martes, 11 de mayo de 2010

Filosofia Polìtica Moderna 2da Parte

todos (aunque se pueda decir, como el propio Marx, que ésa es propiamente su
injusticia: ¿cómo podría ser justa una Ley igual para todos, cuando los sujetos son
todos diferentes?)(Marx, 1958). En El Proceso de Kafka, por ejemplo, el horror
de la Ley proviene no de ese funcionamiento “maquínico” y anónimo, sino precisamente
de la invasión de lo singular revelando, recordando, las fallas de una
pretensión de universalidad de la máquina anónima: cuando Josef K. acude a un
tribunal en el que el público se burla de él sin escuchar sus argumentos, en el que
los jueces ocultan imágenes pornográficas entre las páginas del Código, en el que
el ujier viola a la secretaria del juzgado en un rincón de la sala, lo que lo espanta
es esa singularidad obscena que desmiente la “Forma” jurídica. Y que muestra
un retorno del –si se quiere seguir hablando en esos términos– “estado de naturaleza”,
que es constitutivo de, y no exterior a, la Ley: la Ley mata a K. no como
un hombre, sino –lo dice él– “como un perro”. Incluso hay algo degradante de la
propia Naturaleza en esa aparente domesticación: Hobbes hubiera dicho “como
un lobo” 2 (Spinoza, por el contrario, sabe que la Razón abstracta que pretende
darle su fundamentación a la Ley está ya siempre atravesada por las pasiones; por
eso la “violencia” que retorna en los intersticios de la Ley no se le aparece como
“obscena”, como “fuera de la escena”, como extrañeza: porque ha partido de la
premisa de que ella es constitutiva de la propia Ley, de la Razón, y que no se puede
operar entre esos dos registros un corte definitivo como el que pretendería
Hobbes) 3.
Pero entonces, si se pretende que la política es el retiro de los cadáveres tras
el cual puede, por fin, “imperar” la Ley, hay que por lo menos dar cuenta de esa
singularidad obscena, de ese resto incodificable que simultáneamente permite
que la Ley/la Política funcionen, y que muestren su carácter de falla “constitucional”
(valga la expresión)4. Un autor contemporáneo -muy evidentemente inspirado
en Spinoza además de en Marx - que ha visto bien el problema es Jacques
Rancière: la política, cualquier política (lo que no significa que sean todas iguales:
se trata justamente de restituir a la política un cierto registro de singularidad
acontecimiental, aunque no de pura contingencia, como parece postular un Badiou)
es necesariamente “antidemocrática”, si se entiende por “democracia” la libre
y soberana iniciativa de las masas, que puede muy bien suponer un desborde
de violencia: de La República platónica en adelante, todo “modelo” político es
una estrategia de contención de esas masas para las cuales se hace política (Rancière,
1996).
Se ve, pues, que también aquí aquello mismo que hace posible la Política –la
soberanía de la masa– es, como dice Rancière, lo que debe ser descontado por la
filosofía política de la vida normal de la Polis, porque exhibe el “desacuerdo” estructural
(“un tipo determinado de situación de habla: aquella en que cada interlocutor
entiende y a la vez no entiende lo que dice el otro”), la contradicción irresoluble
mediante ninguna Aufhebung, entre lo singular de aquella “libre iniciativa”
y lo universal de la Ley. Posibilidad/imposibilidad: “Lo que hace de la polí-
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El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
tica un objeto escandaloso es que se trata de la actividad que tiene como racionalidad
propia la lógica del desacuerdo (...) es la introducción de una inconmensurabilidad
en el corazón de la distribución de los cuerpos parlantes”. La inspiración
original de esta idea se encuentra, por supuesto, en Spinoza: contra el fundamento
individualista y atomístico del contractualismo hobbesiano, y asimismo,
anticipadamente, contra el postulado homogeneizante, universal–abstracto, de la
“voluntad general” rousseauniana, en Spinoza la potencia de los sujetos singulares
y la de la multitudo en su conjunto se alimentan mutuamente en una tensión
permanente que no permite una reducción de la una a la otra (Spinoza, 1966),
porque se hace cargo del “desacuerdo” fundante: el demos es el Todo plural, pero
la Ley debe tratarlo como una parte compuesta de “equivalentes generales”.
Pero así no hay la Política que sea posible, no hay imperium estabilizado y universal
de una Ley que tendría que ser constantemente redefinida: la “democracia”
así entendida sería un perpetuo proceso de auto–reconstitución, de refundación de
la Polis, donde lo político quedaría totalmente reabsorbido en el movimiento de
lo social (¿y qué otra cosa es, en definitiva, el “comunismo”, el de Marx, y no el
de los “comunistas”?). Sólo esa situación imposible –no en el sentido de que no
pudiera ser real, sino de que por ahora no puede ser plenamente pensada – autorizaría
a hablar de “soberanía”, porque implicaría, entonces sí, un “darse a sí misma
las reglas” por parte de lo que Spinoza llamaría la multitudo. Pero implicaría
también la admisión de que lo que hasta ahora hemos llamado “política” es la
continuación –y no la interrupción– de la guerra por otros medios.
Nos hemos demorado un poco, quizá innecesariamente, para darle su lugar a
Hamlet. Porque, en efecto, ¿dónde se ubica el príncipe dinamarqués en esta inestable
configuración? ¿Quizá en el espacio en que menos lo esperamos, el de una
indecisión que es un índice de su conciencia de la imposibilidad de la auténtica
Soberanía (ya que, precisamente, tendría, para asumirla, que recurrir a la violencia,
haciéndose el denunciador de que la Ley está desde su origen manchada de
sangre, y así “desestabilizando” su futura legitimidad incluso desde antes de
construirla)? Puede ser. Pero eso sería despachar demasiado rápido la hipótesis de
Benjamin de que, en cierto modo al revés de lo que piensa Schmitt, la indecisión
es, en sí misma, la marca de la Soberanía. De que lo más “soberano” es, justamente,
el asumir la acción como indecidible, y esperar la mejor oportunidad. La
postergación puede, evidentemente, ser la estofa del obsesivo, pero también la
del político astuto, “maquiaveliano”, que hace del auto–dominio una suerte de
mecanismo de relojería que administra el tiempo de las pasiones: “(Para Maquiavelo)
la fantasía positiva del estadista que opera con los hechos tiene su base en
estos conocimientos que comprenden al hombre como una fuerza animal y enseñan
a dominar las pasiones poniendo en juego otras”. (Benjamin, 1990) Concebir
las pasiones humanas (empezando por la violencia) en tanto motor calculable
de un actuar futuro: he aquí la culminación del conjunto de conocimientos destinados
a transformar la dinámica de la historia universal en acción política. El hí-
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brido mitológico entre el Zorro y el León, entre la astucia y la fuerza, constituye
el capital simbólico fundamental del futuro Soberano: hay, ciertamente, método
en la locura del Príncipe (Maquiavelo, 1992).
Es necesario esquematizar: estamos en el momento de transición, de pasaje
entre la sociedad feudal y la burguesa, de consolidación de los grandes Estados
absolutistas centralizados, en el que –como lo ha mostrado con agudeza Remo
Bodei (Bodei, 1995)– las más violentas pasiones no son estrictamente “reprimidas”
sino canalizadas, organizadas por la aplicación política de la “racionalidad
instrumental” de la que hablarán mucho más tarde Max Weber o la Escuela de
Frankfurt: no hace falta insistir sobre el lugar fundacional que ocupa la instrumentalización
del Terror en la filosofía política de Hobbes. Si Weber está en lo
cierto, esta nueva racionalidad es introducida por la ética protestante como con -
dición epistémica del “espíritu del capitalismo” (Adorno es más radical: como
Nietzsche y Heidegger antes, hace retroceder el instrumentalismo de la razón hasta
el propio Sócrates; la burguesía protestante no habría hecho más que sistematizar
este “espíritu” para ponerlo a tono con las incipientes nuevas relaciones de
producción) (Adorno y Horkheimer). El tema de la espera, de la postergación de
las pasiones –la venganza, por ejemplo– es, como se sabe, central en la ética calvinista.
¿Será apresurado insinuar que Hamlet puede entenderse, entre otras cosas,
como una alegoría (habrá que volver sobre este concepto benjaminiano) de
ese momento de transición? No hace falta entrar en el debate sobre si Hamlet representa
al rey Jacobo o sobre la ambigua culpabilidad de la reina: de hecho, en
la época de su estreno, como sostiene el propio Carl Schmitt, ya había comenza -
do la larga y convulsiva era de la “revolución burguesa” en Inglaterra (Schmitt,
1992) Larga, convulsiva e indecisa: de la decapitación de Carlos I a la dictadura
republicana de Cromwell, de vuelta a la Restauración, hasta el delicado equilibrio
de la monarquía constitucional, para no mencionar a los Levellers y Diggers empujando
hacia una “democracia popular”, las contra(di)cciones del parto de la
nueva era arquitecturan un verdadero laberinto de violencia y confusión que desmiente
la interesada imagen de una evolución pacífica y ordenada, opuesta a la
sangrienta Revolución Francesa. Hamlet –como en otro terreno y en una sociedad
muy distinta, Don Quijote– es un sujeto de la transición, que no termina de
decidir el momento oportuno de dar el envión hacia la nueva época: el cálculo de
sus propias pasiones es astucia, sin duda, pero también temor (un temor bien
“burgués”, si se me permite) a un desborde apresurado que eche todo a perder.
Parafraseando al Marx del XVIII Brumario: no puede elegir entre un final terrorífico
y un terror sin fin.
Sí, pero, ¿y su “melancolía”? No nos metamos con sus motivaciones psicológicas:
¿qué representa filosófica y políticamente su duelo inacabado? La cuestión
es extraordinariamente compleja, pero aquí otra vez Benjamin arroja pistas.
Ante todo, Hamlet puede ubicarse tópicamente en otro espacio de transición, entre
la tragedia clásica y el drama “de duelo”, el Trauerspiel: su príncipe todavía
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El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
lleva la impronta del personaje trágico, pero es ya, también, un héroe melancólico.
Vamos despacio: en una carta a Gershom Scholem, Benjamin describe los
fragmentos originales que luego darán forma a su Origen del Drama Barroco como
clarificadores, para él, de la “antítesis fundamental entre la tragedia y el drama
melancólico”, y de la cuestión de “cómo puede el lenguaje como tal hacerse
pleno en la melancolía y cómo puede ser la expresión del duelo” (Benjamin-
Scholem, 1994). Los temas de la representación de la muerte y del lenguaje del
duelo informan el problema filosófico de la representación de lo absoluto en lo
finito: en la terminología benjaminiana posterior, del “tiempo–ahora” de la Redención
que implica un corte radical con toda cronología del “progreso”, insertándose
en el continuum histórico. Y anunciemos, de paso, que ésta es ya una
problemática plenamente spinoziana: para el holandés no hay una contraposición
externa, sino una inmanencia de lo universal en lo particular. Esta es una de las
grandes diferencias de Spinoza con Descartes, y pese a la apariencia complejamente
“técnica” de la discusión, tiene importantes consecuencias para la filosofía
social y política: hace a la concepción de un Sujeto que puede aspirar a lo universal
(incluido el “sujeto social” de Marx) sin por ello diluir sus determinaciones
particulares 5.
Para esta elucidación es pertinente la oposición tragedia/drama barroco: en la
sensibilidad moderna (es decir, post–renacentista), “dolorosamente separada de la
naturaleza y la divinidad”, la felicidad se entiende como ausencia de sufrimiento;
pero para los antiguos, la humanidad, la naturaleza y la divinidad se vinculan
en términos de conflicto, de agon, y la felicidad no es sino la victoria otorgada
por los dioses. El agon, pues, contiene a lo absoluto como inmanencia. Algo muy
diferente sucede en la cultura moderna y su herencia cristiana: el abismo levantado
entre la divinidad por un lado y la humanidad/naturaleza por el otro lleva a
la representación de una naturaleza profana y a un sentimiento de lo sublime (en
el sentido kantiano) como potencialmente in–finito, donde el progreso es “automático”
–he aquí, de nuevo, la metáfora “maquínica” de la historia–. Acá no hay
un “momento de la victoria” en el cual lo absoluto se realiza y glorifica la vida
en el momento de la muerte, sino el deseo interminable por un absoluto remoto,
inalcanzable, cuya persecución “empobrece la vida y crea un mundo disminuido”.
En la tragedia, el héroe debe morir porque nadie puede vivir en un tiempo
terminado, realizado: “El héroe muere de inmortalidad, ése es el origen de la ironía
trágica”. En el drama melancólico cristiano, por el contrario, el tiempo está
abierto: Dios es un horizonte remoto, y la completud del tiempo en el advenimiento
de lo absoluto, por un lado ya ha sucedido con el nacimiento del Mesías,
pero por otro es eternamente postergada hacia el Juicio Final. En el drama melancólico,
el principio organizador no es el completamiento de y en el Tiempo, sino
la repetición y el diferimiento. La “disminución de la vida” ante la presencia
siempre diferida del deus absconditus condena a los vivos tanto como a los muertos
a una existencia espectral, condenada a repetir pero nunca completar ni su
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muerte ni su duelo (el mismo motivo puede encontrarse en Pascal y en Racine,
según ha intentado demostrarlo Goldmann,1968).
En este marco, Benjamin contrasta la “palabra eternamente plena y fijada del
diálogo trágico” con “la palabra en permanente transición del drama melancólico”.
En la tragedia la palabra es conducida a su completud en el diálogo, donde
recibe su sentido pleno; en el drama melancólico el completamiento del sentido
es perpetuamente diferido. Por eso en el drama melancólico la “figura” privilegiada
(pero no es realmente una figura del catálogo retórico: es un método de
construcción, sobre el que se monta el método de análisis crítico del texto) es la
alegoría, que se opone al símbolo, como se oponen aquellas dos concepciones del
tiempo (Benjamin, 1997) 6.
* allí donde, en el símbolo, aparece un tiempo “ideal” que se realiza, se lle -
na en el instante único y final de la redención inmediata del héroe trágico, en
la alegoría el tiempo es una progresión infinitamente insatisfecha, y la redención
del héroe melancólico está siempre desplazada hacia un futuro incierto.
* allí donde, en el símbolo, se aspira a la igualmente inmediata unidad con lo
que él representa –es decir, donde lo singular se superpone con lo universal
y contiene en sí mismo, inmanentemente, el momento de trascendencia–, en
la alegoría no hay unidad entre el “representante” y lo “representado”: todo
significado ha cesado de ser auto-evidente, el mundo se ha vuelto caótico y
fragmentario, no hay significado fijo ni relación unívoca con la Totalidad.
* allí donde el símbolo es una categoría puramente estética, que no encarna
la unión de lo singular con lo universal sino que se limita a representarla –y
que permanece, por tanto, atrapado en el mundo de la “apariencia”, del
Schein – la alegoría es un concepto ontológico–político, que desnuda un “todavía–
no–ser”, sobre el cual el Sujeto es el Soberano, puesto que es el responsable
de hacer advenir el Sentido allí donde nada significa nada y todo
puede significar cualquier cosa.
Sólo que, en el drama melancólico, el Soberano está como si dijéramos sus -
pendido entre el instante del “puntapié inicial” que lo hará advenir Sujeto alegorizante,
y “la sombra del objeto” que lo tironea hacia el pasado, que lo congela en
su estatuario estatuto de símbolo fantasmal. No termina de inscribir su Soberanía
–por ello todavía potencial – en su devenir–sujeto, no termina de decidirse a efectuarle
esa violencia a un mundo de tiempo “acabado” para abrir el Sentido, para
hacer “política” y ser el sujeto de ella: esa violencia que Schmitt llama, casualmente,
decisionista; pero Schmitt se equivoca, sin embargo, al pensar que sola -
mente la decisión es el atributo del Soberano, individual o colectivo: no puede haberla
(Hamlet es el ejemplo princeps, justamente) sin atravesamiento del momento
“melancólico” que advierte sobre la imposibilidad de una soberanía que está
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El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
siempre en cuestión, que debe “re–alegorizarse” permanentemente. Otra vez: la
política se revela aquí como el nudo (¿borromeo? ¿gordiano?) de la Posibilidad/
Imposibilidad de constante refundación de la Polis (Ver Girard, 1978). Y es en
esta encrucijada donde, como se verá, encontraremos a ese casi contemporáneo
de Hamlet que es el judío de Amsterdam Spinoza, para que nos dé un fundamento
de esa refundación constante.
Y no se trata de mera especulación metafísica, psicológica o estética. Insistimos:
el período que puede “alegorizarse” desde una lectura de lo que Jameson
llamaría el inconsciente político de Hamlet es crucial no sólo para el desarrollo
de las formas de “conciencia” y experiencia de la modernidad proto-burguesa, sino
para el desarrollo de las formas modernas de organización (de dominación)
política y social. El drama melancólico cristiano (Benjamin demuestra que Hamlet
es cristiano, aunque no tengamos tiempo aquí de reproducir su argumento) es
también pasible de ser reconstruido como una alegoría del modo en que –avanzando
aún más allá de las tesis de Weber o de Troeltsch– no es sólo que el cristianismo
de la época de la Reforma fue un simple aunque decisivo factor que favoreció
la conformación de un clima cultural propicio para el desarrollo del capitalismo,
sino que ese cristianismo se transformó él mismo en capitalismo 7. El corolario
de esa transformación del cristianismo en capitalismo es que el capitalismo
devino religión (“la religión de la mercancía”, la llamaba Marx), una religión
que por primera vez en la historia supone “un culto que no expía la Culpa, sino
que la promueve”. Pero, tan importante como ello, es que detrás del “contrato”
que nos compromete al respeto por los congelados símbolos culturales de esa religión,
sigue vigilante la Espada Pública de Hobbes (o las Dos Espadas de Agustín)
para recordarnos que el tiempo está terminado, que hemos llegado al fin (de
la Historia). Y Spinoza, lo veremos, tiene absoluta claridad sobre esto. La melancolía
de Hamlet es también la nuestra, en toda su ambigüedad: sabemos que ahí
afuera está ese universo “caótico y fragmentario” esperando el ejercicio de nuestra
soberanía, pero descontamos del mundo aquella soberanía, que es justamente
la que lo hace posible en su eterna repetición. Fortinbras, después de todo, no ha
retirado realmente los cadáveres: sólo los ha ocultado entre las bambalinas, fuera
de la escena, para que sigan “oprimiendo como una pesadilla el cerebro de los
vivos” (otra vez Marx, en el XVIII Brumario).
Edipo, o el padre de la Razón
Se ve cuál es la ventaja que -queriéndolo o no- arrastran consigo ciertos textos
fundantes de la literatura universal (al menos, del universo occidental): la de
-justamente por su lugar fundante, su posición de nudo de un cambio de épocacontener
in nuce todas las posibilidades que van a ser desplegadas en el período
posterior. En un estupendo y reciente texto, Jean-Joseph Goux arriesga la hipóte-
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sis de que, más allá o más acá de Freud, la tragedia de Edipo señala el inicio de
la subjetividad filosófico-política “moderna” (en un sentido muy amplio de la palabra),
en la medida en que Edipo, respondiendo al famoso enigma de la Esfinge
con un escueto “el Hombre”, realiza tres operaciones simultáneas:
a) “crea” la Filosofía, es decir un discurso ya no basado en la tradición, sino
en el razonamiento autónomo;
b) por lo tanto “crea”, asimismo, al Sujeto moderno que recién será figura dominante
en Descartes, ese sujeto que centra la experiencia y la fuente del saber
en su propio Yo, y no en alguna Trascendencia religiosa o cultural que lo
determina;
c) finalmente, por las dos operaciones previas “crea” las condiciones ideológicas
para la emergencia del homo democraticus, o mejor dicho del homo li -
beralis, del hombre que basándose en su pura Razón “individual” y despojado
de la inercia de la tradición “contrata” con sus iguales una forma de organización
política y social.
Estas tres operaciones, pues, construyen el puente para pasar de una época a
otra: de la era de un orden basado en el ritual religioso y la repetición del culto
sacrificial como forma de sublimación/simbolización de la lógica de la vengan -
za, a la era de la Polis, de la Ley universal, del imperio de la Razón y la lógica de
la justicia , tal como se expone en un texto fascinante de Girard. (1978). El lugar
de Edipo como mítico “héroe fundador” de una nueva cultura es aquí capital.
Sí, pero: junto con todo eso Edipo crea también la “racionalidad instrumental”
weberiana y frankfurtiana; es decir, ese astutísimo truco, esa “astucia de la
razón” por la cual la libertad individual, perversamente, será la coartada de la dominación
en clave hobbesiana, que permitirá el curioso silogismo de que sería
“irracional” rebelarse contra el Poder que uno mismo ha elegido, ya que sería una
suerte de absurda auto-rebelión. Sólo que en todo esto hay un problema: Edipo,
finalmente, fracasa: toda su astucia razonante, que le ha sido suficiente para vencer
a la Esfinge, no le alcanza para sustraerse a su Destino, ni para conjurar la
amenaza de la Peste violenta que viene a destruir a la Ciudad; tanto él (el “líder”)
como el pueblo de Tebas (la “masa”) -y obsérvese en el texto de Sófocles cómo
el Coro permanentemente acude a Edipo implorando la salvación, en una extraordinaria
ilustración anticipada del vínculo de separación líder/masa en la lógica
del “jefe carismático”-, tanto él como el pueblo sucumbirán a la ilusión desmesurada
(a esa hybris desmedida, la llama Aristóteles) de creer que se puede hacer
“política” con la pura Razón, prescindiendo de las pasiones. Edipo, en efecto, todo
el tiempo razona, discurre, calcula; y, sobre todo, quiere saberlo todo: es justamente
ese afán de conocimiento calculador, de racionalidad “con arreglo a fines”
-el objetivo es, en definitiva, mantenerse en el poder- lo que lo pierde, produciendo
el “retorno de lo reprimido”, de lo que (como se lo advierte Tiresias, re-
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El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
presentante de la tradición) no debía ser sabido. Sucumben, pues, a la ilusión, otra
vez, “ideológica” de que el individuo, en relación de equivalencia formal con los
otros “individuos”, pueda sustraerse a las pasiones del Poder.
Que es lo que Hobbes, con o sin intención, terminará demostrando: que autorizando
la pasión de un solo individuo -haciéndolo por propia voluntad Soberano
de las pasiones- lo que se provoca es la más brutal de las dominaciones. Y
que cuando ella, la dominación de las pasiones del Uno, se vuelva insoportable,
son sólo las pasiones de los Muchos las que pueden cortar ese nudo gordiano. Cada
experiencia revolucionaria que ha dado la Historia vuelve a poner en escena el
dilema de Edipo: ¿confiar en la Razón? ¿Dar rienda suelta a las pasiones? ¿Buscar
el “justo medio”, el equilibrio preciso entre ambas? El Terror que espanta a
Hegel o el Termidor que denuncia Marx son polos de esa oscilación pendular: el
exceso en el apasionamiento revolucionario irreflexivo que liquida el necesario
componente de racionalidad, o el exceso de raciocinio instrumental que traiciona
los objetivos más sublimes del proyecto original. Claro está que son ambos avatares
de la lucha de clases; pero la metáfora trágica (o mejor: el camino descendente
de la Tragedia a la Farsa, para todavía citar esa inagotable fuente de citas
que es el XVIII Brumario) da cuenta de ciertos fundamentos “universales” -diversamente
articulados según las transformaciones históricas de las relaciones de
producción y sus formas político-jurídicas e ideológicas- de una dialéctica que
frecuentemente parece palabra de Oráculo. En Hamlet, lo hemos visto, esa “apertura”
de una nueva época revolucionaria de la que habla el mismo Marx despliega
nuevamente la gramática y la dramática de una indecisión entre la razón “contractualista”
y el fondo oscuro de las pasiones que se agitan en los subterráneos
de la Historia.
La mejor explicación, la más “acabada”, está, sin duda, en Marx. Pero su prólogo
más genial está -ya lo hemos insinuado, al pasar- en Spinoza. Es él quien -
un siglo antes, y con más agudeza aún que Rousseau- advierte la falacia de fundar
el Orden de la Ciudad sólo en el Uno y su Razón. Primero, porque no hay Razón
que no esté atravesada, informada y aún condicionada por las Pasiones, hasta
el punto de que a menudo lo que llamamos Razón no es sino racionalización -
aunque sea un término muy posterior- de las pasiones (si Spinoza es para Althusser
el verdadero antecedente de Marx, es para Lacan el verdadero antecedente de
Freud). Segundo, porque no hay Uno que no sea simultáneamente una función de
lo Múltiple: el “individuo” y la “masa” no son dos entidades preformadas y
opuestas como querría el buen individualismo liberal; son apenas dos modalida -
des del Ser de lo social, cuya disociación “desapasionada” sólo puede conducir a
la tiranía. Su asociación excesivamente estrecha también: bien lo sabemos por los
“totalitarismos” del siglo XX; pero justamente, ése es el riesgo de apostar a la autonomía
democrática de las masas, que puede, por cierto (de nuevo según los avatares
de la lucha de clases) devenir en heteronomía autocrática apoyada en la manipulación
de las masas. Sin embargo, hay que ser claros: el totalitarismo “polí-
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tico” es un fenómeno “de excepción” en el desarrollo del poder burgués, mientras
que ese otro “totalitarismo” fundado en las ilusiones de la “democracia” individualista-
competitiva es su lógica constitutiva y permanente. Entonces, Spinoza
tiene razón: la Farsa de la ficción contractualista a ultranza (Baruch, como se
sabe, es/no es contractualista: ese debate no tiene fin, ya que habría que desplazar
la lógica dicotómica impuesta por el liberalismo) reconduce sin remedio a la
Tragedia del Uno soberano de las pasiones de Hobbes.
Entre los polos de la oscilación pendular, pues, Spinoza se rehúsa a elegir: no
por hamletiana indecisión, sino porque está convencido de que sólo la tensión
irresoluble, la “dialéctica negativa” entre ambos ofrece la oportunidad (sin tramposas
garantías previas, como las del contrato racionalista) de una auténtica libertad
para las masas. Su proyecto es, qué duda cabe, “racionalista”: se trata de la
organización más “racional” posible del Estado. Pero, a su vez, esa potencia social
que es el Estado debería ser, si se nos disculpa el mal chiste, una “pasión de
multitudes”: un conjunto realmente social (y no el “Individuo” jurídico de Hobbes,
separado, ajeno y superior a la “masa”) conformado por potencias individuales,
sí, pero que precisamente se potencian en su asociación horizontal. Spinoza
es un racionalista pero es también, y quizá sobre todo, un realista: de Maquiavelo
ha aprendido lo que el propio florentino, más de un siglo antes, todavía
no necesitaba tan urgentemente; a saber, una crítica implacable a la versión iusnaturalista
“escolástica” que “concibe a los hombres no como son, sino como deberían
ser”. Al revés, la “ciencia política” de Spinoza está fundada en una antropología
que no le hace ascos al develamiento de la faz desnuda y brutal del poder
que se disimula tras los ensueños de la Razón abstracta. La política debe ser
la “ciencia” de la naturaleza humana efectiva, es decir de las pasiones, que son
tan “necesarias” e inevitables como los fenómenos meteorológicos. Y aquí no se
trata de lamentarse, sino de aprehender la complejidad de ese fenómeno: “No se
trata de reír ni de llorar, sino de comprender”. El reconocimiento de la necesidad
-que un siglo y medio después será la base de la libertad para un Hegel, es decir
para aquél que calificará a Spinoza como “el más eternamente actual de los filósofos”-,
es decir, la conciencia de que la realidad no necesariamente se comporta
según las reglas de la razón legisladora, es un antídoto “natural” contra las tentaciones
de la hybris racionalista a ultranza, de la “racionalidad instrumental”.
Pero tampoco estamos aquí en ese terreno de la contingencia, por no decir del
puro azar (y tampoco es así en la tragedia: no se puede confundir el azar con el
Destino), en el que tantas filosofías post quisieran arrinconar al acontecimiento
histórico: “Nuestra libertad no reside en cierta contingencia ni en cierta indiferencia,
sino en el modo de afirmar o de negar; cuanto menos indiferentemente afirmamos
o negamos una cosa, tanto más libres somos”. El filósofo de Amsterdam
no autorizaría de ninguna manera, hoy, esa inclinación tan francesa por la ausencia
de fundamentos o por el significante vacío que viene a “abrochar” -contingente
o decisionalmente- un sentido a la Historia: la afirmación o la negación no-in-
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El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
diferente de las cosas es hija del conocimiento profundo de las causas que las determinan
(Carassai, 1999). Spinoza no pone tanto el acento en las determinaciones
particulares de la relación causa/efecto, sino en el hecho de que haya causas
que producen determinadas cosas, hechos.
La filosofía política, en efecto, debe atender antes que nada a los hechos. Y
los “hechos” (que no están realmente hechos, sino en tren de hacerse) dicen a las
claras que los hombres están sujetos a sus afectos y a sus pasiones. La imagen de
sus relaciones que se le presenta al observador es la del enfrentamiento y el conflicto;
esta dinámica de los afectos que ya había sido exhaustivamente analizada
en la Ética no autoriza ninguna conclusión apriorísticamente optimista sobre la
condición humana, ni mucho menos sobre su posible mejora. Tampoco hay lugar
aquí para los a priori ni los imperativos categóricos (Spinoza es estrictamente intragable
para los neokantianos que hoy administran su tedioso credo en las escuelas
de ciencia política), puesto que esos “hechos” se imponen por encima de los
juicios morales. Pero ello no implica -como es el propósito implícito de un Hobbes,
por ejemplo- reducir la teoría política a una técnica pragmática del control de
las conductas por parte del Soberano, y por lo tanto desautoriza asimismo la ilusión
paralela de crear de una vez para siempre un orden estable y perfectamente
previsible, como quien construye la perfecta demostración de un teorema en el pizarrón.
Y la metáfora no es casual: tanto La República de Platón como el Levia -
tán de Hobbes están en cierto modo presididas por la matriz geometrizante; es
cierto que también para Spinoza la geometría y las matemáticas pueden ser el orden
de demostración nada menos que de la ética. Pero nunca de manera absoluta
y autosuficiente: siempre están condicionadas por su fundamento “irracional”,
por eso que Horacio González, con una expresión feliz, ha llamado “las matemáticas
acosadas por la locura”, y donde los ataques a la retórica y a los disfraces
“poéticos” de la Naturaleza pueden entenderse no tanto como una voluntad de ex -
clusión de las mismas a la manera platónico-hobbesiana, sino más bien como una
manera de decir que ellas y la “locura” están siempre ahí, condicionando nuestra
razón, y que más vale hacerse cargo de esa verdad que negarla “edípicamente” y
luego sufrir sus consecuencias sorpresivas: “Entre las matemáticas y la locura
(Spinoza) elige las matemáticas sólo para que la locura sea la sorda vibración
que escuchamos cada vez que una demostración imperturbable y resplandecien -
te se apodera de nosotros” (González, 1999).
Incluso una noción como la de derecho (empezando, desde luego, por el “natural”)
pierde aquí el carácter normativo que le ha dado el iusnaturalismo tradicional
para transformarse en la capacidad o fuerza efectiva de todo individuo en
el marco global de la Naturaleza. La realidad es concebida en términos de poten -
cia -y obsérvese la ambigüedad del significante: “potencia” es tanto “fuerza” o
“poder” como, más aristotélicamente, lo que aún debe devenir en acto-. Pero la
Potencia, esa capacidad de persistir en el Ser, de existir, es una absoluta auto-po -
sición inmanente al propio Ser. Si su origen es Dios, Dios no está en ningún lu-
156
gar “externo” a la manifestación de las “realidades modales”, de los modos del
Ser, desde la Naturaleza hasta el Estado. No es extraño que para la escolástica
tanto cristiana como judía Spinoza sea un Hereje, una suerte de “panteísta” (Toni
Negri no tiene inconveniente en calificarlo de materialista radical) que atenta
contra la Trascendencia Metafísica en favor de una ontología del movimiento perpetuo.
De la alegoría judeocristiana (del “drama barroco” de Benjamin) Spinoza
retiene la apertura del tiempo histórico; pero la mantiene, y ésa es su imperdonable
herejía, como apertura permanente, llevando la lógica de la alegoría hasta sus
últimas consecuencias. No nos detengamos ahora en esto: retengamos tan sólo
que es esto lo que llevará a Althusser a definir en términos spinozianos su noción
de “estructura”: aquello que, al igual que el Dios de Baruch, no se hace presente
más que en sus efectos, no se muestra más que en su Obra, y está por lo tanto en
permanente estado de apertura y transformación. En suma: el Ser es praxis.
Lo Político, pues -hay que decirlo así, con resonancias casi equívocamente
schmittianas- se define por el esquema físico de la “composición de fuerzas”, de
la mutua “potenciación” de los conatus (de ese esfuerzo por la perseverancia en
el Ser) individuales acumulándose en la potencia colectiva de la multitudo, y en
la cual los “derechos naturales” no desaparecen en el orden jurídico “positivo”
del Estado, sino que producen una reorientación de la “potencia colectiva” que
es, en última instancia, el Estado. Un Estado sin duda informado por la Razón,
pero por una racionalidad que se hace conciente de su relación de mutua dependencia
con las pasiones y los conatus. Más aún: se hace consciente de que esa relación
es la Razón, la única posible racionalidad material liberada de su hybris
omnipotente. La filosofía política de Spinoza es, en un cierto sentido, decididamente
“edípica”: apuesta a la libertad de pensamiento y razón contra el peso inerte
del Dogma tiránico, cerrado sobre sí mismo, acabado. Pero sortea la trampa de
la “ignorancia” -o mejor: de la negación- edípica de las pasiones, volviéndolas en
favor de la actividad de un Sujeto colectivo inseparable de (consustancial a) el
propio Estado, en una especie de (otra vez) anticipatorio desmentido de la ideología
liberal que opone el individuo atomizado de la “sociedad civil” a la Institución
Anónima e impersonal del Estado.
¿Estamos hablando, aún a riesgo de incurrir en anacronismo, de una “democracia
de masas”? En verdad, estamos hablando de algo mucho más originario y
fundante: de la constitución del poder del demos como tal, en la medida en que
en la arquitectura teórica spinoziana, él no puede ser “descontado” -para volver a
esa noción de Rancière- de la estructura de lo político sin que todo el edificio se
derrumbe. La inmanencia de la teoría, la inmanencia de esa potencia fundadora a
la existencia misma de una politicidad inscripta en la propia perseverancia del Ser
social, no deja alternativas y no tiene, por así decir, lado de afuera; el poder que
concibe Spinoza es -lo dice él mismo- absoluto, pero en el sentido (todavía hoy
incomprensible, salvo que uno realmente pudiera imaginarse el “comunismo” de
Marx) de que es el poder de la totalidad plural puesto en acto de movimiento y
157
El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
en práctica de interminable re-fundación de la polis. Allí, Hamlet “decide” una y
otra vez, y Edipo se reintegra al coro.
Conclusión, o la imposibilidad de concluir
“La inmanencia de la causa en el efecto o del origen en lo originado, nervadura
del pensamiento y de la realidad, es la fibra donde se encienden y de la cual
irradian las ideas spinozianas, entrelazadas en una estructura dinámica que diseña
la inédita articulación entre lo especulativo y lo práctico, o entre teoría y p r a x i s “
(Chaui, 1999). Marilena Chaui extrae de esta constatación el gesto spinoziano de
ruptura radical con las tradiciones dominantes de concepción de lo histórico-político:
el providencialismo cristiano, el mesianismo judío, el pesimismo helenísticoromano
ante la declinación de los estados imperiales. No hay más rueda de la Fortuna
ni Voluntad Divina exterior a la propia Historia, que es también ella una totalidad
plural donde las potencias singulares, en todo caso, “componen” una relación
de fuerzas en el conatus histórico. Cada sociedad reconoce en sus efectos sus propias
causas fundadoras, sin que se la pueda encadenar providencial y teleológicamente
en un Proyecto Único con un fin predeterminado. Es también lo que dice
Marx, pese al empeño de sus detractores en transformarlo en una caricatura de providencialismo
laico: el “reino de la libertad” es el p r i n c i p i o, y no el fin, de una Historia
en la cual lo político, entendido como permanente acto fundacional, está inscripto
en el movimiento mismo de lo social, entendido como potencia preservadora
del Ser comunitario. No hay que temerle a la palabra “Ser”: hay una ontología
marxista, que la monumental (y, lamentablemente, casi desconocida) obra póstuma
de Lukács ha puesto de manifiesto con un rigor abrumador. En ella, la inmanencia
del Ser que atraviesa la Naturaleza (incluso la “inorgánica”) para resolverse
en el movimiento incesante de la praxis social -pero con un “salto cualitativo”
que logra apartarse de los equívocos engelsianos de una “dialéctica de la naturaleza”-
es evidente la inspiración spinoziana, aunque Lukács dedique casi uno entero
de sus tres tomos a registrar la influencia de Hegel (Lukács, 1964).
Otro tanto podríamos decir de ese otro gran marxista “hegeliano” del siglo
XX, Sartre. Su noción del pasaje de lo “práctico-inerte” a la praxis se diría casi
calcada del conflicto spinoziano entre la “causalidad transitiva” (núcleo de la pa -
sividad finita expresada en la parte humana aislada y en lucha con las otras) y
la “causalidad inmanente” (que permite develar la génesis de aquélla y sus efectos
corruptores sobre la vida “imaginativa”, efectos que conducen a la inadecuación
en el pensamiento, a la tiranía en la política y a la servidumbre en la ética),
develamiento que es la condición necesaria de su superación y el pasaje a la ac -
tividad, es decir a la Libertad (Sartre, 1964). Y ello para no mencionar la idea de
Spinoza de que en la base “pasional” del conflicto entre las potencias individuales
en el “estado de naturaleza” (que sólo superficialmente recuerda al de Hob-
158
bes) hay una relación con el Otro cargada de la ambigüedad amor-odio, “originaria
e inescapable, vivida inmediatamente como limitación recíproca, pero también
como necesidad nacida de la carencia, de la penuria y de la astucia” (Chaui,
1999): una relación que sin duda nos remite a mucho Freud, pero sobre todo al
Sartre de El Ser y la Nada .
