martes, 11 de mayo de 2010

Gramsci, Lector de Maquiavelo

Gramsci, lector de Maquiavelo
c Juan Carlos Portantier o*
“El carácter fundamental de El Príncipe no consiste en ser un tratado
sistemático, sino un libro viviente en el que la ideología política y la
ciencia política se funden en la forma dramática del mito...” (Gramsci,
1975: p. 1555). Así comienzan las Noterelle sulla politica del Machiavelli que
Antonio Gramsci redacta en la cárcel entre 1932 y 1934 y que constituyen el
grueso de sus reflexiones sobre Maquiavelo. Tiempo atrás, en marzo de 1927, poco
después de su encarcelamiento por la dictadura mussoliniana, Gramsci detallaba
en una carta su voluntad de encarar una serie de estudios für ewig, “para
siempre”, que pudieran absorber y centralizar su vida intelectual ante el desgaste
moral que proponía la larga condena pedida por los fiscales fascistas. Ese plan,
que nutrirá los treinta y tres cuadernos que redactará en prisión, incluía un estudio
sobre la función cosmopolita de los intelectuales italianos del cual el análisis
de la figura de Maquiavelo constituiría un capítulo central. Gramsci leerá a Maquiavelo
con ojos de político, no de académico; con la mirada de quien es el fundador
de un partido que asume para sí tareas de transformación revolucionaria de
la sociedad y que quiere ser protagonista de la fundación de un nuevo Estado. Por
eso el Maquiavelo gramsciano será sobre todo el de El Príncipe y de El arte de
la guerra y no el pensador republicano de los Discursos sobre la primera déca -
da de Tito Livio, marcando una escisión que significaría -según Gramsci- “una disidencia
trágica” en Maquiavelo que no puede separarse del ideal republicano pero
que a la vez comprende que sólo la monarquía absoluta puede resolver los problemas
de su época: la fundación de un Estado en una sociedad corrompida.
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* Sociólogo, Profesor de Teoría Sociológica, Investigador del CONICET, ex Decano de la Facultad de Ciencias
Sociales (UBA).
Fortuna y virtud en la república democrática
¿Qué le interesa a Gramsci de El Príncipe dentro del marco de reflexión que
ha elegido? La explicación del fracaso en la constitución del Estado nacional italiano
por lo que califica como el “carácter cosmopolita de los intelectuales” y por
la función universal (y, por tanto, no nacional) que el papado va a cumplir en ese
proceso histórico. Así lo señala en los Quaderni: “... Las razones de los sucesivos
fracasos de crear una voluntad colectiva nacional-popular hay que buscarlas en la
existencia de determinados grupos sociales que se forman con la disolución de la
burguesía comunal, en el carácter particular de otros grupos que reflejan la función
internacional de Italia como sede de la Iglesia y depositaria del Sacro Imperio
Romano. Esta función y la posición consiguiente determinan una situación interna
que puede denominarse económica-corporativa, es decir, políticamente, la
peor de las formas de sociedad feudal, la forma menos progresiva y más estancada.
Faltó siempre y no podía constituirse una fuerza jacobina eficiente, precisamente
la fuerza que en otras naciones ha suscitado y organizado la voluntad colectiva
nacional-popular fundando los Estados modernos...” (p. 1559).
El fracaso del Maquiavelo de El Príncipe, el hecho de que sus prescripciones
no hayan encontrado un jefe capaz de realizarlas es lo que llevó al retraso secular
de la constitución del Estado nacional italiano. Ya el joven Hegel, el primer
gran apologista del pensador florentino, había visto en Maquiavelo “... una seria
cabeza política en el sentido más grande y más noble...” capaz de plantear una solución
para el mismo problema de fragmentación que padecía todavía entonces
Alemania. “... En la época de su desgracia -escribe- cuando Italia se precipitó en
su miseria (...) un hombre de Estado italiano, profundamente conmovido por esta
situación de miseria general, de odio, de desorden, de ceguera, concibió con
fría serenidad la necesaria idea de salvar a Italia mediante su unificación en un
Estado...” (Hegel, 1972: p. 120).
Esa idea de fundación de un nuevo Estado es la que Gramsci recoge de las
prescripciones de Maquiavelo; por eso su preocupación casi exclusiva por El
Príncipe como exponente de lo que llama las “... cuestiones de gran política: creación
de nuevos Estados, conservación y defensa de estructuras orgánicas en su
conjunto; cuestiones de dictadura y hegemonía en vasta escala, es decir, sobre todo
un área estatal...”. Pero esta preferencia por los temas de El Príncipe no coloca,
en opinión de Gramsci, a ese texto en contraposición absoluta a los Discur -
sos: coincidiendo con un comentarista de Maquiavelo, Luigi Russo, quien señala
que El Príncipe es el tratado de la dictadura (momento de la autoridad y del individuo)
y los Discursos el de la hegemonía (momento de lo universal y de la libertad),
Gramsci escribe: “... La observación de Russo es exacta, aún cuando en El
Príncipe no faltan referencias al momento de la hegemonía o del consenso junto
al de la autoridad o de la fuerza. Es justa así la observación de que no existe oposición
de principio entre principado y república, sino de que se trata de la hipóstasis
de los dos momentos de autoridad y universalidad...” (p. 1564).
