
comune, después de haber pasado por las fases del gobierno
de los aristócratas, potestades y de las Artes,
comenzaba a poner las bases para el nacimiento de la señoría.
A partir de mediados del s. XIV la península conoce
un largo período de guerras a causa de los tres intentos
hegemónicos de Milán (1350, 1400 y 1420-21),
seguido del de Venecia (1347 y siguientes) y que concluirá
con la Paz de Lodi (1454), gracias a la cual las ciudades
italianas conocerán un largo período de paz, hasta
1494. Artífices de la misma fueron Cósimo di Medici,
Francesco Sforza y Alfonso I de Ñapóles. Figura peculiar
de la época es la del condottiero o capitán de la «compañía
de aventura»,.auténtico ejército mercenario, que tanta
importancia tendrá en la experiencia política de Maquiavelo.
Paralelamente a estos cambios políticos y hegemónicos
una endémica crisis económica presidirá todo el siglo
XIV, cuyos momentos más álgidos serán las carestías de
principios (1315-1317) y de finales de siglo (1399), sin
olvidar la terrible peste de 1348 durante la cual morirá
Laura, la joven amada y cantada por Petrarca, y que servirá
a Boccaccio de marco del Decamerón. Todo ello producirá
un descenso de la población de doce a ocho millones
de habitantes juntamente con una serie de agitaciones
sociales, inquietudes y despoblamiento de las zonas
más afectadas y una fuerte regresión de la economía.
El concepto del hombre en la Edad Media es predominantemente
negativo. En contraposición al pensamiento
greco-romano, según- el cual el individuo era una
célula de un organismo más vasto —la ciudad—, el cristianismo
medieval salva la singularidad del hombre al
destacar ante Dios su responsabilidad de todo lo realizado
durante el viaje terreno. Pero: como señala acertadamente
Feuerbach el objeto esencial de la fe en la supervivencia,
según el concepto cristiano, no era el individuo
en cuanto tal, sino el paraíso o el infierno, o sea la
realidad del bien y la nulidad del mal. Por otro lado, al
insistir el cristianismo sobre la temporalidad como condición
de la persona, según la filosofía agustiniana, la limita
negativamente. Dante concibe la vida como «un correr
hacia la muerte», y como momento de prueba que
es juzgado desde el Eterno (Paraíso, canto XI). Así mismo
el sentimiento de temporalidad y finitud es vivido
agonísticamente por Petrarca en el Secretum o en el De
ocio religiosorum. Pintura del hombre todavía más negativa
nos la dan autores como Gherardo Pateg (o Patecchio)
EL BASILISCO 51
EL BASILISCO, número 10, mayo-octubre 1980, www.fgbueno.es
en «Le noie», Inocencio III en el De contemptu Mundi, •
lacopone da Todi en las Laudes o los seguidores del movimiento
del AUeluia (1233). En suma, la concepción
teocéntrica domina todos los aspectos de la cultura y de
la vida. Sin embargo, ya con Boccaccio se puede hablar
de humanismo, puesto que la experiencia de sus personajes
es siempre terrena.
En el curso del siglo XV madura un nuevo concepto
del hombre que sintéticamente podría ser definido como
el «hombre que se realiza mediante la acción». Es exaltada
su individualidad, el uso de la razón, su capacidad
creativa y estética, el amor por la gloria... Así, para Pico
della Mirándola —Orazio de Hominis dignitate— el hombre
es microcosmo que reagrupa en sí todas las perfecciones
dispersas en el universo; idea semejante expone
hacia el 1452 Giannozzo Manetti en el De dignitate et
excellentia hominis; para Marsilio Ficino el hombre es
«copula mundi», mediador entre la naturaleza y Dios.
Este humanista teorizando sobré las formas de conocimiento
llega a afirmar que la verdad alcanzada por el
hombre no es en nada inferior a la de Dios, si bien el
modo de conocimiento del divino es intuitivo y el del
hombre es discursivo. En el Humanismo se ha pasado
pues con la celebración de la «prestantia», «excellentia»,
«dignitas hominis» del principio teocéntrico al antropocéntrico,
que es exaltación de las facultades humanas.
Por ello Nietzsche vio en el hombre del Renacimiento
una prefiguración del superhombre animado de la voluntad
de potencia, y J. Burckhartd (1) lo definió como él
hombre completo, con plena confianza en sus facultades
y en su propia individualidad.
Esta concepción optimista fue enseguida empañada
por el sentimiento de confusión y extravío del hombre
de los siglos XV y XVI al renunciar a las certezas de orden
transcendental que lo acompañaron a lo largo del
período medieval y proyectarlo en un mañana que dependía
de su capacidad de construir. Y al igual que Galileo
Galilei descubrió las manchas solares a pesar de haber
formulado la teoría heliocéntrica siguiendo las intuiciones
de Copérnico, del mismo modo va naciendo un
cierto pesimismo en aquellos autores que habían exaltado
las facultades humanas. De ahí que Maritain haya
colocado en el Humanismo, como momento del espíritu,
el comienzo no sólo de la denominada «tragedia del
hombre», sino también de la tragedia de Dios y de la
cultura.
Es en este pesimismo donde se inscribe el pensamiento
de Maquiavelo sobre el hombre. El hilo conductor
de nuestro análisis será la Letterra al Vettori del diciembre
de 1513, en la que se anuncia la composición de
El Príncipe. Magnífico modelo de su proceder discursivo,
de su mundo conceptual, que se refleja en un tono
dilemático, como señala F. Chabod (2), y con un estilo
«clásicamente epigráfico, que puede ser al mismo tiempo
el.estilo de los proverbios populares» (3), se halla estruc-
(1) J. Burckhardt, La civilta del Rinascimento in Italia, parte VI, cap. I,
p. 554, Sansoni, Firenze, 1940.
(2) F. Chabod, Scritti sul Machiavelli, p. 187, Einaudi, Torino.
(3) L. Russo, «Machiavelli», p. 83, Universale Laterza n° 28, 4" edic.
Barí, 1974.