Ya hemos hablado también de Benjamin, y de su peculiar concepción de la
alegoría como construcción inacabada sobre las ruinas del pasado, en oposición
al símbolo como codificación “congelada” del sentido, y del significado profundamente
histórico-político de esa confrontación. ¿Y no se percibe también ahí la
huella spinoziana, en tanto también la alegoría es una causa sui en perpetua refundación
de su sentido? ¿No podríamos incluso arriesgar la hipótesis de que esa
oposición benjaminiana reproduce la oposición de fondo entre el Tratado Teoló -
gico-Político y el Leviatán, con su obsesión “simbólica” (siempre en el sentido
de Benjamin) por codificar los significados en un orden estable e instituido de
una vez para siempre?
Es esa misma idea de construcción (si bien no, al menos explícitamente, la
de alegoría) la que encontramos en Balibar, cuando subraya que para Spinoza -al
contrario de lo que sucede en Hobbes- el lugar de la Verdad no es el lenguaje, entendido
como pura denominación/representación, sino justamente un proceso de
construcción colectiva en el que la racionalidad y las pasiones están en un vínculo
de mutua implicación: las ideas son “afectos” tanto como los afectos son ideas.
Allí donde para Hobbes se trata de la Verdad como institución (nominalismo de
lo universal), para Spinoza se trata de la Verdad como constitución (nominalismo
de lo singular)(Balibar,1997). Es cierto que Balibar cree percibir en Spinoza -y,
en un sentido genérico, quizá no se equivoque- un sordo y semi-inconsciente “temor
a las masas”. Pero si él existe, es la otra cara de su “realismo”, por el cual sabe
que el riesgo del desborde pasional e irreflexivo de las masas es el precio a pagar
por una democracia verdaderamente radical.
Ya hemos descrito cómo en Rancière la tensión dialéctica entre lo universal
y lo singular, entre lo Uno y lo Múltiple, permea el lugar imposible de una política
que, paradójicamente, tiene que excluir aquello mismo a lo que debe su existencia:
la potencia fundadora del demos; vale decir, tiene que atenerse a los efectos
negándose el reconocimiento de la Causa. La inspiración spinoziana no podría
ser aquí más transparente; pero no hace casi falta recordar que, en estos términos,
ella ya estaba en Marx: en sus críticas juveniles a la falsa “universalidad”
de las nociones de Estado y Ciudadanía, pero también, en otro registro, en el análisis
del fetichismo de la mercancía, que es la piedra fundamental de su investigación
crítica sobre el capitalismo.
Pierre Macherey, por su parte, pone en juego, desde su exhaustivo estudio de
la Ética, la cuestión del conjunto de la realidad considerado a partir del principio
racional y causal que le confiere a la vez su unidad interna -su carácter de abso-
159
El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
luta necesidad- y la libertad que, sobre estas bases “objetivas”, tiende a un proyecto
de “liberación ética” de las constricciones del poder ( Macherey, 1998).
Alain Badiou retorna al problema de los fundamentos matemáticos de la Ontología,
claro que con las ventajas de la moderna matemática “cualitativa” (Cantor,
Gödel, Cohen), construida -si entendemos bien- alrededor de un conjunto va -
cío que en el discurso de Badiou parece metaforizar la in-completud del Ser (también
el político-social). Es cierto que el autor critica a Spinoza por su “resistencia”
a admitir este vacío fundante en el cual vendría a inscribirse la “verdad” del
Acontecimiento. Pero, aunque la crítica no nos parezca del todo justa -supone una
petición de principios hecha tres siglos y medio después-, queda de ella la demostración
de la pertinencia de un “retorno” a Spinoza en un pensamiento filosóficopolítico
plenamente actual (Badiu, 1999).
Finalmente, Toni Negri -cuya célebre oposición entre el poder constituyente
y el poder constituido es de explícito cuño spinoziano (Negri, 1993a)- ha señalado
con agudeza, en su estudio específico sobre Spinoza, cómo Baruch construye
lo que se podría llamar una ontología asimismo constituyente del sujeto colectivo,
por lo cual hay que entender en Spinoza no exactamente una “ontología política”,
sino lo político como ontología, como aquella Causa que le da su Ser a lo
social, y por la cual ambos órdenes (lo político y lo social) son inseparables e “interminables”:
si Dios -que podemos tomar acá como una metáfora del “Estado”
en su sentido más amplio, cuasi gramsciano- se expresa en la multiplicidad de la
Naturaleza, ello significa que El mismo no está hecho de una vez y para siempre,
sino que se auto-produce constantemente en los conatus multiplicados que pugnan
sin término por hacer perseverar el Ser: ¿qué otra cosa puede querer significar
que Dios es in-finito ? (Negri, 1993b) Por otra parte, esa “in-finitud”, como
ya hemos dicho, no se opone a un contrario, pensado como “finitud”: ella es absoluta,
es un conatus totalizador que no reconoce límites en las leyes positivas;
en todo caso, las adapta y las redefine según sus necesidades de perseverancia. La
“filosofía política” de Spinoza, pues, es social y antropológica antes que meramente
jurídica, como la de Hobbes y el liberalismo posterior.
Estas referencias son importantes: ellas permiten ver hasta qué punto en las
vertientes más interesantes del pensamiento de izquierda de la última parte del siglo
XX el nombre de Spinoza es una marca decisiva, como refrendando aquel
dictum de que todos tenemos al menos dos filosofías: la propia y la de Spinoza.
Pero hay algo más. Permiten asimismo, de algún modo, interrogar y complejizar
una imagen dicotómica que hemos recibido como sentido común, y según la cual
el “marxismo occidental” se dividiría entre la remisión a un origen hegeliano (Lukács,
Sartre, la Escuela de Frankfurt, etc.) o a un origen spinoziano (la “escuela”
althusseriana continuada-discontinuada en Balibar, Rancière, Macherey, Badiou,
y por otro lado Toni Negri, etc.). Pero las cosas no parecen ser tan sencillas: ni
Althusser y sus continuadores “rebeldes” fueron siempre tan anti-hegelianos co-
160
mo quisieron mostrarse 8, ni los “hegelianos”, como acabamos de verlo, dejaron
de registrar -a veces de manera igualmente decisiva- el peso del discurso de Baruch.
Hoy se ha transformado en una tarea de primer orden (teórica y filosófica,
pero también, por eso mismo, política) revisar esa dicotomía: un “diálogo” -sin
duda a veces ríspido y cargado de posibles conflictos, como todo diálogo- entre
Spinoza y Hegel, pensado como base de un marxismo complejo, crítico y abierto,
pero al mismo tiempo apoyado en cimientos filosóficos y “ontológicos” sólidos
que lo sustraigan al vértigo tentador de las “novedades”, resulta indispensable.
La dialéctica histórica de Hegel, con su reconocimiento de la difícil relación
necesidad/libertad (y hemos visto que algo del mismo orden puede rastrearse en
Spinoza) puede ser un buen antídoto contra la tentación de resolver la supuesta
“crisis” del marxismo en favor del puro azar y de la contingencia: Spinoza, también
lo hemos visto, no pretende reducir su propia concepción de la Historia a
esos términos. El propio Baruch, por su parte, puede servir de plataforma para la
construcción de otra dialéctica, menos obsesionada por la Aufhebung superadora
y por el hegeliano afán de “reconciliación” entre el Universal y el Particular, y
más atenta a la tensión entre lo Uno y lo Múltiple y a la singularidad (de las sociedades,
de los sujetos, de las historias “locales”): eso puede ser un buen antídoto
contra las teleologías, los finalismos y los universalismos abstractos, pero al
mismo tiempo permite sortear las trampas de un “post-marxismo” multiculturalista
que se pretende sin fundamentos de ninguna especie. Por otra parte, los llamados
“Estudios Culturales” y la Teoría Postcolonial tendrían mucho que ganar
en profundidad analítica y crítica de una articulación semejante, que permitiría
pensar más complejamente las tensiones “particularistas” de la globalización capitalista,
frente a la reivindicada “ausencia de fundamentos” en esas corrientes de
pensamiento. Finalmente, una mutua compensación de la seducción del irracionalismo
por la vigilancia de la Razón (del lado de Hegel), y de la omnipotencia
idealista-racionalista por la conciencia de las pasiones (por el lado de Spinoza)
pueden evitar otras seducciones: la indecisión de Hamlet no tiene por qué arrancarse
de cuajo mediante el “decisionismo” irreflexivo -como parece ser cada vez
más el caso de Laclau y Mouffe-, y el “cartesianismo” o el “kantismo” de Edipo
no tiene por qué renegar de las pasiones y entonces ser aplastado por su retorno
desde lo reprimido -como les sucede a los “universalistas” á la Rawls o Habermas,
que, en su debate con los “comunitaristas”, pecan de un paradójico racionalismo
abstracto que termina haciéndolos caer en el oscurantismo contractualista
a ultranza-. Los mismos comunitaristas, a su vez, caen en su propia trampa: su
posición “particularista” está enunciada desde un sujeto universal -un “narrador
omnisciente”, diría la teoría literaria- que dicta leyes generales para las comunidades
particulares (Zizek, 1998)9. En todos estos casos nos encontramos con oposiciones
y/o reducciones de lo Universal a lo Particular o viceversa, cuyo efecto
irónico es que terminan de algún modo diciendo lo contrario de lo que se proponen.
Una mayor atención a la filosofía spinoziana les permitiría, quizá, romper el
círculo vicioso de una negación de la ontología que termina siendo la más afir-
161
El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
mativa de las ontologías: una suerte de descripción “positiva” del universo político
y social. En cambio, en Spinoza (así como en Marx, en Lukács, en Sartre, en
Adorno o en cualquiera que funde su “ontología” en la praxis auto-creadora) es
la negatividad de un movimiento ético (en la medida en que, por supuesto, implica
“decisiones” racionales y pasionales condicionadas por la dialéctica Libertad-
/Necesidad) la que permite fundamentar la “totalización” de la “indecidible” multiplicidad
de un Ser siempre provisorio. Otra vez, las consecuencias políticas son
enormes, y podrían esquematizarse en dos opciones: el Universo como administración
(no importa cuán “justa” o procedimentalmente “democrática”, incluso
“radicalmente” democrática) de lo existente, o el Universo como producción de
lo Nuevo.
Entiéndase bien, entonces: no estamos proponiendo un “justo medio” ni una
“tercera vía” filosófica o política. Estamos apostando -provisoriamente, como lo
es toda apuesta- a un pensamiento de lo político como poiesis en estado de refundación
permanente, que sea él también causa sui, pero cuyos efectos sean, en la
medida de lo posible, concientes de sus causalidades inmanentes: de su propio
poder constituyente; aunque nunca terminemos de saber realmente lo que puede
nuestro cuerpo, sabemos que ahondar en las causas de su potencia puede permitirnos
aumentarla, aunque el riesgo esté siempre al acecho. Es la única vía de recuperar,
en su mejor sentido, un espíritu de tragedia que nos defienda de la farsa.
162
Bibliografía
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Rancière, Jacques 1996 El desacuerdo (Buenos Aires: Nueva Visión).
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163
El Estado: pasión de multitudes
La filosofía política moderna
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Zizek, Slavoj 1998 Porque no saben lo que hacen (Barcelona: Paidos).
Zizek, Slavoj 1998 The Ticklish Subject (Londres: Verso).
Notas
1. Le agradezco a Jack Nahmias el regalo de esta frase seca, dura, sintética y
altamente sugerente.
2. Perro / lobo / chacal / cucaracha / mono, etcétera: toda una estética y una
concepción del mundo kafkianas dependen del lugar de una animalidad que,
si se pensara con criterios lévistraussianos, tendría más que ver con la articu -
lación (o, mejor, con la relación “banda de Moebius”) entre Naturaleza y
Cultura, que con su separación tajante a la manera hobbesiana.
3. Para todo este análisis es absolutamente imprescindible la obra definitiva
(si bien aún no totalmente publicada) sobre Spinoza: Chaui, Marilena 1999.
4. ¿ Plus–de–goce lacaniano en las huellas del plusvalor marxiano? Dejo a
los más entendidos que yo la construcción de esa compleja genealogía. Pero
asiento aquí mi convicción plena de que el descubrimiento por Marx de la
plusvalía y del fetichismo de la mercancía es un acontecimiento decisivo para
la filosofía occidental (y no sólo para la crítica del capitalismo, aunque
aquel descubrimiento no hubiera sido posible sin esta crítica, con lo cual ella
se transforma en el principio material renegado de la filosofía moderna), ya
que en él se asume por primera vez la imposibilidad de un “acuerdo” entre lo
singular y lo universal: es esa imposibilidad la que constituye el significado
último del concepto de “Totalidad” –ahora tan denostado, por las peores razones–
en el pensamiento de Lukács, Sartre o la Escuela de Frankfurt. Y, como
intentaremos mostrarlo, la primera intuición “moderna” de esta problemática
se encuentra en Spinoza.
5. Para el mejor análisis que conozcamos sobre esta polémica de Spinoza con
Descartes ver Deleuze, Gilles 1975.
6. Walter Benjamin, Origen..., op. cit. La teoría benjaminiana de la oposición
entre símbolo y alegoría, aunque los críticos no siempre lo reconozcan, le debe
mucho a El Alma y las Formas (Madrid, Grijalbo, varias ediciones) de
Georgy Lukács, un autor que es indispensable rescatar del exilio infame a
que ha sido sometido por la academia bienpensante, incluida la de izquierda.
164
7. Entre nosotros, hay un razonamiento análogo en Rozitchner, 1997.
8. La reciente publicación de los escritos “juveniles” de Althusser sobre Hegel,
en los que puede encontrarse el embrión de muchas de sus posiciones
posteriores, pero en el contexto de una celebración positiva de la obra hegeliana,
muestran hasta qué punto su furioso “anti-hegelianismo” posterior estuvo
motivado, como muchos sospechaban, por razones de política más o
menos inmediata.
9. Para una estupenda crítica de estas posiciones, fundada en buena medida
en la conjunción Spinoza / Hegel / Marx / Lacan, Zizek, Slavoj 1998.
165
El Estado: pasión de multitudes

Capítulo VI
En nombre de la Constitución
El legado federalista
dos siglos después
c Roberto Gargarella*
Introducción
La disputa entre "federalistas" y "antifederalistas" marcó buena parte de la
historia que siguió a la independencia norteamericana (1776). En aquellos
años, distinguidos por la crisis económica y la falta de una autoridad
pública consolidada y estable, el dictado de una Constitución capaz de organizar
la vida institucional del nuevo país apareció como segura promesa de salvación.
Liberales, radicales, conservadores, todos parecían desear la Constitución. Sin
embargo, no todos pretendían la misma Constitución. Había quienes bregaban
por una Constitución orientada a potenciar la voz de las mayorías; había quienes
querían dirigirla, especialmente, a asegurar la situación de los grupos minoritarios;
casi todos, a la vez, querían utilizar a la misma como forma de reorganizar
la distribución de poderes entre el gobierno central y los diferentes estados. De
allí que no todos dieran su consentimiento frente a la Constitución alumbrada por
la Convención Federal de 1787. Aquellos que al finalizar la Convención, aprobaron
la misma, quedaron definitivamente con el nombre de federalistas. Mientras
tanto, se llamó anti-federalistas a quienes se negaron a respaldar el nuevo texto
167
* Profesor de Derecho Constitucional en la Univesidad de Buenos Aires (UBA) y en la Universidad Torcuato Di Te l l a .
La filosofía política moderna
con su firma y, por extensión, a quienes fueron críticos del texto aprobado 1. En
lo que sigue procuraré dar cuenta de la obra de los federalistas mostrando la enorme
relevancia que tuvo su tarea, como así también algunas de las críticas de las
que fue y sigue siendo objeto su principal creación institucional: la Constitución
de 1787.
Notas de historia constitucional
La importancia de la Constitución norteamericana resulta sin duda extraordinaria
no sólo para la historia de los Estados Unidos sino también a nivel internacional.
En este sentido, por ejemplo, no debemos olvidar que buena parte de las
Constituciones adoptadas en Latinoamérica desde el siglo XIX siguieron muy de
cerca a la pionera Constitución norteamericana.
En los Estados Unidos la Constitución pareció servir ante todo para escapar
de las grandes amenazas que todos decían temer durante el llamado "período crítico
de la historia norteamericana" (Fiske, 1916): la amenaza de la anarquía, y la
amenaza de la tiranía. Por entonces la amenaza de la anarquía parecía ser la más
obvia dada la ausencia de una autoridad nacional comúnmente respetada y, fundamentalmente,
dadas las enormes tensiones sociales que se habían desatado en
una diversidad de estados a raíz de la crisis económica que siguió a la ruptura con
Inglaterra. Para los sectores mayoritarios, endeudados, empobrecidos, era necesario
cortar de raíz la fuente de sus males, y las instituciones existentes distaban
de ser apropiadas para recibir sus demandas y organizar una respuesta adecuada
frente a ellas. Para los sectores minoritarios, de grandes propietarios y acreedores,
la falta de garantías institucionales que caracterizaba al período los dejaba a
merced de las ambiciones de cualquier grupo mayoritario capaz de llegar al control
de las principales palancas del poder público. Y aquí es donde surgía el riesgo
de la tiranía: la ausencia de garantías legales resultaba tan manifiesta, que
cualquier grupo en control de la fuerza pública se convertía en una obvia e inmediata
amenaza para todos los demás.
Las disputas entre mayorías deudoras y minorías acreedoras había comenzado
con el fin mismo de la guerra de la independencia. Por entonces, los mercaderes
británicos comenzaron a denegar nuevos créditos a sus pares norteamericanos
a la vez que les reclamaban el pago de sus antiguas deudas. Agobiados por tales
obligaciones, los comerciantes norteamericanos comenzaron a su vez a endurecer
sus exigencias con sus propios deudores, los pequeños propietarios locales, que
entonces quedaron en una situación trágica: ellos, que habían contribuido con sus
bienes a la independencia, y que habían ofrecido hasta sus vidas por dicho objetivo
esperando una rápida mejora en su situación económica, se veían ahora en
una situación peor a la que había precedido a la guerra. De hecho, notablemente,
los comerciantes norteamericanos habían comenzado a recurrir a los tribunales
168
En nombre de la Constitución. El legado federalista dos siglos después
exigiendo la cancelación de las obligaciones pendientes por parte de sus deudores,
y los tribunales habían respondido en su favor, enérgicamente, imponiendo
prisión a aquellos que no podían efectivizar sus pagos.
Debe advertirse por otra parte que este agravamiento de la crisis económica
se producía frente a un escenario antes inédito, ya que luego de la revolución independentista
la ciudadanía se encontraba altamente movilizada. No sólo había
desarrollado una práctica fehaciente de auto-gobierno (a partir del paulatino “relajamiento”
de las relaciones entre los estados americanos e Inglaterra), sino que
había tomado dicho ideal como su principal bandera de lucha: la población americana
reclamaba a Inglaterra el derecho a alcanzar un efectivo control en el manejo
de los asuntos locales, acabando con las exigencias e imposiciones británicas.
Por otra parte (y en contra de la que sería su actitud poco después de concluida
la revolución), los líderes políticos y militares norteamericanos alentaban activamente
este fervor cívico, procurando involucrar a la ciudadanía en la lucha independentista.
El resultado de esta conjunción de factores fue una severa reacción
por parte de las mayorías endeudadas, en el momento mismo en que comenzó a
endurecerse la política contra ellos.
Los conflictos que desde entonces se sucedieron tomaron distintas formas.
Por un lado, aparecieron lo que podríamos denominar conflictos contra-institucionales,
que se dirigieron contra el esquema institucional entonces vigente. Fundamentalmente,
lo que encontramos aquí son protestas ante las Legislaturas que
se resistían a aceptar las demandas de los endeudados (demandas en favor de la
condonación de las deudas o, más habitualmente, en pro de la emisión de papel
moneda con el que poder enfrentar los compromisos más urgentes) y levantamientos
contra el Poder Judicial. Estos últimos acontecimientos resultaron muy
significativos por el gran impacto que causaron en la dirigencia política local. Siguiendo
una práctica que habían aprendido en la época de la revolución, los deudores
impedían la deliberación de los tribunales cuando en ellos se discutía la imposición
de penas sobre quienes no cumplían con sus pagos. La decisión de obstaculizar
la labor de la justicia provocó una esperable conmoción social. De hecho,
buena parte de los pequeños propietarios norteamericanos aparecían con
causas pendientes en razón de sus deudas, por lo cual el bloqueo al Poder Judicial
tuvo impacto, de uno ú otro modo, en el grueso de la comunidad. Sólo para
ilustrar esa situación, podría decir que en Hampshire County, entre los años 1784
y 1786, se presentaron ante la justicia casi 3000 denuncias por incumplimiento de
pagos, lo que importaba un incremento de más del 260% respecto de lo sucedido
en igual período de tiempo entre 1772 y 1774. Aún peor, en Worcester, y solamente
en 1785, se contabilizaron 4000 demandas.
Samuel Ely fue uno de los más notables líderes de estos movimientos populares.
Luke Day alcanzó similar repercusión en Northampton, liderando una movilización
de 1500 personas. Sin embargo, sería Daniel Shays quien se converti-
169
La filosofía política moderna
ría en símbolo de estos levantamientos contra-institucionales de la ciudadanía a
través de su violento intento por detener la reunión de las cortes en Worcerster.
La llamada “rebelión de Shays”, a pesar de ser prontamente sofocada por las tropas
del general Lincoln, pasaría a la historia como uno de los hechos más notables
de la historia norteamericana durante el siglo XVIII 2. De hecho, las discusiones
acerca de cómo reorganizar el sistema político que distinguieron al período
constituyente resultaron en buena medida motivadas y guiadas por la idea de
evitar nuevos levantamientos como el de Shays (algo que puede comprobarse
desde las mismas páginas iniciales de El Federalista).
Ahora bien, aunque es cierto que estas rebeliones contra-institucionales jugaron
un papel decisivo en la temprana evolución del constitucionalismo norteamericano,
también lo es que nada afectó dicho proceso tanto como las crisis “internas”
de las instituciones ya existentes. En buena medida a partir del conocimiento
de aquellos levantamientos masivos, muchas Legislaturas comenzaron poco a
poco a dictar medidas destinadas a aliviar la situación de los sectores endeudados.
Notablemente, y éste es el punto que conviene tener presente, las Legislaturas
comenzaban a dar fuerza legal a reclamos que antes habían aparecido de un
modo violento. Como señalara Gordon Wood en su excelente estudio sobre los
orígenes de la revolución norteamericana, ahora “era a través de la misma fuerza
de las leyes de los estados, y no a través de la anarquía o la ausencia de ley” (como
pudo ocurrir con levantamientos como el de Shays) que los deudores obtenían
sus beneficios (Wood, 1969: pp. 405-6). Esto mismo era lo que había señalado el
famoso federalista Theodore Sedwick en la época pre-constituyente: “[las mayorías]
están alcanzando ahora, a través de la Legislatura, los mismos objetivos que
[buscaban, hasta hace poco] a través de las armas” (East, 1971: p. 378).
Las medidas adoptadas por las Legislaturas locales fueron más o menos comunes
en una mayoría de estados, y consistieron básicamente en la emisión de
papel moneda. La Legislatura de Pennsylvania fue la primera en tomar medidas
en favor de la clase mayoritaria endeudada. Poco después, otras seis Legislaturas
siguieron su ejemplo y autorizaron la emisión de circulante: las Legislaturas de
South Carolina, New York, North Carolina, Georgia, New Jersey, y Rhode Island.
Corresponde señalar que el hecho de que la Legislatura de Pennsylvania se mostrara
como la más activa dentro de este movimiento en favor de los derechos de
los deudores no era del todo casual: en dicho estado, el sistema institucional había
sido diseñado por un grupo de legisladores “radicales” (el más notable entre
ellos, seguramente, el inglés Thomas Paine), que se habían preocupado por fortalecer
las conexiones entre la ciudadanía y sus representantes.
Es de notar además que este debate en torno a los alcances del Poder Legislativo
y la relación representantes - representados apareció, no casualmente, en
los momentos iniciales de la Convención Federal. No fue extraño entonces que la
mayor parte de los delegados constituyentes llegara a la Convención animada por
170
En nombre de la Constitución. El legado federalista dos siglos después
iguales convicciones: debía cambiarse de modo radical el sistema de toma de decisiones
si se quería evitar, para el futuro, que las Legislaturas fueran meras cajas
de resonancia de los reclamos populares. La Legislatura –asumían- debía tener
la posibilidad de discutir con calma y cuidado las propuestas presentadas por
la ciudadanía. Ello frente a la certeza de que la estructura de gobierno hasta entonces
vigente no había sido capaz de asegurar una suficiente “independencia” de
los representantes, que solían quedar a merced del clamor mayoritario. Por ejemplo,
y conforme con la opinión de Alexander Hamilton, nada era tan importante
como evitar la “traicionera usurpación” del poder de las Legislaturas. De acuerdo
con su criterio, debía evitarse el riesgo de que los representantes se erigieran
en “dictadores perpetuos”. “No existe tiranía más opresiva” –agregaba- que aquella
propia de una “mayoría dominante y victoriosa” (Syrett, H.,1962: pp. 605-9).
George Washington compartía dicho análisis. En su opinión, las Legislaturas tendían
a actuar simplemente en base a “prejuicios”: sus únicas motivaciones parecían
ser los “celos irrazonables” o los más crudos intereses sectoriales (Rutland y
Rachal, 1975). El citado Sedwick denunciaba también la frecuencia con que “ambas
ramas de la Legislatura” tendían a ser ocupadas por un sólo partido, numeroso
y mayoritario, que acostumbraba a dejarse llevar por un “espíritu frenético”
(East, 1971: p. 378). Asumiendo este tipo de consideraciones, defendidas fundamentalmente
por los federalistas, como presupuestos indudables, los miembros
de la Convención Federal comenzaron a discutir distintas propuestas de reorganización
institucional que resultaron sintetizadas finalmente en la Constitución de
1787.
Para conocer el pensamiento de los federalistas corresponde consultar a dos
fuentes imprescindibles. La primera está constituida por las actas de los debates
constituyentes. Dichas actas, que fueron guardadas en secreto durante años, atesoran
principalmente las notas tomadas por James Madison -el secretario de la
Convención- durante las discusiones constitucionales. Notablemente, cabe recordarlo,
la Convención norteamericana, a diferencia de las Convenciones Constitucionales
que se llevaron adelante en Francia inmediatamente después de la revolución,
se celebró a puertas cerradas 3. De allí que los convencionales expresaran
con absoluta franqueza (a veces, diría, con asombrosa franqueza) por qué defendían
los arreglos institucionales que defendían. La otra fuente necesaria para acceder
al pensamiento de los constituyentes norteamericanos está constituida por
los llamados papeles de El Federalista, una serie de notas periodísticas luego
compiladas en lo que hoy conocemos como El Federalista (Hamilton et al 1988).
Dichas notas, dirigidas a convencer a la ciudadanía neoyorquina de la necesidad
de ratificar la Constitución (paso necesario antes de poder considerar aprobada a
la misma) fueron escritas por John Jay, autor de unos pocos artículos, y sobre todo
por Alexander Hamilton y James Madison. Las virtudes de El Federalista son,
en algún sentido, opuestas de las que distinguían a las actas de la Convención.
Los papeles de El Federalista fueron trabajos públicos, hechos pura y exclusiva-
171
La filosofía política moderna
mente para el público, para mostrarle por qué a pesar de las polémicas que generaba
el texto propuesto por la Convención había buenas razones para darle respaldo.
Lo más notable de El Federalista es el modo en que combina la más refinada
y avanzada teoría de la época con las más comunes preocupaciones prácticas:
argumentos que apelan tanto al ciudadano intelectualmente preparado como a
aquél menos ducho o menos interesado en cuestiones, a veces, de minuciosa técnica
jurídica. Asombrosamente, los escritos de El Federalista no sólo resultaron
exitosos en cuanto a su propósito más inmediato -generar respaldo en favor de la
Constitución- sino que atravesaron toda la historia de la teoría política y constitucional
y siguen representando hoy un material de consulta indispensable para
aquellos que están preocupados por cuestiones de diseño institucional.
Los propósitos de la Constitución y los medios escogidos
para alcanzarlos
James Madison fue sin dudas el gran ideólogo de la Convención, y el gran
responsable intelectual de la Constitución de 1787. Fue él quien cargó sobre sus
espaldas la tarea de organizar y dar forma a las múltiples iniciativas que se cruzaban,
contradictoriamente, entre los miembros de la Convención Federal. Cada
vez que Madison levantaba la voz en la Convención, el rumbo de las discusiones
parecía cambiar. Una gran mayoría de los convencionales evidenciaba conmoverse
en sus ideas frente a la fortaleza y coherencia del ideario madisoniano.
Tomando como eje al trabajo de Madison, puede advertirse que la primera
preocupación que aquejaba al político virginiano era la de contener el accionar de
los que llamaba "grupos facciosos": fundamentalmente, grupos mayoritarios que,
movidos por intereses o pasiones comunes, actuaban en contra de los intereses de
la comunidad o los derechos de los ciudadanos 4. De este modo, Madison concentraba
su atención, muy especialmente, en uno de los dos grandes riesgos enunciados
en la época: el riesgo de la tiranía, o más precisamente el riesgo de la tiranía
de las mayorías, manifestado con particular gravedad en los años previos a la
Constitución 5.
Adscribiendo al mismo realismo que marcó a buena parte de la dirigencia
norteamericana de entonces, Madison no veía ninguna posibilidad de disolver el
problema de las facciones, ni tampoco concebía la posibilidad de contenerlas apelando
a la buena voluntad de nadie. La causa del origen de las facciones se encontraba
en la propia naturaleza del hombre, y por lo tanto era imposible de erradicar
6. Lo único que se podía hacer contra ellas, decía Madison en El Federalis -
ta Nº10, era trabajar sobre sus efectos para minimizarlos en todo lo posible. La
propuesta federalista de reorganizar el sistema institucional apareció entonces como
imposible de eludir: dado el grave riesgo creado por la existencia de las facciones,
y dada la imposibilidad de eliminarlas, la única alternativa disponible era
172
En nombre de la Constitución. El legado federalista dos siglos después
la de organizar las instituciones de modo tal de hacerlas resistentes frente a ellas,
de modo tal de evitar que el sistema de gobierno quedase exclusivamente en manos
de alguno de los diferentes grupos en que se dividía la sociedad.
En tal sentido, Madison se encargó de transmitirle a sus pares la siguiente
sospecha: los males que había padecido la Unión, desde la época de la independencia,
encontraban una de sus razones principales en el propio sistema institucional
prevaleciente en una mayoría de estados. Dichas instituciones, sostenía
Madison, habían sido demasiado débiles frente a las apetencias facciosas. Incapaces
de ponerle coto a tales facciones, habían terminado quedando a su merced.
El análisis de Madison pretendía ser descriptivo de la realidad de la época, y en
buena medida parecía acertado. Las disputas entre grupos mayoritarios endeudados
y grupos minoritarios deudores habían implicado en muchos casos enfrentamientos
armados, violencia, caos. Y frente a dicho conflicto, la mayoría de las
instituciones locales no habían conseguido mantenerse firmes: cooptadas en muchos
casos por alguno de los grupos en disputa, ellas habían servido simplemente
para poner el sello de la ley sobre lo que en otros casos se lograba a través de
las armas. Este era el gran escándalo que conmovía a Madison, y con él a buena
parte de la dirigencia política norteamericana: ¿cómo podía ser que el sistema institucional
fuera tan frágil frente a los avances facciosos?; ¿cómo podía ser que el
mismo quedara tan fácilmente a la merced de alguna particular sección de la sociedad?
Frente al diagnóstico anterior, no resultó nada extraño que toda la artillería
teórica de la Convención Federal se orientase a erigir controles sobre el poder. La
gran "creación" de los convencionales resultó por ello el sistema de “frenos y
contrapesos” -un obvio reflejo de aquella urgente preocupación por remediar los
males que hasta entonces no se habían sabido evitar. Como dijera Hamilton "[si
le damos] todo el poder a las mayorías, ellas oprimirán a la minoría. [Si en cambio
le damos] todo el poder a la minoría, ellas oprimirán a las mayorías. Lo que
necesitamos, entonces, es darle poder a ambos grupos [para evitar así el riesgo de
las opresiones mutuas]" (Hamilton, en Farrand, 1937: vol. 1: p. 288). Este y no
otro fue el origen del desde entonces famoso sistema de "frenos y contrapesos".
Ahora bien, conviene notar que, a pesar de la habitualidad con que se las confunde,
no existe una identidad entre la propuesta de adoptar un sistema de “frenos
y contrapesos” y un sistema de (simple) división de poderes. Más aún, en los
años de debate constitucional, en los Estados Unidos, federalistas y anti-federalistas
se distinguieron entre sí fundamentalmente por la posición que adoptaron
frente a tales cuestiones. Aunque todos coincidían en la idea de que el poder no
debía estar concentrado, los federalistas defendieron la idea adicional de consagrar
un sistema de “frenos y contrapesos” mientras que sus rivales, tomando la
bandera contraria, se pronunciaron en favor de una separación estricta entre las
distintas ramas del poder (Manin, 1997; Vile,1967). Lo que pretendía el sistema
173
La filosofía política moderna
federalista de mutuos equilibrios era -contra aquella idea de la estricta separación-
consagrar un esquema en donde los distintos poderes estuvieran parcialmente
separados y parcialmente vinculados entre sí: los distintos funcionarios públicos
debían ser dotados con "los motivos y medios institucionales" que les permitieran
resistir los seguros ataques de los demás. Ydado que en cuanto a los motivos
el auto-interés constituía la principal fuente de incentivos de cualquier funcionario
público, el sistema institucional debía saber sacar provecho de tal situación
utilizando en una buena dirección aún a esas motivaciones perversas. Como
dijera Madison, si la ambición era imposible de erradicar del género humano, entonces
las nuevas instituciones debían hacer uso de ella contrarrestando la ambición
“con más ambición" 7. De lo contrario, sugería, iba a repetirse un escenario
conocido, del tipo presente en los años de la post-independencia, con legislativos
todopoderosos que por un lado pretendían usurpar los poderes de las demás ramas
del gobierno, y que por otra parte encontraban el camino allanado para llevar
adelante sus designios 8.
¿Qué "herramientas institucionales" creó entonces la Constitución? ¿De qué
"medios" dotó a las distintas ramas del poder para asegurar aquellos “mutuos
controles”? Entre otras herramientas, la nueva Constitución federal le otorgó al
Ejecutivo sus propios instrumentos defensivos (el veto presidencial); habilitó la
reacción de la justicia frente a las decisiones tomadas por los poderes políticos (a
través del control judicial de constitucionalidad); permitió al Congreso insistir
con sus iniciativas (sobreponiéndose al veto presidencial, y re-elaborando las decisiones
impugnadas por la justicia), a la vez que facultó al mismo para enjuiciar
a los miembros de las restantes ramas del gobierno. Por otra parte, el propio Legislativo
fue dividido en dos partes, animadas en principio por intereses diferentes,
y orientadas a controlarse la una a la otra: ninguna norma puede convertirse
en ley hasta no contar con el acuerdo entre las dos Cámaras legislativas, lo que
significa que cualquiera de ellas puede ponerle freno a las iniciativas (opresivas)
de la otra. Todo este intrincado esquema de controles mutuos entre los distintos
poderes -este esquema de “frenos y contrapesos”- constituye la gran innovación
institucional aportada por los federalistas a la teoría constitucional moderna.
Desde entonces, instituciones tales como el veto del Ejecutivo, el bicameralismo
con su esquema de idas y vueltas o "ping pong" previo a la aprobación de
cualquier ley, y el impeachment, forman parte del menú propio de cualquier
Constitución moderna. Lo mismo puede decirse del sistema de control judicial de
constitucionalidad -esto es, de la capacidad de los jueces para declarar a cualquier
decisión legal inválida en caso de que la misma contradiga a la Constitución. La
historia del control judicial resulta, de todos modos, algo peculiar frente a las instituciones
anteriores: la Constitución norteamericana (del mismo modo que la
gran mayoría de las Constituciones que la siguieron) no consagró de modo explícito
la revisión judicial, como sí lo había hecho con las demás herramientas institucionales
nombradas. La práctica de la revisión judicial tomó vida efectiva re-
174
En nombre de la Constitución. El legado federalista dos siglos después
cién a principios del siglo diecinueve, y a partir del famoso caso "Marbury v. Madison"
(“Marbury v. Madison,” 5 U.S., 1 Cranch, 137, 1803) en donde la propia
justicia reconoció a la facultad del control de constitucionalidad entre sus propias
atribuciones 9. De todos modos, y aunque el silencio constitucional sobre la cuestión
es veraz, también lo es que la gran mayoría de los constituyentes parecían reconocer
como obvia la facultad de los jueces para declarar inconstitucional una
ley 10.
Obviamente, son muchas las virtudes que pueden asociarse con el sistema de
"frenos y contrapesos". Fundamentalmente, dicho esquema asegura la presencia
de múltiples filtros dentro del proceso de toma de decisiones, con lo cual se promete
una mejora en la calidad de las decisiones políticas: por un lado dichos filtros
dificultan la aprobación de leyes "apresuradas"; por otro, favorecen la posibilidad
de que las mismas se enriquezcan con nuevos aportes. La primera de las
virtudes mencionadas -célebremente defendida por George Washington frente a
un escéptico Thomas Jefferson- permite un saludable "enfriamiento" de las decisiones:
las iniciativas de ley deben ser "pensadas dos veces" antes de resultar
aprobadas. La segunda de tales virtudes, mientras tanto, ayuda a que las normas
ganen en imparcialidad: las leyes no deben ser el producto exclusivo de un solo
sector de la sociedad.
Más aún, los "frenos y contrapesos" contribuyen a la estabilidad social al instar
a que los sectores mayoritarios y minoritarios de la sociedad se pongan de
acuerdo antes de poder aprobar un cierto proyecto de ley. En este sentido, además,
dicho sistema muestra un saludable sesgo en favor de los grupos minoritarios,
necesitados de mayor protección institucional: sin la presencia de estos múltiples
filtros se incrementaría el riesgo de que las mayorías conviertan en ley cualquier
iniciativa destinada a favorecerlas. Así se reduce el riesgo de las "mutuas
opresiones," tan especialmente temido por los "padres fundadores" del constitucionalismo
norteamericano.