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A Gramsci, entonces, le interesa El Príncipe como “libro viviente” en el que
ideología y ciencia se fusionan bajo la forma del mito. Para Gramsci (como para
Sorel, en quien se inspiraba para estas consideraciones) la posibilidad de transformar
un pensamiento sobre la política en acción política devenía en la capacidad
de constituir una ideología-mito, “... una ideología política -escribe- que no
se presenta como fría utopía, ni como una argumentación doctrinaria, sino como
la creación de una fantasía concreta que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado
para suscitar y organizar su voluntad colectiva...” (p. 1556).
Por eso El Príncipe es un “manifiesto político”, lo que se revelaría claramente
en su dramático y retórico epílogo, exhortando a apoderarse de Italia y a liberarla
de los bárbaros. El Príncipe no era una realidad histórica sino una abstracción
doctrinaria, “el símbolo del Jefe, del condottiero ideal” que quiere conducir
a su pueblo para la fundación de un nuevo Estado. Pero, en las condiciones modernas,
¿cuál debería ser el carácter del príncipe? Responder a esa pregunta significa
para Gramsci rehabilitar para su presente las preocupaciones de Maquiavelo
y adaptarlas a otra realidad. El Príncipe moderno ya no puede ser una persona
concreta sino un elemento de una sociedad compleja en el cual comience a concretarse
una voluntad colectiva. Ese organismo es el partido político, “... la primera
célula -dice- en la que se resumen los gérmenes de voluntad colectiva que
tienden a devenir en universales y totales...” (Gramsci, 1975: p. 1558).
La función del partido político, del Príncipe moderno, será entonces la de
germen de una nueva voluntad colectiva nacional-popular, además de organizador
de una reforma intelectual y moral capaz de generar una nueva concepción
del mundo. En ese sentido, el antecedente de Maquiavelo es para Gramsci decisivo:
tanto El Príncipe como personaje, cuanto los jacobinos de siglos después
(su “encarnación categórica”) intentaron expresar ambas dimensiones aunque
fracasaron en su tiempo. “... Es imposible -escribe- cualquier formación de voluntad
colectiva nacional-popular si las grandes masas de campesinos cultivadores
no irrumpen simultáneamente en la vida política. Esto es lo que intentaba lograr
Maquiavelo a través de la reforma de la milicia; esto es lo que hicieron los
jacobinos en la Revolución Francesa...” (p. 1559).
Para Gramsci, como he señalado, El Príncipe es un manifiesto de partido y
no un tratado de teoría política, por lo que no valen para su análisis “interpretaciones
moralistas”. Maquiavelo funda la autonomía de la política, con principios
y leyes diferentes de la religión y de la moral y ese es un punto fundamental porque
innova toda la concepción del mundo. No se puede, por tanto, juzgar a la política
desde las categorías de la moral, sobre todo desde una moral influida decisivamente
por la religión: la política debe generar sus propios códigos y por eso
los procesos fundacionales implican una reforma intelectual y moral. En un largo
párrafo de los Quaderni, Gramsci reflexiona sobre estas relaciones: “... Un
conflicto es “inmoral” en cuanto aleja del fin o no crea condiciones que aproxi-
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men al mismo (o sea, no crea medios eficaces para su obtención) pero no es “inmoral”
desde otros puntos de vista “moralistas”. De tal modo, no se puede juzgar
al hombre político por el hecho de que sea más o menos honesto, sino por el hecho
de que mantenga o no sus compromisos (y en este mantenimiento puede estar
comprendido el “ser honesto”, es decir, ser honesto puede ser un factor político
necesario y en general lo es, pero el juicio es político y no moral...” (p. 1709).
En este plano la línea de recuperación que de Maquiavelo va a hacer Gramsci
es notoria. Pero lo que éste se plantea es el problema de los fines que el primero
se proponía al escribir El Príncipe. Para Benedetto Croce, siendo el maquiavelismo
una ciencia, sirve tanto para reaccionarios como para demócratas, así como
el arte de la esgrima sirve a los señores y a los bandidos tanto para defenderse como
para asesinar. Sus reglas implicarían técnicas éticamente neutrales. Pero la
pregunta gramsciana va más allá: ¿a quien le sugiere Maquiavelo el uso de esas
reglas? Y contesta que a quien éste tiene en vista no es a aquellos grupos y personas
que “ya las conocen” sino a quienes “no las saben”: “... la clase revolucionaria
de su tiempo, el pueblo y la nación italiana, la democracia ciudadana...”