turada en oposiciones dualísticas. En ella se pueden distinguir
dos partes bien diferenciadas: en la primera narra
como transcurre su jornada, en la segunda su actividad
intelectual durante la noche, que en cierto sentido evoca
la oposición medieval de la muerte y la vida. Estas dos
partes contrastan en aspectos particulares que son especificaciones
de su planteamiento global. Así, a la curiosidad
de tipo realístico que el autor experimenta durante
el día se contrapone la curiosidad cultural en el silencio
nocturno; en el día escucha y habla con hombres todavía
vivos, por la noche lee y habla con los hombres del pasado;
las lecturas del día son las «amorosas pasiones» de
Dante, Petrarca, Ovidio y otros menores; las de la noche
son de tema político-histórico, de Aristóteles, Tito
Livio, Planto, etc. Durante la jornada los escenarios en
los que se desarrolla su actividad son concretos y determinados:
el bosque, la fuente o la taberna; en las horas
nocturnas su actividad mental se desarrolla en un lugar
ideal y atemporal «en las antiguas cortes de los hombres
del pasado». La primera actividad lo cubre de «fango y
lodo», con la segunda se adorna de vestimentas «reales y
curiales». En síntesis, sus ocupaciones durante el día
están orientadas al alimento del cuerpo —corta y vende
la madera del bosque, o se preocupa de la deuda que
Fronsino da Panzano ha contraído con él—, las de la noche
atienden al alimento espiritual, y en este aspecto es
Maquiavelo ^quien es deudor de valores culturales para
con los antiguos. Para decirlo con palabras de nuestro
autor el hombre es «centauro», cuerpo y alma, materia y
espíritu, obligado a sufrir las servidumbres y satisfacer
las necesidades de una y otra parte de esta dualidad. El
escritor florentino no abandonará este proceder por dicotomías
ni en El Príncipe ni en sus obras de carácter
histórico-político —Discursos sobre la primera «Década» de
52 EL BASILISCO
EL BASILISCO, número 10, mayo-octubre 1980, www.fgbueno.es
Tito Livio, y las Historias florentinas— o incluso en sus
comedias —La Mandrágola, la Clizia—. Partiendo de esta
constatación el análisis del concepto de «hombre» deberá
cumplirse a través de las oposiciones dualísticas presentes
en sus escritos: en ellos se distingue el hombre masa
del individuo; éste con la colaboración de su virtud y
de la fortuna aspira a elaborar una ciencia política que le
permita la formación del estado moderno. En unas ocasiones
virtud y fortuna entran en abierto contraste, como
fue el caso de César Borja cuando murió su padre, el papa
Alejandro VI, y él estaba gravemente enfermo; en
otras, a la virtud personal se oponen las armas, o mejor
dicho, la carencia de armas propias. Desde otra perspectiva
la virtud contrasta con la moralidad; por su parte
la fortuna se opone a la libertad, como la historia a la política,
pues la primera mira a los acontecimientos pasados
y la segunda a los presentes o futuros, si bien tenga siis
fundamentos en las enseñan2as que proceden de aquélla;
por último, la finalidad de la acción del individuo y de la
ciencia política, el estado, tampoco coincide con el
concepto de nación.
Maquiavelo da una valoración mecánica o naturalística
del hombre, ya que no lo considera como una entidad
formada de cuerpo y espíritu, sino como «naturaleza»
que «no está todavía espiritualizada y humanizada... Naturaleza
es ya el mismo hombre, el individuo, el cual ab
aeterno posee una natural malicia, que puede ser frenada,
pero no curada y sanada radicalmente ex imis» (4). Es.
más, es incapaz de llegar a alcanzar su perfeccionamiento
en la via del naal, a pesar de su innata tendencia a él.
(4) L. Russo, Machiavelli, ob. cit. p. 195.
EL BASILISCO
pues el secretario florentino constata que los hombres
no saben «ser honorablemente malos o perfectamente
buenos», poniendo como ejemplo de su afirmación a
Gian Paolo Baglioni, señor de Perugia, sanguinario y sin
escrúpulos, que pudiendo haber cumplido una acción de
perenne recuerdo en la historia cuando el Papa Julio II
entró desarmado en su ciudad se sometió a él (5).
Como tal el hombre se halla limitado negativamente
al carecer de las dotes de libertad e imprevisión de comportamiento
y estar por ello abocado a la continua repetición
de los mismos hechos y errores. Esta es la razón
de que' tanto el hombre como su acción a lo largo de los
siglos puedan constituir el objeto de la nueva ciencia: la
política. Esta uniformidad y repetibilidad de comportamiento
es consecuencia de los defectos que caracterizan
su naturaleza: «Perché degli uomini si puó diré questo
generalmente: che sieno ingrati, volubili, simúlateri e
dissimulatori, fuggitori de' pericoli, cupidi di guadagno; e
mentre fai loro bene, sonó tutti tua, offeronti el sangue,
la roba, la vita, e' figliuoli, como di sopra dissi [cap. IX],
quando il bisogno é discosto; ma, quando ti si appressa,
e' si rivoltano» (6). El hombre es para Maquiavelo malvado
y vil, egoísta y atento al propio provecho; estas
convicciones hacen brotar de sus escritos un sentimiento
amargo y pesimista que es, como afirma Croce (7), lo
que lo diferencia de su amigo Francisco Guicciardini y
de su concepto del «particular».
Pero no siempre su juicio sobre el hombre es negativo.
En algunas de sus páginas existe el tentativo de
justificar el modo de actuar humano, tratando de buscar
las causas del mismo, como cuando acusa a la Curia romana
del carácter corrompido de los italianos, aconsejando
a quien de ello dudase que «mandasse ad abitare
la corte romana, con l'autoritá che l'ha in Italia in le
terre dé Svizzeri, i quali oggi non sonó solo popoli che
vivono, e quanto alia religione e quanto agli ordini militan,
secondo gli antichi e vedrebbe che in poco tempo
farebbero piú disordine in quella provincia i reí costumi
di quella corte che qualunque altro accidente che in
qualunque tempo vi potesse surgere» (8). Aunque en sus
escritos Nicolás Maquiavelo no llegue nunca a aludir a la
bondad innata del hombre, como más adelante formulará
(5) N. Maquiavelo, Discorsi sopra la Prima Deca di Tito Livio, Libro I,
cap. 27.
(6) «Porque de los hombres se puede decir en general lo siguiente:
que son desagradecidos, volubles, simuladores y disimuladores, fugitivos
de los peligros, ávidos de ganancias, y mientras les haces el bien,
son todo tuyo, te ofrecen la sangre, sus propiedades, su vida, sus hijos,
como más arriba dije, cuando la necesidad es lejana; pero cuando la
necesidad se acerca te abandonan», ll Principe, cap. XVIL «Simulador»
es el que finge lo que no tiene»; «disimulador» quien esconde lo que
siente y nota», véase nota pág. 272, vol. II, 1^ parte de la Antologia delta
Letteratura Italiana, de Gianni, Balestreri y Pasquali, Casa Editrice
D'Anna, Messina - Firenze, 1976.
(7) B. Croce, «Etica ePolitica», Laterza, Sari, 1931, p. 252.
(8) «mandase vivir la corte romana, con la autoridad que tiene en Italia,
en las tierras de los suizos; los cuales son hoy los únicos que viven,
por lo que respecta a la religión y a la organización militar, según los
antiguos: y vería que en poco tiempo causaría más desorden en aquella
provincia las perniciosas costumbres de la citada corte que cualquier
otro suceso que en cualquier tiempo allí pudiese ocurrir», Discorsi sopra
la Prima Deca..., Libro I, cap. XII.