Finalmente, podría decirse que el sistema bajo examen promete también potenciar
la "capacidad creativa" del sistema institucional: aparentemente, promueve
una intensa deliberación entre las distintas ramas del poder, lo cual permite un
perfeccionamiento de las decisiones políticas a la vez que "vitaliza" la escena pública.
Piénsese por ejemplo en el modo en que el sistema institucional norteamericano
ayudó en la reflexión colectiva en torno al aborto: en lugar de permitir la
mera imposición de una circunstancial mayoría, las "idas y vueltas" a las que obliga
el sistema (idas y vueltas, por ejemplo, entre el Congreso y los tribunales) han
contribuido a "pulir" poco a poco las decisiones sobre un tema tan complicado.
El esquema de mutuos controles apareció montado, a la vez, sobre un sistema
rígidamente representativo. Digo "rígidamente" representativo ya que los federalistas
defendieron dicho sistema como una primera opción, cerrando las puertas
a la recurrencia total o parcial a soluciones del tipo "democracia directa." La
175
La filosofía política moderna
defensa del sistema representativo implicó así, en su momento, una toma de posición
significativa. Por un lado, significó reivindicar la idea de que fueran los
propios ciudadanos quienes a través de los funcionarios electos tuvieran bajo control
el manejo de los asuntos públicos. Dicha reivindicación podía parecer revolucionaria
para un pueblo que, por ejemplo, había padecido las exigencias impositivas
inglesas sin tener la posibilidad de decir nada frente a ellas. De todos modos,
y por otro lado, afirmar la idea de un sistema representativo implicaba negar
las pretensiones de muchos anti-federalistas, que parecían abogar por un sistema
de gobierno más descentralizado y más afín a la democracia directa. Para los federalistas,
el reclamo del grupo rival ya había demostrado sus falencias en los
años inmediatamente anteriores a la Convención: gobiernos prisioneros de las pasiones
de un momento; representantes temerosos de las represalias de la ciudadanía;
un debate público pobre entre candidatos que defendían crudamente los intereses
que venían a representar, descuidando así muchas veces el interés general.
Finalmente, el esquema de gobierno diseñado en 1787 terminó siendo acompañado
por una declaración de derechos. La historia de la declaración de derechos
también tiene algo de curioso. Aunque es cierto que la adopción de la misma se
debió a las gestiones realizadas por James Madison (quien así demostró ser un
brillante político, además de un notable teórico), también es cierto que Madison
propuso adoptar el "Bill of Rights" como única forma posible de conseguir que
una mayoría de estados terminase ratificando la Constitución. Esto quiere decir
que, aunque la historia terminó asociando la idea del "Bill of Rights" a la Constitución
de los federalistas, el hecho es que la misma nació directamente como
producto de las presiones de sus rivales. Por supuesto, los federalistas negaron estar
en contra de la inclusión de una lista de derechos. Lo que ocurría -y tal como
lo aclarara Alexander Hamilton en el propio El Federalista Nº 84- es que la Constitución
propuesta ya incorporaba, implícitamente, todos los derechos que sus rivales
querían consagrar de modo explícito 11. Razones para creerle a Hamilton no
faltan, por cierto. Baste recordar para ello el valiente y decidido modo en que algunos
federalistas (nuevamente pienso en los desempeños de Madison, en Virginia,
durante el mismo período constituyente) lucharon por convertir en realidad
derechos tan básicos como la libertad de cultos y la tolerancia religiosa 12.
El legado federalista, más de dos siglos después
¿Cuál es el balance que puede hacerse, luego de más de doscientos años de
la creación del texto constitucional norteamericano? La primera aproximación, al
menos, no puede ser sino muy positiva. Es un hecho que la Constitución jugó un
papel decisivo en la canalización institucional, y finalmente en la resolución de
los conflictos sociales que distinguieron a Norteamérica durante la última mitad
del siglo XVIII. Conflictos que amenazaban con resolver del peor modo, de una
176
En nombre de la Constitución. El legado federalista dos siglos después
forma violenta y por fuera de las instituciones políticas, terminaron siendo absorbidos
y procesados casi naturalmente por el nuevo sistema institucional. Si es
cierto que los “padres fundadores” pretendían, antes que nada, acabar con los
riesgos de la “tiranía” y la “anarquía,” entonces deberá reconocérseles que alcanzaron
con éxito sus objetivos –objetivos que ni entonces ni ahora son tan fáciles
de obtener. Antes de la Constitución dichos problemas se mostraban amenazantes,
y luego de aprobado aquel documento los mismos parecieron quedar definitivamente
disueltos.
Tampoco conviene olvidar lo siguiente: así como es un hecho que la Constitución
de 1787 contribuyó decisivamente a la estabilidad política de los Estados
Unidos, también lo es que la principal alternativa que se presentó frente a ella –la
que siguió al otro gran proceso revolucionario del siglo XVIII, la revolución francesa-
resultó un fracaso en tanto alternativa constitucional. Examínense si no las
Constituciones post-revolucionarias de 1791, 1793 y 1795, su enorme fragilidad,
y las graves consecuencias institucionales que tales escritos contribuyeron a desatar.
La comparación no es ociosa, ya que en aquella época, y durante mucho
tiempo, el pensamiento más radicalizado se dedicó a denostar el documento constitucional
norteamericano y a ensalzar la experiencia francesa en razón de la retórica
populista y los procedimientos más “abiertos al pueblo” que distinguieron
al constitucionalismo francés. Sabemos que la Constitución norteamericana fue
escrita en secreto, a espaldas del “gran público,” o que la misma incluyó muchos
mecanismos de control sobre los órganos de representación directa del pueblo.
Sin embargo, podrían preguntarnos los federalistas: ¿de qué sirve cambiar tales
procedimientos o contenidos por otros más “populares” si éstos no son capaces
de favorecer la estabilidad institucional, si sólo son capaces de contribuir al caos
social? El análisis comparativo entre el constitucionalismo “francés” y el “norteamericano”
todavía merece ser continuado, pero innegablemente los americanos
tienen mucho para decir en favor de su propio proceso constituyente.
Finalmente, resulta claro también que el mecanismo elaborado por la Convención
Federal fue y sigue siendo exportado, literalmente, a todo el mundo, y ello no
sólo por una fascinación irreflexiva con el modelo norteamericano, sino en buena
medida por la certeza de que aquel modelo incluía herramientas institucionales
dignas de ser reproducidas. Latinoamérica en general y la A rgentina en particular
se constituyeron en fieles seguidores del ejemplo constitucional de los Estados
Unidos. Dicho modelo, en definitiva, contribuyó decisivamente al desarrollo de
las democracias representativas; promovió el equilibrio de poderes como clave
principal de la Constitución; fue el disparador del modelo de “control judicial de
las leyes” (cada vez más expandido en el mundo) 1 3; representó un notable ejemplo
acerca de cómo ejercer el federalismo; e ilustró al mundo acerca de la importancia
de incorporar una declaración de derechos en el texto constitucional.
177
La filosofía política moderna
Dicho esto, de todos modos, corresponde tomar en cuenta algunas de las críticas
que mereció o que aún merece el sistema institucional concebido por los federalistas.
Para ello tomaré muy especialmente en cuenta las observaciones avanzadas
por sus rivales anti-federalistas, dentro y fuera de la Convención Federal.
Ante todo, la mayoría de los anti-federalistas objetaron el sistema de “frenos
y contrapesos” a partir de argumentos, en muchos casos, todavía razonables. Por
una parte, y en la que constituyó tal vez la razón menos interesante que aportaron,
algunos anti-federalistas sostuvieron que la propuesta de los mutuos controles
resultaba simplemente oscura, difícil de entender. Esta crítica resultó, al menos,
muy influyente en la época: los pensadores más radicales del siglo levantaban
el valor de la “simpleza” de las instituciones como una de sus principales
banderas en contra de esquemas institucionales que, según decían, habían sido
creados por y para unos pocos (la Constitución mixta inglesa, por ejemplo, había
sido habitual y exitosamente criticada en razón de su extrema complejidad). Por
otra parte, algunos autores como Nathaniel Chipman sostuvieron que un esquema
como el de los “frenos y contrapesos” no podía generar sino efectos muy diferentes
a los esperados por los federalistas. En opinión de Chipman, el sistema
de mutuos controles conducía irremediablemente a una situación de "guerra perpetua
entre los [diferentes intereses], unos contra otros o, en el mejor de los casos,
una situación de tregua armada, basada en negociaciones permanentes y
combinaciones cambiantes, destinadas a impedir la mutua destrucción" (Chipman,
1833: p. 171). Juicios como el de Chipman resultan, todavía hoy, razonables:
la historia, de hecho, ha confirmado muchas veces las trágicas previsiones
del autor de "Principles of Government". ¿Por qué esperar resultados armónicos
-el paulatino acomodamiento entre las distintas secciones del gobierno y de la sociedad-
como producto de un sistema que no procura transformar las preferencias
de nadie, sino que simplemente "toma como dados" y contrapone entre sí a los
diferentes intereses existentes en la sociedad?
Las virtudes antes alegadas en favor del sistema de "frenos y contrapesos"
parecen así acompañarse por una igualmente extensa lista de "vicios." Es tan factible
que dicho esquema favorezca el enriquecimiento y la mayor racionalidad de
las decisiones, como que aliente los enfrentamientos (la "guerra perpetua" anticipada
por Chipman) entre distintos sectores de la sociedad. Es tan factible que los
"frenos y contrapesos" contribuyan a la paulatina "depuración" de las decisiones
públicas, evitando las "mutuas opresiones," como que favorezcan el "mutuo bloqueo"
entre las diferentes ramas del poder, promoviendo la "extorsión" de un poder
sobre el otro, y hasta la misma "ruptura" del sistema institucional -experiencias,
estas últimas, muy habituales en el contexto latinoamericano.
Ahora bien, la principal razón que motivó a los anti-federalistas a criticar el
sistema de “frenos y contrapesos” fue la convicción de que debía resguardarse el
poder de la Legislatura. El razonamiento de los críticos de la Constitución era
178
En nombre de la Constitución. El legado federalista dos siglos después
simple y atractivo. En su opinión, si el poder del pueblo encontraba lugar fundamentalmente
en el Poder Legislativo, luego no se justificaba la existencia de tantas
trabas capaces de diluir la voluntad colectiva, ni de “filtros” capaces de distorsionar
la voz pública. Criticar el sistema de los mutuos controles, así, pasó a
ser una forma de proteger al pensamiento mayoritario. Bajo este mismo razonamiento,
algunos anti-federalistas criticaron el “exceso” de facultades que se delegaban
al Poder Ejecutivo (¿cuál es la razón –se preguntaban- de “equilibrar” las
fuerzas del Ejecutivo y el Legislativo en una democracia?), y objetaron incluso el
sistema bicameral. En un razonamiento típicamente rousseauniano, sostuvieron
que no había ninguna razón para fragmentar la voluntad popular. Acompañando
esta sistemática crítica a lo que llamaban “controles endógenos” (los controles
“internos” al sistema institucional –controles de cada rama del poder sobre las
restantes) 14, los anti-federalistas comenzaron a proponer el fortalecimiento de
otro tipo de controles: los “controles exógenos”, desde los ciudadanos frente a los
representantes. Como dijera Samuel Williams, de Vermont, "la seguridad del pueblo
no se deriva de la bonita aplicación de un sistema de frenos y contrapesos, sino
de la responsabilidad y la dependencia de cada rama del gobierno frente a la
ciudadanía" (Vile, 1991: p. 678).
Dentro del esquema de “frenos y contrapesos”, el rol del Poder Judicial fue
uno de los más habitualmente impugnados por los críticos de la Constitución. La
razón principal de tales críticas resultó, nuevamente, la vocación de preservar el
poder de la Legislatura frente a un órgano que amenaza con desvirtuar el poder
de aquélla. El poder de la Cámara popular aparece desafiado, sobre todo, cuando
la judicatura ejerce su poder de controlar la constitucionalidad de las leyes 15. La
crítica al control judicial de constitucionalidad nació con la misma Constitución
(obsérvese si no la defensa de dicha facultad judicial realizada por los federalistas,
en El Federalista Nº 78), y sigue siendo en la actualidad una práctica habitual
por parte de aquellos estudiosos de la Constitución que se preocupan a su vez
por asegurar el respeto de la voluntad ciudadana. De hecho, podríamos decir que
no hay buen escrito de derecho constitucional que no se inaugure presentando las
dificultades que existen para defender una práctica como la referida: es claro, en
una democracia resulta difícil la justificación de una práctica que implica que el
Poder Judicial, un órgano cuyos miembros no son electos ni removidos directamente
por el pueblo, se reservan la "última palabra" en todas las cuestiones constitucionales
(esto es, en las cuestiones más importantes que afectan a dicha sociedad).
Por supuesto, en estos últimos cincuenta años se han presentado infinitos
trabajos intentando justificar (muy persuasivamente, en muchos casos) el mencionado
rol de la justicia 16. Sin embargo, también es cierto que el problema sigue
allí, y que aún no se ha encontrado una respuesta capaz de removerlo definitivamente
de su lugar.
Según entiendo, lo que subyace a muchas objeciones como las enunciadas
es una misma disconformidad en relación a los principios fundantes del modelo
179
La filosofía política moderna
federalista. Dicho modelo parece estar basado, finalmente, en supuestos muy discutibles:
la idea de que los representantes pueden discernir con mayor claridad
que los propios ciudadanos las causas y remedios de los males que aquejan al
pueblo; una radical desconfianza en los órganos colectivos 17; la certeza de que en
las asambleas públicas "la pasión siempre toma el lugar a la razón", etc. 18. Presupuestos
como los citados habían llevado a los federalistas a buscar, intencionadamente,
un distanciamiento entre el cuerpo de los representantes y el de los representados,
cortando así muchos de los "lazos vinculantes" que los anti-federalistas
y los críticos de la Constitución en general habían previsto o propuesto para
la nueva Constitución.
Enfrentando los presupuestos no discutidos del modelo federalista, muchos
de sus críticos se pronunciaron entonces por un esquema de gobierno distinguido
por una estrecha relación entre representantes y representados. A tales fines, por
ejemplo, concibieron al sistema representativo sólo como un “segundo mejor”
–un “mal necesario”- y no como una opción valiosa en sí misma, preferible a
cualquier método de consulta directa a la ciudadanía, tal como los federalistas
concibieron al sistema representativo. Para muchos anti-federalistas, la alternativa
de la democracia directa debía abrirse en cada oportunidad posible antes que
ser relegada al arcón de los trastos viejos 19.
Dicha concepción de la política llevó a que los anti-federalistas privilegiaran
siempre, entre sus críticas al sistema institucional federalista, aquella que decía
que el esquema de gobierno creado era de corte "aristocrático". Desde esta óptica,
ninguna institución mereció críticas tan unánimes como el Senado -para muchos,
simplemente, una reproducción de la clasista Cámara de los Lores británica.
Pero en general los largos mandatos, las elecciones indirectas, los requisitos
adicionales de dinero o propiedad exigidos para acceder a ciertos cargos públicos,
fueron vistos como inaceptables modos de recrear una forma de gobierno de tipo
monárquica, como aquella de la que aparentemente los norteamericanos estaban
tratando de alejarse 20.
Buscando fortalecer los lazos entre electores y elegidos, muchos pensadores
radicales propusieron fortalecer la descentralización política y aumentar el número
de los representantes estatales en la Legislatura nacional. La idea era convertir
al Congreso en un “fiel espejo” de la población a la que se pretendía representar
21. Más aún, con el objetivo de impedir que los representantes rompieran su
“contrato moral” con aquellos que los habían votado, muchos anti-federalistas
propusieron una diversidad de herramientas institucionales alternativas que, según
diré, siguen guardando interés al menos en razón de los principios que las
motivaban 22. Entre las propuestas alternativas formuladas por los anti-federalistas,
destacan algunas como las siguientes:
i. la mayor frecuencia en las elecciones (“cuando se terminan las elecciones
anuales –decían convencidos- comienza la esclavitud”);
180
En nombre de la Constitución. El legado federalista dos siglos después
181
ii. la posibilidad de dictar instrucciones obligatorias a los representantes;
iii. derechos de revocatoria de mandatos para aquellos que incumplieran sus
promesas electorales 23;
iv. la rotación obligatoria en los cargos para impedir la formación de una
“clase política” aislada de la ciudadanía y para favorecer, a la vez, la participación
de la ciudadanía en política 24; etc.
Por supuesto, muchas de las propuestas presentadas por los anti-federalistas,
y en general por los críticos de la Constitución federalista, resultan objetables o
perfectibles: las elecciones frecuentes pueden fomentar el cansancio o desinterés
político de la población; la rotación obligatoria en los cargos puede privar a la
ciudadanía de representantes experimentados; las instrucciones a los representantes
o el derecho de revocatoria pueden atentar contra la deseable posibilidad de
que los representantes cambien de idea una vez que lleguen al conocimiento de
propuestas más atractivas que las que defendían inicialmente; etc.
Sin embargo, y a pesar de lo dicho, también es cierto que una mayoría de
aquellas propuestas de los anti-federalistas parecen basarse en presupuestos todavía
plausibles –presupuestos como el que nos dice que la ciudadanía se encuentra
en condiciones intelectuales y materiales de intervenir activamente en la vida
pública-, y apuntar en una dirección acertada: tornar posible el olvidado ideal del
autogobierno colectivo 25.
Teniendo en cuenta lo dicho, el balance final del legado federalista resulta
más complejo de lo que parecía. El modelo federalista representa por un lado el
modelo exitoso, realista, productor de estabilidad, cuidadoso en el establecimiento
de (un tipo muy importante de) controles institucionales. Pero dicho modelo se
muestra también como al menos parcialmente responsable de muchos de los males
que hoy seguimos reprochando al sistema institucional: el distanciamiento entre
electores y elegidos; el debilitamiento de la "virtud cívica" de los ciudadanos;
la apatía política; etc. Sin lugar a dudas, los años por venir van a ayudarnos a
ahondar en este análisis sobre los vicios y virtudes del modelo federalista, un análisis
que cada día nos urge más llevar a cabo.
La filosofía política moderna
182
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Notas
1. Cabe señalar desde ya, de todos modos, que no es correcto aludir a un
"pensamiento antifederalista unificado" u homogéneo, como sí puede hablarse
de un "pensamiento federalista" más o menos único. Entre los antifederalistas
u opositores a la Constitución podemos encontrar políticos y activistas
conservadores, pero también otros muy radicales. Según entiendo, la mayoría
de los antifederalistas que participaron en la Convención Federal lo fueron
del primer tipo -políticos de tinte conservador. De todos modos, en lo que
sigue, y cuando hable de los antifederalistas, me apoyaré en lo que resulta la
versión más común de los mismos, que los identifica, en general, como políticos
más radicales, defensores de la descentralización y un incremento en los
derechos de los gobiernos locales. En este sentido, y por ejemplo, ver Stone,
et al (1991)
2. Ver, por ejemplo, Nevins (1927), McLaughlin (1962), u Onuf (1983).
3. Thomas Jefferson fue uno de los más indignados críticos frente al "secreto"
con el que decidió rodearse a los debates constituyentes. En una carta a
John Adams, y refiriéndose al tema, sostuvo "Lamento mucho que [la Convención
Federal] haya iniciado sus debates a partir de un antecedente tan
abominable como el de atar las lenguas de sus miembros. Nada puede justificar
este ejemplo sino la inocencia de sus intenciones, y la ignorancia del valor
de las discusiones públicas." Carta de Agosto de 1787. Ver en Jefferson
(1984).
La filosofía política moderna
4. Así, en El Federalista Nº 10. Si los artículos de El Federalista develan
adecuadamente cuál era el ideario federalista, el art. Nº 10 del mismo puede
bien considerarse el corazón o motor de todos los textos reunidos en la citada
obra. Allí aparecen claramente expuestas las principales preocupaciones y
objetivos federalistas.
5. AMadison no le preocupaba mayormente, en cambio, la posibilidad de una
"tiranía de las minorías." En El Federalista Nº10 explica el por qué de dicha
actitud: las iniciativas facciosas de las minorías podían ser simplemente desbaratadas,
a través del voto mayoritario en la Legislatura.
6. Como una mayoría de los federalistas, Madison asumía una visión humana
acerca de la motivación de los hombres: las personas -decía- se mueven
por pasiones e intereses, y frente a ellas era poco lo que podía hacer la razón.
7. El Federalista Nº 51. Decía Madison: “la mayor seguridad contra la concentración
gradual de los diversos poderes en un solo departamento reside en
dotar a los que administran cada departamento de los medios constitucionales
y los móviles personales necesarios para resistir las invasiones de los demás.
Las medidas de defensa deben ser proporcionadas al riesgo que se corre
con el ataque. La ambición debe ponerse en juego para contrarrestar a la
ambición. El interés humano debe entrelazarse con los derechos constitucionales
del puesto.”
8. En particular, Madison tenía en mente casos como el de Rhode Island, en
los tiempos de la Convención, en donde un legislativo homogéneo y poderoso
se enfrentó con la Corte Suprema local, y amenazó con destituirla, luego
de una serie de decisiones adversas a los intereses de la Legislatura.
9. El juez Marshall, que tuvo a su cargo la principal responsabilidad en la resolución
del caso sostuvo entonces, en un famosísimo apartado, que “hay sólo
dos alternativas –demasiado claras para ser discutidas: o la Constitución
controla cualquier ley contraria a aquélla, o la Legislatura puede alterar la
Constitución mediante una ley ordinaria. Entre tales alternativas no hay términos
medios: o la Constitución es la ley suprema, inalterable por medios ordinarios,
o se encuentra al mismo nivel que las leyes, y, por lo pronto, como
cualquiera de ellas puede reformarse o dejarse sin efecto siempre que al Congreso
le plazca. Si es cierta la primera alternativa, entonces una ley contraria
a la Constitución no es ley; pero si en cambio es verdadera la segunda, entonces
las constituciones escritas son absurdos intentos del pueblo para limitar
un poder ilimitable por naturaleza.”
10. Según un notable estudio de Charles Beard, por ejemplo, de los 55 miembros
de la Convención Federal, un tercio no tomó parte activa de los debates.
Sin embargo, no menos de 25 de entre los miembros de dicho cuerpo se manifestaron
directa o indirectamente en favor del control judicial de constitu-
184
En nombre de la Constitución. El legado federalista dos siglos después
cionalidad. Beard (1962). Alexander Hamilton defiende de modo muy claro
dicha facultad judicial en el conocido art. Nº 78 de El Federalista.
11. Decía Hamilton, en El Federalista Nº 84: “la Constitución forma por sí
misma una declaración de derechos en el sentido verdadero de ésta y para todos
los efectos beneficiosos que pueda producir.”
12. Notablemente, James Madison y Thomas Jefferson (que luego habrían de
asociarse en los más altos cargos del gobierno nacional) llevaron adelante su
lucha por la neutralidad religiosa del Estado, en Virginia, ante las iniciativas
promovidas por el antifederalista Patrick Henry. quien pretendía comprometer
al Estado en la protección y aliento de la confesión dominante.
13. Para citar sólo un caso relevante y muy reciente, podría señalar que la Comunidad
Europea, a la hora de diseñar las nuevas instituciones comunitarias,
se ha dejado guiar por aquellas enseñanzas provenientes del contexto norteamericano,
aún en áreas (como en la relación entre las Legislaturas y los órganos
de justicia) en donde el "modelo europeo," tradicionalmente, se había
resistido a seguir el camino abierto por los EEUU.
14. Para muchos, en esta decisión, más que en cualquier otro lugar, reside el
resultado hoy visible en una mayoría de sociedades: gobiernos alienados de
la sociedad, con ciudadanos incapaces de utilizar efectivamente las riendas
del poder para sujetar a los representantes a su mandato.
15. Los efectos negativos que podían esperarse del colocar a la Corte en el
punto más alto de la estructura de poder fueron denunciados insistentemente
por políticos como Thomas Jefferson quien, como presidente de los Estados
Unidos, debió sufrir en carne propia los embates de una Corte enemiga. En
particular, conviene destacar tres de las críticas presentadas por Jefferson
que, según entiendo, siguen teniendo completa vigencia. Como defensor de
una estricta separación de poderes (sobre todo en sus últimos años), Jefferson
objetó, en primer lugar, el carácter del Poder Judicial como “motor inmóvil”
del sistema político, capaz de restringir la independencia de los otros poderes.
En una carta a George Hay, por ejemplo, Jefferson se preguntaba si “el
ejecutivo puede ser independiente del poder judicial, cuando está sujeto a las
órdenes de este último, o a la prisión por desobediencia.” En segundo lugar,
Jefferson destacaba el hecho de que los jueces conservasen su poder de por
vida. Según él, esta característica privaba a los jueces de todo sentido de responsabilidad
ciudadana, y constituía una máxima violación de los principios
republicanos, que requerían un permanente control del pueblo sobre sus gobernantes.
De acuerdo con Jefferson, un Poder Judicial completamente independiente
resultaba justificable en épocas en que existía un rey todopoderoso,
pero no dentro de un gobierno republicano. Jefferson reservó sus críticas
más severas, de todos modos, para la posibilidad –abierta, en última instan-
185
La filosofía política moderna
cia, por el sistema federalista- de que los jueces decidieran de modo más o
menos arbitrario, conforme a sus deseos, a la hora de interpretar la Constitución.
Decía Jefferson, en tal sentido que “la Constitución se convierte en un
mero instrumento de cera en las manos del poder judicial, que puede torcerla
y darle la forma que prefiere.” Es cierto, por supuesto, que las críticas de
Jefferson tienen mucho que ver con la mala experiencia que él debió atravesar,
en su relación con el Poder Judicial, siendo ya presidente. Sin embargo,
también es cierto que muchas de sus advertencias resultaron proféticas, y que
pueden leerse hoy, a la distancia, con igual interés. Los testimonios citados
provienen de Jefferson (1984), pp. 1180; 1393; y 1426.
16. Para citar sólo unos pocos trabajos de justificación de la revisión judicial,
entre infinitos otros, veáse Bickel (1978); Ackerman (1991); Ely (1980).
17. Sólo para enunciar algunos ejemplos en torno de esta más bien unánime
y muy poderosa desconfianza frente a los órganos colectivos, en general, y al
Congreso, en particular, resaltaría algunos testimonios como los siguientes.
La afirmación de Governour Morris según la cual “[la Cámara de Diputados
se caracteriza por su] precipitación, maleabilidad, y excesos,” o su idea según
la cual “las libertades públicas se encuentran en mayor peligro a partir
de las usurpaciones Legislativas [y las malas leyes], que a partir de cualquier
otra fuente” (Farrand, 1937, Vol. 2, p. 76); los dichos de Hamilton según los
cuales “un cuerpo tan fluctuante y a la vez tan numeroso [como la Cámara de
Diputados] no puede juzgarse nunca como capaz de ejercer [adecuadamente]
el poder,” o que “las asambleas populares [se encuentran habitualmente] sujetas
a los impulsos de la ira, el resentimiento, los celos, la avaricia, y otras
propensidades violentas e irregulares,” o que “raramente podemos esperar
[de la Legislatura] una predisposición a la calma y la moderación (El Fede -
ralista, Nº 71,76, y 81); el criterio de Rufus King quien, siguiendo a Madison,
afirmaba que “el gran vicio del sistema político es el de legislar demasiado”
(Farrand, 1937, Vol. 2, p. 198); o la convicción madisoniana según la
cual “cuanto más numerosa es una asamblea, cualquiera sea el modo en que
esté compuesta, mayor tiende a ser la ascendencia de la pasión sobre la razón”
(El Federalista, Nº 58, pero también, y por ejemplo El Federalista n.
55 y 110, o su notable análisis acerca de los “vicios del sistema político,” en
donde centraba su atención sobre la legislación “irregular,” “mutable,” “injusta,”
y guiada por la “inconstancia y la pasión.” Ver, por ejemplo, Farrand,
1937, Vol. 2, pp. 35, 318-19).
18. Desarrollo algunos de estos temas en Gargarella (1995) y (1996).
19. En la mente de muchos antifederalistas todavía parecía estar presente el ideal
de las "town meetings" o asambleas populares -asambleas practicadas con singular
éxito en tiempos de la lucha independentista. Tales reuniones populares -
inicialmente, celebradas sólo entre los grandes propietarios, y luego extendidas
186
En nombre de la Constitución. El legado federalista dos siglos después
a la participación de la gran mayoría de los habitantes de las distintas poblaciones-
se ocupaban de tratar los principales temas de interés público. En ellas, y
con la colaboración habitual de un moderador, la propia población afectada se
ocupaba de discutir y resolver colectivamente los problemas más acuciantes de
la comunidad. La celebrada práctica de las "town meetings," de todos modos,
había comenzado a encontrar resistencias en los años críticos que antecedieron
a la Convención Federal, para desaparecer casi totalmente luego de aprobada la
nueva Constitución. Ve r, por ejemplo, Gargarella (1995).
20. Múltiples testimonios en este sentido, por ejemplo, en Storing (1981); o
Kenyon (1985).
21. Ve r, por ejemplo, “The Federal Farmer,” en Storing (1985), Vol. 2, p. 230.
22. Muchas de estas alternativas pueden encontrarse, por ejemplo, en las primeras
Constituciones “radicales” norteamericanas –esto es, en aquellas que
fueron dictadas poco después de la declaración de la independencia. Dichos documentos
incluyeron, así, un legislativo unicameral (como en las Constituciones
de Pennsylvania, Vermont, y Georgia); un Poder Ejecutivo electo por el Poder
Legislativo (tal como ocurrió en nueve de las dieciocho primeras Constituciones
de los estados independientes); la prohibición del poder de veto en manos
del Ejecutivo; un Consejo popular destinado a evaluar el adecuado funcionamiento
de la Constitución (en las Constituciones de Pennsylvania y Ve rmont);
elección popular para la mayoría de los cargos públicos; un Senado elegido
a través del voto directo (en todas las Constituciones iniciales, salvo en la
de Maryland); rotación en la mayoría de los cargos públicos (por ejemplo, en
las Constituciones de Pennsylvania, Delaware, Maryland, Vi rginia, North Carolina,
Georgia). Ve r, por ejemplo, Lutz (1988), pp. 104-5.
23. Para los federalistas, la exigencia del derecho de revocatoria resultó siempre
inaceptable, ya que aparecía amenazando con una completa desvirtuación
del sistema de representación popular. Según Hamilton, por ejemplo, tal derecho
iba a promover el surgimiento de legisladores exclusivamente movidos
por “los prejuicios de sus Estados, y no por el bien de la Unión.” Farrand
(1937), vol. 1, 298.
24. Para defender la obligatoriedad en la rotación en los cargos, los antifederalistas
le otorgaron fundamental importancia a la idea según la cual “si no
existe exclusión a través de la rotación [los representantes van a tender a]
continuar de por vida [en sus cargos].” Ver “Centinel” en Storing (1985), Vol.
2, p. 142. También, “The Federal Farmer,” ibid., p. 290.
25. Por otra parte, conviene resaltarlo, propuestas como las citadas no implican,
necesariamente, una abdicación de la saludable idea de contar con un
sistema de “controles institucionales endógenos” (tal como los federalistas se
cansaron de repetir, acusatoriamente, ante sus rivales).
187

Capítulo VII
Aproximaciones al pensamiento
político de Immanuel Kant
cMiguel A. Rossi*
Introducción
Es un lugar común minimizar el pensamiento político de Immanuel Kant,
especialmente cuando se lo compara con su producción teórica en el terreno
gnoseológico o ético.
Cierto es que las temáticas del conocimiento y la libertad han sido las dos
grandes problemáticas del filósofo, pero no es menos cierto que pensar en ellas
desde un vaciamiento político es una postura ingenua que no tiene mayor justificación.
Tanto Hegel como Marx, Weber y Nietszche entre otros han caracterizado a
la modernidad como el terreno de las escisiones. Tales afirmaciones nos resultan
más que inteligibles cuando se toma a la antigüedad o el medioevo como parámetros
de comparación con ese período.
Nuestro objetivo es, ante todo, indagar en el plano de la teoría política kantiana,
pero asumiendo que no existen teorías independientes de las prácticas sociales.
Por lo tanto, la pregunta por la modernidad conlleva necesariamente la re-
189
* Profesor en Filosofía de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Master en Ciencia Política en la Facultad Latinoamericana
de Ciencias Sociales (FLACSO) y Doctorando en Ciencias Políticas de la Universidad de São Pablo
(USP). Profesor Adjunto de Teoría Política y Social I y II, Carrera de Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales,
UBA.
La filosofía política moderna
flexión sobre su conciencia y práctica. Respecto de este aspecto, consideramos
que el pensamiento de Immanuel Kant es por antonomasia una de las miradas en
donde el ideario moderno se refleja con mayor claridad y nitidez.
Compartimos con Châtelet (Châtelet, 1992) su juicio acerca de la audacia de
Kant al preguntarse por las condiciones existenciales de la verdad, mientras que
la mayoría de los filósofos anteriores a él sólo indagaban sobre la problemática
del error, pues la idea de una verdad absoluta era para ellos el punto de partida
inevitable.
El ingreso a la modernidad supone entre otras cosas una ruptura con la totalidad
social org a n i c i s t a 1, en la cual el sujeto era percibido en función de dicha totalidad.
Hemos ingresado al ámbito de las escisiones: separación del hombre de sus
instrumentos de trabajo, falta de comunión entre él y la naturaleza, cuantificación
de ésta, división social del trabajo, emergencia de la sociedad civil diferenciada del
Estado, sólo por nombrar algunas características del mundo naciente.
Dicha dinámica socioeconómica será simultáneamente acompañada por cambios
profundos tanto en el plano de la teoría como en el de la práctica política.
Con respecto al primer aspecto, Kant será el protagonista de esta gran revolución.
Ella supone en primer término concebir al sujeto desde la pura actividad, e incluso
creando las condiciones que permiten conocer algo, gracias a la renuncia a conocerlo
en sí mismo. Tal renunciamiento alcanzará una dimensión radical, trastocando
consecuentemente todos los ámbitos de la realidad. No podría ser de otra
manera, pues para la subjetividad moderna se trata del abandono de toda posible
metafísica.
Pero si en términos kantianos sólo podemos conocer los fenómenos y no las
cosas en sí (noúmeno), en tanto estas últimas exceden el campo de nuestras experiencias,
ya no hay garantías de verdades absolutas y mucho menos Dios -que
tampoco es cognoscible en sí mismo- será el garante de ellas.
No obstante, caeríamos en un grave error si pensásemos que la modernidad
está dispuesta a abandonar toda posible garantía, pues, por el contrario, el logos
moderno aceptará el desafío de procurarse una como dadora de sentido y cohesión
social, el nuevo trono será ahora ocupado por la “diosa razón”.
Pero, en el caso de Kant, no se trataría de una “razón cualquiera”, no es la razón
de las ideas innatas de Descartes y mucho menos una razón al servicio de la
burda experiencia o la teología. Es una razón que establece su propio tribunal para
fijarse a sí misma sus propios límites.
La razón kantiana es ante todo una razón escindida: una razón ilustrada, equivalente
a decir una razón crítica y pública, pero también -y tal vez especialmente-
una razón jurídica.
190
Dichas características de racionalidad -y esta es nuestra hipótesis- son las expresiones
teóricas de una práctica burguesa en expansión. Si bien en el caso específico
de Alemania dicha burguesía se encontraba atrasada, fue un denominador
común de los pensadores idealistas alemanes el pensar dicha práctica desde
la impotencia de sus propios contextos sociales.
Hagamos un alto en este supuesto para dilucidarlo con mayor profundidad.
Si partimos del ensayo kantiano “¿Qué es la Ilustración?”, es evidente que hay un
doble uso de la razón: en su uso público y en su uso privado.
De acuerdo al primer uso, es un derecho del hombre -en tanto ilustrado y libre-
ejercer ampliamente el plano de la crítica. Sólo a través de ella será posible
una evolución social, sobre todo cuando se trata de déspotas ilustrados ávidos de
escuchar los intereses de la burguesía. Pero dicha crítica vuelca sus energías sobre
el pasado, es una crítica de la denuncia: denuncia oscuridades, prejuicios, instituciones
que ya no pueden cristalizar el espíritu de una nueva época. Es una crítica
que se hace transparente y necesita imperiosamente el requisito de la publicidad,
pues se trata justamente de ir construyendo la política del espacio público.
De acuerdo al segundo, la razón debe limitar su uso crítico. No hay otro camino
que el de la obediencia. Si por un lado se debe criticar, por el otro se debe
obedecer. Ambas instancias deben mantener simultáneamente sus propias distancias.
Sólo así será posible el transcurrir de las sociedades hacia lo mejor, sólo así
se legitimará una deliberación de lo público que no ponga en jaque los intereses
de lo privado. Es una razón ambigua, pues si bien la crítica es ejercida por la dinámica
de la sociedad civil, se topa con la lógica del Estado, que es pensado jurídicamente,
y curiosamente termina naturalizando los intereses de lo privado.
Esta es la razón por la cual el pensamiento de Kant captó mejor que ninguno los
intereses de la burguesía, en tanto permite disociar lo político como reino de la
igualdad formal de lo social como reino de la desigualdad. Sin embargo, no queremos
ser injustos con Kant, cuyo diagnóstico es preciado y revelador para nosotros,
y mucho menos dejar de reconocer los esfuerzos de una razón pública capaz
de construir una política deliberativa, una política del espacio público. Creemos
que tal aspecto no escapó a la mirada de Arendt, como tampoco a los teóricos de
la democracia deliberativa del presente. Al igual que ellos, también nosotros
apostamos por una política deliberativa. Años de historia nos han hecho conscientes
del peligro derivado del desmoronamiento o supresión del espacio público,
pero también estamos convencidos de que el basamento de una auténtica comunidad
deliberativa debe partir de la resolución de las necesidades básicas de los
hombres. De lo contrario, seguiremos subsumidos en una lógica que establece
ciudadanos de primer y segundo orden.
191
Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant
La filosofía política moderna
1. Kant y el contractualismo
a. Estado de Naturaleza 2
La categoría de estado de naturaleza fue uno de los tópicos comunes centrales
al ideario jurídico, filosófico y político de los siglos XVII y XVIII. En este
sentido Immanuel Kant no constituyó una excepción, aunque el concepto tuvo
para el filósofo alemán distintas connotaciones axiológicas, tomando como principales
interlocutores con relación a éste a Hobbes y Rousseau.