(Gramsci, 1975: p. 1600). Y agrega: “... Se puede considerar que Maquiavelo
quiere persuadir a estas fuerzas de la necesidad de tener un “jefe” que sepa lo que
quiere y como obtener lo que quiere y de aceptarlo con entusiasmo, aún cuando
sus acciones puedan estar o parecer en contradicción con la ideología difundida
en la época, la religión...” (p. 1600).
Maquiavelo, como hombre de su tiempo, desarrolla una filosofía que tiende a
la organización de las monarquías nacionales absolutas como forma política que
facilite un desarrollo ulterior de la burguesía. “... El Príncipe -dice Gramsci- debe
poner término a la anarquía feudal (...) apoyándose en las clases productivas, comerciantes
y campesinos...”. Y agrega: “... Si las clases urbanas desean poner fin
al desorden interno y a la anarquía externa deben apoyarse en los campesinos como
masa...” (p. 1572). Este jacobinismo avant la lettre del escritor florentino se
expresaría, según Gramsci, en la vinculación teórica que ata a El arte de la guerr a
con El Príncipe: el énfasis en la superioridad de los ejércitos de campesinos movilizados
como milicia, por sobre las compañías de mercenarios. Y c o n c l u y e
Gramsci: “... se puede decir que la concepción esencialmente política es tan dominante
en Maquiavelo que le hace cometer errores de carácter militar: de allí que
piense especialmente en la infantería, cuyas masas pueden ser enroladas en virtud
de una acción política, y desconozca el significado de la artillería...” (p. 1573).
Por fin, en la inspiración de Maquiavelo sobre Gramsci quedan dos líneas
significativas. Una, la que se refiere a la “doble perspectiva” en la acción política
“correspondiente a la doble naturaleza del Centauro maquiavélico, de la bestia
y del hombre, de la fuerza y del consenso, de la autoridad y de la hegemonía,
de la violencia y de la civilización, del momento individual y del universal (de la
Iglesia y del Estado) de la agitación y de la propaganda, de la táctica y de la es-
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trategia...” (Gramsci, 1975: p. 1576). No es difícil advertir hasta que punto esta
proposición es utilizada por Gramsci para fundar la relación entre violencia y
consenso que construye la hegemonía, una de las claves de su discurso complejo
sobre la política.
La otra línea de Maquiavelo que vuelve en Gramsci es la que tematiza sobre
el “realismo excesivo” en política que conduce a interesarse no por el deber ser
sino por el ser, un error que conduce a considerar a Guicciardini, un contemporáneo
de Maquiavelo, como el “político verdadero”. El dilema obliga a distinguir
entre el diplomático y el político. El primero se mueve en la “realidad efectiva”
porque su actividad no tiende a generar nuevos equilibrios sino a conservarlos. El
segundo, representado por Maquiavelo, quiere, por definición, crear nuevas relaciones
de fuerza y por tanto debe ocuparse del “deber ser”. Pero en la visión
gramsciana la cuestión no debería ser planteada en esos términos antagónicos: de
lo que se trata es de analizar si el “deber ser” es un acto arbitrario o un acto necesario.
Es cierto que el político no debe moverse sólo en las “realidades efectivas”,
sino también en el “deber ser” que orienta la acción sobre el cambio de la
sociedad. Pero habría dos formas de ese “deber ser”: una, la abstracta y difusa de
Savonarola (el “profeta desarmado”) y otra, la realista de Maquiavelo, ni determinista
ni voluntarista, sino definida como interpretación objetiva y como indicativa
de líneas de acción, aunque no se haya transformado en realidad inmediata.
Y culmina Gramsci su análisis lleno de admiración con estas palabras: “... El
límite y la angustia de Maquiavelo consisten en haber sido una persona privada,
un escritor y no el jefe de un Estado o de un ejército, que siendo una sola persona
tiene sin embargo a su disposición las fuerzas de un Estado o de un ejército y
no únicamente un ejército de palabras. No por ello se puede decir que Maquiavelo
fue también un profeta desarmado. (...) Maquiavelo jamás afirmó que fueran
sus ideas o sus propósitos los de cambiar él mismo la realidad, sino única y concretamente,
los de mostrar como deberían haber actuado las fuerzas históricas para
ser eficientes...” (p. 1577).
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Bibliografía
Gramsci, Antonio 1975 Quaderni del Carcere (Torino: Einaudi) Tomo III.
Hegel, G. W. F. 1972 La Constitución de Alemania (Madrid: Aguilar).
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