53
EL BASILISCO, número 10, mayo-octubre 1980, www.fgbueno.es
Rousseau, sí establece el carácter determinante de las
buenas leyes y de la práctica de la religión —entendida
siempre como instrumento de gobierno— para enderezar
las «buenas costumbres» del pueblo. Para demostrarlo
contrapone al papel negativo desempeñado por el cristianismo
desde la Edad Media la función altamente positiva
de la religión romana instituida por Numa (9)- Y es que
muy en el fondo el político florentino tiene puesta su
esperanza en el pueblo, en ese pueblo tantas veces calificado
de «vulgo», tantas veces menospreciado, pero que
guiado por un príncipe «virtuoso» puede lograr la
expulsión de los extranjeros de la península y la constitución
de una monarquía absoluta semejante a la española
o a la francesa. Este es el tono del último capítulo del
Príncipe, el XXVI, en el que la despreciada plebe es la
heredera del «antiguo valor», pronta a transformarse
«virtud contra furor», como en los versos de Petrarca
citados en la conclusión de la obra. En este último capítulo,
el observador objetivo de la realidad se deja arrastrar
por su pasión, añorando una situación utópica que
cae fuera de las condiciones objetivas del presente.
Como Luigi Russso afirma «es la pasión la que se venga
de la frialdad del intelecto». Y Maquiavelo se nos presenta
no sólo como proTeta, sino como profeta desalmado
también él (10), aludiendo a las críticas del escritor
sobre Savonarola, tanto en alguna de sus cartas familiares
—aquélla de 1498 dirigida a Riccardo Bechi— como en
el mismo Príncipe —cap. VI—. Por otro lado, de las
consideraciones del último capítulo del Príncipe nace en
gran medida la interpretación «democrática» de su obra,
iniciada en el Seiscientos con Traiano Boccalini en los
«Ragguagli del Parnaso», recogida después por Rousseau,
Cuoco, Alfieri en Del Principe e delle lettere, Foseólo en
I Sepolcri, y Gramsci en Note sul Machiavelli...
Al hombre como colectividad opone el Individuo, el
Príncipe, que es el verdadero objeto de la ciencia política:
aquél que es capaz de fundar un estado unitario y
fuerte que ponga freno a la perversidad de la masa popular.
Ahora bien, su misión no concluye con la formación
del estado absoluto, sino que éste es la premisa para su
ordenación y gobierno sobre bases más amphas, a fin de
que no dependa de la virtud de uno solo, adquiera vida
autónoma y su existencia no esté hipotecada por la de
aquél. Este es, resimiido, el pensamiento de Maquiavelo
en los «Discorsi sopra la Prima Deca di Tito Livio» y
que concuerda con el de Ugo Foseólo en la glosa a la
oda A Bonaparte liberatore, cuando afirmará: «...y es cierto,
desgraciadamente, que el fundador de una república
ha de ser un déspota». Si bien la figura que campea como
modelo de Príncipe es la de César Borja, denominado
el Valentino, el escritor no desaprovecha ocasión de
señalar otros políticos, según los diferentes tipos de
principados que examina: Francisco Sforza, el duque de
Ferrara, Fernando el Católico al que sólo alude pues «no
es prudente dar el nombre» (11), o los Papas Alejandro
VI y Julio II. El modo de actuar de todos ellos, conrio el
de todo político, es simbolizado en la imagen del centauro
(12), ya que ha de saber usar «la bestia y el hombre»
(9) N. Maquiavelo, «Discorsi..., Libro II, cap. 2.
(10) L. Russo, Machia-velli, ob. Cit. pág. 85.
(11) N. Maquiavelo, 11 Principe, cap. XVIII.
54 :
según las circunstancias. Y obligado a servirse de las cualidades
de la «bestia», debe tomar ejemplo de la zorra y
del león, símbolos de la astucia y de la fuerza, a fin de
estar preparado para defenderse de los engaños y de la
violencia.
Los medios de que dispone el Príncipe para el logro
de su fin son la virtud y la fortuna propias, además de las
armas que son el instrumento de su manifestación.
El paso del teocentrismo medieval al antropocentrismo
humanístico y renacimental conlleva paralelamente
un cambio en el concepto de virtud: la virtud como sumisión
a la voluntad divina, resignación ante la adversidad
y desprecio de las cosas mundanas, deja paso a la
virtud entendida como desarrollo de la actividad humana,
como religión de hacer bien lo que se hace, y que
mira al útil. Es decir, la «virtus» de la religión romana
que sólo celebraba «uomini pieni di mondaná gloria come
erano i capitani di eserciti e principi di republiche»,
mientras que la «virtud» cristiana «ha glorificado piü gli
uomini umili e contemplativi, che gli attivi. Ha di poi
posto il sommo bene nell'umiltá, abiezione, e nel dispregio
delle cose imiane» (13). Este retorno al antiguo en
cuanto al concepto de virtud, como manifestación de las
cualidades del individuo independientemente de los aspectos
morales y religiosos, es el que se desprende de
los escritos de Nicolás Maquiavelo.
Para el secretario florentino la política es una ciencia
autónoma de la moral o de la religión, ya que sus fines
son diversos: en un caso el Bien moral, en el otro el Útil
político. Por ta.nto sus medios tampoco tienen que serlos
mismos. Esta es la razón de que la virtud política no
tenga porqué identificarse con la moral; podrían coincidir
si los hombres fuesen buenos por naturaleza, pero
dada la maldad htmiana hace que ello no sea posible.
Coherente con estas ideas Maquiavelo señala corno la
primera condición del buen político la de «presuponer a
todos los hombres culpables» (14), lo cual implica como
consecuencia la necesidad por parte del príncipe de
«aprender a poder ser no bueno» (15).
Los capítulos del XV al XVIII del Príncipe están
dedicados a' enunciar y -analizar las «virtudes» del político
ideal siguiendo el modelo de César Borja, del que en
(12) N. Maquiavelo, II Principe, cap. XVIII. La expresión «la bestia y
el hombre», cuyo símbolo es el centauro, es tomada por Maquiavelo
de Cicerón. Concretamente el párrafo del cap. XVIII donde afirma
que «es menester, pues, que conozcáis los dos modos de defenderse; el
uno con la ley y el otro con la fuerza. El primero es el propio de los
hombres y el segundo lo es de las bestias. Pero como a menudo no
basta con el primero, es preciso recurrir al segundo», parece que sea
simplemente la traducción del De Officiis (I, 11) de Cicerón («Nam,
cum sint dúo genera decertandi, unum per disceptationem, alterum per vim;
cunque illius propium sit hominis, hoc bellarum, confupendum est ad posterius,
si uti non licet superiores).
(13) «...hombres llenos de mundana gloria como eran los capitanes de
los ejércitos y príncipes de las repúblicas» ...«ha glorificado más los
hombres himiildes y contemplativos que los activos. Además ha puesto
el sumo bien en la humildad, abyección y en el desprecio de las cosas
humanas», Discorsi..., cap. II.
(14) N. Maquiavelo, Discorsi..., Libro I, cap. III.
(15) N. Maquiavelo,//P«Ha>e, cap. XV.
EL BASILISCO
EL BASILISCO, número 10, mayo-octubre 1980, www.fgbueno.es
el capítulo VII ha delineado su personalidad y sus
empresas militares y donde hace una primera enumeración
de cualidades que repetirá más adelante en contraposición
al correspondiente vicio —capítulo XV—, y
que después sintetizará en las siguientes cinco: «...parere
pietoso, fedele, umano, intero, religioso» (16), salvaguardando
siempre la «razón de estado», prevaleciendo en
todo caso ésta sobre aquéllas.