Queda claro que para Kant dicho concepto tiene fundamentalmente por lo
menos dos dimensiones: como ideal crítico en tanto serviría para denunciar las
sociedades actuales, y como hipótesis de trabajo en tanto justifica el advenimiento
del Estado civil.
Con respecto a la primera dimensión cabe destacar la gran influencia de
Rousseau, especialmente sus agudas críticas a la dinámica del progreso como
portador de las sociedades del lujo y el refinamiento 3.
Con relación a la segunda, que se tornará hegemónica en el esquema kantiano,
se asimila el estado de naturaleza al estado de guerra hobbesiano.
“El estado de paz entre hombres que viven juntos no es un estado de naturaleza
(status naturalis), que es más bien un estado de guerra, es decir, un estado
en el que, si bien las hostilidades no se han declarado, sí existe una constante
amenaza de que se declaren” (Kant, 1999: p. 81).
El filósofo alemán pone el acento especialmente en el estado de naturaleza
como un estado de guerra potencial, motivado por la ausencia de una autoridad
pública que pueda determinar o establecer lo que compete a cada uno. No obstante
enfatiza que el estado de naturaleza es una idea a priori de la razón que no tiene
existencia histórica alguna.
Lo interesante del planteo kantiano es que el estado de naturaleza no es
opuesto al estado de sociabilidad, sino al estado civil. Y una de las diferencias
más radicales entre ambos es que en el estado de naturaleza –en el cual se incluyen
ciertas cláusulas del derecho privado- sólo pueden garantizarse posiciones y
posesiones de un modo fluctuante y provisorio, mientras que en el estado civil tal
garantía gana en perennidad, especialmente a través del derecho público.
“En una palabra: el modo de tener algo exterior como suyo en el estado de
naturaleza es la posesión física, que tiene para sí la presunción jurídica de poder
convertirlo en jurídico al unirse con la voluntad de todos en una legislación
pública, y vale en la espera como jurídica por comparación”(Kant, 1994:
p. 71).
De todos modos, es relevante enfatizar la importancia que Kant asigna al derecho
privado, no sólo para señalar que en el estado de naturaleza existirían legí-
192
timamente las posesiones particulares, sino fundamentalmente porque a partir del
derecho privado podemos fundamentar la exigencia u obligación de salir del estado
de naturaleza para ingresar al estado civil.
“Lo primero que debe decretarse, si el hombre no quiere renunciar a todas sus
nociones de derecho; es este principio: Es menester salir del estado natural,
en el que cada cual obra a su antojo y convenir con todos los demás en someterse
a una limitación exterior, públicamente acordada, y por consiguiente
entrar en un estado en que todo lo que debe reconocerse como lo suyo de
cada cual es determinado por la ley y atribuido a cada uno por un poder suficiente,
que no es el del individuo, sino un poder exterior. En otros términos,
es menester ante todo entrar en un estado civil” ( Kant, 1994: p.141).
Lo específico del estado civil es el derecho público, que para muchos comentaristas
tiene la función básica de fortalecer y resguardar al derecho privado. Incluso
suele sostenerse que el derecho público debe sus condiciones existenciales
al derecho privado.
Kant entiende por derecho público al “conjunto de leyes que precisan ser universalmente
promulgadas para producir un estado jurídico (…) Este es, por tanto,
un sistema de leyes para un pueblo, es decir, para un conjunto de hombres, o
para un conjunto de pueblos que, encontrándose entre sí en una relación de influencia
mutua, necesitan un estado jurídico bajo una voluntad que los unifique,
bajo una constitución, para participar de aquello que es el derecho” (op. cit. &43).
b. El contrato originario
Al igual que la noción de estado de naturaleza, la noción de contrato es también
una idea de la razón. Pero, a diferencia de los otros tipos de contratos, Kant
afirma categóricamente que el contrato que establece una constitución es de una
índole muy particular, dado que constituye un fin en sí mismo: “La reunión de
muchos en algún fin común, puede hallarse en cualquier contrato social; pero la
asociación que es fin en sí misma (...) es un deber incondicionado y primero, sólo
hallable en una sociedad que se encuentre en condición civil, es decir, que
constituya una comunidad” (Kant, 1964: p. 157).
Acordamos con Terra (Terra, 1995) que la formulación del contrato kantiano
cumpliría dos de las exigencias que ya están presentes en el contrato rousseauneano:
que la asociación proteja los bienes de cada hombre, y que la autonomía
sea posible.
De todas maneras, hay que tener en cuenta que el contrato originario kantiano
no puede comprenderse como un mero pacto de asociación, en tanto la idea
fundante no es la de un pueblo pactando con su gobernante. Kant tiene muchos
reparos en este punto. Trata de excluir las nociones de deberes y obligaciones que
193
Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant
La filosofía política moderna
supone toda lógica contractual, pues percibe que el incumplimiento de alguna de
las partes contractuales podría legitimar un estado de rebelión o resistencia al poder
supremo.
“El origen del poder supremo es inescrutable, bajo el punto de vista práctico,
para el pueblo que está sometido a él; es decir, que el súbdito no debe discutir
prácticamente sobre este origen como sobre un derecho controvertido con
respecto a la obediencia que le debe” (Kant, 1994, p.149).
La formulación del contrato es la idea por la cual un pueblo se constituye en
Estado, o dicho en otros términos, la unión de las voluntades particulares en una
voluntad general, es decir, como voluntad unificada de un pueblo.
Kant también explicita, del mismo modo en que lo hizo con respecto al estado
de naturaleza, que el contrato fundante no es un factum, y por lo tanto es un
absurdo rastrear o buscar históricamente un documento que acredite la celebración
de dicho pacto entre el pueblo y el gobernante como fundante de la constitución.
Sin embargo, la idea de tal celebración tiene para el filósofo un infinito
valor de practicidad: obligar a todo legislador a promulgar sus leyes como si ellas
emanaran de la voluntad de todo un pueblo.
Al respecto, nos parece relevante la distinción kantiana entre el origen del Estado
y su fundamentación. El origen del Estado sólo puede comprenderse a partir
de una dimensión histórica, y su génesis no puede ser otra más que el ejercicio
de la fuerza, mientras que el fundamento del Estado como estado de derecho
pertenece al plano eidético, y en este caso no hay justificativo alguno para realizar
una revolución.
No obstante, Kant sostiene que si una revolución logra su cometido y es capaz
de instaurar una nueva constitución, la ilegitimidad de su origen no libra a los
súbditos de la exigencia de prestarle absoluta obediencia.
c. El Estado civil
No cabe duda de que el axioma político kantiano por excelencia es la identificación
de Estado como estado de derecho. Es en este aspecto que la dimensión
jurídica alcanza su punto máximo, en tanto la condición civil es pensada en términos
jurídicos.
La condición civil como Estado jurídico se basa en los siguientes principios
a priori:
a) La libertad de cada miembro de la sociedad, en cuanto hombre.
b) La igualdad entre los mismos y los demás, en cuanto súbditos.
c) La autonomía de cada miembro de una comunidad, en cuanto ciudadano.
194
Kant enfatiza que éstos no son dados por el Estado ya constituido, sino que
son principios por los cuales el Estado como Estado de Derecho tiene existencia,
legitimidad y efectividad. Profundizaremos a continuación en cada uno de ellos.
a) La libertad de cada miembro de la sociedad, en cuanto hombre
El postulado de la libertad 4 es tal vez una de las nociones más importantes
de la cosmovisión kantiana. Tal postulado no sólo es fundante para la vida moral,
sino también y con la misma fuerza para la dinámica jurídico-política.
Una auténtica constitución debe partir de dicho axioma. En esta perspectiva,
el terreno de la libertad alcanza una pluralidad de matices: libertad de pensamiento,
de religión, etc.
Con respecto a la constitución civil, Kant expresa formalmente el principio
de la libertad del siguiente modo: “Nadie me puede obligar a ser feliz según su
propio criterio de felicidad (tal como se imagina el bienestar de otros hombres),
sino que cada cual debe buscar esa condición por el camino que se le ocurre,
siempre que al aspirar a semejante fin no perjudique la libertad de los demás, para
lograr así que su libertad coexista con la de los otros, según una posible ley universal
(es decir con el derecho de los demás)” (Kant, 1964, p. 159).
Hay en esta cita algunos núcleos temáticos que queremos desarrollar:
- El concepto de felicidad es definido como la sumatoria de las inclinaciones,
y como tal es subjetivo y empírico, vale decir que es imposible establecer una
ley general en materia de felicidad, pues cada quién es libre de interpretarla
y realizarla a su manera. Kant pone especial cuidado en mostrar que la felicidad
de los individuos no debe ser objeto de derecho o legislación, sobre todo
debido a que: “Cuando el soberano quiere hacer feliz al pueblo según su
particular concepto, se convierte en déspota; cuando el pueblo no quiere desistir
de la universal pretensión humana a la felicidad, se torna rebelde” (Op.
Cit.: p. 174).
- El Estado no debe prescribir cuestiones de orden empírico o legislar en materia
de felicidad. Sólo un gobierno despótico asumiría tal tarea, con la nefasta
consecuencia de privar a los sujetos justamente de ser sujetos de derechos.
Por esta razón Kant afirma: “Al miembro de la comunidad en cuanto hombre,
le corresponde este derecho de la libertad, puesto que es un ser capaz de
derecho en general”(Op. Cit.: p. 161). De este modo, es digno de apreciar como
la idea de comunidad kantiana se reviste de un sentido de heterogeneidad
que es condición de posibilidad para incluir la diversidad de pensamientos,
opiniones y actitudes, claro esta, mientras no violen el principio formal de ir
en contra de la libertad de los demás. Por tanto, una correcta constitución es
aquella que “asegura la libertad de todos mediante leyes que permiten a ca-
195
Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant
La filosofía política moderna
da uno ser dueño de buscar lo que se imagina que es lo mejor, siempre que
con ello no dañe la libertad legalmente universal, es decir, el derecho de los
demás súbditos asociados” (Op. Cit. p. 169).
b) La igualdad en cuanto súbditos
“Su fórmula sería la siguiente: cada miembro de la comunidad tiene, con respecto
de los demás, derecho de coacción, del que sólo se exceptúa el jefe de
la misma (...)” (Op. Cit, p. 160).
De esta manera, aquel que detenta el poder supremo debe estar libre de todo
tipo de coacción bajo el argumento de ser el creador o conservador de la misma
comunidad. Por lo tanto, tiene la atribución de obligar a todos sin someterse a sí
mismo a la ley de la coacción. Además, si el jefe de estado pudiese ser coaccionado,
se pondría en jugo el propio concepto de poder supremo que necesita interpretarse
axiomáticamente para evitar una cadena de subordinaciones infinitas.
Por otra parte, el filósofo expresa categóricamente que “el poder que efectúa
la ley dentro del Estado tampoco admite resistencia. Sin semejante poder no
habría ninguna comunidad jurídicamente existente, ya que tiene la fuerza de abolir
cualquier resistencia interior” (Op. Cit:. p. 170).
La prohibición de efectuar una rebelión es un deber incondicionado, pues el
filósofo pretende evitar toda máxima que como precedente sirva de universalización
del derecho de resistencia: “(...), porque una vez aceptada la máxima del levantamiento
se tornaría insegura toda constitución jurídica y se introduciría una
condición de completa ilegalidad (status naturalis), en la que el derecho, cualquiera
que fuese, dejaría de tener el más mínimo efecto” (Op. Cit. p. 173).
Con respecto a la temática de la igualdad, creemos que en este punto puede
juzgarse a Kant como uno de los grandes pensadores de la burguesía, en tanto esta
igualdad del súbdito ante la ley convive con la desigualdad de las distintas posiciones
y posesiones de la sociedad civil: “Pero esa igualdad de los hombres dentro
del Estado, en cuanto súbditos del mismo, convive perfectamente bien con la
mayor desigualdad dentro de la multitud y el grado de propiedad, sea por ventajas
corporales o espirituales de un individuo sobre los demás, o por bienes externos
referidos a la felicidad (...)”(Op. Cit. p. 160).
Podemos percibir a través de esta cita los matices más liberales de su pensamiento.
Al respecto, enfatizamos una percepción de la política entendida desde el
dominio de la escisión: una igualdad formal ante la ley y una desigualdad real al
interior de la sociedad civil. Pero para comprender esta perspectiva con profundidad,
es necesario contextualizar sociológicamente su pensamiento político.
196
Recordemos que Kant es partidario del despotismo ilustrado, expresado acabadamente
en su ensayo ¿Qué es la ilustración? al identificar la figura del monarca
Federico II con la ilustración misma.
Kant está pensando en la impotencia de Alemania para llevar a cabo su revolución
burguesa, y en tal sentido toma a Estados Unidos y Francia como modelos
ejemplares de burguesías en expansión. Basta con pensar en la formulación de sus
principios a priori del derecho –libertad, igualdad y autonomía- en relación con
los derechos de ciudadanía proclamados en la Revolución francesa para verificar
tal afirmación.
Para nuestro pensador, Alemania sigue presa de un sistema medieval tanto en
la forma de pensamiento como en su práctica social. Por esta razón comienza su
ensayo preguntándose qué es la ilustración, interrogante que contesta categóricamente
como la liberación del hombre de su culpable incapacidad. Una incapacidad
que puede resumirse por el hecho de no ejercer la razón autónomamente:
“Ten el valor de servirte de tu propia razón”, enfatiza Kant como el lema de la
Ilustración, lema que refleja no sólo su aspecto teórico sino también el práctico e
incluso militante. Una confianza en una razón que está dispuesta a fijarse sus propios
límites, no sólo en el campo de lo gnoseológico al renunciar al conocimiento
de lo metafísico o de lo absoluto, sino también en diseñar una ingeniería racional
que ponga límites a la irracionalidad política, tanto en su deconstrucción medievalista
como en su versión maquiaveliana.
Con respecto a la práctica social, Kant necesita terminar con todo tipo de prerrogativa
estamentaria y pensar lo que en términos marxianos podemos denominar
clase social. Así lo expresa nuevamente valiéndose de una fórmula: “A cada
miembro del ser-común le pertenece la posibilidad de alcanzar gradualmente
cierta condición (adecuada a un súbdito) que lo capacite para desplegar su talento,
aplicación y felicidad; y los otros súbditos no deben salirle al camino con prerrogativas
hereditarias (como si fuesen privilegiados de cierta clase), oprimiéndolos,
tanto en cuanto individuos como en la posteridad de los mismos” (Op. Cit. p.
161).
Por lo tanto, el nacimiento no puede constituir ninguna prerrogativa de derecho
y mucho menos ningún privilegio innato. Una vez rota la noción de estamento,
la jerarquía social cobra dinamismo y ya podemos hablar de una burguesía que
ha madurado.
Como hemos precisado anteriormente, el camino de la igualdad está asegurado
por la lógica de una legalidad formal que posibilita y garantiza la transparencia
competitiva de todos. Para Kant, la temática de la desigualdad - que por
otra parte no es un problema - se ubica dentro de la esfera de la sociedad civil y
encuentra legitimación en las propias diferencias naturales.
197
Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant
La filosofía política moderna
“De tal manera, el hecho de que alguien tenga que obedecer (como el niño al
padre o la mujer al varón) y otro mandar; la circunstancia de que uno sirva
(como jornalero) y el otro pague el salario, etc; depende mucho de la salud
de la voluntad del otro (del pobre con respecto al rico). Pero, según el derecho
(...) todos son, en cuanto súbditos, iguales entre sí, (...)” (Op. Cit. p. 161).
Como podemos apreciar, dicha cita evidencia uno de los núcleos fundantes
de la lógica burguesa. La pobreza y la necesidad de la venta de la fuerza de
trabajo en aras de la mera supervivencia, no es un problema normativo que
ofrece criterios de igualdad de competencia, justamente haciendo abstracción
empírica de las posibles diferencias que recaen sobre los individuos 5.
Ariesgo de malinterpretar a Kant, es evidente que el pobre, el indigente, se constituye
como tal sólo por sus propias capacidades, o mejor dicho, por sus incapacidades
ante una lógica o dinámica social que se presenta limpia de toda culpa y cargo.
c) La autonomía de un miembro de la comunidad, en cuanto ciudadano, es
decir, como colegislador
“Todo derecho depende de leyes. Pero una ley pública que determine en todos
los casos, lo que debe serle permitido o prohibido al ciudadano es el acto
de una voluntad igualmente pública; de ella emana todo derecho y nadie
puede violentarla” (Op. Cit.: p. 164).
El concepto de autonomía kantiano posee una profunda influencia rousseaniana.
Bajo la idea de voluntad general o unificada de todo el pueblo, subyace la
idea de la obediencia a sí mismo.
La voluntad unificada del pueblo es también para Kant una idea a priori de
la razón, y bajo ningún punto de vista puede ser interpretada desde la regla de la
mayoría. De ahí los juicios más acérrimos del filósofo a la democracia, a la cual
interpreta como el despotismo de la mayoría 6.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que esta idea de voluntad general como
autoridad legislativa no supone que a los ciudadanos se les asigna la tarea de
legislar. Desde esta óptica surge el núcleo de la teoría política representativa kantiana,
lo que en términos del filósofo podemos denominar “la representación del
como sí”, en tanto el legislador crea y decreta las leyes como si estas emanaran
de una voluntad general.
Cabría entonces preguntarnos qué entiende Kant por ciudadanía y cuáles son
los alcances y límites de dicho concepto.
“Dentro de esta legislación se denomina ciudadano (citoyen), es decir, habitante
del Estado y no vecino de la ciudad (bourgeois), al que tiene derecho de
voto” (Op. Cit. p.165).
198
El requisito esencial para convertirse en ciudadano será explicitado por Kant
a partir del criterio de propiedad o ser propietario. No obstante, hay que tener en
cuenta que parte de un criterio amplio de propiedad, siendo también propietarios
aquellos que son portadores de un arte, oficio o ciencia.
El criterio fundamental de exclusión de la ciudadanía, además del criterio
“natural” de exclusión por ser niño o mujer, se fija en la necesidad de subsistencia
dada por la venta de la fuerza de trabajo, pues quien necesita servir a un particular
pierde justamente su carácter de autarquía, siendo ésta una de las notas
esenciales del concepto de ciudadanía. Esta es la razón por la cual Kant afirma
que es necesario que el ciudadano no sirva más que a la comunidad. No obstante,
hay una diferencia básica señalada por Terra en orden a lo que puede considerarse
una habilidad: quien hace una obra, por ejemplo un artesano, puede alienarla
para otros como si fuese una propiedad, mientras que el jornalero, el empleado
doméstico, etc., son meros operatii y no artífices.
También con respecto a la ciudadanía Kant se enfrenta a la cosmovisión estamental
en tanto todos los ciudadanos tendrían derecho a un solo voto, ya sea el
pequeño propietario o el terrateniente. Por lo tanto, el criterio deja de ser cuantitativo
para pasar a ser cualitativo: “Luego, para la legislación, el número de los
capaces de votar no ha de juzgarse por la magnitud de las posesiones, sino por la
inteligencia de los propietarios” (Op. Cit.: p. 166).
La división de poderes
Kant cree que la única forma de garantizar la permanencia del Estado civil es
a través de la lógica de un poder soberano. Tal poder se caracteriza por ser absoluto,
irresistible y divisible.
Anteriormente explicamos la importancia de un poder absoluto e irresistible.
Nos adentraremos ahora en el requisito de la divisibilidad.
La división de poderes constituye el corazón del modelo republicano. Recordemos
que para nuestro filósofo sólo existen dos formas de gobierno independientemente
de los regímenes: la república y el despotismo. Resulta obvio que la
segunda alternativa rechaza de lleno la división de poderes.
“Los tres poderes en el Estado, están, pues, en primer lugar coordinados entre ellos
como otras tantas personas morales, es decir, que uno es el complemento necesario
de los otros dos para la completa constitución del Estado; pero en segundo lugar,
ellos también están subordinados entre sí, de suerte que el uno no puede al mismo
tiempo usurpar la función del otro al cual presta su concurso, pero que tiene su principio
propio, es decir que el manda en calidad de persona particular, bajo la condición
de respetar la voluntad de una persona superior; en tercer lugar, ellos se unen el
uno con el otro para darle a cada súbdito lo que corresponde” (Kant, 1994: p. 146).
199
Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant
La filosofía política moderna
El poder soberano es comprendido por Kant desde una idea de totalidad que
incluye la dinámica de los tres poderes en tanto éstos se complementan y articulan
entre sí, incluso podemos hablar de una subordinación y mediación silogística.
La premisa universal estaría dada por el poder legislativo, en tanto contiene el
primado de la ley universal. La premisa particular estaría dada por el ejecutivo,
en tanto es el poder que administra y ejecuta la obligación de ajustarse a la ley.
La conclusión estaría dada por el poder judicial en tanto juzga y sentencia lo que
es conforme al derecho.
En el esquema de la división de poderes existiría una superioridad del poder
legislativo, puesto que en él residiría la soberanía en sentido fuerte al identificarse
con la voluntad unificada del pueblo. No obstante, muchas veces el filósofo
asimila al detentador del poder supremo con el regente del Estado, superponiendo
consecuentemente el poder legislativo con el ejecutivo. Otras veces legitima
el derecho del soberano a destituir al regente del Estado cuando las circunstancias
así lo requieran.
2. Aproximaciones al derecho y la moral
Uno de los puntos más cruciales del pensamiento de Kant es ciertamente la
relación entre la moral y el derecho, relación que ha suscitado innumerables reflexiones
por parte de un gran número de especialistas abocados al pensamiento
kantiano.
En líneas generales podemos trazar dos perspectivas.
La primera acentúa la disociación entre la moral y el derecho, sobre todo desde
una lectura liberal, sensible a fijarle límites al Estado con respecto a su intromisión
en asuntos de moral y bienestar general de los individuos. Para esta perspectiva,
Kant tendría el mérito de haber concebido al derecho desde una esfera de
autonomía, tanto como Maquiavelo lo hizo con respecto a la política. Como bien
lo señala Terra (Terra, 1995), en la especulación en distinguir el derecho de la moral
estaba implícita la cuestión de la naturaleza y los límites de la actividad política
con respecto al individuo. De esta forma el liberalismo encontraría en Kant
su forma jurídica, tal como habría encontrado en Locke y Smith su forma política
y económica respectivamente.
La segunda se contrapondría a la primera al poner énfasis en la vinculación
entre la moral y el derecho. Esta perspectiva parte de un concepto de ética más
amplio, es decir como doctrina de las costumbres 7, y como tal abarcaría tanto al
derecho como a la ética en sentido estricto, es decir, como teoría de la virtud.
Creemos que ambas perspectivas están presentes en Kant. Acordamos con la
primera interpretación, que hace hincapié en una diferenciación cualitativa entre
200
la moral y el derecho, pero cotejamos asimismo, a partir de la Metafísica de las
costumbres, que el derecho queda subsumido en la ética, entendiendo a ésta como
una teoría de las costumbres.
Por nuestra parte, pensamos que aún tomando la ética en su sentido restringido
–como teoría de la virtud-, ésta tiene necesariamente puntos de intersección
con el derecho. Estamos persuadidos de que cuando se trata de derechos elementales
o básicos de los seres humanos, la moral y el derecho deben coincidir.
De todas formas, y en favor de la primera perspectiva, sabemos que Kant necesita
apostar por un estado de derecho y un modelo republicano que no estén
compuestos por ángeles sino por hombres e incluso por demonios que, más allá
de sus móviles internos, inclinaciones y malos deseos, puedan regir sus conductas
por una legalidad racional independientemente de todo presupuesto moral.
Profundicemos entonces en la relación entre el derecho y la moral: ambas
disciplinas son pensadas por Kant bajo los requisitos de lo formal y lo universal.
Con respecto a la ética podemos hablar de autonomía, dado que es el propio
agente el que dictamina la ley moral a través de una voluntad pensada como la facultad
del querer por el querer mismo, es decir, prescindiendo de cualquier objetivo
o finalidad empírica.
Kant comienza La fundamentación de la metafísica de las costumbres afirmando
que lo único que puede ser considerado bueno en sí mismo es la buena voluntad.
“Ni en el mundo, ni, en general, tampoco fuera del mundo, es posible pensar
nada que pueda considerarse como bueno sin restricción, a no ser tan sólo
una buena voluntad” (Kant, 1946: p.27).
Una voluntad que es mentada como buena en sí misma, prescindiendo de sus objetivos
o fines propuestos e incluso haciendo abstracción de lo que efectué o realice.
Ahora bien, al mismo tiempo que sostiene que lo único bueno es la buena voluntad,
percibe a la naturaleza humana no sólo desde la determinación racional,
sino también desde lo sensible. Desde esta óptica, el hombre es ciudadano de dos
mundos: un mundo inteligible determinado exclusivamente por la lógica racional,
y un mundo sensible, determinado por las inclinaciones.
Es desde esta cosmovisión que resulta necesario introducir el concepto de deber,
que no es más que la buena voluntad, pero que surge a partir del conflicto entre
los mandatos de la razón y las inclinaciones que le son contrarias. Si el hombre
estuviese determinado únicamente por la razón, es obvio que la noción de deber
no tendría sentido. Kant incluso hace referencia a que una voluntad santa tampoco
está constreñida por deber alguno, en tanto sus máximas coinciden espontáneamente
con la ley moral.
201
Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant
La filosofía política moderna
De todos modos, hay que tener presente que Kant no pretende excluir el plano
de las inclinaciones, sino invitarnos a reprimir sólo aquellas que son contrarias
al deber, pues también hay inclinaciones que son conformes a él e incluso
neutras. Kant ejemplifica dicha perspectiva con el ejemplo de una persona ahogándose
en el río. El acto inmoral reside en no prestarle auxilio, mientras que el
acto moral consiste en socorrerlo independientemente de que sea nuestro amigo
o enemigo. En el primer caso existiría una inclinación motivada por el afecto que
obraría conforme al deber, pero el juzgamiento del acto moral como tal sólo es
justificable por el deber. Incluso tampoco se evalúa el resultado de la acción moral,
sin importar si tuvimos éxito en dicha salvación o no.
A partir de estas consideraciones Kant introduce la noción de acción moral,
entendiendo por tal toda acción determinada o realizada exclusivamente por deber.
Ahora bien, para que una acción reciba el estatuto de moralidad, necesita como
una de sus notas esenciales el requisito de la universalidad. Tal exigencia lleva
al filósofo a enunciar su imperativo categórico: “Obra sólo según una máxima
tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne ley universal.”Dicho en otros
términos, la acción moral exige que nuestras máximas, entendidas como principios
subjetivos y contingentes, puedan convertirse en ley universal, es decir, considerada
válida para todos.
Otra de las formas posibles de expresar dicho imperativo puede basarse en la
prohibición de convertirnos en una excepción. Tal aspecto guarda estricta relación
con el requisito de la publicidad, en tanto una acción que intenta evitar la luminosidad
de lo público seguramente es una acción ilegítima. De ahí su necesidad
de cultivar el secreto. La elaboración de los golpes de estado puede leerse
desde esta perspectiva.
Para hacer más comprensible el imperativo categórico, Kant se vale de una
ejemplificación al analizar la mentira: “bien pronto me convenzo de que, si bien
no puedo querer la mentira, no puedo querer, empero, una ley universal de mentir;
pues, según esta ley, no habría propiamente ninguna promesa, porque sería vano
fingir a otros mi voluntad respecto de mis futuras acciones, pues no creerían
ese mi fingimiento (...); por tanto mi máxima, tan pronto como se tornase ley universal,
destruiríase a sí misma. Es decir, se incurriría en el principio formal de
contradicción, invalidando a la mentira como tal” (Op. Cit.: p, 42).
Así como la moral tiene su imperativo, el derecho tiene el suyo, pensado también
en términos formales y universales. “Una acción es conforme a derecho
cuando permite, o cuya máxima permite a la libertad del arbitrio de cada uno coexistir
con la libertad de todos según una ley universal” (Kant, 1994: p. 39).
Pero el derecho, diferente a la moral en este aspecto, posee como elemento
específico el ejercicio de la coerción, sin la cual no tendría ninguna eficacia.
202
La legislación que hace de una acción un deber y al mismo tiempo obra sólo
por deber es la acción moral, mientras que aquella legislación que incluye también
otros móviles para determinar su acción es la acción jurídica. Kant admite para el
derecho móviles patológicos, sentimientos sensibles que causan aversión, pues en
este caso subsiste la idea de la ley con carácter coercitivo. Un ejemplo para reafirmar
lo dicho sería el no asesinar al prójimo, objeto tanto de la moral como del derecho,
pero para el último caso se puede determinar nuestra conducta con relación
al móvil sensible: el miedo de ir a la cárcel y no el obrar por deber.
Otra de las instancias cualitativamente diferentes entre la moral y el derecho
es el hecho de que en el plano jurídico no pueden evaluarse las intenciones de los
agentes, sino que sólo las acciones externas que implican relaciones con los otros
son evaluables, y en este caso hablamos de legalidad.
Con respecto a la libertad, las leyes jurídicas también se refieren a la libertad
en su uso externo. Se trata de relaciones externas, de acciones de individuos que
interactúan entre sí. Tal óptica aparece también en Teoría y Práctica: “El derecho
es el conjunto de condiciones sobre las cuales el arbitrio de uno puede ser unido
al arbitrio de otro según una ley universal de libertad” (Kant, 1964: p. 158).
Ahora bien, dicha libertad es pensada negativamente en tanto el arbitrio mío
encuentra su límite en el arbitrio del otro. De ahí que la fórmula rece: mi libertad
termina donde comienza la tuya. Libertad que es pensada, aunque no exclusivamente,
en términos de sujetos propietarios, que sólo pueden asegurar sus pertenencias
a través de un sistema jurídico coercitivo. Por tal razón, Kant enfatiza que
coerción y libertad son dos aspectos de una misma realidad e incluso una exigencia
de la misma razón.
Por otra parte, es importante tener en cuenta -y Kant tiene conciencia de elloque
el derecho es a la sociedad capitalista lo que antiguamente fue la teología al
feudalismo. Si en el segundo caso se trataba de fundamentar una idea de inmutabilidad
atribuida no sólo a Dios, sino también a los estamentos de la sociedad, en
el primer caso estamos hablando de un derecho coercitivo y también distributivo,
acorde a la movilidad que supone el concepto de clase.
A manera de conclusión podemos destacar que la relación entre la moral y el
derecho tal como éstos fueron teorizados por Kant, ha sido uno de los dispositivos
más eficaces de la lógica burguesa en tanto se instrumenta una moral pública
coincidente con un derecho externo, escindido de una moral subjetiva o particular
refugiada en la interioridad de las propiedades privadas.
203
Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant
La filosofía política moderna
3. La paz: una tarea política por excelencia
En su opúsculo de 1795 Hacia la Paz Perpetua, Kant menciona tres condiciones
básicas mediante las cuales el ideario de la paz puede concretarse con sentido
de permanencia entre las distintas naciones:
a) la constitución civil en cada estado debe ser republicana: una organización
política basada en la representación y la separación de poderes;
b) el derecho de gentes debe fundamentarse en una federación de estados libres:
garantizando la libertad de aquellos que deciden unirse al nuestro, componiendo
una federación que evita a toda costa la guerra;
c) el derecho cosmopolita debe limitarse a las condiciones de hospitalidad
universal: conlleva la idea del derecho de visita al extranjero en calidad de
ser considerado ciudadano universal.
A partir del tercer artículo de la Paz perpetua, se acentúa aún más el modelo
republicano como condición sine qua non para ser miembro de los estados confederados,
pues dichos estados deben haber equiparado sus condiciones internas
de legalidad.
El núcleo teórico de dicho proyecto descansa en los siguientes supuestos:
1) La paz no puede comprenderse como un estado natural -el estado de naturaleza
no es un estado de paz-, y por tanto debe ser instaurada o posibilitada
a través de condiciones de juridicidad.
2) El objetivo es erradicar definitivamente el estado de guerra, para lo cual
hay que superar una mera lógica contractual.
3) Cuando los hombres consensúan la creación de un estado eliminan consecuentemente
la guerra interna, pues hacen posible el derecho y se imponen a
sí mismos un poder supremo.
4) Puede darse empíricamente que un estado determinado constituya el punto
de partida de una asociación federativa en sus múltiples relaciones.
5) La idea racional de una comunidad pacífica no posee un carácter filantrópico
sino jurídico.
6) Trabajar por la paz es un postulado de la razón práctica.
Sin lugar a dudas, uno de los aspectos más álgidos del proyecto de paz perpetua
es puntualizado por Rabossi en los siguientes términos: “Por coherencia lógica
(Kant) tiene que admitir que dado que los estados son entidades individuales que
poseen los atributos morales de las personas, la manera de eliminar la guerra debe
ser la misma para unos y otros: crear por consenso el orden jurídico y auto-imponerse
un poder supremo legislativo, ejecutivo y judicial” (Rabossi, 1995: p. 185).
204
Sin embargo, sabemos -observación que Rabossi también comparte con nosotros-
de la sensibilidad kantiana en relación con los despotismos, y en tal sentido
el filósofo es consciente de que la existencia de un estado mundial sería una
amenaza segura de tiranía. Por consiguiente, Kant otorga una preferencia momentánea
a la consolidación de una confederación en donde la singularidad de los
estados no quede diluida en detrimento de un poder absoluto. No obstante, él supone
que la federación es un paso necesario para iniciar la aproximación progresiva
a la república mundial. Idea que refuerza en el Conflicto de las facultades,
en la segunda parte dedicada al progreso, al sostener que la posibilidad de una comunidad
con constitución propia no es una quimera inútil, sino un ideal paradigmático
y accesible.
Lo sugerente del planteo kantiano reside en que si bien el objeto final de la
política es la paz entre las naciones, podemos arribar a ella mediante la existencia
de las guerras.
Kant es consciente de la naturaleza humana: el hombre es un ser social y antisocial.
Al mismo tiempo que siente hacia sus semejantes una propensión a relacionarse,
tiene una inclinación a aislarse y replegarse sobre sí. Es decir, se resiste
al simple hecho de solidarizarse con los demás. Rehúsa a toda costa a ser tratado
como un animal gregario, maximizando consecuentemente sus potencialidades
individualistas.
De esta tensión y repulsa entre la insociable sociabilidad humana surge la noción
de antagonismo como causalidad fundante no sólo de la guerra entre los
hombres sino también de la dinámica del progreso. De este modo, la guerra aparece
“naturalmente” en la vida de los individuos, siendo un fenómeno inevitable
en el camino de la humanidad hacia la libertad.
El espíritu comercial constituyó otro de los puntos centrales de esta dinámica
del progreso, que también será un excelente medio para lograr la confederación
de las naciones, sobre todo potenciando el vínculo de hospitalidad hacia los
viajantes sustentado en el derecho de ciudadanía mundial.
Si bien por lo dicho anteriormente es la naturaleza la que garantiza el camino
hacia la paz perpetua por la dinámica de los antagonismos, es fundamental tener
en cuenta que Kant no pretende desde un postulado teórico asegurar tal evolución
definitiva hacia la paz. Por esta razón sostiene que sólo hay meros indicios
para pensar tal dinámica del progreso.
De todas formas, es más que evidente que las relaciones entre el derecho y la
política con respecto a la naturaleza, son uno de los ejes conceptuales más confusos
del pensamiento del gran filósofo, pues si por un lado hay primacía de la razón
práctica, por otro lado Kant enfatiza que dicho progreso, incluso planteado
en términos de moralidad, sólo es postulable a la dinámica de la especie humana
y no a la del individuo. Incluso puede vislumbrarse en el pensador una cierta cuo-
205
Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant
La filosofía política moderna
ta de escepticismo con respecto a que los hombres considerados individualmente
orienten sus máximas en beneficio de la moral.
Retomando el tema de la insociable sociabilidad, también se haría presente
en dicha dinámica una lógica del interés a favor de la construcción de una confederación.
Por tal razón Kant aduce que los propios gobiernos evitarán la anulación
de las libertades civiles, dado que incurrir en este peligro iría en detrimento
de todos los oficios, especialmente del comercial, con la terrible consecuencia de
no sólo imposibilitar el paso a la confederación, sino también provocar el debilitamiento
de los propios Estados.
Amanera de cierre, creemos importante enfatizar la actualidad que reviste en
este punto el pensamiento de Kant en nuestros días. Sólo es necesario pensar en
la creación de las Naciones Unidas para visualizar algunos de los supuestos kantianos,
conjuntamente con la intensificación del derecho internacional, la creación
de órganos internacionales con ciertos fueros jurisdiccionales, la positivización
de un conjunto de derechos humanos consensuados por la comunidad internacional
como de valor universal, y el reconocimiento de las personas individuales
como sujetos del derecho internacional, todos ellos ejemplos más que ilustrativos
de nuestro punto de partida.
4. Una mirada particular: Arendt y la Crítica del juicio
Como bien lo señala Hannah Arendt, la diferencia más radical entre la Crítica
de la razón práctica y la Crítica del juicio es que las leyes morales de la primera
son válidas para todos los seres inteligibles, no sólo de este mundo sino de
cualquier mundo pensable, mientras que las reglas y juicios de la segunda están
estrictamente limitados en su validez a los seres humanos en la tierra.
El juicio no es para Kant un atributo de la razón práctica, pues ésta establece
qué debo o no hacer por medio de imperativos. El juicio, por el contrario, excluye
toda posible imposición.
La pensadora señala las principales categorías de la Crítica del juicio kantiana
que contribuirán a pensar la política. Tales tópicos son: el particular como un
hecho de la naturaleza o un evento de la historia; la facultad del juicio como la
facultad del espíritu humano para subsumir lo particular del evento histórico en
la trama universal o general; la sociabilidad de los hombres como una necesidad
de mutua dependencia, pero no motivada por meros intereses egoístas, sino fundamentalmente
por las necesidades espirituales más genuinas de los hombres.
En la Crítica del juicio Kant nos habla fundamentalmente de dos facultades:
la imaginación y el sentido común.
206
La primera puede definirse como la facultad de tener presente lo que está ausente.
Es decir, hay una abstracción del objeto representado con respecto a la percepción
sensible inmediata, para tornarse luego objeto de representación para el
sentido interno. Através de la imaginación son juzgados objetos no presentes, que
al ser abstraídos de nuestra percepción sensible inmediata cuentan con el atributo
de un cierto distanciamiento o imparcialidad, provocada justamente porque ya
no hay una afección directa de la experiencia sensible. El sentido del gusto, en
términos kantianos, tiene que ver con un sentido interno. La operación de la imaginación
es la que en última instancia prepara el objeto para la reflexión. Sólo a
través de ella podemos realmente juzgar una cosa.
De lo dicho anteriormente podemos deducir una importante condición para todos
los juicios, en tanto ellos son el resultado de una representación interna a la cual
hemos arribado a través del distanciamiento desinteresado con el objeto: nos referimos
a la condición de la imparcialidad y del goce contemplativo desinteresado.
El sentido común podría interpretarse como un sentido extra, una capacidad
que nos ajusta al criterio de una comunidad. El sentido común es el sensus commu -
n i s. Incluso, la comunicación y el discurso como una forma especial de ésta dependen
del sentido comunitario. Dicho sentido es para Kant la nota específica del hombre.
Al respecto, es importante resaltar que para el filósofo es imposible que forcemos
a alguien a concordar con nuestros juicios, pero a través del sentido comunitario
podemos aspirar a la concordancia de todos. Por tal razón, el filósofo afirma que
es el sentido comunitario el que hace posible extender nuestra mentalidad, arribando
a un pensamiento extensivo. Dicho pensamiento es el resultado de un desprendimiento
de nuestros puntos de vistas particulares, en tanto ellos nos obstaculizan
la condición de posibilidad de pensar como propios los supuestos de los otros. La
deconstrucción de nuestros propios presupuestos nos hace ganar en generalidad 8.
Sin embargo, hay que poner especial cuidado en no interpretar la suspensión
de nuestros puntos de vista como la anulación de nuestros propios pensamientos.
Kant quiere lograr que también seamos capaces de asumir los puntos de vista del
prójimo. Por lo tanto, el pensamiento extensivo no va en desmedro del ideal de la
ilustración que enfatizaba la autonomía del pensamiento individual.
Relacionemos el bagaje conceptual descripto con la teoría política kantiana.
El axioma básico del cual podemos partir es la tensión kantiana entre el actuar
y el juzgar. En este aspecto, hay dos eventos históricos que nos ofrecen su
cuerpo para materializar tal tensión: las revoluciones, especialmente la revolución
francesa, y las guerras.
A través del imperativo categórico, sabemos que para Kant es censurable la
universalización de la guerra. No obstante, en su filosofía de la historia la guerra
tiene un papel central en la dinámica del progreso. Incluso ve en aquélla un cierto
bien. Así lo expresa en la Crítica del juicio, al mencionar que en el Estado más
207
Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant
La filosofía política moderna
civilizado permanece la veneración por el soldado en tanto su temple no se subyuga
al peligro.
Es importante resaltar que el portador del juicio estético no es otro más que
el espectador y no el actor o protagonista de los acontecimientos históricos. Vale
decir que por un lado tenemos al espectador, por otro al espectáculo, y por otro a
los actores. Son los espectadores y no los actores los que pueden subsumir -juzgar-
los eventos particulares en la trama universal de la historia. Por tal motivo,
Kant no se cansa de enfatizar que lo sublime de la revolución francesa, censurada
como revolución por el imperativo categórico, reside en el punto de vista de
los espectadores y no en el de los actores.
El espectador que juzga tiene una posición de excelencia en tanto puede contemplar
desinteresadamente. Al distanciarse del evento gana en imparcialidad,
motivada en parte, al no sentirse directamente imbuido en aquél.
En la mirada de Arendt, el juicio del espectador es el que irá ganando terreno
en el dominio de la política. Tal afirmación encuentra su legitimación fundamentalmente
en dos razones:
a) la condición sine qua non de todo juicio es -como explicitáramos anteriormente-
retirarse del campo de la escena, justamente para poder contemplarla
recuperando un sentido de generalidad;
b) más importante aún, los actores se preocupan por la opinión de los otros,
el actor depende de la opinión del espectador, que da la medida y, lejos de ser
pensado como un ente pasivo, se convierte en el protagonista de la escena:
hemos ingresado al terreno de la opinión pública como uno de los factores
fundamentales de la politicidad. Creemos que éste es uno de los puntos menos
justificables en el contexto actual, sobre todo al interior de una sociedad
mediática orientada a la desmovilización y despolitización de los ciudadanos
como agentes activos. De todas maneras, es claro que la emergencia de
la opinión pública como nexo representativo entre la sociedad civil y el estado
fue uno de los tópicos centrales de la modernidad. Para Kant, un buen gobernante
o legislador debe saber testear el horizonte de las opiniones colectivas
y a partir de ellas tomar sus decisiones. Así éstas pueden convertirse en
objeto de legalidad, contribuyendo a la evolución de la sociedad.
Amanera de resumen podemos enfatizar algunos de los aspectos centrales de
la Crítica del juicio con relación a la política:
1. A partir del juicio estético Arendt encontró en Kant las nociones de libertad,
desinterés personal, apertura a la opinión de los otros, pluralismo, etc.
Pues la predicación de la belleza no se impone, y por ende supone la idea de
consenso. De ahí la analogía o extrapolación al consenso político.
208
2. Acordamos con Dotti en que “El primer paso de la interpretación arendtiana
es, consecuentemente, distinguir la evaluación reflexionante tanto frente a
las operaciones del conocimiento como ante las normas morales. Estética y
política son actividades del espíritu que conciernen a lo particular, y sus resultados
- los juicios en cuestión, con una incidencia social determinada -
son siempre opiniones, proposiciones contingentes cuyo valor de verdad no
está condicionado por universales duros, como las categorías y los imperativos”
(Dotti, 1993: p. 28).
3. La facultad de la imaginación no sólo nos posibilita el requisito del desinterés,
elemento esencial del juicio que se extrapola al juicio político, sino que
también amplía nuestro horizonte personal incorporando los puntos de vista
de los otros. Este aspecto es central para Arendt, porque le permite ver en
Kant una redefinición del espacio público, caracterizado por una comunicación
abierta y pluralista.
4. La razón kantiana esbozada en la crítica del juicio se comprende como una
razón crítica, pero no es la razón del individuo replegado en sí mismo, sino
una razón del sentido común convertido en sentido comunitario, dado que el
ejercicio de la crítica supone necesariamente la referencia a una comunidad
de interlocutores que puedan justamente juzgar acerca de nuestras posiciones
intelectuales.
Hemos llegado al fin de nuestro trabajo. Finalizar con la Crítica del juicio ha
sido una elección deliberada, incluso una práctica intencionada, sobre todo porque
a través de ella descubrimos un Kant que reivindica para la política el terreno
de la doxa y no el de una episteme reservada a unos pocos. Visualizamos un
Kant que nos invita al ejercicio de un pensamiento extensivo capaz de potenciar
nuestra imaginación para hacernos conscientes -utilizando una palabra bien moderna-
de los pensamientos y necesidades de los otros. Sólo dicho pensamiento
puede bosquejar una política del consenso. Pero retomando nuestra introducción,
creemos que dicho consenso deliberativo debe necesariamente asumir la pregunta
por la alienación y sus orígenes. De lo contrario, nos encontraremos con agentes
deliberativos en abstracto. Asimismo, también caeríamos en un error si dicho
consenso fuese pensado desde la exclusión de todo tipo de moralidad, pues entendemos
que en este aspecto la moral, el derecho y el juicio forman un único
mandato: “Ten el valor de servirte de tu propia razón”. He aquí el lema de la Ilustración.
Considera los pensamientos y las necesidades de los otros. No claudiques
en los derechos básicos de los hombres.
Sólo nos resta finalizar haciendo nuestras las palabras de Karl Jaspers: “Hay
dos especies de kantianos: aquellos que permanecen para siempre en sus categorías
y aquellos que siguen reflexionando por el camino de Kant.”
209
Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant
La filosofía política moderna
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Torretti, R. 1967 Manuel Kant. Estudio sobre los fundamentos de la filosofía
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210
Notas
1. Dicho concepto de organismo será retomado por el imaginario del siglo
XIX en un intento conservador de retornar a la totalidad perdida. Para el positivismo
era común establecer una analogía entre la sociedad y el organismo
humano.
2. Es en la Metafísica de las costumbres que se explicitan ampliamente y con
profundidad, las relaciones entre el derecho natural y el derecho positivo. Al
respecto, coincidimos totalmente con Cortina Orts en el hecho de que articular
ambas facetas del derecho no deja de presentar graves dificultades, hecho
por el cual se ha podido interpretar la postura de Kant como iusnaturalista y
como apologista del derecho positivo. En nuestro trabajo nos acotaremos al
modelo iusnaturalista en su variante contractualista, pero antes de abocarnos
a tal propósito transcribiremos literalmente las razones aducidas por Orts que
señalan un Kant distanciado del iusnaturalismo. El sentido de tal transcripción
obedece a la nitidez de las argumentaciones de la autora, que hablan por
sí mismas.
a) “Si por derecho natural entendemos un conjunto de principios que puede
extraerse del conocimiento de la naturaleza humana, Kant no es iusnatura -
lista porque la naturaleza humana no puede conocerse sino empíricamente y
un conocimiento empírico carece de normatividad teórica y práctica.”
b) “... tampoco puede tenerse a nuestro autor por iusnaturalista si adscribi -
mos al iusnaturalismo la afirmación de que sólo el derecho que satisface de -
terminados principios de justicia puede considerarse derecho, quedando im -
posibilitado para recibir tal denominación cualquier sistema normativo que
no los satisfaga, aunque haya sido reconocido como tal por los órganos com -
petentes.” (Ibídem)
c) “Tampoco Kant opone a las relaciones jurídicas engendradas por la vi -
da social un derecho individual de carácter ontológico. La distinción entre
derecho natural y positivo conduce más bien a la diferenciación entre un de -
recho preestatal, que muy bien puede ser social, y un derecho estatal.
3. De todas maneras, es importante señalar que el punto de partida de Kant
es el Estado civil, y en tal sentido el filósofo no añora la vuelta al estado de
naturaleza o a un pasado ilustre que desmerezca toda perspectiva presente a
la manera de un pensamiento conservador.
4. El postulado de la libertad es considerado por nuestro filósofo como un derecho
inalienable de la naturaleza humana, un derecho intrínseco del concepto
de hombre en tanto hombre.
211
Aproximaciones al pensamiento político de Immanuel Kant
La filosofía política moderna
5. No olvidemos que uno de los supuestos básicos del contractualismo es
pensar a los contractuales desde la idea de igualdad y homogeneidad, requisitos
necesarios de toda lógica de mercado.
6. Si bien para Kant la democracia es considerada una forma legítima de gobierno
en tanto puede incluirse en la idea de República, sus juicios críticos
respecto de aquélla acentúan el aspecto por el cual la unidad absoluta de la
voluntad general sólo es postulable en el plano eidético, y por tanto queda
descalificada la regla de la mayoría para interpretar tal unidad, dado que habría
algunos que quedarían excluidos.
7. Recordemos que etimológicamente el término ethos puede definirse como
costumbre y que en las comunidades antiguas ésta era el parámetro de movilidad
de las conductas.
8. Claro está que no se trata de la universalidad de las categorías.
212
Capítulo VIII
La filosofía del Estado ético
La concepción hegeliana del Estado
c Rubén R. Dri*
1. Contexto histórico
“Hegel no puede ser pensado sin la Revolución Francesa y Napoleón con sus
guerras, esto es, sin las experiencias vitales e inmediatas de un período histórico
extensísimo de luchas, de miserias, cuando el mundo externo aplasta
al individuo, lo arroja contra la tierra, cuando todas las filosofías pasadas fueron
criticadas por la realidad de modo tan perentorio”. Antonio Gramsci
Hegel es no solamente el gran filósofo alemán del siglo XIX, sino también
el máximo filósofo de la revolución burguesa, que a partir de la revolución
francesa se expande por toda Europa, llevada por las armas de
los ejércitos napoleónicos. Para comprender su filosofía es necesario, en consecuencia,
tener en cuenta por un lado la etapa en la que se encontraba el capitalismo,
y por otra la situación de Alemania.
En el siglo XVIII se había producido la revolución industrial y con ella el capital
había pasado a realizar la subsunción real del trabajo al capital. Ello signifi -
ca que el capital había ya producido su efecto específico, la separación del pro-
213
* Profesor de Filosofía, Sociología de la Religión y Teoría Política y Social I y II en la Facultad de Ciencias Sociales
de la Universidad de Buenos Aires (UBA). Autor de numerosos artículos sobre Hegel.
La filosofía política moderna
ductor con relación a los medios de producción, lo cual había significado la destrucción
de las totalidades orgánicas en las que se encontraba inserto el individuo:
la familia patriarcal afincada al suelo, el feudo, el gremio, la Iglesia.
El individuo queda solo, aislado. El campesino irá a buscar trabajo en la manufactura
o en la fábrica, o se hará asaltante o mendigo. Cada cual debe buscar su
orientación en la vida y llevar a cabo sus luchas. Se forma lo que, a partir de Hegel,
se llamará la sociedad civil –bürgerliche Gesellschaft-, literalmente sociedad bur -
guesa, o sea, del burgo, de la ciudad. Es el ámbito de la particularidad, del individuo.
El particular se escinde del universal. Un fenómeno nuevo que crea los nuevos
problemas que los filósofos políticos de la modernidad tratarán de resolver.
Hegel presentará la cosmovisión más atrevida de la modernidad. Ello fue posible
porque la nueva sociedad a la que pertenece esta cosmovisión ya se había
consolidado. Ninguna gran cosmovisión tuvo lugar antes de que la práctica la hiciera
posible. Esta cosmovisión será dialéctica, es decir, la superación del particular
en el universal. Sin la escisión del universal que se produce en los orígenes
del capitalismo, la dialéctica de Hegel no se habría desplegado.
El tema central a resolver por los filósofos políticos es precisamente cómo lograr
que la desestructuración que ha provocado el surgimiento de la particularidad,
escindiendo toda universalidad, no terminase en la plena anarquía en la que
la vida humana no sería posible. En otras palabras, se plantea el problema del Estado.
Los individuos aislados en mutua contraposición deben de alguna manera
ser reconducidos a la unidad, a vivir juntos. Se proponen diversas soluciones en
la filosofía política. Podemos distinguir cuatro tipos:
a) El Estado absolutista: es la propuesta de la coerción que debe imponer el
orden por medio de la fuerza. Se piensa que los individuos de la sociedad civil
se encuentran, como dice Hobbes, en un estado de naturaleza, pre-social,
en el cual cada cual vela por sí mismo y agrede a los otros. La única solución
es un pacto mediante el cual se entregue absolutamente todo al soberano, que
como gran Leviatán mantenga a todos en orden.
b) El Estado liberal: es el Estado que ya no debe inmiscuirse demasiado en
la sociedad civil, o sea, en lo económico. Debe proteger la propiedad, o sea
el mercado, y dejarlo que se desarrolle de acuerdo con sus propias leyes, pues
es el encargado de distribuir los bienes y lo hace como con “una mano invisible”.
Es la propuesta de Locke y de Adam Smith.
c) El Estado democrático: es el Estado en el cual el contrato es de todos con
todos, mediante el cual se crea la voluntad general, la plena libertad. Dos son
sus ejes, el contrato y la religión, pero una religión civil, sin dogmas que unan
interiormente a todos los individuos como verdaderos ciudadanos de la patria
y no del cielo. Es la propuesta de Rousseau.
214
d) El Estado ético: es el Estado como plena realización de los seres humanos
mediante una dialéctica que incorpora por vía de superación todos los logros
de la historia, desde el derecho, pasando por la moral individual, para
culminar en la eticidad, matriz de los valores más altos de la humanidad, expresados
en el arte, la religión y la filosofía. Es la propuesta de Hegel que debemos
analizar.
2. Fundamentos de la filosofía del derecho
Hegel trabajó sobre toda la temática que trata en los Fundamentos de filoso -
fía del derecho durante los últimos treinta años de su vida. “Conocemos al menos
8 redacciones, 4 en Jena, de las cuales 3 permanecieron inéditas por mucho tiempo,
1 elemental, en Nuremberg, luego las 3 publicadas, 1 de Heidelberg y 2 de
Berlín: las etapas intermedias del sistema -derecho, economía, moral- cambian,
pero la culminación es siempre la misma: el Estado" (Bobbio, 1981: p. 23). Conocemos
ocho redacciones, pero sólo tenemos los manuscritos de tres de ellas, los
correspondientes a los cursos de 1817/18, 1818/19 y 1819/20 1.
Estos datos son suficientes para comprender la importancia que todo lo referente
a la política tenía para Hegel. En cierta forma se puede afirmar que constituye
el núcleo de todas sus preocupaciones y de su filosofía. Ello aparecerá claramente
a medida que nos vayamos adentrando en el tema.
2.1. Conocer la razón como la rosa en la cruz del presente
En las obras publicadas Hegel suele hacer preceder el tratamiento de los temas
de un “prólogo” –Vorrede- y una “introducción” –Einleitung-. El primero generalmente
está referido más a los conceptos centrales que animan su pensamiento
filosófico, que deben ser tenidos en cuenta, y en la segunda se refiere más específicamente
a la obra en cuestión.
Trataremos pues algunos de los conceptos centrales de ambos. En el prólogo
aclara Hegel que se trata de un manual o compendio para las clases, lo cual no
significa un mero resumen, sino todo el ámbito de la ciencia en cuestión. De manera
que, si bien en forma sintética, en él se desarrolla todo el pensamiento filosófico
político hegeliano, centrado en su concepción del Estado.
Los puntos a tener en cuenta que nos parecen centrales serían los siguientes:
a) El método filosófico no es el de la “lógica antigua”, que no sobrepasa el
conocimiento meramente intelectivo o formal, ni el que se basa en el sentimiento,
la fantasía o la intuición fortuita, sino el saber especulativo según fue
desarrollado en la “Ciencia de la lógica”.
215
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
b) El saber especulativo implica que forma y contenido están unidos. “La for -
ma en su significación más concreta es la razón en cuanto conocer conceptual
–que concibe-, y el contenido, la razón en tanto que esencia substancial
de lo ético, así como de la realidad natural siendo la identidad consciente de
ambas la idea filosófica” (Hegel, 1993: p. 60).
c) Por lo tanto, de lo que se trata es de “conocer la razón como la rosa en la cruz
del presente” (Hegel, 1993: p. 59). El simbolismo de la rosa y la cruz alude a
los rosacruces. Hegel lo aprovecha para referirse al problema de la racionalidad
del Estado moderno que implica las injusticias y contradicciones de la sociedad
civil. Ésta es la cruz que es necesario comprender en su racionalidad.
d) La filosofía es “el sondeo de lo racional ”, por lo cual necesariamente “es
la comprensión de lo presente y de lo real” (Hegel, 1993: p. 57). Se identifican,
de esta manera, lo racional –das Vernünftige-, lo presente –das Gegen -
wärtige- y lo real –das Wirkliche.
Es menester comenzar por la categoría de lo real o de la realidad. Hegel emplea esta
categoría en dos sentidos, uno débil y otro fuerte. En el sentido débil indica un hecho
empírico cualquiera, un acontecimiento como una lluvia, el nacimiento de un individuo,
una batalla. Para este sentido emplea el sustantivo Realität. En el sentido fuerte “realidad”
–Wi r k l i c h k e i t - indica siempre la realidad subjetual o, mejor, intersubjetual. La verdadera
realidad está constituida por los sujetos, por los seres históricos. La familia, la
sociedad civil, el Estado, no son re a l e sino w i r k l i c h e . Son verdaderas realidades.
Sólo las verdaderas realidades son “racionales”. Pero también lo racional se entiende
de dos maneras diversas. Existe la racionalidad como Ve r s t ä n d i g k e i t, que es
propia de la racionalidad matemática y de las ciencias. Tiene la racionalidad propia
del entendimiento o intelecto –Ve r s t a n d -. Es la racionalidad pre-dialéctica. Responde
a la necesidad de abstraer y fijar, propia de la manera de conocer.
La verdadera racionalidad es la correspondiente a la razón –Vernunft-. Solamente
ésta capta la dialéctica. La función del entendimiento es preparar el material,
abstraer y fijar. La razón vuelve a poner en movimiento lo que el entendimiento
ha fijado. Sólo la razón comprende la realidad y sólo ésta es racional. Por
otra parte, la realidad está presente. No puede ser de otra manera.
e) De aquí saltamos a la frase del escándalo:
“Lo que es racional es real, y lo que es real es racional”
Ríos de tinta se han vertido, ya sea para descalificar como para exculpar a
Hegel 2. Karl Ilting sostiene que Hegel acomodó la frase para escapar a la censura.
Como prueba alude a los manuscritos de los cursos. En parágrafo 134 del curso
de 1817/18 figura la frase “lo que es racional debe acontecer” y en el prólogo
del curso de 1819/20 afirma: “Lo que es racional deviene real; y lo real deviene
racional” (Hegel, 1983: pp. 16 y 17).
216
Creemos que las diferencias entre estas distintas expresiones es más aparente
que real. Lo que Hegel afirma en el prólogo de la publicación de 1821 es similar
a lo afirmado en la Fenomenología del espíritu de 1807 3. Hegel está hablando
de la realidad en sentido fuerte, o sea, de la intersubjetividad y nada menos de
la intersubjetividad en su máxima expresión, la del Estado.
2.2. El objeto de la filosofía del derecho
“La ciencia filosófica del derecho tiene por objeto la idea del derecho, el concepto
del derecho y su realización” (Hegel, 1993: § 1).
Para Hegel la ciencia en sentido fuerte es la filosofía como conocimiento de
la totalidad o cosmovisión. En realidad la expresión “ciencia filosófica” es una
redundancia, pues para Hegel la filosofía es la ciencia por excelencia. Sin duda
quiere señalar que no se trata de un conocimiento cualquiera, sino de un conocimiento
riguroso. En contra de la concepción propia de la Ilustración, de la que
también participó Kant, Hegel sostiene que la verdadera ciencia tiene lugar en el
ámbito subjetual, el de la sociedad, el del Estado, y no en el de la naturaleza.
El objeto pues de la filosofía del derecho es “la idea del derecho, el concepto
del derecho”. Se identifican aquí “idea” y “concepto”. Aclara Hegel que “la filosofía
tiene que ver con ideas, y por tanto no con lo que al respecto se acostumbra
a denominar simples conceptos, cuya unilateralidad y carencia de verdad ella
muestra, así como también muestra que el concepto (no lo que a menudo se oye
llamar así, que sólo es una determinación abstracta del entendimiento –Verstand-
) es lo único que tiene realidad -Wirklichkeit-, y ello de tal modo que se la da a sí
mismo” (Hegel, 1993: § 1).
Lo que se suele denominar “concepto” es un mera abstracción propia del entendimiento.
El verdadero concepto del que trata Hegel es la verdadera realidad,
es decir el sujeto. El verdadero sujeto no es un sustantivo sino un verbo. Ser sujeto
es hacerse sujeto, ponerse como sujeto, crearse como sujeto, concebirse, o
sea, ser concepto. La única realidad en sentido fuerte es la conceptual, es decir, la
subjetual. Por otra parte, concepto e idea son, en cierto sentido, sinónimos. En
cierto sentido, por cuanto en sentido estricto ‘idea’expresa la máxima realización
del concepto. En este texto Hegel los utiliza como sinónimos.
El tema es el concepto del “derecho”. Se trata de la filosofía política, y Hegel
la denomina “filosofía del derecho”. Ello se debe a que Hegel quiere indicar
que tratará del objeto propio de la filosofía política, o sea, del Estado, a partir de
sus mismos inicios, desde su máxima pobreza. El derecho abstractamente considerado
es el primer momento de la dialéctica del Estado.
El concepto o sujeto se da a sí mismo distintas configuraciones a lo largo de
su historia, como derecho abstracto, de la moralidad, de la familia, de la sociedad
217
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
civil, del Estado. De la misma manera Marx analiza en el Capital las diversas
configuraciones que va asumiendo la praxis alienada: mercancía, valor de uso,
valor de cambio, ganancia, salario.
2.3. El ámbito de la filosofía del derecho
“El ámbito del derecho es en general lo espiritual y su lugar más exacto y
punto de partida la voluntad, que es libre de tal modo que la libertad constituye
su sustancia y determinación, y el sistema del derecho es el reino de la
libertad realizada, el mundo del espíritu producido a partir de él mismo como
una segunda naturaleza” (Hegel, 1993: § 4).
El ámbito del derecho, o de lo político, es “lo espiritual”. No se trata de ninguna
abstracción. El espíritu es el sujeto, ya se trate del sujeto individual que es cada
uno, como del sujeto colectivo que puede ser la familia, la corporación, la Iglesia o
el Estado. Pero el sujeto va pasando por distintas configuraciones, como acabamos
de considerar. La configuración propia del ámbito político es la voluntad.
Para comprender esto es menester superar la concepción objetual de la realidad.
En esta concepción al sujeto se lo piensa como una especie de recipiente en
el que se colocan objetos. Así, Kant supone un sujeto que tiene tres facultades, la
sensibilidad, el entendimiento y la razón. Para Hegel se trata del sujeto que en el
hacerse va asumiendo diferentes configuraciones como sensibilidad, entendimiento,
voluntad y razón.
El tema central de lo político es el tema del poder. Para afrontar esa problemática
el sujeto se configura como voluntad. Por ello Hegel dice que es “su lugar más
exacto y su punto de partida”. Por otra parte, se trata de la voluntad que es libre, en
tanto que la libertad es “su sustancia y determinación”, de manera que “el sistema
del derecho”, es decir, el sistema político, es “el reino de la libertad realizada”.
El tema de la libertad es el tema rousseauniano por excelencia. En contra de
la concepción liberal que piensa la libertad como un espacio propio del individuo,
limitado por el espacio del otro, Rousseau piensa en una libertad sustancial que
se potencia en la medida en que se crean nuevas y mejores relaciones entre todos.
Todos entregan todo en el contrato social para ser plenamente libres, obedeciendo
a leyes que ellos mismos se han dado.
Ese mismo es el concepto hegeliano de libertad. Por ello considera que el Estado
es “el reino de la libertad realizada”. No puede darse libertad fuera del Estado,
no considerado éste como un aparato, sino como la totalidad de los sujetos
que lo componen, quienes juntos conforman el gran sujeto colectivo. Ese sujeto
es “el mundo del espíritu producido a partir de él mismo como una segunda naturaleza”.
El sujeto es un ser natural-antinatural, ha roto con la naturaleza y crea
una segunda naturaleza, a la que veremos aparecer como “eticidad”.
218
La voluntad presenta los tres momentos propios de la dialéctica, el universal
abstracto o en-sí, el particular o para-sí y el universal concreto o en-sí-para-sí:
a) “La voluntad contiene el elemento de la pura indeterminación o de la pura
reflexión del yo en sí”, de tal manera que contiene “la ilimitada infinitud
de la abstracción absoluta o universalidad, el puro pensamiento de sí mismo”
(Hegel, 1993: § 5).
Para entender este primer momento es necesario tener en cuenta que el sujeto
no es una sustancia o recipiente que tiene algunas cosas como voluntad y razón,
sino que éstas son configuraciones del sujeto o del concepto. Ello significa
que entre razón y voluntad no hay oposición, sino identidad. Se entiende que se
trata de la identidad dialéctica. La universidad abstracta es la libertad negativa, es
decir, la negatividad de todo contenido, la pura abstracción, “la huida de todo
contenido como de un límite”. Es el ámbito del entendimiento que abstrae y fija
las abstracciones.
Este momento dialéctico ha tenido y sigue teniendo manifestaciones históricas
tanto en el plano teórico como en el práctico. En el plano teórico “deviene en lo religioso
el fanatismo de la pura contemplación hindú”. En el plano práctico “tanto
en lo político como en lo religioso, resulta ser el fanatismo de la destrucción de todo
el orden social existente y la expulsión de los individuos sospechosos de un orden,
así como la aniquilación de toda organización que quiera resurg i r ” .
Cuando se frena la dialéctica en el universal abstracto, en el nivel práctico
político se producen, para Hegel, las formas de gobierno peores. Son formas dictatoriales
o despóticas. La única manera que tienen de afirmarse es destruyendo
todo tipo de organización. Afirman querer la igualdad absoluta, pero en realidad
no quieren nada positivo. Quieren la aniquilación de todo lo positivo, empujados
por “la furia del destruir”.
Hegel está apuntando de esta manera a la dictadura jacobina de Robespierre, y
en general a los gobiernos despóticos que coloca en el origen de la dialéctica de los
Estados, como veremos posteriormente. En la Fenomenología del espíritu este momento
es expresado como el momento de la virtud que quiere imponerse directamente
como universal sobre toda particularidad, siendo finalmente vencida por “el
curso del mundo”, es decir, por la dialéctica universal-particular-universal 4.
b) “El yo es igualmente el tránsito de la indeterminación indiferenciada a la
diferenciación, al determinar y el poner una determinación como contenido
y objeto [...] Por este ponerse a sí mismo como determinado entra el yo en la
existencia en general; es el momento absoluto de la finitud o particulariza -
ción del yo” (Hegel, 1993: § 6).
Es el momento de la particularización. El sujeto se particulariza, se da un
contenido, se pone. Es el momento de las mediaciones. El primero era el de la in-
219
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
mediatez. Las mediaciones o negatividades estaban, pero no estaban puestas. Es
la negación de la primera negatividad abstracta. “Este segundo momento está ya
incluido en el primero, y es sólo un poner aquello que el primero ya es en sí”. Esta
observación es fundamental, pues se refiere a la diferencia entre la dialéctica
de Hegel y la de Fichte, a la que Hegel se refiere directamente en este parágrafo.
El poner, el decidir, el afirmar –thesis- no pertenece al primer momento, sino
al segundo. En Fichte el primer momento, el yo, es tomado “sólo y exclusivamente
como positivo” al que “ulteriormente le adviene la limitación”. Esta limitación
es la antítesis o contraposición que adviene a una realidad ya positiva. Hegel
dice que Fichte no comprende “la negatividad inmanente en lo universal” 5.
c) “La voluntad es la unidad de ambos momentos, la particularidad reflejada
en sí y por ello reconducida a la universalidad, esto es, la individualidad,
la autodeterminación del yo de ponerse en lo uno como lo negativo de sí mismo”
(Hegel, 1993: § 7).
Es el universal concreto, la negación de la negación, la negación de la particularidad,
la que, a su vez, es la negación del universal abstracto. Con ello se recupera
el universal, pero ahora concreto, debido a la incorporación de las particularizaciones,
o sea, de los contenidos.
2.4. La estructura de la filosofía del derecho
Las divisiones del objeto estudiado por Hegel nunca obedecen a una mera
metodología. No es algo propuesto desde afuera, simplemente para ordenar el
contenido. Todo lo contrario, es el mismo objeto, o sea el sujeto, el que se divide
de acuerdo a su movimiento dialéctico. Por otra parte, a cada movimiento dialéctico
le corresponde un momento histórico. Vistos los tres momentos de esa dialéctica,
es fácil comprender las divisiones que Hegel va enumerando y desarrollando
en la Filosofía del derecho.
El primer momento, el del universal abstracto, corresponde al Derecho abstracto
o formal que históricamente Hegel ubica en el imperio romano y en la sociedad
feudal.
El segundo momento, el de la particularización, corresponde a la Moralidad.
Se trata de la moral del particular, del individuo como particular, miembro de la
sociedad civil. Históricamente corresponde a la modernidad en la que aparece el
individuo como tal y se desarrolla la moral del individuo, es decir, la moral kantiana,
que Hegel se encarga aquí de criticar.
El tercer momento, el del universal concreto, es el de la Eticidad –Sittlichkeit-.
Se trata del rico contenido ético del pueblo. Universal y particular se superan
en el mundo de las costumbres, los valores, las instituciones, las leyes, final-
220
mente en el Estado. Nos encontramos naturalmente en la modernidad, como en el
segundo momento.
Esta tercera parte es evidentemente la más importante. Forma una nueva dialéctica,
cuyos momentos son:
a) La familia como espíritu ético inmediato o natural.
b) La sociedad civil constituida por la “unión de miembros en cuanto que in -
dividuos independientes en una universalidad por tanto formal al través de
sus necesidades y de la constitución jurídica como medio de seguridad de
las personas y de la propiedad, así como al través de un orden exterior para
sus intereses particulares y comunes” (Hegel, 1993: § 157).
d) El Estado, superación dialéctica de lo particular y universal.
3. La lucha contra el contractualismo
El primer momento de la dialéctica corresponde al D e recho abstracto, en el
cual el sujeto es la p e r s o n a, es decir, el individuo como simple portador de derechos,
o sea, el individuo que sólo es reconocido jurídicamente. “La personalidad contiene
en general la capacidad jurídica y constituye el concepto y el fundamento también
abstracto del derecho abstracto y por ello formal. El precepto jurídico reza, por ende:
sé una persona y respeta a los demás como personas” (Hegel, 1993: § 36).
La persona es pues el momento más pobre de la realización del sujeto individual.
Se produce en momentos de disolución de la totalidad ética del Estado,
como aconteció en la época del imperio romano y en el Sacro Imperio romanogermánico,
después del tratado de Westfalia (1648) con el que termina la guerra
de los Treinta Años y Alemania queda dividida en más de trescientos Estados 6.
En esos momentos la persona busca su realización en la propiedad, en la cual
“la libertad es la de la voluntad abstracta en general o, precisamente por eso, la
de una persona individual que solamente se relaciona consigo” (Hegel, 1993: §
40). La propiedad, en consecuencia, es colocada por Hegel en el momento más
pobre de realización del sujeto, no en su momento más rico. El tema de la propiedad,
al que va unido el de la riqueza, siempre ha preocupado a los filósofos en la
medida en que introduce una contradicción en la totalidad social que puede llevar
a su destrucción.
Desde sus escritos de juventud Hegel se muestra preocupado por el tema.
Cuando todavía no había llegado a su concepción madura sobre el concepto, pensaba
la unidad de la desintegración producida en la modernidad mediante el amor.
La propiedad introducía una fractura imposible de saldar 7.
221
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
Esto va directamente contra Locke, el verdadero filósofo de la burguesía naciente,
para quien la función primordial del Estado es la de “hacer leyes que estén sancionadas
con la pena capital, y, en consecuencia, de las sancionadas con penas menos
graves, para la reglamentación y protección de la propiedad” (Locke, 1977: § 3).
La propiedad como espacio de realización de la persona entra en conflicto
con el espacio de realización de las otras personas. El contrato es el “proceso en
que se expresa y media la contradicción de que yo, cual existente para mí, soy y
continúo siendo propietario que excluye a la otra voluntad en tanto que ceso de
ser propietario en una voluntad idéntica con la otra” (Hegel, 1993: § 72).
El contrato es la clara expresión de la contradicción que se da entre propietarios.
En cuanto soy propietario, excluyo al otro, al cual sólo me identifico dejando
de ser propietario. Por otra parte, como ambas personas son autónomas, inmediatas,
“el contrato:
a) “Nace del arbitrio”, es decir, no es racional.
b) “La voluntad idéntica que entra en la existencia por el contrato es una voluntad
sólo puesta por esas partes, por tanto sólo común, no universal en sí
y para sí”.
c) “El objeto del contrato es una cosa individual exterior, pues sólo una cosa
tal está sometida al simple arbitrio de ellas de enajenarla” (Hegel, 1993: § 75).
Estas características del contrato lo vuelven inepto como fundamento del Estado
como pretendió Rousseau. Hegel aprecia la concepción rousseauniana del
Estado como “voluntad general” que interpreta como lo “racional en sí y para sí”,
pero cuestiona que ello pueda formarse por medio de un contrato que siempre se
da entre particulares, pues por más que se sumen particulares nunca se obtendrá
lo general o universal. De esa manera sólo se llega a lo común.
Mediante el contrato se deberían poder resolver las contradicciones entre los
propietarios. Nada de eso acontece. Todo lo contrario, por sobre el contrato se enseñorea
lo injusto. Efectivamente, los contratos no se cumplen, ya sea por ignorancia
o por malicia. Las dudas, los fraudes y los delitos ocupan el lugar que debieran
ocupar el orden y la tranquilidad. Este reinado de la injusticia muestra la
falsedad de la concepción hobbesiana, según la cual se salía de la situación de
guerra de todos contra todos propia del estado de naturaleza mediante el pacto.
Como observa Losurdo, en la crítica hegeliana contra el contractualismo es
necesario distinguir tres niveles. En primer lugar la crítica al contrato entre el señor
feudal y el siervo, luego la crítica a la venalidad de las cargas públicas, especialmente
de los jueces, que tenía la aprobación de eminentes liberales como Hume
y Montesquieu, y finalmente la identificación de bienes o “determinaciones
sustanciales” como la libertad de la persona y la libertad de conciencia, que en
ningún caso se pueden comprar o vender.
222
El Estado debe ser garante contra cualquier contrato “libremente” estipulado.
“Es interesante observar” - dice Losurdo - “que la condenación de la esclavitud
por parte de Hegel es paralela al desarrollo de la polémica anticontractualista”.
Locke, en cambio, “habla como de un hecho evidente e incontrastable de dueños
de plantaciones de las indias occidentales que poseen esclavos y caballos en virtud
de derechos adquiridos por un contrato de compra y venta regular” (Losurdo,
1988: p. 95).
4. La moralidad
La moralidad es el segundo momento de la macrodialéctica. La persona, mero
soporte de derechos, deviene sujeto, individuo que se autodetermina. Del punto
de vista del derecho hemos pasado al punto de vista moral, el cual “es el punto
de vista de la voluntad en cuanto que es infinita no solamente en sí, sino también
para sí. Esta reflexión sobre sí de la voluntad y su identidad existente para
sí, frente al ser en sí y la inmediatez y las determinaciones que allí se desarrollan,
determina a la persona como sujeto” (Hegel, 1993: § 105).
El paso de la persona al sujeto, del derecho a la moralidad, es el paso del universal
al particular, del en sí al para sí. Es la entrada del sujeto en sí mismo, y pasa
a constituirse, de esa manera, en sujeto. Es el paso de la mera exterioridad a la
interioridad. Es en ese momento que surge el individuo como individuo, el particular
como particular.