Después de haber considerado que el príncipe np
debe temer de incurrir en el calificativo de «avaro» por"
ser éste uno de aquellos vicios que le permiten gobernar,
ya que la avaricia origina «una infamia áin odio»;
por el contrario, una excesiva generosidad le haría incurrir
«nel nome del rapace, che parturisce una infamia
con odio» (17), pasa a analizar la conveniencia o no del
empleo de la crueldad y piedad como procedimientos en
el ejercicio del poder. Desde un punto de vista ideal sería
preferible gobernar con la ayuda de la segunda y no
con la de la primera, pero no por ello debe renunciar al
uso de la crueldad cuando las circunstancias lo aconsejen,
especialmente si el príncipe es nuevo en aquel
país, como fue el .caso del Valentino en la B'^magna. De
(16) «...parecer piadoso, fiel, humano, íntegro y religioso», 11 Principe,
cap. XVIII.
(17) «...en el nombre de ladrón que provoca una infamia con odio», //
Principe, cap. XVI.
(18) «...los hombres ponen menos cuidado en ofender a uno que se
haga amar, que a uno que se haga temer; porque el amor se mantiene
por un vínculo de gratitud, el cual porque los hombres son malvados,
en cualquier ocasión de propia utilidad se rompe; pero el temor se
mantiene por miedo al castigo que no abandona nunca», / / Principe,
cap. XVII.
(19) N. Maquiavelo, 11 Principe, cap. VIII. Es opinión generalizada la
contraposición entre la teoría del Estado de Platón y la de Maquiavelo:
el primero es un utópico que escribe de cómo deben ser los estados en
vez de hacerlo, como Maquiavelo, sobre cómo son en realidad. Sin
embargo, y por encima de esta opinión, es necesario subrayar que fue
Platón quien enunció las tesis de la «mentira política» (v. infra) y de
la adopción de «medidas extraordinarias» en beneficio del Estado, enteramente
asumidas por Maquiavelo. Platón en el Político, comparando
al hombre de Estado con el médico, afirma: «Respetamos a los médicos
aunque nos curen con amor o por medio de la fuerza, aunque nos
corten, nos quemen o nos inflijan cualquier otro remedio doloroso»
(293, b); y en las Leyes: «un legislador puede crear, con mucho gusto,
una nueva constitución y nuevas leyes que no impliquen fuerza tiránica
y sólo castigos más suaves; pero los castigos más severos —como la
muerte y el exilio— son los que dan resultado» (V, 735, e).
esta afirmación surge el conocido dilema de si es más
conveniente ser amado o temido por los subditos. Maquiavelo
se inclina sin ningún titubeo por la segunda posibilidad,
pues «gli uomini hanno meno respetto a offendere
uno che si facci amare, che" uno che si facci temeré;
perché l'amore é tenuto da uno vinculo di obligo, il quale,
per essere gli uomini tristi, da ogni occasione di propria
utilitá é rotto; ma ¡1 timore é tenuto da una paura di
pena che no ti abbandona mai» (18). La crueldad que no
está encaminada a la consecución del fin último de la
política carece de justificación, como la ejercida por Oliverotto
da Fermo y Agatocle de Siracusa (19).
Por lo que concierne el «mantener la palabra dada»,
el príncipe sería perfecto si la pudiese observar siempre,
pero la experiencia de hecho demuestra lo contrario.
Cuando supone un peligro para la conservacióo del estado,
fin primero y último del arte de la política, el hom-
} bre de gobierno debe eludir con astucia el cumplimiento
de los pactos establecidos, actuando incluso en oposición
a los mismos si fuera necesario. Maquiavelo justifica este
comportamiento por el carácter esencialmente negativo
del común de los hombres, como ya se ha documentado
más arriba y que en este capítulo de nuevo reafirma:
«...se gli uomini fussino tutti buoni, questo precetto non
sarebbe buono; ma perché sonó tristi e non la osservarebbono
a te, tu etiam no l'hai ad osservare a loro» (20),
ya que la astucia es una de las dos cualidades fundamentales
del príncipe; la otra es la fuerza. Astucia y fuerza,
zorra y león, es la dualidad que procede de un miembro
de otra más amplia —bestia, hombre— que constituye
la realidad Política y que nuestro autor simboliza en
la imagen del centauro.
La actuación del príncipe es juzgada de acuerdo con
principios propios de la ciencia política, que no tienen
porqué coincidir con los de otra parcela del comportamiento
humano, como la moral. Esta es la razón de que
algunos de los llamados «vicios» según la casm'stica religiosa,
desde una perspectiva exclusivamente política sean
considerados como virtudes esenciales de todo gober-
(20) «...y si los hombres fueran todos buenos, este precepto no sería
sensato; pero como son volubles no te la [la palabra dada] mantendrían,
tú tampoco tienes que mantenerla respecto a ellos», // Principe, cap.
XVIII.
EL BASILISCO 55
EL BASILISCO, número 10, mayo-octubre 1980, www.fgbueno.es
nante. Por ello algunas dé las «virtudes» enumeradas por
el secretario florentino en los capítulos XV, XVI, XVII
y XVIII del Príncipe se encuentran en flagrante contraposición
con las morales: deberá ser avaro en la administración
de los propios bienes a fin de no verse en la obligación
de crear nuevos impuestos y con ello granjearse
el odio de los subditos;, no.se preocupará de la fama de
cruel pues «sanza questo nome, non si tenne mai
esército unito né disposto ad alcuna fazione» (21); tampoco
está obligado a respetar los acuerdos contraídos si
ello puede reportarle algún perjuicio en orden a la conservación
del estado. Pero de todas sus cualidades una
destaca sobre las demás: la de la disimulación. Por una
parte ha de saber enmascarar el propio estado de ánimo
para que los demás no intuyan sus verdaderas intenciones
y propósitos, como César Borja se comportó con
Maquiavelo, enviado por la Señoría florentina a Imola,
cuanto Vitellozzo Vitelli, Gian Paolo Baglioni, Oliverotto
da Fermo, Pandolfo Petrucci y algunos de los Orsini,
se aliaron contra el Valentino; o en el modo que tuvo
éste de eliminar a alguno de aquellos señores y capitanes
de venturas. Por otro lado, está obligado a colorear ios
propios actos de gobierno a fin de que aparezcan concordes
con las leyes morales y buenas costumbres ante los
ojos de los subditos: «Debbe, adunque, avere uno principe
gran cura che non gli esca mai di bocea una cosa
che non sia piena delle soprascritte cinque qualitá; e
paia, a vederlo e udirlo, tutto pietá, tutto fede, tutto integritá,
tutto umanitá, tutto religione. E non é cosa piü
necessaria a parere di avere che questa ultima qualitá»,
resumiendo su pensamiento en la siguiente máxima:
«...Ognuno vede quello che tu pari, pochi sentono que-
11o che tu sé» (22). Idea que será recogida por Foseólo
en el Jacopo Ortis cuando dice: «Gli amori della moltitudine
sonó brevi ed infausti; giudica, piü che dall'intento,
dalla fortuna; chiama virtü il delitto utile, e sceller^-
gine l'onestá che le pare dannosa; e per avere i suoi
plausi, conviene o atterrirla, o ingrassarla, e ingannarla
sempre» (23).