Históricamente nos encontramos en el paso del feudalismo al capitalismo, o
del medioevo a la modernidad. Es sabido que ése es el momento del nacimiento
del particular, debido en especial a la separación del productor con relación a los
medios de producción. Hasta ese momento los individuos nunca se veían a sí mismos
fuera de las estructuras o totalidades orgánicas que los contenían, ya sea la
familia patriarcal, el feudo, la Iglesia, el gremio o la polis.
Hegel ve como positiva esta aparición de la particularidad: “El derecho de la
particularidad del sujeto a encontrarse satisfecho o, lo que es lo mismo, el derecho
de la libertad subjetiva, constituye el punto central y de inflexión en la diferencia
entre la antigüedad y la época moderna” (Hegel, 1993: § 124). El particular
como tal, el individuo como individuo, independientemente de su familia,
polis o feudo, tiene derecho a su propia satisfacción, lo mismo que a su libertad.
Se trata de la libertad subjetiva, logro moderno que deberá dialectizarse con la libertad
objetiva, sólo posible en el Estado, como veremos. Por otra parte, la aparición
del particular es el fenómeno histórico que señala la diferencia entre la antigüedad
y la modernidad.
Además “en su infinitud este derecho –de la libertad subjetiva- ha sido manifestado
en el cristianismo y convertido en real principio universal de una nue-
223
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
va forma del mundo. A sus configuraciones más precisas pertenecen el amor, lo
romántico, el fin de la eterna felicidad del individuo, etc., más tarde la moralidad
y la conciencia moral, además de las otras formas que surgirán en lo sucesivo como
principio de la sociedad civil y como momentos de la constitución política”
(Hegel, 1993: § 124).
El cristianismo en su expresión luterana constituye la manifestación de la libertad
subjetiva. Dios se revela a cada conciencia particular, no a través de la institución
eclesiástica o de cualquier otra institución. El mundo adquiere de esta manera
una nueva configuración, distinta tanto de la polis como del feudo. En esta nueva
configuración el particular, el individuo, ocupa un lugar esencial, manifestándose
en configuraciones como las del amor, el romanticismo y la moralidad, la sociedad
civil, y otras que se verán al estudiar la constitución del Estado moderno.
Kant se encargará de desarrollar la moral correspondiente a la aparición del
p a r t i c u l a r, por medio de una “reflexión abstracta” que “fija este momento en su diferencia
y contraposición con lo universal y proporciona así una visión de la moralidad
en que ésta se perpetúa sólo como lucha hostil contra la propia satisfacción,
la exigencia de ‘hacer con horror lo que el deber impone’” (Hegel, 1993: § 124).
5. La eticidad
El ser humano es esencialmente político, como ya lo había afirmado Aristóteles.
Descubierta su propia particularidad, debe vencer la tentación de pretender
realizarse como un ser aislado. Sólo socialmente, en relaciones intersubjetivas,
puede hacerlo. Hegel dice que la moralidad sólo puede realizarse en el seno de la
eticidad, que es “la idea de la libertad en cuanto bien viviente que tiene en la autoconciencia
su saber, su querer y, por medio de su actuar, su realidad, así como
este actuar tiene en el ser ético su base en sí y para sí y su fin motor, el concepto
de libertad que se ha convertido en mundo existente y en naturaleza de la auto -
conciencia” (Hegel, 1993: § 142).
Dialécticamente esta definición puede presentarse de la siguiente manera:
Autoconciencia – Saber__________ Ser ético – Idea de la libertad
Obrar ___________ Bien viviente – Mundo existente
El ser ético o la eticidad –Sittlichkeit- es el mundo del pueblo con sus costumbres,
sus valores, sus leyes, sus instituciones, su idioma, su religión, su arte.
Es la “idea de la libertad” en el sentido ya aclarado, o sea, es la libertad real, es
el “bien viviente”, en la medida en que como “real” –wirklich- la libertad significa
realización, potenciación del individuo que de esa manera amplía sus espacios
de opción y acción. Es el “mundo existente”, el ámbito en el que se individualiza
y realiza el sujeto.
224
El ser ético o eticidad es obra del individuo o sujeto. Es éste quien la crea,
pero no puede hacerla sin suponerla, a su vez, como fundamento. Desde siempre
el sujeto está en el ámbito de la eticidad, que lo crea a él, y a la que él crea. Es un
continuo juego dialéctico entre el fundamento ético y la acción del individuo. No
se trata de ver cuál es primero y cuál segundo. No hay primero ni segundo, sino
proceso dialéctico 8.
En la Fenomenología del espíritu, el ser ético o eticidad es la polis, el Estado
en el cual según afirmaba Hegel desde sus escritos de juventud 9 los hombres
vivían completamente compenetrados de sus dioses, de sus leyes, de sus instituciones,
en la medida en que eran obra suya. Adoraban a dioses que ellos mismo
habían creado, obedecían a leyes que ellos mismos se habían dado, hacían la guerra
que ellos mismos habían declarado. Es decir, vivían completamente integrados
a su ethos.
Ethos significa refugio, guarida, casa. Es el ámbito en el que se encuentra refugio,
seguridad, paz. Puede ser la cueva del animal, el nido del pájaro o la caverna del
primitivo. Por extensión, la naturaleza como ámbito con sus leyes y sus claves. De
esa manera, tanto los vegetales como los animales están en su ethos, en la naturaleza.
Cada especie conoce sus leyes y sus claves. El animal doméstico está fuera de su
ethos propio. Por ello, no se lo puede reponer simplemente en la naturaleza, porque
ya desconoce sus claves y pronto perecerá en manos de quienes sí las conocen.
En la polis Hegel veía al griego completamente sumergido en su ethos. Con
la aparición del individuo como individuo, o de la autoconciencia que dramatizan
las tragedias de Esquilo y Sófocles y celebran las comedias de Aristófanes, se viene
abajo la eticidad, la riqueza de la que se nutría el griego, y el hombre queda
reducido al átomo volcado sobre su propiedad que conoció el imperio romano.
El sueño de la resurrección de la polis con la Revolución Francesa, de la que
participó el joven Hegel, se esfumó en las traumáticas experiencias del terrorismo
jacobino y de las mezquindades del directorio. Es a partir de ese momento que
Hegel, al descubrir la acción de la negatividad que le revelaban al mismo tiempo
esos sucesos dolorosos y la tragedia de Edipo, que se produce su gran descubrimiento
de la dialéctica, y con él la reformulación del concepto de eticidad –Sit -
tlichkeit- que implica no sólo el momento universal de la polis, universalidad inmediata,
sino también el de la particularidad. Desde entonces la eticidad en su
sentido pleno significa el Estado moderno.
Las leyes e instituciones constituyen la objetividad y estabilidad de lo ético,
que hace que éste no se vea sujeto a la opinión y el capricho subjetivo. Inserto el
individuo en este ámbito ético logra su libertad. Las instituciones fundamentales
que lo constituyen son la familia, la sociedad civil y, sobre todo, el Estado.
225
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
La dialéctica de la eticidad comprende:
“A) El espíritu ético inmediato o n a t u r a l: la familia. Esta sustancialidad pasa a la
pérdida de su unidad, a la duplicidad, y al punto de vista de lo relativo, y así es
B) Sociedad civil, unión de miembros en cuanto que individuos independien -
tes en una universalidad por tanto formal a través de sus necesidades y de la
constitución jurídica como medio de seguridad de las personas y de la propiedad,
así como a través de un orden exterior para sus intereses particulares
y comunes, el cual Estado exterior
C) Se recoge y reúne en la finalidad y realidad de lo universal sustancial y de
la vida pública consagrada a eso universal mismo en la Constitución del Es -
tado” (Hegel, 1993: § 157).
La familia es pues el universal abstracto, inmediato. Las mediaciones todavía
no están puestas. Pertenece ya al ámbito ético, pero éste se encuentra todavía
lastrado de naturaleza, de la primera naturaleza. Es lo ético en-sí. Cuando aparece
el particular, el individuo que ya no es hijo sino ciudadano, se rompe la unidad
sustancial, inmediata, de la familia, y se forma la sociedad civil que se supera
en el Estado.
6. La sociedad civil, la economía política y los
problemas sociales
La sociedad civil –buürgerliche Gesellschaft- está constituida por individuos
independientes a los que, en cuanto sociedad civil, sólo los unen por un lado sus
necesidades, especialmente las necesidades materiales, y por el otro lado las leyes,
el derecho, que pertenece al universo formal del entendimiento, destinado a
proteger la seguridad de las personas y la propiedad. Conforma lo que Hegel denomina
un Estado exterior, una defensa frente a lo externo. Se interiorizará y superará
en el Estado.
Es el momento de la particularización, del individuo como individuo, que
ahora, rompiendo con la unidad sustancial de la familia, decide su profesión, su
vocación, su carrera, sus actividades. Se afirma como particular. El universal permanece
en su momento de abstracción. Los individuos entran en contradicciones
de tal manera que “la sociedad civil ofrece en estas contraposiciones y en su desarrollo
asimismo el espectáculo del vicio, de la miseria y de la corrupción a la
vez físico-social y ética” (Hegel, 1993: § 185).
Hegel no es ciego frente a las desigualdades e injusticias propias de la sociedad
civil sobre las que ya había se había explayado Rousseau en el célebre “Discurso
sobre el origen y los fundamentos de las desigualdades entre los hombres”.
Procurará encontrar su solución de diferentes maneras, tal como veremos luego.
226
La sociedad civil tiene su origen esencial en la aparición del sujeto como tal,
o de la autoconciencia como autoconciencia, “la reflexión infinita de la conciencia
de sí” que fue el motor de la destrucción de la polis en el siglo IV a.C., dado
que no estaba preparada para que el individuo como tal tuviese allí cabida. Es la
desesperación de Platón y Aristóteles, que buscan cómo replantear la polis para
que se pueda sostener.
Es el surgimiento del individuo como individuo, del particular como particular,
que es al mismo tiempo universal y lo es esencialmente. En la sociedad civil
el universal permanece en la abstracción propia del entendimiento. La no comprensión
de este nivel del desarrollo dialéctico da lugar a las soluciones incompletas
y, por ende falsas, en la medida que pretenden ser la solución definitiva al
problema, de Rousseau y del liberalismo.
Rousseau cree en “la inocencia del estado de naturaleza”. El liberalismo considera
“las necesidades, su satisfacción, los goces y comodidades de la vida particular,
etcétera, como fines absolutos”. Ello lo lleva a considerar a la cultura o
educación –Bildung- como algo exterior, como medio para aquellos fines. Pero,
dice Hegel: “El espíritu sólo tiene su realidad porque se escinde en sí mismo, se
da este límite y esta finitud de las necesidades naturales y en la conexión de esa
necesidad exterior, y precisamente de manera que se forma en ellas –sich in sie
hineinbildet-, las supera y en ellas gana su existencia –Dasein- objetiva” (Hegel,
1993: §186). En consecuencia, la sociedad civil, como momento de esta escisión
del espíritu, es un momento absolutamente necesario de él.
En forma clara y brillante presenta la estructura de la sociedad civil:
“A) La mediación de la necesidad y la satisfacción del individuo mediante
su trabajo y mediante el trabajo de todos los demás: el sistema de las necesidades.
B) La realidad de lo universal de la libertad allí contenido, la protección de
la propiedad mediante la administración de la justicia.
C) La prevención contra la contingencia que subsiste en aquellos sistemas y
el cuidado del interés particular en cuanto interés común mediante la policía
y la corporación” (Hegel, 1993: § 188).
El primer momento, el del universal abstracto, es el momento de la econo -
mía. Se trata de la satisfacción de las necesidades que se logra mediante el trabajo,
tanto el propio como el de los demás. El trabajo nunca es algo meramente individual,
siempre es social. Al buscar mi satisfacción, logro también la de los demás.
Sería el tema de la “mano invisible”, pero que sólo es parte de la verdad. Las
instituciones, y en especial el Estado, deberán intervenir.
El segundo momento es la atención a la particularidad de la propiedad, sobre
la cual debe velar la justicia. Vuelve aquí el tema del derecho tratado en la pri-
227
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
mera parte, referente al derecho abstracto. Aquí Hegel se refiere a la necesidad de
reconocer la necesidad del derecho, de su conocimiento por parte de los ciudadanos
y de la actuación de los tribunales.
El tercer momento es el de la reconquista del universal, ahora más concreto,
por parte de la policía, es decir, de la política del Estado vuelto hacia el bien de
todos los ciudadanos y el de la corporación como órgano de acción y formación
hacia la universalidad del Estado para la clase formal o burguesa, volcada hacia
la particularidad.
6.1. La economía, el trabajo y el problema social
El ser humano como individuo persigue su satisfacción particular, y no puede
no hacerlo, en cosas exteriores que son la propiedad y las relaciones con otros
que se dan mediante “la actividad y el trabajo”. “Puesto que su finalidad es la satisfacción
de la particularidad subjetiva, pero la universalidad se hace valer en la
relación con las necesidades y con el libre arbitrio de los otros, por eso este aparecer
de la racionalidad en esta esfera de la finitud es el entendimiento –Verstand,
aspecto que hay que considerar y que constituye lo que reconcilia dentro de esta
esfera” (Hegel, 1993: § 189).
Nos encontramos pues con la economía política –die Staatsökonomie-. Es el
ámbito de la particularidad. Se mueve por intereses egoístas. El universal es el
propio del entendimiento, abstracto. En los últimos tiempos ha tenido un amplio
desarrollo por obra de Smith, Ricardo, Say, autores que Hegel ha estudiado y a
los que cita. La plena reconciliación o superación del hombre no puede lograrse
en esta esfera, pues no es la de la razón sino la del entendimiento. El universal
abstracto se impone desde afuera al particular.
Las necesidades del hombre deben ponerse en relación con las del animal. A
partir de una plataforma de coincidencia en la animalidad, se produce una gran
diferencia. Proviene ésta de la superación de la naturaleza por parte del hombre,
que hace que sus necesidades sean en principio infinitas. No se les puede poner
límites como sucede con el animal, que se encuentra encerrado en un círculo bien
determinado de necesidades.
Las necesidades se satisfacen mediante el t r a b a j o . Éste entraña un aspecto
teórico y otro práctico en cuanto a la cultura o formación –Bildung- del hombre.
“En la multiplicidad de determinaciones y objetos que intervienen se desenvuelve
la formación teorética –die theoretische Bildung-, que no sólo es una multiplicidad
de representaciones y conocimientos, sino también una movilidad y rapidez
del representar y del pasar de una representación a otra, el comprender r e l a c i o n e s
intrincadas y universales, etc., es la formación del entendimiento –die Bildung
Verstandes- en general, por ello también del lenguaje” (Hegel, 1993: § 197).
228
El trabajo divide continuamente la materia, fabrica objetos diversos, los mueve
de un lugar a otro, los mezcla, los pesa, los mide. Pasa de un objeto a otro, los
intercambia. Todo ello es parte de la formación teorética del hombre. Éste, en la
medida en que va transformando la realidad de esa manera, va desarrollando su entendimiento,
va formando nuevas representaciones, va enriqueciendo su lenguaje.
Junto a la formación teorética, la práctica: “La formación práctica –die prak -
tische Bildung- por el trabajo consiste en la necesidad que se autoproduce y en el
hábito de la ocupación en general, después en la limitación de su actuar, en parte
según la naturaleza del material, en parte sin embargo y preferentemente según el
arbitrio de otros, y en un hábito de actividad o b j e t i v a y de habilidades u n i v e r s a l -
mente válidas que se adquieren a través de esta disciplina” (Hegel, 1993: § 197).
El trabajo en la sociedad moderna va conformando un hombre que adquiere
el hábito de la ocupación, hábito que continuamente se autoproduce. O sea, se
forma el hombre trabajador, lo contrario del noble ocioso. Acepta además que su
trabajo está limitado tanto por el material que trabaja como por “el arbitrio de los
otros”, es decir, de aquellos que tienen el capital. Se forma el hábito del trabajo
sobre la realidad material y adquiere habilidades que le permiten pasar de un tipo
de trabajo a otro.
“El trabajar del individuo resulta más sencillo por la división, y gracias a ello
es mayor la habilidad en su trabajo abstracto así como la cantidad de sus producciones.
A la vez esta abstracción de la habilidad y del medio completa la
dependencia y la relación recíproca de los hombres para la satisfacción de
las restantes necesidades en orden a la necesidad total. La abstracción del
producir hace además cada vez más mecánico el trabajo, y con ello al final
apto para que el hombre pueda alejarse de él, y en su lugar dejar entrar a la
máquina” (Hegel, 1993: § 198).
La división del trabajo hace a éste más sencillo. Es evidente, pues ya no se
trata de realizar un trabajo completo, con un producto terminado, sino sólo de realizar
algunas tareas en cadena con otras, al final de las cuales sale el producto. El
trabajo se reduce cada vez más a lo que Marx denominará el gasto de la fuerza de
trabajo. El producir se vuelve abstracto, nunca se tiene un resultado concreto que
uno pueda realizar. La abstracción del producir permite que en lugar del hombre
se ponga a la máquina. El trabajo se mecaniza y el trabajador comienza a quedar
fuera del círculo de la producción.
Impulsados por el egoísmo, en su mutua dependencia los hombres crean un
“patrimonio universal y permanente” del cual cada uno puede participar de acuerdo
al propio capital, a las propias habilidades, y en general a diversas circunstancias
arbitrarias. Tanto la riqueza de cada uno como las propias habilidades son desiguales.
La desigualdad proviene tanto de la naturaleza como del espíritu. Éste, en
efecto, la produce continuamente como momento de su propia realización, pues no
229
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
puede realizarse sin diferenciarse. La pretensión de una perfecta igualdad pertenece
al ámbito del entendimiento que, como ya sabemos, abstrae y fija la realidad. La
razón acepta plenamente la desigualdad que es verdadero motor dialéctico.
Según el concepto, es decir, esencialmente, el espíritu se divide en “la clase
substancial o inmediata, la clase reflexiva o formal y finalmente la clase univer -
sal” (Hegel, 1993: § 202). La clase substancial es la clase campesina en general,
especialmente la nobleza o clase terrateniente, pero incluyendo también al campesinado
en general. Es la clase más estable, “menos mediada por la reflexión y
por la propia voluntad y así en general el carácter sustancial de una unidad inmediata
que descansa en la relación familiar y en la confianza” (Hegel, 1993: § 203).
Todo ello hace que esta clase presente como características propias y diferenciales
“seguridad, consolidación, duración de la satisfacción de necesidades” que
“no son más que formas de la universalidad y configuraciones en que la racionalidad,
fin último absoluto, se hace valer en estos objetos” (Hegel, 1993: § 203).
En las ciudades se desarrolla la clase formal o reflexiva, es decir, la burguesía.
Hegel la denomina diversamente, como clase formal reflexiva o de la industria.
Esta clase es formal en contraposición a lo sustancial de la clase campesina.
Ello es así porque ésta, al revés de aquélla, no tiene el contenido inmediato. Deberá
adquirirlo, dárselo a sí misma. Para ello necesita la reflexión propia del entendimiento.
La clase de la industria particulariza lo universal. Responde a las necesidades
particulares de los individuos de la sociedad civil.
Para responder racionalmente a todas las necesidades de la sociedad civil, la
clase de la industria se divide a su vez en los tres momentos de la racionalidad.
Los artesanos expresan la inmediatez con relación a los fabricantes o industria -
les propiamente dichos, los cuales se encargan de las necesidades particulares en
toda su multiplicación. Pero los productos no se pierden en la completa dispersión
de estas necesidades particulares, sino que se recogen en el universal del co -
mercio.
Pero el verdadero universal de las clases, el universal concreto, pertenece a
la “clase universal” que “tiene como objeto suyo los intereses universales de la
situación social; debe, pues, ser dispensada del trabajo directo en orden a las necesidades,
ya mediante patrimonio privado, ya indemnizada por el Estado que recibe
su actividad, de suerte que el interés privado encuentra su satisfacción en su
trabajo universal” (Hegel, 1993: § 205).
La clase universal está formada por los funcionarios del Estado. Es universal
en la medida en que, según Hegel, éstos no tienen intereses particulares, pues sus
intereses son los del Estado, a cuyo servicio se consagran. Es lógico que sea el
Estado quien debe encargarse de sus necesidades, en caso de que el patrimonio
personal no sea suficiente. Su trabajo universal debe proporcionarles las satisfacciones
que los miembros de las demás clases buscan en actividades privadas 10.
230
El tercer momento de la dialéctica de la sociedad civil corresponde a “la policía
y la corporación”. Bajo el rubro de “policía” Hegel trata una serie de funciones
que debe ejercer el Estado como universal. Debe velar por la seguridad de las
personas, la lucha contra el delito, la regulación del mercado, la educación y las
soluciones de los problemas sociales que genera la economía propia de la sociedad
civil.
En contra de la concepción liberal que pretende solucionar el problema de la
distribución de bienes que se generan mediante la “mano invisible” del mercado
y la completa planificación estatal, Hegel sostiene la necesaria intervención del
Estado. En efecto, “los diversos intereses de los productores y consumidores pueden
entrar en colisión entre sí, y, si bien la relación correcta se produce ciertamente
en el todo por sí misma, sin embargo la compensación necesita también de una
regulación emprendida con conciencia estando por encima de ambos” (Hegel,
1993: § 236).
La razón fundamental de ello estriba en que los bienes son ofrecidos como
mercancías para el público, es decir, no ofrecidos al individuo como tal, sino al
individuo como universal, como público que tiene todo el derecho a no ser engañado.
Corresponde al universal que es el Estado en su función de policía el velar
por ello. Como los individuos no pueden abarcar el todo de la producción y comercialización
con sus contradicciones, necesitan que haya “previsión y dirección
general”, que corresponde evidentemente al Estado.
La educación no puede ser dejada en manos de la familia, porque está destinada
a formar a los miembros de la sociedad civil. Corresponde en consecuencia
al Estado la tarea fundamental al respecto. Le corresponde “el control y la vigilancia”
sobre la educación, lo mismo que la creación de los establecimientos públicos
necesarios 11.
La pintura que hace Hegel de la sociedad civil no tiene nada de idílico. Todo
lo contrario: “la caída de una gran masa por debajo del nivel de un cierto modo
de subsistencia, que se regula por sí mismo como el necesario para un miembro
de la sociedad, y de este modo lleva a la pérdida del sentimiento del derecho y de
la dignidad de existir por el propio trabajo y actividad, conlleva el surgimiento de
la plebe –des Pöbels-, y ésta, por su parte, a la vez la mayor facilidad para concentrar
en pocas manos riquezas desproporcionadas” (Hegel, 1993: § 244).
Rousseau había analizado y denunciado las injusticias, distorsiones y corrupciones
que se encontraban en la base de la sociedad civil. Hegel toma debida nota
de ello y de los análisis económicos de Ricardo, Smith, Say. La sociedad civil
implica que muchos miembros quedan “por debajo del nivel de un cierto modo
de subsistencia”, es decir, por debajo de la línea de pobreza, con necesidades básicas
insatisfechas.
231
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
Ello conduce a “la pérdida del sentimiento del derecho y de la dignidad de
existir por el propio trabajo y actividad”. El sujeto deja de ser sujeto, pues ser sujeto
es hacerse sujeto, lo que sólo puede realizarse mediante el trabajo y la actividad,
o sea, mediante la creación. El sujeto se crea como tal creando. Crear y
crearse son dos momentos dialécticos. Cuando el sujeto es privado de la posibilidad
de crear, se le priva de la posibilidad de crearse y con ello se produce la pérdida
de la propia dignidad.
Se origina, de esa manera, “la plebe”, el desecho de la sociedad, que recibirá
diversas denominaciones como “lumpenproletariät”, desecho, populacho, que
forma un polo en contraposición al otro polo en el que se concentra cada vez más
la riqueza, lo cual origina irritación y malestar. El Estado en su función universal
de policía debe buscar caminos de solución para este grave problema social.
Hegel pasa revista a las diversas soluciones intentadas. Rechaza la fácil solución
por medio de la limosna o la caridad, porque “quedaría asegurada la subsistencia
de los indigentes sin estar mediada por el trabajo, lo que iría contra el
principio de la sociedad civil y del sentimiento de autonomía y de dignidad de sus
individuos” (Hegel, 1993: § 245). Pero tampoco se puede solucionar el problema
por medio del pleno empleo, pues de esa manera se originan las crisis de superproducción.
Hegel es completamente consciente de esta contradicción de la sociedad civil,
o sea del capitalismo, que Marx desarrollará y fundamentará en forma inapelable.
“Aquí se pone de relieve” - expresa Hegel – “que, en medio del exceso de
la riqueza, la sociedad civil no es lo bastante rica, esto es, no posee bastante con
el patrimonio que le es peculiar como para subsumir el exceso de la pobreza y el
surgimiento de la plebe” (Hegel, 1993: § 245).
La solución que finalmente propone es de corte netamente imperialista. Se
trata de la propuesta de “colonización” de nuevas tierras, con lo cual el Estado encuentra
a otros pueblos como consumidores, una parte de la población retorna al
principio familiar y comienza la dialéctica de un nuevo Estado, y finalmente logra
un nuevo campo de aplicación de su trabajo.
Un problema especial se presenta con la clase formal o burguesía. Efectivamente,
mientras la clase campesina o agrícola participa del universal en forma inmediata
mediante su familia en contacto directo con el suelo, y la clase universal
no tiene otras miras que el universal del Estado, la clase formal está orientada hacia
lo particular. La mueve un profundo egoísmo. Necesita, pues, una disciplina y
una educación hacia la universalidad del Estado. Ésa es la tarea de la corporación.
Mediante la corporación el particular se enraíza en lo universal, tiene en su
seno el debido reconocimiento, su dignidad de clase. O sea, es reconocido no meramente
como persona jurídica, sino como sujeto de la corporación. De manera
que la familia y la corporación conforman “las raíces éticas del Estado”, es decir,
232
la orientación hacia la universalidad concreta que sólo existe en el Estado, el cual
es la verdad de la sociedad civil.
7. El Estado ético
7.1. El concepto de Estado ético
“El Estado es la realidad de la idea ética -die Wirklichkeit der sittlichen Idee-, el
espíritu ético en cuanto voluntad clara -offenbare-, ostensible a sí misma, sustancial,
que se piensa y sabe y cumple aquello que sabe y en la medida en que
lo sabe. En la c o s t u m b re –an der Sitte- tiene su existencia inmediata, y en la a u -
toconciencia del individuo, en su saber y actividad, tiene su existencia mediada,
así como esta autoconciencia, por el carácter, tiene en él cual esencia suya, finalidad
y productos de su actividad, su l i b e rtad sustancial” (Hegel, 1993: § 257).
“El Estado es la realidad de la idea ética”. Se trata de la realidad en sentido
fuerte, de la idea ética, es decir, de la eticidad en su plenitud, en su máxima realización.
La plenitud de la eticidad se realiza plenamente en el Estado, al que no
hay que concebir como aparato, sino como universal concreto, plena realización
intersubjetiva, en la plenitud del mutuo reconocimiento. La idea ética es el “espíritu
ético”, es decir, el sujeto ético, el cual es “voluntad clara”, porque la voluntad
es pensamiento, es razón. Es el mismo sujeto ético el que es voluntad o razón,
o voluntad racional. En consecuencia, se autoconoce.
Es necesario ver el espíritu ético que es el Estado en dos niveles, el de la inmediatez
o de las costumbres, el primer momento del ethos, y el de la mediatez,
es decir, de la autoconciencia y la acción. El espíritu ético, o en otras palabras el
pueblo, se asienta sobre determinadas costumbres, es decir, determinados valores
vividos en forma inconsciente o subconsciente. Éstos se encuentran profundamente
arraigados en el sentimiento. Sobre ellos se elevan el saber y el actuar.
“En cuanto realidad de la voluntad sustancial, realidad que ésta tiene en la
autoconciencia particular elevada a su universalidad, el Estado es lo racional
en sí y para sí. Esta unidad sustancial es autofinalidad absoluta, inmóvil, donde
la libertad llega a su derecho supremo, así como esta finalidad última tiene
el derecho supremo frente a los individuos, cuyo deber supremo –deren
höchste Pflicht- consiste en ser miembros del Estado” (Hegel, 1993: § 258).
El Estado como espíritu objetivo, es decir, como universal concreto que se
realiza como intersubjetividad, como sujetos que se reconocen mutuamente, es la
realidad en sentido fuerte de la “voluntad sustancial”, de la voluntad en toda su
dimensión creadora, transformadora. Esa voluntad en el Estado arriba a la universalidad.
No es la polis o el feudo o el imperio en el que sólo el universal puede
realizarse, ahogando al particular. Es el Estado moderno en el cual el particular
se desarrolla en todas sus dimensiones en el marco de la sociedad civil.
233
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
El liberalismo pretende la subordinación del universal, o sea, del Estado, al
particular, esto es, a la sociedad civil, o más específicamente al mercado, a la propiedad
que, como sabemos después de Marx, es el capital. El Estado ético, en
cambio, pretende que el particular, el mercado, la sociedad civil, tengan su lugar,
se desarrollen, crezcan, pero como momentos de la realización de todos en el universal
concreto que es el Estado.
Es por ello que el Estado es “autofinalidad” –Selbstweck-. Pero no se trata del
aparato de Estado, que planea por sobre la sociedad civil. No se trata del Estado
despótico que significa la dominación del universal abstracto por sobre los individuos.
Se trata de la voluntad que es intervoluntad, del sujeto que es intersujeto,
del pueblo libre sólo en el cual se realiza la razón que es la voluntad racional. La
voluntad-razón. El sujeto que es el intersujeto, lo racional en sí y para sí 12.
La finalidad del Estado es la realización de la libertad. Es menester diferenciar,
sin escindir el momento de la libertad plenamente subjetiva en el ámbito de la sociedad
civil, y el de la libertad objetiva en el ámbito del Estado. El concepto de libertad
que sustenta Hegel está influenciado por el concepto rousseauniano. Se trata
del concepto sustancial de libertad frente al concepto formal del liberalismo.
7.2. La dialéctica del Estado
“La idea del Estado tiene:
a) Realidad inmediata, y es el Estado individual en cuanto organismo que se
refiere a sí mismo: constitución o derecho político interno.
b) Ella pasa a la relación del Estado individual con otros Estados: derecho
político externo.
c) Es la idea universal como género y poder absoluto frente a los Estados individuales,
el espíritu que se da realidad en el proceso de la historia univer -
sal” (Hegel, 1993: § 259).
7.3. El derecho político interno
La libertad concreta sólo puede realizarse en el Estado, en el cual se dialectizan
y en consecuencia se superan los ámbitos de la particularidad y la universalidad:
“El principio de los Estados modernos tiene esta inmensa fuerza y profundidad:
permitir perfeccionar el principio de la subjetividad hasta el extremo autó -
nomo de la particularidad personal, y al mismo tiempo retrotraerlo a la unidad
sustancial, y así conservar a ésta en él mismo” (Hegel, 1993: § 260).
Filosóficamente Hegel plantea de esa manera el gran problema alrededor del
cual giran la práctica y la teoría política moderna, la relación entre el individuo
234
como particular, como sujeto individual, y el universal de la sociedad concretizado
en el Estado. Somos seres particulares-universales y sólo nos podemos realizar
en la medida en que ambos momentos encuentren la manera de dialectizarse.
Hegel sostiene que el Estado moderno encontró la manera de realizarlo. La
particularidad del individuo encuentra su ámbito propio de realización en la sociedad
civil. Frente a ella el Estado aparece como Estado externo, como policía
que pone límites, como necesidad externa. Pero esta necesidad externa aparece
también como fin inmanente de la sociedad civil. Ello significa que la sociedad
civil, o el conjunto de individuos que la forman, no tienen sentido sin el Estado,
sin el espíritu objetivo formado por una intersubjetividad plena de mutuo reconocimiento.
En la familia y en la sociedad civil se despliega a gusto la individualidad, que
encuentra su universalidad en las instituciones y en la corporación. Son esas instituciones
las que conforman la constitución, que no es otra cosa que la racionalidad
plena, desplegada y realizada. No se trata del escrito de la constitución, sino
del constituirse del Estado o del espíritu. Tempranamente Hegel escribió un
texto no publicado por él que lleva por título precisamente “La Constitución de
Alemania”. No se trata de un escrito, sino de la manera como estaba constituido
el imperio alemán.
La constitución significa el constituirse del Estado, o sea, el realizarse del espíritu
objetivo que es el Estado. En consecuencia, nadie puede crear una constitución,
sino sólo reformarla. Como la constitución se va realizando dialécticamente,
“cada pueblo tiene la constitución que le es adecuada y le corresponde”.
La constitución o carta escrita puede no ser la adecuada, pero la constitución del
pueblo siempre lo es, porque no es otra cosa que el nivel de su propio desarrollo.
Un estado moderno está constituido por los denominados tres poderes que se
relacionan entre sí dialécticamente:
a) El poder de determinar y establecer lo universal: el poder legislativo.
b) La subsunción de las esferas particulares y casos individuales bajo lo universal:
el poder gubernativo.
c) La subjetividad como última decisión de la voluntad, el poder del prínci -
pe, en el que están reunidos los diferentes poderes en la unidad individual,
que por tanto es la cumbre y el comienzo del todo: la monarquía constitucio -
nal” (Hegel, 1993: § 273).
Hegel hace una clasificación de las formas de Estados con claras influencias
de Montesquieu y también de Vico 13. Como siempre en Hegel, la clasificación o
división no es metodológica, sino lógico-ontológica, y por ende histórica. Expresa
la lógica propia del sujeto-Estado en su desarrollo dialéctico.
235
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
El primer momento, el del en-sí, el de la substancia, corresponde al despotis -
mo o monarquía despótica. Todo el poder pertenece al universal inmediato, abstracto,
que es el Estado en la persona de un particular, el monarca. Ausencia de
ley, sólo vale la voluntad particular del monarca. Históricamente corresponde al
Oriente. Uno solo es libre, el monarca.
El segundo momento es el de la particularización o para-sí, en el cual el universal
comienza a escindirse en particularidades que todavía no logran retrotraerse
a la unidad del universal, o sea a su fuente. Corresponde a la los Estados aris -
tocráticos y democráticos. Históricamente nos encontramos con Grecia y la república
romana. Aquí algunos son libres.
El tercer momento es el del universal concreto o en-sí-para-sí. Las particularidades
son retrotraídas a la unidad del universal, ahora universal concreto que se
realiza en la monarquía constitucional. Históricamente corresponde al mundo
moderno germánico. Ahora todos son libres.
Las diversas formas de Estados anteriores se superan en la monarquía constitucional,
de la cual pasan a ser momentos: “el monarca es uno; con el poder gubernativo
intervienen algunos, y con el poder legislativo interviene la multitud
en general” (Hegel, 1993: § 273). De manera que la monarquía constitucional es
la verdad de las demás formas de Estado. Éste es uno de los puntos que critica
Marx cuando comienza su crítica a Hegel. Marx sostiene allí que la democracia
es la verdad de la monarquía y no al revés 14.
7.3.1. El poder del príncipe
Según la dialéctica, lo primero es el universal abstracto, expresado en el nivel
de los poderes del Estado por el poder legislativo. Sin embargo, en el texto
publicado en 1891, Hegel comienza el desarrollo por el universal concreto expresado
por el príncipe o monarca. Lo fundamenta en la medida en que lo primero a
desarrollar es el concepto de soberanía que se encarna en el monarca.
“El poder del príncipe contiene en sí mismo los tres momentos de la totalidad:
La universalidad de la constitución y de las leyes, lo consultivo como
relación de lo particular a lo universal, y el momento de la última decisión
como autodeterminación a la cual retorna todo lo restante, y de la cual toma
el origen de la realidad. Este absoluto autodeterminar constituye el principio
distintivo del poder del príncipe como tal, que es lo primero a desarrollar”
(Hegel, 1993: § 275).
El poder del monarca es lo primero a desarrollar porque entraña la soberanía,
que es lo distintivo del Estado moderno. El monarca concentra en sí la totalidad
del Estado, en la medida en que concentra los poderes, pero no como una “suma”
sino como “superación”. El monarca no puede prescindir de la universalidad de
236
la constitución y de las leyes que son hechas por el poder legislativo. Pero tampoco
puede prescindir del poder gubernativo que aplica la universalidad de las leyes
a los casos particulares.
La última decisión corresponde al monarca, no como determinación subjetiva,
sino como expresión de la soberanía, de la totalidad del Estado que tiene los
distintos momentos, las leyes, la aplicación a los casos particulares como “momentos”.
La soberanía es una característica esencial de los sujetos. Sólo éstos
pueden ser soberanos. Lo son con respecto a todas las partes que los constituyen,
que en realidad no son partes, sino momentos. Hegel lo define claramente: “Ambas
determinaciones, el que los asuntos y poderes particulares del Estado no son
fijos e independientes ni para sí ni en la voluntad particular de los individuos, sino
que tienen su raíz última en la unidad del Estado como su simple identidad,
constituyen la soberanía del Estado” (Hegel, 1993: § 278).
Al no ser la monarquía feudal una totalidad, un sujeto, por estar los poderes
distribuidos en feudos, corporaciones y comunidades independientes, no era soberana
hacia el interior. Sólo podía serlo hacia el exterior. El despotismo, por su
parte, al estar asentado en la voluntad particular de un monarca o de un pueblo
(oclocracia), no puede ser soberano de ninguna manera.
De modo que lo que constituye la soberanía en su sentido más propio y profundo
es la totalidad del sujeto, en el cual las particularidades son sus momentos.
El Estado moderno es el sujeto en el cual las particularidades, los poderes, los estamentos,
las familias, las corporaciones son sus momentos. Estos momentos están
continuamente tensionados por dos movimientos contrarios. Por una parte
tienden a escindirse de la totalidad del Estado, y por otra, a unirse cada vez más.
En los momentos de paz se acentúa la tendencia centrífuga, por lo cual se hace
necesaria la actuación desde arriba, desde el poder del soberano, para mantener
sólida la unidad. En los momentos de emergencia, en cambio, la soberanía alcanza
su momento más alto y puede exigir hasta el sacrificio de la propia vida.
La monarquía constitucional es la última forma de Estado, la más perfecta, la
que corresponde al concepto de Estado. Es por ello que Hegel se opone a la monarquía
electiva. El monarca no puede ser elegido porque no es producto del arbitrio,
sino momento del autodesarrollo dialéctico del concepto. Una monarquía
electiva sería una vuelta al contractualismo, lo cual significaría destruir la eticidad.
7.3.2.- El poder gubernativo
Al poder gubernativo corresponde subsumir lo universal de las leyes establecidas
por el poder legislativo a los casos particulares. Ello implica que tanto los
poderes judiciales como los policiales estén bajo su dependencia. Es la tarea de
237
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
los funcionarios del Estado, a los que Hegel denomina clase universal, que ya hemos
estudiado.
No se pertenece a la clase universal por nacimiento o por algún derecho especial
al que se pueda aspirar. Quien quiera pertenecer a la clase universal y ser
de esa manera un funcionario del Estado, debe probar su capacidad para cumplir
las funciones políticas mediante un examen, lo cual asegura “a todo ciudadano la
posibilidad de dedicarse a la clase universal”.
Los funcionarios de Estado no son “caballeros andantes” con sus prestaciones
arbitrarias, ni “servidores estatales” sólo por necesidad, sin deber ni derecho.
Por el contrario, el funcionario, como verdadero servidor del Estado, debe encontrar
en el mismo servicio del Estado, al que debe estar completamente consagrado,
su satisfacción personal. Ello significa que debe recibir del Estado un sueldo
digno. No puede dedicarse a negocios particulares.
Si no tienen ningún control, los funcionarios del Estado pueden desviarse de
su función y dedicarse a negocios particulares o practicar actos de corrupción en
perjuicio del Estado. Es por ello que deben estar sometidos a un doble control,
desde arriba lo ejerce su misma “jerarquía y responsabilidad”, y desde abajo “las
comunidades y corporaciones”.
7.3.3. El poder legislativo
Al poder legislativo corresponde la tarea de instituir lo universal en su primer
momento, o sea el universal abstracto, las leyes, las cuales suponen la constitución.
Este último punto es especialmente subrayado por Hegel. La constitución
está fuera de toda determinación por parte de los legisladores, los cuales contribuyen
a su desarrollo mediante el perfeccionamiento de las leyes.
Por otra parte, Hegel subraya especialmente la participación de los otros dos
momentos del concepto, o sea, el monárquico, al que pertenece la decisión suprema,
y el gubernativo, al que se debe consultar para el conocimiento de las particularidades
sobre las que se debe legislar. Agrega además que interviene también
el elemento “estamental”. Con este adjetivo se refiere a la participación de los estamentos,
sobre los que volveremos inmediatamente.
Llama la atención que Hegel subraye la participación en el poder legislativo
de los otros dos poderes, cuando ello es a todas luces evidente, dado que se trata
de una totalidad dialéctica. No podemos menos que pensar que es una llamada de
atención sobre ciertas tendencias estamentales a colocar sus derechos por sobre
el derecho universal del Estado, como puede verse en sus análisis sobre “el desenmascaramiento
completo de la anterior oligarquía estamentaria de Berna” de
1789 y el “examen crítico de las actas de la asamblea de estamentos del reino de
Würtemberg en los años 1815 y 1816 15.
238
Al hablar del poder legislativo, Hegel hace especial hincapié en el papel que
cumplen los “estamentos” y con ellos la corporación, las asociaciones y comunidades:
“Considerados como órgano mediador, los estamentos están entre el gobierno
en general por una parte, y el pueblo disuelto en las esferas e individuos
particulares por otra. Su determinación requiere en ellos tanto el sentido y el ca -
rácter del Estado y del gobierno, como el de los intereses de los círculos parti -
culares y de los individuos. Al mismo tiempo esta situación tiene el significado
de una mediación comunitaria con el poder gubernativo organizado, de modo que
ni el poder del príncipe aparezca como extremo aislado, y por ende como simple
poder caprichoso y arbitrio, ni los intereses particulares de las comunidades, corporaciones
e individuos se aíslen, o, más todavía, que los individuos no lleguen a
la representación de una multitud y de un montón, por tanto a un opinar y querer
inorgánico y al mero poder masivo frente al Estado orgánico” (Hegel, 1993: §
302).
La racionalidad –Vernünftichkeit- del Estado exige la existencia de los estamentos
y sus corporaciones, asociaciones y comunidades como “término medio”
–Mitte- del silogismo que es el concepto o la idea desarrollada. Efectivamente, la
dialéctica universal abstracto-particular-universal concreto es el silogismo mayor-
menor-conclusión, pero no el silogismo de la lógica formal como lo expresa
el entendimiento –Verstand- que lo abstrae y paraliza, sino como lo capta la razón
–Vernunft- que lo vuelve a poner en movimiento 16.
Los estamentos realizan la tarea de término medio de dos silogismos. Por una
parte se constituyen como término medio de los extremos del Estado y la sociedad
civil, y por otra entre los mismos miembros de la sociedad civil y el gobierno.
Sin los estamentos y sus corporaciones, la sociedad civil aparecería como una
simple multitud, un simple montón de individuos.
El poder legislativo de la monarquía constitucional está formado por dos cámaras.
La primera cámara, cámara baja o cámara de diputados, formada por miembros
pertenecientes a las “asociaciones, comunidades y corporaciones”, y la segunda cámara,
cámara alta o cámara de la nobleza, que corresponde a la clase sustancial.
La clase sustancial reúne una serie de atributos que la predisponen esencialmente
para cumplir una tarea política fundamental. Efectivamente, afincada en el
universal inmediato que es la familia, por ser poseedora de bienes raíces “tiene en
común con el poder del príncipe un querer que descansa sobre sí, y la determinación
natural que el poder del príncipe incluye en sí” (Hegel, 1993: § 305). Además,
su patrimonio, independiente tanto de los bienes del Estado como de la inseguridad
de la industria y el comercio y de los favores del gobierno, se halla asegurado
por la ley del mayorazgo contra toda arbitrariedad. Además, así como el
nacimiento del príncipe asegura al Estado su estabilidad contra el arbitrio de una
elección, lo mismo pasa con el nacimiento del hijo mayor.
239
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
La primera cámara, en cambio, está constituida por miembros de la clase reflexiva,
pero no elegidos como individuos aislados, sino como “representantes
esenciales de la sociedad, representantes de sus grandes intereses” (Hegel, 1993:
§ 311). Para ser diputado se requiere por una parte “patrimonio independiente”,
y por otra “carácter, habilidad y conocimiento de las instituciones e intereses del
Estado y de la sociedad civil” (Hegel, 1993: § 310).
7.4. Derecho político externo
“El pueblo como Estado es el espíritu en su racionalidad sustancial e inmediata
realidad, por tanto el poder absoluto sobre la tierra; consecuentemente un
Estado se encuentra frente a los otros en autonomía soberana” (Hegel, 1993: §
331). El poder absoluto del Estado sobre el territorio se fundamenta en que el Estado
es “el espíritu en su racionalidad sustancial”, es decir, es el sujeto en su rea -
lidad inmediata. El territorio adhiere al Estado como la propiedad a la persona.
Así como los sujetos individuales luchan por el reconocimiento y exigen un
estatuto jurídico de reconocimiento, lo mismo pasa entre los Estados. Ésa es la materia
del derecho internacional, cuyo principio fundamental es que los tratados deben
ser respetados. En cuanto a la concepción kantiana de la paz perpetua, ésta
descansaría siempre en consideraciones particulares ya sea de índole moral, religiosa
o de otra clase, de modo que se vería siempre afectada por la contingencia.
7.5. La historia universal
La última palabra no la tiene el Estado sino la historia, es decir, la dialéctica
de los Estados. La historia, de esa manera, es el despliegue de los momentos de
la razón, mediante la cual se van realizando el perfeccionamiento y la educación
del género humano. Pueblos, Estados, individuos, son conscientes de su interés y
actúan en consecuencia. Pero a la vez son instrumentos inconscientes de la formación
del espíritu universal.
Por otra parte, siendo la historia “la configuración del espíritu en la forma del
acaecer”, es decir, de “la realidad natural inmediata”, los estadios son “principios
naturales inmediatos” y por lo tanto se encuentran uno fuera de otro. Ello significa
que el espíritu se va encarnando cada vez en un ámbito geográfico determinado,
es decir, en un pueblo determinado. El pueblo en el cual se encarna es el
dominante, y sólo puede serlo una vez.
El despliegue del espíritu que constituye la historia se realiza de acuerdo con
cuatro principios que se plasman en cuatro imperios:
a) El primer principio es el del “espíritu sustancial” que se plasma en el im -
perio oriental. Es el gobierno patriarcal, teocrático. En lugar de leyes, reinan
240
la costumbre, las ceremonias, “el poder personal y el dominio arbitrario”. El
lugar de las clases lo ocupan las castas. Su acción hacia fuera sólo es “furia y
devastación elemental”.
b) El segundo principio es “el saber de este espíritu sustancial” que se plasma
en el imperio griego. Es la “unidad sustancial de lo finito y de lo infinito,
pero sólo como fundamento misterioso”, que “se esclarece en la belleza y la
libre y serena eticidad”. La aparición de la particularidad significará su hundimiento.
c) El tercer principio es “el profundizar en sí del ser para sí que se sabe en orden
a la Universalidad abstracta que se plasma en el imperio romano. Se produce
“el desgarramiento infinito de la vida ética en los extremos de la autoconciencia
personal privada y de la universalidad abstracta”. El gobierno
consiste en un “poder frío y codicioso” sobre la disolución de toda eticidad,
en cuyo lugar hay una dispersión de átomos que conforman una plebe corrompida.
Son personas privadas, ámbito del derecho formal.
d) El cuarto principio es el retorno “desde la oposición infinita”, la reconci -
liación, “el principio de la unidad de la naturaleza divina y humana, la reconciliación
en cuanto reconciliación de la verdad y de la libertad objetiva”, que
se plasma en los “pueblos germánicos”.
La reconciliación:
a) “Despliega al Estado como imagen y realidad de la razón, en la cual encuentra
la autoconciencia la realidad de su saber y querer sustancial en desarrollo
orgánico”.
b) “En la religión encuentra el sentimiento y la representación de ésta su verdad
como esencialidad ideal”.
c) “En la ciencia el conocimiento conceptualizado de esta verdad como una
y la misma en sus manifestaciones, que se complementan en el Estado, en la
naturaleza y en el mundo ideal”.
241
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
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Aires: Editorial Almagesto).
Serreau, René 1964 Hegel y el hegelianismo (Buenos Aires: Eudeba).
Taylor, Charles 1983 Hegel y la sociedad moderna (México: Fondo de Cultura
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Valcárcel, Amelia 1988 Hegel y la ética. Sobre la superación de la “mera
moral” (Barcelona: Anthropos).
Weil, Eric 1980 Hegel et l´État (Paris: J. Vrin).
243
La filosofía del Estado ético
La filosofía política moderna
Notas
1. Ilting, en comentario introductorio al curso de 1818/19, sostiene que las
críticas que Hegel hacía en sus cursos a la política de la Restauración de la
Santa Alianza fueron eliminadas en la publicación de 1821, debido a la política
de censura del gobierno prusiano.
2. Domenico Losurdo hace unos comentarios interesantes sobre las discusiones
que provocó la “escandalosa” afirmación hegeliana de la identidad entre
lo racional y lo real. Ilting se horroriza de esa afirmación y trata de salvar a
Hegel recurriendo a los cursos, en los cuales la frase tiene un sentido diferente.
Sin embargo, continúa Losurdo, Marx no la menciona, mientras que Lenin,
quien toma una frase parecida de “Las lecciones sobre la filosofía de la
historia”, formula una interpretación en la cual distingue entre “una realidad
en sentido fuerte” y la “simple inmediatez empírica”, y agrega: “hay una realidad
en sentido estratégico y una realidad en sentido táctico”. La primera es
“la tendencia de fondo” y la segunda la forman “las contratendencias reaccionarias
del momento”. Sólo la primera puede aspirar al atributo de la racionalidad.
Finalmente Gramsci, comentando la frase, afirma que “parece que si
no se comprende esa relación (entre lo racional y lo real) no se puede comprender
la filosofía de la praxis” (Losurdo, 1988: pp. 51-56).
3. Efectivamente, en la Fenomenología afirma Hegel: “Lo que no es racional
no tiene verdad alguna o lo que no es concebido no es; por tanto, la razón,
cuando habla de otro de lo que ella es, sólo habla, de hecho, de sí misma; al
hacerlo no sale de sí misma” (Hegel, 1973: p. 322). He comentado esta afirmación
en “Odisea de la conciencia moderna”, p. 159.
4. Cfr. “Razón y libertad” pp. 91-98, referente a la “virtud y el curso del mundo”.
5. Es común exponer la dialéctica hegeliana mediante las categorías fichteanas
de tesis, antítesis y síntesis. Ello se debe probablemente a la comodidad
y a la aparente claridad que se obtiene de esa manera. Parece en efecto natural
que lo primero es la afirmación o posición, a la que le sigue la contraposición,
para culminar en la síntesis. Sin embargo, es a todas luces evidente
que no se puede comenzar por la posición, porque sería como comenzar de
la nada. La posición requiere la presuposición. Lo puesto está siempre presupuesto
y lo presupuesto está puesto. Hegel lo fundamenta ampliamente en la
Lógica, pp. 349-357. Por otra parte, tesis y antítesis, al menos en la interpretación
que les da Hegel, conforman dos realidades heterogéneas, no dos polos
de una totalidad, y en lo heterogéneo no puede haber dialéctica, en la medida
en que no puede haber superación, pues, ¿quién se supera? Lo máximo
que puede haber es síntesis, unidad sincrética, realizada por suma o mezcla,
todo lo contrario de la superación –Aufhebung-.
6. Hegel hace una historia de la desmembración del imperio alemán en el capítulo
IV de “La constitución de Alemania”.
7. “El amor se indigna ante lo que continúa separado, ante una propiedad. Es-
244
ta irritación del amor a causa de la individualidad es el pudor. Esta irritación
del amor a causa de la individualidad es el pudor. El pudor no es una reacción
convulsiva de [la parte] mortal, no es una exteriorización de la libertad
de mantenerse, de conservarse. Ante una agresión sin amor, un corazón lleno
de amor se siente ofendido por esta hostilidad misma; su pudor se transforma
en la ira que, ahora, sí, sólo defiende la propiedad, el derecho” (Hegel,
1978: p. 263).
8. En la Lógica Hegel desarrolla la relación dialéctica entre el poner y el presuponer.
El sujeto sólo es tal poniéndose como sujeto, pero no puede ponerse
desde la nada. Sólo puede hacerlo desde lo presupuesto. Marx expresará
esto en la Tesis III sobre Feuerbach, expresando que si las circunstancias ha -
cen al hombre, es éste quien modifica las circunstancias.
9. “En cuanto hombres libres, obedecían a leyes que ellos mismos se habían
dado, obedecían a hombres que ellos mismos habían designado para el mando,
conducían guerras que ellos mismos habían decidido, ofrecían sus bienes,
sus pasiones, sacrificaban mil vidas por una causa que era la suya. No enseñaban
ni aprendían máximas morales, sino que las ejercían por acciones que
podían considerar como exclusivamente propias”. (Ej. pp. 150-151).
10. El concepto de “clase universal” hegeliano ejercerá una marcada influencia
en pensadores posteriores, entre los que se encuentran Marx, Gramsci y los
teóricos de las elites, Mosca, Pareto y Michels. Para Marx la verdadera clase
universal será el proletariado, el que recurrirá a su solo título de “humano” para
revolucionar toda la sociedad. Gramsci, por su parte, encontrará en la clase
universal la inspiración para su concepto de “intelectual orgánico”.
11. Losurdo llama la atención sobre el tema, comparando la posición avanzada
de Hegel sobre las posiciones liberales que privilegiaban el absoluto derecho
de los padres sobre la educación de los hijos.
12. “En la vida de un pueblo es donde, de hecho encuentra su realidad consumada
el concepto de la realización de la razón... En un pueblo libre se realiza,
por tanto, en verdad la razón” (Hegel, 1973: pp. 209-210).
13. Cfr. Sobre el tema de la influencia de Montesquieu en cuanto a las formas
de Estados (Bobbio, 1981: pp. 115-146).
14. “La democracia es la verdad de la monarquía, pero la monarquía no es la
verdad de la democracia. La monarquía es necesariamente democracia en
tanto que es inconsecuencia con respecto a sí misma [...] La democracia es el
enigma descifrado de todas las constituciones” (Marx, 1968: p. 40).
15. Cfr. “Cartas confidenciales sobre las antiguas relaciones de derecho público
entre el país de Vaud y la ciudad de Berna”, en Hegel, 1978: pp. 183-
194. “Examen crítico de las actas de la asamblea del reino de Würtemberg en
los años 1815 y 1816, en Hegel, 1987: pp. 9-109.
16. Es fundamental leer el desarrollo del silogismo en la Lógica, pp.585-619.
245
La filosofía del Estado ético

Capítulo IX
Tocqueville y la pasión
bien comprendida
c Gabriel Cohn*
“Tocqueville tiene un estilo triste”, escribió el crítico literario Sainte-
Beuve. Ciertamente no podría estar refiriéndose al poco cuidado con
el texto, cuando bien conocía el sofisticado esmero de la escritura
tocquevilliana. ¿Hacía mención acaso a su monotonía, escritura opaca y sin brillo?
Ello es difícil de imaginar tratándose de un autor que logra producir frases
con la precisión y la agudeza de “quien busca en la libertad otra cosa que la que
ella misma está hecha para servir”. Dejando de lado la mala voluntad de Sainte-
Beuve cuando escribió eso, su juicio apunta a algo más profundo, que más tarde
detectarían otros lectores más atentos. “Nadie podrá dejar de percibir”, exagera el
sociólogo norteamericano Robert Nisbet, “que lo que distingue a La Democracia
en América de la mayoría de los otros libros sobre la democracia en el siglo XIX
es el elemento trágico que Tocqueville encuentra en la democracia”. 1 Aquí estamos
en terreno más firme que en el caso de la observación de Sainte-Beuve, por
lo demás tan dura como la del gran historiador y antiguo maestro de Tocqueville,
Guizot, que veía en él a “un perdedor que reconoce su derrota”. Aludía con ello
al retiro de la vida pública que en el período final de su vida llevaría a Tocqueville,
con toda su experiencia parlamentaria y ministerial, a resignarse al aislamiento
privado en la actividad intelectual (para suerte de la posteridad, pues de ello resultaría
esa espléndida opera prima, El Antiguo Régimen y la Revolución). Enfo-
247
* Profesor del Departamento de Ciencia Política, Universidad de São Paulo (USP), Brasil.
La filosofía política moderna
car, pues, tal dimensión trágica, permite realmente iluminar una faceta importante
del espíritu de su obra; más aún cuando se la asocia a lo que otro comentarista
(el historiador norteamericano Hayden White) designaría como el componente
irónico de su estilo.
Para los propósitos de este texto, tales trazos de estilo son importantes en la
medida en que apuntan a la experiencia personal del autor, especialmente a su inserción,
activa y conciente como era, en la vida política de su tiempo. La primera
cuestión, por lo tanto, es cómo Tocqueville concebía a su tiempo. Y aquí encontramos
el primero de los grandes temas que dan un perfil inconfundible a su
obra: la idea de revolución, entendida como mudanza irreversible. Pues de ello se
trata cuando Tocqueville reflexiona sobre el mundo en el que le fue dado vivir,
marcado por la emergencia de un nuevo orden. Su grandeza reside precisamente
en que, para concentrar el ángulo de su atención en el problema de la gran mudanza
histórica, tuvo que trabar incesante combate interno con la marca que le
impuso su tiempo y su condición social (dos términos que asociados, por cierto,
definen el espíritu de su obra en lo que tiene de más íntimo). “Vine al mundo en
el final de una larga revolución que, habiendo destruido el antiguo estado, no
creara nada permanente. La aristocracia ya estaba muerta cuando empecé a vivir
y la democracia aún no existía. Mi instinto, por lo tanto, no tenía cómo empujarme
ciegamente para una o para la otra. En suma, yo estaba de tal modo en un
equilibrio entre el pasado y el futuro que, naturalmente e instintivamente, no me
sentía atraído ni por uno ni por el otro”, escribió en carta a su traductor inglés,
Henry Reeve, en 1837 (dos años después de la triunfante publicación, a los 30
años, del primer volumen de La Democracia en América).
El punto decisivo consiste en que, al elaborar esa experiencia a lo largo de su
vida, Tocqueville pone en movimiento aquello que en esa carta aparece como un
equilibrio. La equidistancia entre dos épocas, que estaría en el origen de su peculiar
actitud frente a su mundo, asume en su pensamiento maduro una transformación
decisiva que definiría el perfil de toda su obra. Lo que en su origen era sentido
como una situación polarizada, de equilibrio, se convierte en la idea de una
situación de cambio. Más que eso. Es concebido como un episodio al interior de
un proceso secular de transición, cuyo carácter él se empeñaría en develar a lo largo
de toda su obra. Tal vez la intuición original del genio de Tocqueville consista
en eso, en saber convertir en compromiso una experiencia original que lo invitaría
a la indiferencia. Pues no se trata de neutralidad frente a dos polos equiparados,
sino de enfrentar la tensión interna, la dinámica que se esconde en una situación
de equilibrio aparentemente estática. Se podrá objetar que la situación por
él descripta no es de equilibrio, pues la aristocracia “ya estaba muerta”. El problema
es que esto no es una constatación, es su tesis, misma que buscará probar
a lo largo de toda su obra. De lo contrario, no meditaría la idea de sentirse atraído
por ella. Por más que políticamente ya no tuviera vigencia, la aristocracia no
estaba muerta en otras dimensiones. Incluso porque él la sentía dentro de sí, y de-
248
bido a ello se tornaría particularmente sensible al peso de las costumbres (de los
moeurs, de lo que hoy llamaríamos cultura) y del carácter individual en relación
a las leyes y a las instituciones. De aquí hay un paso para alcanzar la dimensión
trágica que, en esa interpretación, él percibiría en el carácter más íntimo de su
época. Y este paso es dado cuando, no satisfecho con percibir el cambio, Tocqueville
busca caracterizarlo en su naturaleza peculiar y en aquello que lo anima. Ahí
se ve el alcance de tal redefinición decisiva. Es que, partiendo de la experiencia
de una situación de equilibrio, en la que el peso podría pender en cualquier dirección,
la reflexión lo conduce a pensar la transición en su sentido más radical: el
de la revolución, para usar su propio lenguaje. Él la concibe como una lenta pero
inexorable translación del punto de equilibrio de las sociedades, acelerada en
momentos cruciales por erupciones como la de Francia de 1789. Este es el punto:
ese cambio es irreversible. En este preciso sentido, es también irresistible.
Percibir el carácter inexorable de algo con lo que no se identificaba y que sin embargo
ansiaba comprender, sólo podría introducir, en la sensible elaboración de
Tocqueville, esos trazos trágicos, ese estilo triste, ese alejamiento irónico.
Ninguno de estos calificativos puede ser entendido aisladamente. Tomemos
la referencia a la ironía en su escritura. ¿Se trata simplemente de la expresión de
su distancia en relación a aquello de lo que habla? ¿La democracia, que se consolida
irresistiblemente, la aristocracia, que no tiene cómo retornar? Bien vistas
las cosas no existe tal distanciamiento, por más que Tocqueville lo anhele, no para
mantenerse alejado sino para discernir mejor dónde intervenir. Hay una tensión
entre la equidistancia neutra y el compromiso, que encuentra expresión en
el modo siempre indirecto en que enfrenta los problemas. Siempre tiene en mente
algo diferente de lo que sugiere por escrito a simple vista. Cuando habla de
América del Norte, piensa en Francia; cuando habla de Francia, al tratar de los
orígenes de la revolución, advierte que no se trata simplemente de ella, sino de un
proceso universal. El caballero entre dos épocas, entre dos mundos, entre dos imposibles
lealtades, no tiene cómo fijar la atención en una sin invocar a la otra. Sin
embargo, y aquí pasamos de la clave irónica a la clave trágica, en ese enfoque
siempre oblicuo se expresa la propia imposibilidad del distanciamiento. Equidistante,
pero envuelto por los dos lados, exigiendo del trabajo intelectual simultáneamente
la pasión y la imparcialidad. Estas exigencias contradictorias paralizarían
a figuras más simples, pero no a Tocqueville, que tenía muy claro que “mi
cabeza está a favor de las instituciones democráticas, pero mi corazón es aristocrático”.
Para esta inteligencia animada por una sensibilidad altamente diferenciada,
éste es sólo un desafío más, que se enfrenta refinando la visión (su orientación
básica es, por cierto, claramente visual: sus imágenes favoritas siempre invocan
colores y matices). En fin, el mundo de Tocqueville está más hecho de alusiones
que de declaraciones perentorias. Asiduo lector de Pascal, sabía apreciar el
esprit de finesse. Incapaz de fijarse en un punto exclusivo, ello se traduce en aversión
al dogmatismo en el plano de los principios y en recurso constante a la com-
249
Tocqueville y la pasión bien comprendida
La filosofía política moderna
paración en el plano del método (y en su modo inquieto en la vida personal: en
su viaje americano, un amigo comentó que él era la única persona que partía de
un lugar antes de haber llegado).
El lector de Tocqueville podrá encontrar extraña la afirmación de que en él
no hay declaraciones perentorias. Quizás no sea suficientemente fuerte decir, como
él lo hace, que la democracia avanza movida por una fuerza irresistible y que
en este avance se entreve la Providencia. Ciertamente lo es, pero es preciso estar
en guardia cuando Tocqueville insiste en afirmaciones de este orden. La primer
pregunta a hacer, en este caso, es a quien busca convencer o incluso advertir en
el pasaje en que afirma eso. Por qué en ese pasaje específico recurre con tanto
empeño a lo que considera indispensable “para quien quiera hacerse comprender”,
a la exageración, a la formulación hiperbólica. En el caso del carácter irresistible
o hasta providencial del avance de la democracia, la interpretación que me
parece más acertada es la de que esas formulaciones obtienen su carácter retórico
de la naturaleza de su destinatario: los grupos ultrarrealistas y reaccionarios
que soñaban con la restauración de un poder de anclaje aristocrático, con el regreso
de la sociedad aristocrática. Es a ellos a quienes pretende alcanzar cuando
usa el recurso de la Providencia, llegando a plantear que la tentativa de detener
ese avance como si fuera divino equivaldría a una afronta a Dios; también es para
retirarles la pretensión de acceso exclusivo a la religión que afirma la íntima
relación entre el avance de la democracia y el cristianismo. Es la naturaleza de los
embates políticos en que se involucró la que da colorido propio a su retórica, no
la mera búsqueda de efectos. Para sus opositores reaccionarios sería cómodo si él
se atuviera a la imagen de un equilibrio histórico, que les permitiera esperar que
el fiel de la balanza se inclinara hacia su lado. Precisamente por ello es llevado a
enfatizar al extremo que se trata de un cambio irreversible, y que la vieja sociedad
europea no tiene ya cómo contener el avance de la democracia. Es verdad
que, al subrayar esta dimensión retórica en la invocación de la providencia, dejo
de lado otras dimensiones señaladas por los intérpretes autorizados. Así, Marcelo
Jasmin señala la dimensión cognitiva del tema, que permite una explicación no
materialista de procesos inexorables, y también su dimensión ético-política, que
se relaciona con el alcance y con los límites de la acción libre en la historia; mientras
que Werneck Vianna acentúa que la retórica de la providencia permite afirmar
al hombre como actor de la historia y simultáneamente apartarlo de ella. A
pesar de todo, yo insistiría en que, en tal contexto, la dimensión retórico-política
es fundamental.
En síntesis: cuando ese hombre, más dado al refinamiento de la alta conversación
que a los discursos altisonantes (no tenía talento alguno como orador parlamentario),
levanta el tono para reforzar una posición, conviene distinguir entre
la función retórica y el fondo del argumento. En este caso, el argumento de fondo
se refiere al carácter irreversible de la democracia y no a su condición providencial.
No es la misma cosa: el argumento de la irreversibilidad de un proceso
250
es enteramente secular, y aproxima a Tocqueville a uno de los grandes temas de
su época (junto con la idea del estado estacionario) en todas las áreas del pensamiento.
Al transitar desde esta idea, que no le parecía por sí sola lo bastante fuerte
como para convencer a los interlocutores que tenía en miras, hacia la invocación
de un orden providencial, se aleja de cualquier inclinación cientificista sin
no obstante subordinar su análisis de los procesos históricos a una visión religiosa.
Como es usual en él, entre dos polos opuestos ni escoge de forma inequívoca
ni hace como el joven de Verona, que invoca “una plaga sobre vuestras dos casas”:
se queda con los dos como referencias cruzadas. Tocqueville fascina sobre
todo por las intuiciones fulgurantes, en las que capta lo más significativo que está
en el aire y busca darle expresión, incluso cuando las palabras le faltan (“La inteligencia
humana tiene más facilidad para inventar nuevas cosas que nuevas palabras”,
comenta cuando tiene dificultad para nombrar la asociación entre la democracia
y el despotismo). En esto se manifiesta un rasgo decisivo de su persona
y de su obra: un pensamiento siempre orientado hacia las grandes cuestiones
del día, empapado en la experiencia histórica contemporánea hasta cuando parece
perderse en vuelos seculares. Muy activo, dotado de gran energía y capacidad
de trabajo, supo extraer lo máximo de la experiencia de vida que su tiempo y sus
condiciones le proporcionaron.
Detengámonos un momento en el tiempo de Tocqueville y en sus condiciones.
Nacido en 1805, descendiente de un antiguo tronco de la nobleza normanda,
en plena era napoleónica y con los ecos de la revolución francesa aún en el aire
(revolución que en el período del Terror llevara a la guillotina a varios antepasados
suyos y por poco a sus padres), Alexis de Tocqueville siguió como un joven
de formación jurídica y de precoces inclinaciones intelectuales y políticas el
auge del período de la Restauración post-napoleónica, hasta la revolución de
1830. Ese momento definió una inflexión decisiva en su vida. Fueron las dificultades
que entonces comenzó a encontrar en su carrera en la magistratura las que
hicieron madurar en su espíritu un plan que ya tenía hacía años: observar directamente
el funcionamiento de aquella sociedad, en la que las tendencias que se
desarrollaban en Europa se presentaban en su expresión más consecuente y en su
estado más puro.
Los Estados Unidos de América le parecían el lugar ideal para estudiar una
sociedad de perfil democrático que, a diferencia de las europeas, no había registrado
un período de predominancia aristocrática en su historia. Una sociedad, por
lo tanto, en la que la dolorosa transición europea del predominio aristocrático hacia
el democrático se presentaba como el avance desembarazado de la democracia,
con trazos nítidos y claros. Con este plan en mente y con un proyecto de estudio
de las instituciones penales americanas en el bolsillo, Tocqueville embarcó
para los Estados Unidos de América en 1831, en compañía de su amigo Beaumont,
con quien redactaría un substancioso informe en 1833. Lo importante, claro,
no era ese informe, sino el análisis del conjunto de observaciones que hiciera
251
Tocqueville y la pasión bien comprendida
La filosofía política moderna
sobre la organización y el funcionamiento de la vida democrática norteamericana.
Cuando la primera parte de este trabajo fue publicada en 1835, con el título
de La Democracia en América, Tocqueville se vio alcanzado por la fama, sin faltar
quien lo saludase como el nuevo Montesquieu (no por casualidad, claro, dadas
las reconocidas afinidades entre los empeños de ambos).
Sería una imprudencia empezar a discutir el contenido de esa obra sin tener en
cuenta que ella, por mejor recibida que fuera y por más que reivindicara su originalidad,
no nacía de la nada. Su autor había seguido intensamente los grandes debates
entre liberales y legitimistas que marcaron el período de la restauración monárquica,
especialmente en los años veinte. El grupo de los liberales llamados “doctrinarios”
incluía intelectuales eminentes, con fuerte presencia en la vida pública,
como el historiador Guizot y el filósofo Royer-Collard. La contribución de estos
pensadores que más impacto tuvo sobre Tocqueville queda comprendida en una renovación
de la historiografía, que ganó un carácter más marcadamente interpretativo
y (si es permitido el anacronismo) “sociológico”. Estudiosos como Raymond
Aron señalan esta inflexión de la investigación historiográfica en el sentido de preocuparse
por las relaciones entre los cambios en la estructura social y los cambios en
las formas de gobierno. El análisis de la estructura social se hace en términos de clases
y de sus relaciones, con resultados de los que la gran contraparte de To c q u e v ille
en el siglo XIX, Karl Marx, también sabrá sacar provecho. En relación a las aspiraciones
nostálgicas de los legitimistas, los liberales tenían una posición inequívoca.
Para ellos la insistencia en infundir nueva vida al antiguo régimen era un juego
perdido. El rumbo de la historia era otro, pero no por eso menos preocupante.
Los avances de la libertad eran bienvenidos (no sin algunos sustos), pero la persistencia
e incluso la profundización de la centralización como trazo característico de
la vida política francesa era vista con alarma. Un autor como Royer-Collard era explícito
en lo que toca a la asociación entre la centralización política y las condiciones
específicas de la sociedad: una sociedad reducida a “polvo”, atomizada, constituye
un suelo propicio para la centralización del poder en escala nacional. Es hacia
la forma de la sociedad que se debe volver la mirada, y no sólo hacia las instituciones
políticas; tal la advertencia que resultaba de esas reflexiones.
Temas de esta índole poblaban la mente de Tocqueville en sus andanzas norteamericanas
(y qué andanzas: poca cosa quedó sin ser visitada, sin mencionar su
instructivo paso por la parte meridional de Canadá, de colonización francesa). En
América esperaba encontrar un modelo para Francia, asfixiada por la centralización
del poder que, aun con la irrevocable ausencia del poder aristocrático, comprometía
el avance de la libertad y de la igualdad. Para ello era preciso pensar la
cuestión de la democracia dentro de moldes más amplios que los de carácter estrictamente
político institucional. Él ya disponía de elementos para tal propósito.
Era en la forma de la sociedad que debería de buscar la solución para el problema
de la caracterización de la democracia. Y la encontró en un trazo básico de las
sociedades contemporáneas: la expansión de la igualdad de condiciones.
252
Desde luego, esta solución es notable porque propicia dos resultados altamente
convenientes para la argumentación de Tocqueville. En primer lugar, al
vincular la democracia a la igualdad de condiciones sociales, deja abierta la cuestión
de los nexos entre la igualdad y la libertad sin comprometer la primacía que
desde el primer momento le atribuyó a la libertad. Después, porque le permite establecer
una relación precisa entre la democracia en el plano social (igualdad de
condiciones) y la democracia en el plano político (igualdad ante la ley). Tomadas
ambas en conjunto (y en Tocqueville estos dos planos jamás se separan, aunque
las relaciones entre ellos no sean lineales), la democracia como igualdad de condiciones
figura como el contenido del proceso irreversible e independiente de la
voluntad de los hombres, al que se refieren sus formulaciones más generales con
respecto a la secular revolución democrática en curso en el occidente cristiano
(pues sólo se ocupa de éste). Figura, por lo tanto, como la fase natural o, en el lenguaje
de Tocqueville, providencial de este proceso. Como recuerda un intérprete,
Stephen Holmes, esto abre camino para concebir el nivel político de la igualdad
democrática como el campo de la invención, del artificio construido en el ejercicio
de la libertad, dentro de los límites dados en cada momento. Con ello, Tocqueville
logra hablar de la providencia sin fatalismo y de la acción libre sin voluntarismo.
Esta concepción permea todos sus análisis de la democracia norteamericana
y se hace enteramente explícita cuando examina la relación intrínseca
entre el principio democrático de la igualdad, por un lado, y la concentración del
poder político y la centralización del gobierno por el otro. El principio de la igualdad,
sostiene él, no sólo “sugiere a los hombres la noción de un gobierno único,
uniforme y fuerte”. También, al penetrar en todas sus relaciones, “les suministra
el gusto por él”. Su conclusión es que “en las eras democráticas que se abren ante
nosotros, la independencia individual y las libertades locales siempre serán el
producto del arte, y la centralización será el gobierno natural”. O sea, el mantenimiento
y expansión de la libertad en las sociedades democráticas es un problema
político, de deliberación y legislación. Abandonada a los impulsos espontáneos
de la sociedad, tiende a perderse.
En esas formulaciones se encuentra, en su versión más compacta, todo su
análisis de la democracia en América. Recordemos sus trazos básicos. El punto
de partida es la constatación de la creciente igualdad de condiciones sociales como
un proceso de alcance universal visto a través del prisma de la Francia posrevolucionaria,
en la que, basándose en una burocracia altamente extensiva, el mismo
se combina con una elevada centralización, tanto en el plano político (esto es,
relativo al gobierno nacional) como en el plano que Tocqueville denomina administrativo
(relativo al gobierno a nivel local). De inmediato se manifiesta el contraste
con el caso americano. En éste, la igualdad de condiciones está en el propio
origen del Estado nacional, mediante esa notable innovación que es la organización
federal (fuente de descentralización administrativa) asociada a un gobierno
central relativamente débil en lo que se refiere a la política interna, pero
253
Tocqueville y la pasión bien comprendida
La filosofía política moderna
no maniatado por los poderes de las unidades federadas gracias al ingenioso dispositivo
constitucional que, de modo congruente con el principio igualitario, establece
como interlocutores de la Unión a los ciudadanos privados y no a los estados
o municipios. La cuestión que importa para Tocqueville, en este punto, se
refiere a la posibilidad de establecer en Francia la asociación entre democracia y
descentralización que se observa en los Estados Unidos. Al iniciar su viaje americano
iba con la esperanza de encontrar apoyo en la búsqueda de una solución
para el problema que compartía con los liberales “doctrinarios” franceses: ¿cómo
hacer frente a la concentración y a la centralización del poder en Francia? En términos
más generales: ¿es posible conciliar igualdad de condiciones sociales, libertad
civil, y centralización gubernamental y administrativa? Su investigación le
enseñó mucho sobre los Estados Unidos y reforzó su convicción de que la igualdad
de condiciones sociales constituía una tendencia dominante en escala mundial,
pero no le dio particular aliento respecto del caso francés. Quedó demostrado,
para él, que no hay relación intrínseca entre democracia y descentralización.