De las afirmaciones de Maquiavelo sobre la autonomía
del príncipe respecto a las leyes morales deriva la
interpretación errónea de su doctrina, sobre todo cuando
se pretendió sintetizarla en la máxima «el fin justifica los
medios». Como Luigi Russo (24) ha demostrado, la
esencia del pensamiento maquiaveliano se halla precisamente
en la inversión de los términos de dicha fórmula.
(21) «sin este nombre no se mantuvo unido nunca ejército alguno ni
dispuesto a empresa alguna», / / Principe, cap. XVII.
(22) «Debe por tanto un príncipe poner especial cuidado en que no le
salga nunca de la boca nada que no esté lleno de las mencionadas cinco
cualidades y parezca, al verlo y oirlo, todo piedad, todo fe, todo integridad,
todo religión. Y no hay cosa más necesaria que parece tener
que esta última cualidad»... «...cada uno ve lo que tú pareces y pocos
sienten lo que tú eres», II Principe, c. XVIII.
(23) «Las voliciones de la multitud son breves e infaustas; juzgan, más
que por el intento, por el resultado; llama virtud el delito útil, maldad
la honesta que le parece perjudicial; y para contar con su aprobación
conviene o aterrorizarla o enriquecerla, y engañarla siempre». Le ultime
lettere di Jacopo Ortis, p. 392, UTET, Torino, 1962. Tanto Maquiavelo
como Foseólo recogen la tesis platónica de la «mentira política»; «Me
parece que los magistrados a menudo se ven obligados a. recurrir a
mentiras y fraudes en interés de sus subditos» {República, IV, 459, d).
(24) L. Russo, Machiavelli, ob. cit. p. 216.
puesto que son los medios adecuados a un fin concreto
los que lo justifican, es decir, un fin es justo si los
medios adoptados para su realización son técnicamente
coherentes con él. Esta es la auténtica virtud de la nueva
moralidad, aplicada a la política que el teórico florentino
propugna. En efecto, para él la moral es vitalista, consistente
en hacer bien lo que se está haciendo utilizando,
como se acaba de indicar, los medios más idóneos para
su cumplimiento. No se trata, piues, de una moral genérica
sino concreta, de tipo técnico, cuyas leyes deben ser
respetadas por quienes la profesan. Por ser una moral
concreta cada arte ó ciencia deberá tener la propia, sin
interferencias de normas pertenecientes a otras: cada una
debe ser autónoma de las demás. La misión del individuo
es la de actuar dentro del ámbito de una esfera determinada
conforme a las leyes particulares que rigen en
ella. Por ello Maquiavelo muestra su complacencia con el
comportamiento de un César Borja o de un Ugucciones
de la Faggiuola (25), de un Ligurio o de una Lucrecia
' (26), por ser coherentes con la finalidad que esperaban
conseguir; en especial con ésta última a quien considera
«virtuosa» antes y después del adulterio: antes se había
negado al arnor ilícito por impedírselo un imperativo religioso
moral; pero caída en él por incitación de todos
los que la rodean, incluso de Messer Nicia, su marido,
no duda después en continuar el engaño para el deleite
propio: ahora su fin es el placer y sus leyes, son muy distintas
de las religioso-morales.
El querer operar en una «ciencia» dada con normas
propias de otra conduce inevitablemente al fracaso. De
la aplicación rigurosa de este principio nace en nuestro
autor la oposición al fraile Jerónimo Savonarola (27), mal
religioso y peor político, y con él a todos los «profetas
desarmados», por haber pretendido hacer política haciendo
religión; y su reproche a la Curia romana por haber
mezclado el poder espiritual y el temporal.
No es que nuestro autor sea el teórico de un nuevo
modo de comportamiento, sino que es más bien el narrador
del momento vitalista, propio del espíritu humano,
que se manifestó en su tiempo. Es, como Traiano Boccalini
en los «RagguagU del Parnaso» afirma el único
«que tuvo el valor de decir cosas que todos tenían el
valor de hacer».
¿Esta peculiar concepción significa que Nicolás Maquiavelo
niega toda validez a la moral religiosa?. La respuesta
es un no categórico. Esta negativa se explica por
dos razones: desde una perspectiva exclusivamente política
la moral es una de las fuerzas esenciales en la conservación
del estado, ya que es el origen de las leyes civiles,
base para su justa ordenación. Esta es la razón por
la que el escritor florentino retenga más importante en la
fundación de Roma la labor desarrollada por Numa
Pompilio que la del mismo Rómulo, por haber recurrido
a la religión «como cosa del todo necesaria para mante-
(25) Personaje de La vita di Castruccio Castracani, de N. Maquiavelo.
(26) Protagonistas de La Mandragola, comedia de N. Maquiavelo.
(27) En distintos pasajes de sus obras, Maquiavelo critica la labor del
fraile: en la carta a Ricardo Becchi, en el Decennale Primo, en el cap. VI
del Principe, en el cap. I de los Discorji...
56 EL BASILISCO
EL BASILISCO, número 10, mayo-octubre 1980, www.fgbueno.es
ner una ciudad» (28), de igual manera a como habían
actuado con anterioridad Licurgo y Solón. La religión
además es un instrumento de gobierno útilísimo en
manos del príncipe al garantizarle la obediencia del ejército
y la fidelidad de los subditos por medio del juramento-
pronunciado en nombre de la divinidad (29).
Desde un punto de vista humano, personal, el problema
moral o religioso «estuvo en el centro de toda la
vida mental de Maquiavelo tanto como el problema político
» (30). He aquí otra dualidad de su pensamiento:
dada la naturaleza egoísta y violenta del común de los
hombres el príncipe como «hombre público» debe dejar
de lado los principios tradicionales de la moral, sin
embargo estos son vigentes en el campo individual y privado:
«Diró solo questo, che io non intendo quella grande
essere gloriosa che ti fa romperé la fede data e i patti
dati: perché questa ancora che la ti acquisti qualche volta
Stato e Regno, como di sopra si discorse, la non ti
acquisterá mai gloria» (31); o bien cuando afirma que:
«Non si puó ancora chiamara virtú ammazzare é sua cittadini,
tradire gli amici, essere sanza fede, sanza pietá,
sanza religione; li quali modi possono fare acquistare imperio,
ma non gloria» (32). Principios morales que observó
durante toda su vida, según su propio testimonio
en la carta a Francisco Vettori de 1513: «E della fede
mia non si devorrebbe dubitare, perché, havendo sempre
obsérvate la fede, io non debbo imparare hora a romperla;
e chi é stato fedele e buono quarantatré anni, che io
ho, non debbe poter murare natura; e della fede e bontá
mia ne é testimonio la povertá mia» (33). Integridad de
espíritu y honestidad deben, pues, regir el comportamiento
del individuo en su vida privada, cuando no está
obligado a poner freno y límite a la malicia de la masa
humana.
(28) N. Maquiavelo, Discorsi..., Libro I, cap. XI.
(29) La utilización de la religión como un instrumento de gobierno
puede considerarse igualmente como un caso particular de la idea platónica
de la «mentira política», y el propio Platón resaltaba la importancia
de la utilización de ciertos mitos en la educación del ciudadano.
Pero de. quien toma directamente Maquiavelo estas ideas es de las Historias
de Polibio, para quien la religión es un engaño inventado para
mantener la fe en ios hombres (Historias, VI, 56), y la esperanza en la
ayuda divina la condición para que los hombres se enfrenten con
valor al peligro {Historias, X, 2). La imitación de Polibio por Maquiavelo
está generalmente admitida, y quien primero la advirtió fue el erudito
Frabricius (1668-1736) quien «Llamó la atención sobre un pasaje
del libro sexto de las Historias y lo comparó con el libro I, 2 de los
Discorsi de Maquiavelo» (Giuseppe Prezzolini; Maquiavelo, Ed. Pomaire,
Barcelona 1968, p. 94).
(30) L. Russo, Machiavelli, p. 228.
(31) «Diré sólo ésto, que no considero que sea grande y gloriosa la
[la virtud] que te obliga a romper la palabra dada y los pactos establecidos:
porque ésta si bien te ayude a veces a conseguir Estado o Reino,
como más arriba se trató, nunca te proporcionará gloria», Discorsi...,
Libro III, cap. XL.
(32) «No se puede siquiera llamar virtud el matar ciudadanos, traicionar
a los amigos, no mantener la palabra dada, no tener piedad, religión;
estos modos pueden conducir a lograr el poder, pero no la
gloria», 11 Principe, cap. VIII.
(33) «Y de mi fidelidad no se debería dudar, pues, habiendo siempre
observado fe, no debo aprender ahora a romperla; y quien ha sido fiel
y bueno cuarenta y tres años que yo tengo, no puede cambiar naturaleza;
y de mi fidelidad y bondad es testimonio mi pobreza», Lettera a
Francesco Vettori, N. Maquiavelo, 1513-
Fruto de esta constante preocupación moral y religiosa
es su profundo anticlericalismo. Este nace también
de una doble causa: una que se puede calificar de «religiosa
» y que derivaría de la tergiversación de la doctrina
cristiana, plasmada en una casuística moral errónea, y en
la corrupción de la jerarquía y del clero, y la otra tendría
su origen en razones políticas.
Maquiavelo manifiesta su enemiga a la religión que
sirve de enmascaramiento de la hipocresía y del engaño.
Su sátira en este sentido está centrada en Fray Timoteo,
personaje de la Mandragola, figura siniestra de fraile corrompido,
que reduce la religión y la piedad de los fíeles
a los actos externos del culto. Así mismo encarna las
formas de una moral de tipo personalístico que conocerá
su momento de esplendor después del Concilio de Trento
(1545-1563), en las teorías jesuítas sobre la doble moralidad,
razón de estado, etc..
Por otra parte, la corrupción de la Curia romana y
su creciente poder eran patentes desde hacía tiempo,
pero alcanzó uno de sus momentos cumbres con la subida
al solio de S. Pedro de Alejandro VI en 1492. El
mal ejemplo de la jerarquía eclesiástica ha provocado en
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EL BASILISCO, número 10, mayo-octubre 1980, www.fgbueno.es
el pueblo italiano la pérdida de toda fe y devoción (34),
sumiéndolo en una profunda crisis moral y de buenas
costumbres. Desde la perspectiva política la Iglesia es la
responsable de la fragmentación de la península italiana
pues «ha tenudo e tiene questa nostra provincia divisa: E
veramente alcuna provincia non fu mái unita o felice, se
la non viene tutta alia ubbidienza d'una república o d'un
principe, come é awenuto alia Francia e alia Spagna»
(35), y demuestra su tesis con dos ejemplos, uno de la
historia antigua y otro más reciente: la Iglesia llamó en
su ayuda a Carlomagno cuando los longobardos estaban a
punto de conseguir la unificación territorial; y en tiempos
no lejanos, cuando Maquiavelo desarrollaba una activa
vida política, Julio II formó la Liga de Cambrai (1508)
contra los Venecianos que fueron derrotados definitivamente
al año siguiente en Agnadello, aliándose a continuación
el Pontífice con la Serenísima República y con
los suizos contra Luis XII de Francia, al que obliga a retirarse
a Italia originando la caída del gobierno florentino,
fiel al rey francés, y el fin de la actividad pública de
nuestro autor; era el 1512.
Intimamente ligado a la «virtus» del individuo se
halla el tema de la fortuna hasta el punto de que en algunas
ocasiones parecen confluir o ser dos aspectos de
un mismo problema. Coinciden cuando él hombre busca
la propia «fortuna» con el ejercicio de sus cualidades; en
este sentido hombre «afortunado» y «virtuoso» son sinónimos.
Están en oposición antitética cuando la «virtus
», esencialmente individual, es aplicada en el campo
de la historia en la que al menos la mitad de los acontecimientos
escapan a la acción humana: «perché il nostro
libero arbitrio non sia spento, indico potere essere vero
che la fortuna sia arbitra della meta delle azioni nostre,
ma che etiam lei ne lasci governare l'altra meta, o presso,
a noi» (36). De esta forma Maquiavelo salvaguardaba el
libre albedrío que debe ser entendido como la capacidad
del hombre de intervenir en el entramado de la historia
y de modificar su curso.
Hipotéticamente el ser humano podría doblegar y
conducir la fortuna eñ provecho propio en las distintas
alternativas del devenir histórico, si estuviese dotado de
la capacidad de adecuar su conducta a ellas. El éxito o el
fracaso de sus empresas dependería no tanto del hecho
de estar adornado de «virtudes», sino en la puesta en
práctica de una u otras según las circunstancias. En ese
momento el político florentino estaba teorizando en abstracto.
Pero a renglón seguido su pensamiento contrasta
con la realidad y verifica que esta es muy distinta: «Né si
trouva uomo si prudente, che si sappi accomodare a
questo; sí perché non si puó deviare da quello a che la
natura lo inclina; sí etiam perché, avendo sempre uno
prosperato camminando per una via, non si puó persuadere
partirsi da qüella» (37). Maquiavelo es consecuente
con su concepto naturalístico del hombre, prisionero
siempre en la repeticióti de las misma acciones, incapaz
de actuar de una forma imprevisible. De este intrínseco
límite humano nace el dominio de la fortuna «la quale
dimostra la sua potenzia dove non é ordinata virtü a resisterle
» (38), afirmación que parece invertir el significado
de las anteriores, pues en aquéllas era la fortuna el
principio dominante y la virtud la que debía operar en el
campo dejado libre por ella; ahora es la fortuna la que
parece depender de la virtud, mejor dicho, de la falta de
virtud, para manifestar su potencia. Cuando ello sucede
prevalece su «extrema perversidad». La fortuna recobra
de nuevo su aspecto mítico de potencia que tiene en
sus manos la mitad de las causas de los acontecimientos.
En pleno Renacimiento, época de positivas certezas y
confianza en las posibilidades de actuación humanas, el
pensamiento de Maquiavelo es un reflejo de la crisis del
concepto de «hombre». Humanistas como Marsilio Ficino.
Pico della Mirándola, León B. Alberti, T. Campanella
entre otros, habían abordado el tema de la fortuna
para poner de relieve el valor de la acción del individuo
y, como consecuencia, la importancia de la libertad. Al
no admitir el secretario florentino la completa autonomía
del individuo en relación a un poder externo, como es la
fortuna, ¿significaba ello la negación de la libertad como
facultad esencial del ser humano?.
Dos actitudes fundamentales se distinguen, según se
trate este tema como persona o como artista-científico
de la política. En el primer supuesto Maquiavelo es un
apasionado defensor de la libertad como condición indispensable
del operar humano, no tanto como individuo
cuanto como colectividad, o sea, como ciudad o reino
(39)- Una comunidad que haya perdido su libertad estando
acostumbrada a vivir en ella no olvidará nunca su
nombre y sus beneficios, .siempre la estará anhelando y
aprovechará cualquier oportunidad para recuperarla.
Como teórico de la política adopta una doble perspectiva
de acuerdo con cualquiera de las dos formas de estado,
absoluto o republicano, que sea objeto de su estudio. En
un caso aconsejará al príncipe absoluto la aniquilación de
todo vestigio de libertad en los territorios conquistados
como medio para conservar su poder (40), a fin de evitar
todo riesgo de sublevación. Por el contrario, teorizando
sobre las repúblicas su actitud es diametralmente opuesta,
lo cual no implica contradicción: ahora el fin es diverso
por lo que los medios también tienen que serlo.
Gobierno republicano significa vivir en armonía con unas
leyes respetadas por todos, donde sí tiene cabida y justificación
la libertad de cada ciudadano. No es una libertad
de origen religioso, que nazca en lo más íntimo del
ser humano y, por tanto, ajena a una legislación externa,
sino que es de tipo transcendente, cuyo fin es una feli-
(34) N. Maquiavelo, Discorsi..., Libro I, cap. XII.
(35) «Ha tenido y tiene esta provincia dividida. Y en verdad ninguna
región nunca fue unida y feliz, si no está reducida a la obediencia de
una república o de un príncipe, como ha sucedido en Francia o en España
», Discorsi..., Libro I, cap. XII.
(36) «a fin de que nuestro libre albedrío no sea negado, juzgo que
pueda ser verdad que la fortuna sea dueña de la mitad de nuestras
acciones, pero que también ella nos deje gobernar la mitad, o casi», //
Principe, cap. XXV.
(37) Ni se encuentra hombre tan prudente que se sepa adaptar a esto;
ya sea porque no se puede desviar de aquello a lo que la naturaleza lo
inclina; ya sea porque habiendo siempre prosperado andando por un
camino no puede persuadirse de abandonarlo», // Principe, cap. XXV.
(38) «la cual demuestra su potencia allí donde no hay virtud ordenada
a oponerle resistencia», Il Principe, cap. XXV.
(39) N. Maquiavelo, El Príncipe, cap. V; Discorsi..., Libro II, cap. 2.
(40) N. Maquiavelo, El Príncipe, cap. V. .
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cidad material y su límite, como su fuente, se encuentran
fuera del hombre (41). Sus frutos son asimismo de índole
económica, no moral: en suma, es una concepción hedonística,
no ética, de la libertad, de modo que la autoridad
del estado es algo que viene impuesto al hombre
desde fuera, no que brote en su interior.
Por no haber llegado a un concepto inmanente de
libertad, como conciencia moral, no se le presentó a
Maquiavelo. el problema de la unidad nacional, de la
patria italiana que, por otra parte, es un concepto nacido
en el siglo pasado a raíz de la invasión y dominio napoleónicos
(1796-1815). Para el secretario florentino, al
igual que para sus contemporáneos, la palabra «nación»
se utilizaba con un ámbito de aplicación localista, referida
a lo concerniente a una determinada ciudad, sin llegar
a tener ni siquiera un carácter regionalista. Para él no
existía una comunidad de tradición, ideales y sentimientos
entre las distintas ciudades de una región y mucho
menos entre las distintas regiones italianas, del mismo
modo que no se podía hablar de unidad lingüística. En
su «Discorso owero dialogo in cui si esamina se la lingua
in cui scrissero Dante, il Boccaccio e il Petrarca si
debba chiamara italiana o florentina», con el que interviene
en la disputa sobre la lengua, defiende su florentinidad
contra los que califica de «meno inonesti» que la
definen toscana, y sobre todo contra los que acusa de
«inonestissimi» que la llaman italiana, lo que es indicativo
del carácter restringido del ámbito del uso lingüístico
y, por ende, del de patria. Resultan, pues, inconsistentes
las interpretaciones de algunos pensadores del
movimiento «Risorgimentale», entre ellos Francesco de
Sanctis, que lo consideraron como precusor del mismo y
de la posterior independencia y unificación de la península.
Como el concepto de libertad el de nación, que surge
de él, es también extrínseco, formal, de contenido, y
limitado a la ciudad de Florencia.
Su concepción del Estado tampoco es inmanente,
como principio cívico que brote de la conciencia de los
miembros de una comunidad y los conduzca a adoptar
una forma de gobierno con la que se sientan identificados,
sino que ésta viene impuesta desde fuera como una
malla que los envuelve y mantiene unidos artificialmente,
-puesto que no puede existir una identificación de
voluntades ni entre sí y mucho menos con respecto al
poder establecido. El individuo se disuelve en la masa
humana que es guiada por una potente personalidad que
detenta la autoridad. Esta no le ha sido conferida por
Dios —por medio del Papa—, sino que ha debido
conquistarla gracias a su «virtud» favorecida por la buena
fortuna. En esta transcendencia humana del estado reside
la principal innovación de Nicolás Maquiavelo en relación
al pensamiento medieval, que hacía derivar toda
autoridad de Dios. El hombre comienza a ser el protagonista
de su propio destino, si bien todavía quede un
largo trecho por recorrer hasta llegar a la conciencia de
inmanencia del poder en todos y cada uno de los individuos
de una colectividad, base para la fundación de un
estado del que todos formen parte, no solamente uno o
una restingida élite. El escritor florentino, que sustituyó
la trascendencia divina con la humana, no podía por razones
histórico-culturales formular los postulados de un
estado inmanente en el que todos se sintiesen partícipes
del poder. En una sociedad altamente clasista, diferenciada
por privilegios, el pueblo no contaba. El mismo
Maquiavelo lo define en alguna ocasión «vulgo». No
obstante, al hacer depender del Hombre la formación y
la supervivencia del estado establece unos principios regidores
que constituirán el fundamento de la llamada
«razón de estado» (42). El primero de los cuales es su
autonomía e independencia como condición sine qua
(41) N. Maquiavelo, Discorsi..., Libro 11, cap. 2.
EL BASILISCO
(42) F. Meinecke, L'idea della ragion di Stato nella storia moderna, obra
publicada en Monaco en 1924.
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EL BASILISCO, número 10, mayo-octubre 1980, www.fgbueno.es
non para alcanzar sus fines. Dicha autonomía se logra
con leyes justas y con la formación de un ejército ciudadano,
a fin de no depender de las armas mercenarias
cuya fidelidad está en el sueldo y en el botín que puedan
conseguir (43). Otro factor esencial para la conservación
del estado es la supeditación a sus intereses de la
religión como instrumento de obediencia y unión.
En el cotejo de las dos obras de teoría política, el
Príncipe y los Discorsi, algunos críticos pretendieron ver
una intrínseca contradicción en cuanto la primera trataba
del principado absolutista y la segunda de las repúblicas
libres. Pero en realidad no existe contradicción entre
estas dos distintas formas de estado, ya que ambas se
presentan en el pensamiento maquiaveliano como dos fases
sucesivas del devenir político, la segunda de las cuales
significa la superación de la primera. El principado es
el momento de la formación, la república el de la consolidación.
Uno depende de la virtud de un individuo, la
otra de las justas disposiciones vigentes en una colectividad
que permiten la acción política de sus miembros.
En el primero sólo cuenta la voluntad del príncipe, en la
segunda la de todos los ciudadanos; en un caso sólo existen
siervos, en el otro hombres libres. El principado
como forma de gobierno es provisional pues, al personalizarse
en un príncipe «virtuoso», dura lo que la vida
de éste; la república que se identifica con una comunidad
que continuamente se está renovando es perenne porque
las leyes justas lo son y porque es la forma de estado
más adecuada para acomodarse a la diversidad de los
tiempos, dada la diversidad de los ciudadanos que la integran
(44). En suma, como L. Russo (45) afirma en el
Príncipe el secretario florentino teoriza sobre el
Estado-obra de arte, y en los Discorsi sobre el Estadocivilización.
Los principios políticos maquiavelianos emanan de la
conjunción de las enseñanzas que se desprenden de los
hechos históricos y del análisis de las condiciones reales
del presente. La formulación de las leyes políticas, como
principios regidores de la colectividad, es posible gracias
al carácter cíclico de la historia pues el hombre, su protagonista,
está abocado a repetir su comportamiento y a
cometer los mismos errores. La historia ya no es Teofanía,
manifestación del divino, como en la Edad Media,
que permitía al ser humano regir su curso con ayuda de
la Providencia divina. En el Renacimiento el protagonista
de la historia es el hombre, por lo que está caracterizada
por sus mismos límites.
Una nota peculiar distingue los escritos de carácter
histórico de Nicolás Maquiavelo: la supeditación de los
hechos relatados a las propias convicciones políticas, a las
normativas recogidas en el Príncipe o en los Discorsi, hasta
el punto que las Istorie Piorentine vienen a ser como
un conjunto de ejemplos de la historia de su ciudad que
confirman la doctrina política de sus obras mayores. Este
es el gran valor de los hechos del pasado en la elaboración
de la teoría política, ya que «a la lección del pa-
(43) La idea de la formación de una «milicia nacional» y la desconfianza
en las tropas mercenarias proviene, también, de Polibio, que atribuía
la victoria de Roma y el fracaso de Cartago a que ésta utilizaba mercenarios
mientras Roma no {Historias, VI, 52).
(AA) N. Maquiavelo, Discorsi, Libro I, cap. XI; Libro III, cap. IX.
(45) L. Russo, Machimielli, ob. cit. p. 58.
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sado» se une la «razón efectiva del presente», como ya
había dicho en la carta al Vettori cuando, narrando como
se desarrollaba su jornada, escribe que durante el día
«parlo con quelli che passano, domando delle nuove dei
paesi loro, intendo varié cose, et noto vari gusti et diverse
fantasie d'uomini» {Ad), mientras que las horas
nocturnas las dedica a la lectura de los grandes escritores
clásicos. Este es, pues, su método de investigación:
observación del presente y estudio del pasado del que
extrae enseñanzas y confirmación de sus ideas. Y el resultado
es la elaboración de la política como ciencia. La
característica esencial de ésta es la concreción, el ser
efectiva en el presente, no el «deber ser», pues todo gobernante
que no acomode su comportamiento a la variación
de las circunstancias con el paso del tiempo está
destinado al fracaso: «colui che lascia quello che si fa per
quello che si doverrebbe fare impara piuttosto la ruina
che la perservazione sua» (47). De esta necesidad de
concreción nace el postulado de la observación, básico
en la formulación de la teoría política, que aparece como
la superación de la historia en cuanto que tiene presente
su experiencia, de la que deduce sus leyes de actuación
en el momento presente al mismo tiempo que se proyecta
hacia el futuro. Y ello independientemente del modelo
de gobierno sobre el que se aplique, pudiendo oscilar
desde un régimen absolutista, tiránico, a otro libre,
republicano. Uno y otro constituyen la forma política,
mientras que su contenido es la técnica adoptada en cada
caso para su desarrollo.
A lo largo de este análisis del pensamiento de Nicolás
Maquiavelo se ha podido constatar que éste discurre
por dicotomías: un concepto que se opone a su contrario,
cada uno de los cuales a su vez se subdivide en otros
dos asimismo contrapuestos. Este procedimiento se corresponde
en el plano de la expresión por el uso de un
tono dilemático en el que predominan las disyuntivas,
como ya se ha indicado respecto a la carta al Vettori y a
sus obras mayores, pero que era ya manifiesto desde sus
primeros escritos como su «Discorso fatto al Magistrato
dei Dieci sopra le cose di Pisa», de 1499, fruto de su
primera misión diplomática.
Esta manera de presentación y discusión por antítesis
de un argumento dado es característico de la cultura
florentina, cuyo punto de arranque es el Batisterio (siglo
XI-XII) donde la idea del espacio está sometida a la de
proporción, con una división racional, lógica, numérica
del espacio: formas cuadradas divididas en dos que a su
vez se subdividen y contraponen en una combinación de
mármoles blancos y verdes. A través de Dante, Giotto...
esta cultura científica, matemática, en la que todo debe
ser demostrado, fructifica en el arte de Brunelleschi y en
, ia medida milimétrica del espacio, donde el ojo del
hombre debe ver todo. Maquiavelo que respiró durante
toda su vida el aire cultural de su ciudad lo asimiló y
aplicó al terreno político, y su pensamiento puede ser
definido como antinómico, resultado de una mente geometrizada
del dos.
(46) «hablo con los que pasan, pregunto noticias de sus pueblos; entiendo
diversas cosas, y conozco varios gustos y diversas fantasías de
los hombres», hettera al Vettori.
(Al) «aquel que deja lo que se tiene que hacer por lo que debería hacer,
prepara primero su ruina que su salvación», El Príncipe, cap. XV.
EL BASILISCO
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