En realidad, el resultado más perturbador de su análisis es precisamente que la democracia
en el sentido de igualdad de condiciones es compatible tanto con un alto
grado de descentralización, de libertades civiles y de autonomía política local,
como con un alto grado de centralización. Más aún, se revela particularmente sujeta
a una nueva modalidad de concentración del poder que, ante la falta de mejor
término, pues el fenómeno es nuevo, Tocqueville designa como despotismo
democrático.
Dos vertientes de su análisis lo llevan a estas conclusiones. Primero, la constatación
de que si el imperio de la ley es de la mayor importancia en regímenes
democráticos, no es pese a ello decisivo, pues depende de la configuración de las
costumbres sociales para funcionar de modo favorable a la libertad. Segundo, que
la propia operación del principio democrático de la igualdad, al mismo tiempo
que propicia la emergencia de hombres con rasgos de carácter enérgicos, emprendedores
y dirigidos a la solución de los problemas públicos, tiende a fortalecer en
ellos el gusto por los negocios privados en detrimento del involucramiento cívico.
En el lenguaje de Tocqueville, tiende a generar individualismo. Se multiplican
por lo tanto los riesgos de que la expansión de la igualdad democrática acabe
trayendo consigo nuevas formas de despotismo, caracterizadas por la concentración
del poder, la centralización administrativa y el peso creciente de la burocracia
en la gestión pública; todo esto en el tenor de una dominación suave y bien
aceptada por individuos recluidos en sus intereses privados. La diseminación del
individualismo representa una amenaza, particularmente en lo que se refiere a la
siempre problemática conexión entre la igualdad y la libertad, por una razón simple
pero decisiva: el individualismo como forma de conducta y como rasgo del
carácter encuentra su apoyo en la sociedad, se expresa en las costumbres. No está
pues directamente sujeto a las leyes, sino que, por el contrario, contribuye a
moldearlas. En esta línea de argumentación está presente la preocupación más
254
profunda de Tocqueville, que no es la expansión de la igualdad (para él un dato
inexorable), sino el mantenimiento o incluso la expansión de la libertad
La libertad de la que habla Tocqueville es concebida en una clave más aristocrática
que burguesa, y constituye uno de los puntos en los que retoma algunos
de los grandes temas del pensamiento político de la antigüedad clásica. En esto,
por cierto, él hacía como Rousseu, de quien era lector atento, llevando a Stephen
Holmes a comentar que los Estados Unidos desempeñaban en su pensamiento un
papel análogo al de Esparta en el de Rousseau: la imagen de una sociedad ideal,
que no podía ser imitada por Francia. Libertad, para él, no se reducía a la no-interferencia
externa, y significaba, en el mejor espíritu “varonil” que reclamaba de
quien quisiera y mereciera ser libre, la capacidad de ser señor de sí, de autogobernarse
y (una vez más recordando a Rousseau, pero en una clave diferente) de
obedecer las leyes en virtud de haber participado en su elaboración. De ahí la máxima
importancia que atribuye al autogobierno de las unidades políticas en una
nación democrática, y su satisfacción al ver en funcionamiento en la república federativa
norteamericana al poder local, reforzado por las asociaciones voluntarias.
El autogobierno no es para él un mero dispositivo constitucional, sino la propia
forma política de la libertad. En él no sólo se sostienen las instituciones libres,
sino que también se realiza el propio aprendizaje de la libertad. Ahí se crean hombres
de carácter independiente que, no estando sometidos a nadie para regir su vida,
tampoco entregan a un poder externo, por más benigno y tutelar que sea, la
gestión de los negocios públicos locales y la elección de sus representantes en los
niveles estatales y nacionales del poder. Por esa vena, ese crítico severo de la Ilustración
acaba realizando la más cabal traducción política del ideal iluminista de
la emancipación, retomando incluso, a su modo, el ideal de la formación del ciudadano
libre y soberano.
Esta última expresión es importante. Tocqueville expresa un manifiesto desagrado
por la figura del Estado nacional soberano que domina el pensamiento
político moderno, entendiendo que, al implicar la concentración del poder en una
única instancia, conduce de un modo o de otro al despotismo. Más vale entonces
desplazar la soberanía hacia el ámbito individual, en la figura del ciudadano capaz
de contraponer su fuerza, sumada a la de los demás, al monopolio despótico
del poder. En estos términos, Tocqueville es llevado a dedicarle atención a la figura
de la democracia por excelencia: la soberanía popular. No obstante, una no
es el prolongamiento directo de la otra. Ellas están en niveles diferentes, según
advierte en una anotación que, aunque acabó quedando fuera del texto La Demo -
cracia en América, es esclarecedora: “La democracia constituye el estado social,
el dogma de la soberanía del pueblo constituye el derecho político. Las dos cosas
no son análogas. La democracia es una manera de ser de la sociedad. La soberanía
del pueblo es una forma de gobierno”. Pero el propio análisis de Tocqueville
255
Tocqueville y la pasión bien comprendida
La filosofía política moderna
muestra que la soberanía popular no es en sí una garantía contra las tendencias
despóticas, incluso porque ella misma está sujeta a suscitarlas. Además del clásico
problema de la tiranía de la mayoría, esto se refiere a algo más profundo y enteramente
nuevo, susceptible de ser derivado de la combinación entre la soberanía
del pueblo y el individualismo de la sociedad. Se trata de la situación, tan temida
por Tocqueville, en la que, habiendo el gobierno ocupado los espacios que
la retracción individualista hacia los ámbitos privados dejara vacíos, el pueblo se
somete pacíficamente a la tutela de un gobierno cuya centralización plena fue
suscitada por los propios actos soberanos de los ciudadanos. Después de todo, recuerda
Tocqueville, la concentración del poder en uno solo, que contrasta con todos
los demás igualados en la sumisión, no es incompatible con el principio democrático
de la igualdad. No hay cómo escapar de la conclusión: si el estado social
democrático es inevitable, entonces que se evite a cualquier costo la centralización,
pues la combinación de ambos significa poder despótico. Este esfuerzo
pasa por la formación de los propios ciudadanos como portadores de un carácter
libre. En este sentido Tocqueville habla de la necesidad de una “nueva ciencia de
la política”, que incluya en sus tareas la de “educar” a la democracia mediante la
formación de hombres independientes y capaces, en el pleno sentido del término,
de autogobierno.
La democracia, como un “modo de ser” de la sociedad, es un dado de facto.
Es una condición social de igualdad en la que los hombres viven, sin deba pasar
por su voluntad conciente. Asu vez, la soberanía popular, aunque esté en otro plano
relativo a los principios de gobierno, sólo es eficaz cuando se encuentra profundamente
arraigada en los propios individuos. No puede, por lo tanto, ser pensada
como externa a la vida social. En un determinado paso de La Democracia
en América,Tocqueville, que ya hiciera referencia a la soberanía popular como la
“ley de las leyes” en los Estados Unidos, ofrece una formulación particularmente
precisa al respecto. “En los Estados Unidos la soberanía del pueblo no es una
doctrina aislada, sin relación con los hábitos y con las ideas corrientes en el pueblo.
Puede, por el contrario, ser encarada como el último eslabón de una cadena
de opiniones que une a todo el mundo angloamericano. Que la Providencia haya
dado a cada ser humano el grado de razón necesario para dirigirse a sí mismo en
los negocios que le interesan exclusivamente a él, es la gran máxima sobre la que
reposa la sociedad civil y política en los Estados Unidos”. Y después de exponer
que esta máxima es aplicada en todos los niveles de la vida social, desde la familia
hasta la nación, cuando se convierte en la doctrina de la soberanía del pueblo,
comenta: “Así, en los Estados Unidos el principio fundamental de la república es
el mismo que gobierna la mayor parte de las acciones humanas. Nociones republicanas
se insinúan en todas las ideas, opiniones y hábitos de los americanos, y
son formalmente reconocidas por las leyes. En los Estados Unidos incluso hasta
la religión de la mayoría de los ciudadanos es republicana, una vez que somete
las verdades del otro mundo al juicio privado”.
256
Al describir en estos términos la soberanía popular en los Estados Unidos,
Tocqueville tiene muy claro que ese panorama no es generalizable. En particular,
no se aplica a Francia. Para él la soberanía popular no es un principio abstracto
sino una “opinión”. Es, por lo tanto, una representación de las cosas. Y es también
la materia para una voluntad. En este caso, una voluntad peculiar y políticamente
decisiva, que se traduce en querer ser libre. Ella define por lo tanto el carácter
político de toda una sociedad, en la exacta medida en la que esté presente
en el carácter de sus ciudadanos. En el lenguaje de Tocqueville, define su “carácter
nacional”. Pero al presentarla como el eslabón final de una cadena de opiniones
que atraviesa la sociedad de punta a punta, expone simultáneamente su fuerza
y su debilidad. Aunque él mismo enfatice la solidez de ese arreglo, que para
ser modificado exigiría su substitución por todo un conjunto de “opiniones opuestas”,
la imagen de la cadena sugiere un lado vulnerable, que resulta de que es susceptible
de romperse por la mera retirada de un eslabón, especialmente si consideramos
que el eslabón más importante es el último, que depende de los demás.
En realidad, los eslabones no necesitan romperse. Basta que se debiliten en puntos
importantes para que el ejercicio del autogobierno decaiga en la práctica. La
exacerbación del individualismo puede ser suficiente para formarse el que para
Tocqueville era el peor escenario posible en sociedades democráticas.
En aquél que probablemente sea el pasaje más famoso de su obra, intenta
describir en qué consistiría esa situación extrema, a la cual términos como tiranía
o despotismo ya no se aplican. Por un lado, ve “una multitud innumerable de
hombres iguales y semejantes, que giran sin cesar sobre sí mismos para procurarse
placeres ruines y vulgares”, siendo que cada cual “no existe sino en sí mismo
y para él sólo”. Por otro, ve un “poder inmenso y tutelar”, que se eleva por arriba
de esta multitud. Un poder “absoluto, minucioso, regular, advertido y benigno”,
que se encarga de todo y vacía toda y cualquier iniciativa propia de los ciudadanos
hechos súbditos. En el auge de las confrontaciones ideológicas que marcaran
el siglo XX, este escenario fue interpretado más de una vez como una especie
de previsión de los llamados regímenes totalitarios. Pero sólo la ceguera
ideológica puede llevar a ver en el escenario trazado por Tocqueville algo así como
una previsión del stalinismo o del nazismo. Lo peor es que esta interpretación
desprecia el rasgo más perturbador de la construcción tocquevilliana: ella se refiere
a sociedades democráticas, con todas las instituciones que les son propias
en pleno funcionamiento. En realidad, ese escenario es mucho más interesante y,
bien examinado, impresiona por la capacidad de intuir tendencias de largo plazo
con la potencia de visualización de un gran artista. El panorama se asemeja más
a una combinación entre dos etapas de las sociedades democráticas del siglo XX,
ambas exacerbadas en sus trazos extremos. Por un lado, presenta rasgos que sugieren
aquello que un siglo y medio después sería llamado en Francia (usando un
término que sí aparece literalmente en Tocqueville) como Estado-providencia,
versión francesa del Welfare State inglés de mediados del siglo XX. Por otro la-
257
Tocqueville y la pasión bien comprendida
La filosofía política moderna
do, presenta rasgos de lo que sería la etapa social de este Estado. Ahí encontramos
algo que se aproxima mucho más al retrato de las condiciones de las sociedades
democráticas en el final del siglo, en la etapa denominada neoliberal. ¿Panorama
incongruente o síntesis de genio? Para quien buscaba discernir las grandes
tendencias por venir en las sociedades democráticas, sería difícil esperar mayor
alcance de visión. En última instancia, está en juego un período de dos siglos,
desde la revolución francesa hasta el final del siglo XX. Al final acaba por translucir
el malestar de Tocqueville con ambas tendencias vislumbradas en el horizonte
lejano, combinadas en un único panorama de vigorosa imaginación. Es verdad
que, a pesar de sus temores, se reveló como posible combinar el Estado de
bienestar social, “proveedor”, con niveles elevados y hasta crecientes de organización
de la sociedad y de participación política.
Uno de los trazos más acentuados de este escenario consiste sin duda en la
centralización plena del poder. Pero aquí interesa más el otro trazo, relativo a la
forma de la sociedad. En él se manifiesta cuanto la vertiente “sociológica” del
pensamiento tocquevilliano es tributaria de una concepción muy clásica de la política.
El gran problema de la nueva forma de despotismo consiste en que reposa
sobre la ruptura de los vínculos que unen a los hombres unos a los otros. Esta formulación
no es trivial. Tocqueville no queda restringido a la imagen un tanto mecánica
de la “atomización” de la sociedad o de su reducción a “polvo”, como diría
Royer-Collard. El énfasis está en los lazos, en lo que une. Siempre es así en
Tocqueville, y es así que concibe a la política como ejercicio conjunto del poder
estribado en una forma de convivencia. Este modo de pensar reserva una importante
posición para la concepción del lugar y del papel de la religión en las sociedades
democráticas. La religión es entendida, en este contexto, desde el ángulo
de su capacidad de agregación, unificadora, en fin, formadora de vínculos. “¿Cómo
es posible que la sociedad escape a la destrucción si el vínculo moral no se
refuerza en la misma proporción en la que se relaja el vínculo político?”, pregunta
con referencia a la república democrática. Formulaciones como ésta llevan a
un intérprete como Raymond Aron a afirmar que Tocqueville es “un liberal al que
le gustaría que los demócratas reconociesen la solidaridad necesaria entre instituciones
libres y creencias religiosas”.
En el centro de su preocupación por las sociedades democráticas está la cuestión
de cómo mantener juntos a los hombres libres sin que su independencia se
convierta en indiferencia. En realidad, si la “nueva ciencia de la política” es llamada
a “educar a la democracia”, una de sus metas ciertamente será el aprendizaje
del lo que él designa como “arte de la asociación”. En las memorias que escribió
para su uso personal después de 1848, hizo explícita la idea de que la libertad
se había tornado “la pasión de toda mi vida”. Ella consiste en una “libertad
moderada, regular, contenida por las creencias, las costumbres y las leyes”. Sin el
arte de la asociación (espontáneo en las sociedades aristocráticas, pero que debe
ser creado en las sociedades democráticas) nada de eso es posible. Pues es de ella
258
que se puede esperar el doble aprendizaje de la libertad civil: la energía, la iniciativa,
la confianza en las fuerzas propias por un lado, el autogobierno por el otro.
Y autogobierno significa una mezcla de la capacidad de hacer valer los derechos
y la voluntad de uno, con la capacidad de contener los propios impulsos. Tocqueville
saca partido, en este punto, de la ambigüedad del término: participar por
cuenta propia del gobierno y gobernarse a sí mismo (o sea, contenerse). Creencias,
costumbres y leyes, he aquí las tres fases de la imagen de la convivencia social
que Tocqueville esboza en su obra. Las leyes rigen las costumbres y las costumbres
moderan las leyes, dice él. Tal vez pueda sostenerse que las creencias
moderan a ambas y las vinculan entre sí, especialmente si entendemos las creencias
bajo una acepción amplia y no sólo religiosa, en sentido estricto, a la manera
de lo que sucede con el “dogma” de la soberanía popular. También sobre esto
Aron tiene algo que decir: “El tema fundamental de Tocqueville es por lo tanto el
de la necesidad, en una sociedad igualitaria que quiere gobernarse a sí misma, de
una disciplina moral inscrita en la conciencia de los individuos. Ahora bien, la fe
que creará esta disciplina moral es la fe religiosa”. Agreguemos que esta fe religiosa
puede estar altamente teñida de fe secular republicana, como él constató en
los Estados Unidos. En conjunto, su viaje americano le ofreció una gran lección,
comenta Pierre Manent citando su obra. Se trata de “regular la democracia con la
ayuda de las leyes y de las costumbres”. Aquí no hay referencia directa a las
creencias. Tal vez porque Manent está atento a la circunstancia de que en las sociedades
democráticas el principio dominante no es la virtud, sino el interés.
Llegamos ahora a un punto particularmente complejo y fascinante del pensamiento
de Tocqueville. Este pensador, enteramente absorto por el tema aristocrático
de los vínculos que unen unos con otros a hombres desiguales y con lugares
bien definidos en la sociedad, se ve en la situación de buscar la comprensión de
un mundo social marcado por la ausencia de lugares determinados y por la igualdad
de condiciones, sin dejar de mantener tanto en un caso como en el otro la referencia
básica a la libertad. En un pasaje de su obra sobre el antiguo régimen y
la revolución comenta que había libertad en el antiguo régimen, incluso más de
la que hubo después de él. Pero era una libertad “irregular e intermitente”, mal
regulada, “siempre vinculada a la idea de excepción y de privilegio”. Y concluye,
en una referencia a su tesis central en aquel libro, que muchos de los resultados
de la revolución no fueron generados por ella, sino que echaron raíces en el
suelo del antiguo régimen, y que “si esa especie de libertad desregulada y malsana
preparó a los franceses para derrumbar al despotismo, no obstante los tornó tal
vez menos capaces que cualquier otro pueblo para fundar en su lugar el imperio
pacífico y libre de las leyes”. Pero el caso angloamericano muestra que en una sociedad
democrática eso es posible. Más aún, muestra que en una sociedad de ese
tipo el ejercicio del arte de la asociación permite aprender con la experiencia y
corregir los defectos del orden social y las malas consecuencias de las acciones.
Al mismo tiempo, el caso americano muestra que este imperio pacífico y libre de
259
Tocqueville y la pasión bien comprendida
La filosofía política moderna
las leyes sólo se efectiviza cuando es animado por los influjos de ideas y costumbres
que le dan vida. “Nada es más superficial que atribuir la grandeza y la potencia
de un pueblo apenas al mecanismo de sus leyes”, escribe en otro pasaje del
mismo libro. “Pues, en esa materia, es menos la perfección del instrumento que
la fuerza de los motores la que hace el producto”. (¿Habría él usado esta sorprendente
imagen de los motores, en vez de las pasiones, sentimientos, opiniones o el
espíritu, sin su viaje americano?) E invocando el caso inglés, en que leyes desordenadas
y complicadas, si se las compara con las francesas, conviven con una sociedad
sólida y próspera, comenta: “Eso no adviene de la bondad de tales leyes
en particular, sino del espíritu que anima a la legislación inglesa de punta a punta.
La imperfección de ciertos órganos no es impedimento, porque la vida es poderosa”.
Los grandes cambios que Tocqueville percibe e intenta retratar se refieren a
una sociedad atravesada de punta a punta no por la virtud, que une a los hombres
y los hace trascender su ámbito privado, sino por el interés, que los separa y los
impele siempre de vuelta hacia su mundo personal. En las nuevas circunstancias,
de poco valdría invocar el republicanismo clásico como solución. Tocqueville tiene
más afinidades con la posición republicana que con el laissez-faire (o, dadas
las peculiaridades de su modo de pensar, tal vez fuese mejor decir que no concibe
uno sin referencia al otro). Para hacer frente a este problema, se valió de un recurso
de gran audacia intelectual. Retomó el tema del interés, pero para proyectar
en el interior de esta misma noción su exigencia de moderación, de autogobierno,
de impulso regulado. Crea así una figura paradójica a primera vista: el interés
bien comprendido, en el que conviven el impulso dirigido hacia sí mismo y
la contención teniendo en vista a los demás. “Concibo una sociedad en la que todos,
contemplando la ley como obra suya, la amen y se sometan a ella sin esfuerzo;
(...) Gozando cada uno de sus derechos, y estando seguro de conservarlos, así
es como se establece entre todas las clases sociales una viril confianza y un sentimiento
de condescendencia recíproca, tan distante del orgullo como de la bajeza.
Conocedor de sus verdaderos intereses, el pueblo comprenderá que, para
aprovechar los bienes de la sociedad, es necesario someterse a sus cargas. La asociación
libre de los ciudadanos podría reemplazar entonces al poder individual de
los nobles, y el Estado se hallaría cubierto contra la tiranía y contra el libertinaje”.
Este pasaje se encuentra ya en 1835 en la introducción del autor a la Demo -
cracia en América.
El tema es central y de los más difíciles. Antes de enfrentarlo, aprovechemos
una formulación específica en el pasaje citado para dar por lo menos una parte de
la atención que merecen a dos aspectos del pensamiento de Tocqueville. En primer
lugar, queda explícito que toma muy en serio una concepción de sociedad definida,
bajo una clave política, como la asociación libre de hombres libres. Al
mismo tiempo, se trata para él de una condición que puede ser “imaginada” (tal
vez un poco como una idea reguladora, que da orientación para la acción correc-
260
ta en un horizonte inalcanzable) pero cuya realización sería desmesurada si se la
intentara aquí y ahora. El segundo punto tal vez sea un poco más controvertido,
pero me parece de fundamental importancia para entender el “espíritu” del pensamiento
de Tocqueville. Pensador medularmente político (en la acepción más
clásica de política como el “arte de la asociación”), ve los grandes problemas desde
una perspectiva peculiar según la cual lo que es enteramente inaceptable, el
mal radical en la vida social, más que la opresión, es la degradación de los hombres
que ella provoca. Es frente a esa degradación (algo que lo agredía en sus lealtades
más profundas, la aristocrática y la cristiana) que retrocede con horror. Y
es esto lo que él entreve en la asociación posible entre despotismo y democracia,
esa nueva e innombrable forma de tiranía que no ofende, no oprime, no mata, pero
no permite que los hombres sean señores de sí.
Existe en el curso de la argumentación de Tocqueville una cierta analogía entre
la relación del interés y su adecuada comprensión por un lado, y el individualismo
y las asociaciones civiles por el otro. En ambos casos se trata de prevenir
la recaída en el egoísmo, esa figura arcaica del “amor desmesurado por sí mismo,
con exclusión de todos los demás”, que contrasta con el sentimiento “maduro y
ponderado” de la privacidad individualista. Aquella sólo se corrige mediante la
participación voluntaria en los negocios públicos, jamás por la imposición de un
gobierno centralizado. De la misma manera, el interés bruto se resiste a leyes y
mandatos, y sólo se modera a partir del discernimiento de su portador. Una formulación
posible para el problema que Tocqueville enfrenta en ese punto es la siguiente:
¿cómo civilizar (el término aquí es intencional) el interés sin tener que
recurrir a una figura como la de la voluntad general de Rousseau? He aquí el punto
sensible. Tocqueville piensa el problema moderno del interés contra el telón de
fondo del problema clásico de la voluntad. Esto significa que él no abre espacio
para ese fundamental cambio de énfasis en el pensamiento político moderno, que
pone a las preferencias individuales en el lugar de la voluntad. Ello tiene un significado
directo para su tema central, la libertad. La idea de interés bien comprendido
es inseparable de la idea de libertad como capacidad de ser señor de sí. Del
mismo modo, la idea del interés como el ordenamiento de las preferencias individuales
es inseparable de la concepción “negativa” de libertad como ausencia de
impedimentos externos. En consecuencia, si en las repúblicas democráticas ya no
guardan vigencia las virtudes, substituidas por los intereses, y si éstos, librados a
su lógica intrínseca, se interponen entre los hombres y los separan, entonces es
preciso encontrar en las sociedades democráticas un correlato moderado de la virtud
para poder moderar los intereses. La cuestión de fondo, claro, es la más clásica
posible. Se trata de la cuestión de la medida en contraste con el desorden o
con la falta de reglas, y tal vez no sea ejercer violencia para con el pensamiento
de Tocqueville si usamos el término ‘justa medida’.
¿Cuál era, finalmente, la preocupación central de Tocqueville cuando escribió
La Democracia en América? (Es posible, aunque haciendo objeto de enorme
261
Tocqueville y la pasión bien comprendida
La filosofía política moderna
injusticia a esa obra excepcional, resumir en pocas palabras lo que tenía en mente
cuando escribió El Antiguo Régimen y la Revolución, que no será materia de
examen aquí. Se trata de demostrar la continuidad secular de los procesos que trabajaban
profundamente en la sociedad, mismos que la revolución francesa aceleró
más de lo que generó; en especial, claro, la centralización). Pero en el caso de
su primer gran obra hay manifestaciones suyas que causaron no poca controversia
entre sus intérpretes. En una carta escrita a su amigo Stoffels inmediatamente
después de la publicación del primer volumen del libro, Tocqueville torna explícito
su objetivo al escribirlo. La referencia inequívoca es a las condiciones y al
público en Francia.
“Yo quería mostrar lo que es realmente en nuestros días un pueblo democrático;
y, mediante un retrato rigurosamente preciso, producir un efecto doble
en los hombres de mi tiempo. A aquellos que imaginaban una democracia
ideal, un sueño brillante y fácilmente realizable, busqué mostrar que habían
revestido el cuadro con colores falsos; que el gobierno republicano que pregonan,
aunque puede traer beneficios substanciales a un pueblo capaz de soportarlo,
carece de todos los rasgos elevados que su imaginación les atribuía
y, sobre todo, que un gobierno como ése no puede ser mantenido sin ciertas
condiciones de inteligencia y de moralidad privada, y sin una creencia religiosa
que nosotros, como nación, no alcanzamos y que debemos buscar alcanzar
antes de tomar sus resultados políticos. A aquellos para quien la palabra
democracia es sinónimo de destrucción, anarquía, expoliación y asesinato,
traté de mostrar que bajo un gobierno democrático las fortunas y los derechos
de la sociedad pueden ser preservados, y la religión, honrada; que,
aunque una república democrática pueda desarrollar menos las fuerzas más
nobles del espíritu humano, ella tiene a pesar de ello una nobleza que le es
propia; y que, al final, tal vez sea la voluntad de Dios esparcir felicidad en
grado moderado sobre todos los hombres, en vez de acumular una gran suma
sobre algunos pocos, al permitirle apenas a una pequeña minoría que se aproxime
a la perfección. Busqué mostrar a ellos que, independientemente de su
opinión, la deliberación no estaba más en su poder; que la sociedad siempre
tendía más en el sentido de la igualdad, y los arrastraba junto con todos los
otros atrás de sí; que la única elección era entre dos males inevitables; que la
alternativa no era más si tendrían una democracia o una aristocracia, sino que
ahora consistía en una democracia, sin poesía ni elevación, en efecto, pero
con orden y moralidad; o en una democracia indisciplinada y depravada, sujeta
a espasmos súbitos; o entonces a un yugo más pesado que cualquiera que
tenga atormentado a la humanidad desde la caída del Imperio. Busqué disminuir
el ardor del partido republicano y, sin desanimarlos, apuntar hacia el
único curso de acción sensato. Me esforcé en contener las reivindicaciones
de los aristócratas y en llevarlos a inclinarse delante de un futuro irresistible.
De modo que, siendo menos violento el impulso de un lado y la resistencia
262
del otro, la sociedad pueda encaminarse de modo pacífico para la consecución
de su destino. Esa es la idea dominante en el libro æuna idea que envuelve
todas las otras, pero que pocos descubrieron hasta ahora. (...) Mas tengo
fe en el futuro, y tengo esperanza de que llegue el día en que todos verán claramente
lo que hoy apenas unos pocos sospechan”.
Quizás fuese demasiado esperar que pocos meses después de la publicación
de la obra muchos lectores tuvieran dominio sobre la compleja elaboración que
resume en esta carta. Pero su argumento es precisamente que en esencia se trata
de un libro simple, construido alrededor de una única idea. Exactamente en la
apertura hace alusión a la “idea matriz” del libro, que estaría en su génesis y lo
atravesaría de punta a punta. A juzgar por la carta que acabamos de ver, esa idea
no concierne tanto al contenido de la obra sino a su “espíritu”, si no fuera abuso
usar aquí ese término. Ella se refiere al esfuerzo por inducir a la moderación a los
contendientes (los partidarios de la aristocracia y los de la democracia) en nombre
de la demostración de su equívoco básico, al no darse cuenta de que los tiempos
cambiaron y de que el juego es otro. Se trata de la aplicación pionera y enteramente
consciente de aquello que para Tocqueville era una exigencia apremiante:
una nueva ciencia política para una nueva época. Y esa ciencia no podría atenerse
a describir los nuevos fenómenos de ese nuevo mundo, ni tan sólo buscar
explicarlos, sino que debería tener otras miras mucho más ambiciosas. Debería
ser capaz de traer a la luz el carácter de una sociedad, su fisonomía propia en lo
que tiene de peculiar y en lo que comparte con otras. En este sentido específico,
debería operar de manera comparativa y caracterizadora (no es para sorprenderse,
por lo tanto, la frecuencia con que se encuentra en la bibliografía la aproximación
entre el trabajo de Tocqueville y los “tipos ideales” estudiados por Max Weber).
Debería, finalmente, producir resultados relevantes para los grandes debates
del momento presente, al hacer visibles esas raíces más profundas y al ubicarlas
en su encuadramiento más amplio.
Coherente con ello, Tocqueville no se exime de ir más allá de expresar la exigencia
de una nueva ciencia política y de formular sus tareas más apremiantes.
“El mundo político sufrió una metamorfosis. Nuevos remedios deben ser buscados
de aquí en adelante para los nuevos males. Definir límites amplios más nítidos
y firmes para la acción del gobierno; conferir determinados derechos a las
personas privadas y asegurar a ellas el goce incuestionable de esos derechos; habilitar
al hombre individual para mantener toda la independencia, fuerza y poder
original que aún posee; elevarlo en la sociedad y sostenerlo en esa posición; esos
me parecen ser los principales asuntos para los legisladores en las épocas a las
que ahora estamos en vías de entrar”, escribe él.
La “idea matriz” (o, en la cita anterior, “idea dominante”) de La Democracia
en América, que Tocqueville tanto apreciaba, está lejos de ser tan inequívoca como
él imaginaba. El autor de un importante libro sobre el proceso de elaboración
263
Tocqueville y la pasión bien comprendida
La filosofía política moderna
de la obra, James Schleiffer, prefiere la idea de soberanía del pueblo. Y otro comentarista,
Stephen Holmes, presenta una propuesta que ilumina un aspecto importante
de la concepción de democracia de Tocqueville. Sostiene él que, dado el
gusto de Tocqueville por las frases de efecto, una buena candidata a la condición
de idea matriz de la obra estaría contenida en la frase que aparece justamente en
el inicio del libro: “La extrema libertad corrige los abusos de la libertad, y la extrema
democracia previene los peligros de la democracia”. Para Holmes, la idea
que proporciona el hilo conductor de la obra es ésta: la democracia es capaz de
auto-corregirse. No se trata aquí de contraponer a Holmes al propio Tocqueville,
incluso porque están en planos diferentes. Mientras que el autor habla de la idea
que estaba en su mente mientras escribía, el comentarista, que no tiene este acceso
privilegiado, busca en el contenido de la propia obra la respuesta para el desafío
de encontrar la tal idea matriz propuesto por el autor. Pero Holmes, fiel a Tocqueville
o no, tiene un punto a su favor. La idea que él apunta es ciertamente de
suma importancia. Hemos citado ya la frase de Tocqueville acerca de regular la
democracia con la ayuda de las leyes y de las costumbres. Viene al caso, ahora,
recordar que ella empieza con la expresión “no se debe desesperar” de regular la
democracia. Él era cauteloso en su afirmación, pero el propio término empleado
muestra la importancia que atribuía a la cuestión. En la perspectiva de Holmes, la
democracia política (el autogobierno) puede remediar las insuficiencias o deficiencias
de la democracia social (la igualdad). Es claro que él sabe que una es impensable
sin la otra, pero siempre resulta interesante apuntar al carácter dinámico
de la unión entre esas dos caras de la misma moneda. Precisamente por estar
atento a esta dinámica, Tocqueville alcanzó a formular aquellas que, si las revisamos
cuidadosamente, quizás sean sus más grandes advertencias para el mundo en
que vivimos: que la tiranía en el mundo moderno no es una figura estrictamente
política, de carácter institucional; que la sociedad, por las “costumbres” que mueven
a sus mayorías, puede ser más opresiva que cualquier Estado, democrático o
no; finalmente, que sin formar ciudadanos con un carácter apto para enfrentar las
tensiones e incertidumbres de la relación entre los principios de la libertad y de
la igualdad, de poco sirve a una sociedad tener las mejores leyes y la mayor comparecencia
electoral, porque estará poblada por hombres serviles.
Hablando específicamente de los Estados Unidos, Tocqueville comenta que
“la gran ventaja de los americanos consiste en poder cometer errores que pueden
después corregir”. Y éste es el punto. La democracia puede permitirse cometer
errores. Pues la cuestión no es que haya remedios, sino que se tenga cómo usarlos,
y es precisamente esto lo que ella propicia. El problema, como él mismo advierte
en otro paso, es que la capacidad de corregir errores demanda tiempo. Hay
un aprendizaje involucrado en ello. Tocqueville abre la posibilidad de pensar la
democracia como un gran proceso de aprendizaje.
En realidad, la democracia no se limita a poder errar, pero hace amplio uso
de dicha posibilidad, de acuerdo con Tocqueville. Hay pasajes en el libro en los
264
que se tiene la impresión de que los americanos gastan buena parte de su tiempo
corrigiendo lo que hicieron antes. Ello debe verse desde dos perspectivas. Primero,
hay una condición muy objetiva para ello. Más que cualquier otro pueblo, los
norteamericanos pueden permitirse cometer errores porque las características de
su país (escala continental sin amenazas en las fronteras, etc.) son favorables. En
este sentido, las generalizaciones son temerarias. “Una democracia sólo puede alcanzar
la verdad por la experiencia; y muchas naciones podrán perecer mientras
esperan las consecuencias de sus errores. El gran privilegio de los americanos no
consiste en que sean más esclarecidos que otras naciones, sino en poder reparar
los errores que hayan cometido”. Por otro lado, existe sí una conclusión general
que resulta de lo anterior: no se puede esperar un desempeño impecable de los regímenes
democráticos, y esto es una condición intrínseca a ellos. En esta perspectiva,
la democracia inmaculada es algo monstruoso.
Las ventajas de este régimen son de otro orden. Ellas se refieren a la otra faz
de la acción moderadora de los impulsos que las leyes, las costumbres y las creencias
pueden ejercer. Esta otra faz fue observada en abundancia por él en los Estados
Unidos, y ciertamente está entre lo que más lo impresionó. Se trata de la enorme
energía que el ejercicio de la democracia desencadena. “La democracia no da
al pueblo el gobierno más hábil, pero hace aquello que el gobierno más hábil con
frecuencia es incapaz de crear: disemina por todo el cuerpo social una inquieta
actividad, una fuerza superabundante, una energía que jamás existen sin ella y
que, por desfavorables quesean las circunstancias, pueden generar maravillas. En
eso consisten sus verdaderas ventajas”, escribe él.
No se podría esperar de Tocqueville que fuese un entusiasta de la democracia.
Su propósito era apenas el de ser leal, y lo cumplió ampliamente. Claude Lefort
ve en su empresa una singular capacidad de “detectar las ambigüedades de la
revolución democrática en todos los dominios”. En cada momento de su análisis,
dice él, Tocqueville es llevado a “pasar de la faz al reverso del problema, a develar
la contrapartida de lo positivo ælo que se torna un nuevo signo de libertadæ o
de lo negativo ælo que se torna un nuevo signo de servidumbre”. Convertir certidumbres
en ambigüedades; no conjurar el error sino indagar la capacidad de enmendarlo:
he ahí una manera interesante de reflexionar sobre una realidad política
naciente.
Hay una observación personal de Tocqueville que arroja luz sobre su modo
de ser y de pensar: escribiendo en 1837 a su amigo Kergorlay, comenta que puede
muy bien concebir que se combinen en la misma persona la pasión política y
la pasión religiosa, pues ambas proyectan al hombre más allá de sí mismo y se
nutren de ideas y convicciones que transcienden el pequeño cotidiano. Lo que resulta
impensable, para él, es juntar en la misma persona cualquiera de las dos y
la mera pasión por el bienestar. ¿Pero acaso el interés bien comprendido no pasa
por esa combinación que él abomina? Que así sea, diría él, como a veces lo ha-
265
Tocqueville y la pasión bien comprendida
La filosofía política moderna
cía en sus debates epistolares. Aunque bien vistas las cosas, para Tocqueville, el
interés, incluso si es bien comprendido, concierne a los otros, a los hombres comunes
de las sociedades igualitarias y de los tiempos democráticos. De Tocqueville
y de sus pares, aquellos que conocen su tiempo y que no retroceden frente a
él ni son sordos a las razones de sus corazones aristocráticos, es posible exigir
más. Lo que importa es ir hasta donde los tiempos permitan y cultivar la pasión
bien comprendida. Ello tenía un significado preciso para Tocqueville: ser señor
de sí, autogobernarse, ejercer la libertad.
266
Bibliografía
Aron, Raymond 1967 Les Étapes de la Pensée Sociologique (Paris: Gallimard).
Gantus Jazmín, Marcelo 1997 Alexis de Tocqueville: a Historiografia como
Ciência da Política (Rio de Janeiro: ACCSESS).
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Lefort, Claude 1984 “Afilosofia política diante da democracia moderna”, en
Filosofia Política, Nº 1, pp. 131-142.
Manent, Pierre 1982 Tocqueville et la Nature de la Démocratie (Paris: Julliard).
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Press).
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Siedentop, Larry (1984) Tocqueville, en colección “Past Masters” (Oxford
University Press).
Werneck Vianna, Luiz 1993 “Lições da América: o problema do americanismo
em Tocqueville”, en Lua Nova, Nº 30, pp.159-193.
White, Hayden 1992 Meta-história; a Imaginação Histórica do Século XIX
(Editora de la Universidade de São Paulo/EDUSP).
Notas
1. Intérpretes y comentaristas de la obra de Tocqueville solamente serán
nombrados en el texto para dar el crédito debido a la autoría de las posiciones
que defienden. Los textos correspondientes se refieren en la bibliografía
final.
267
Tocqueville y la pasión bien comprendida

Capítulo X
Bentham: el utilitarismo y la
filosofía política modern a
c Cícero Araujo*
IN
os proponemos comentar aquí el pensamiento político de Jeremy
Bentham (1748-1832), la figura más emblemática de la corriente utilitarista
británica clásica. A título de complementación y contraste también
se harán breves referencias a otros dos conocidos utilitaristas, James y John
Stuart Mill.
Hasta su involucramiento con el radicalismo inglés, durante la campaña por
la extensión del sufragio en las primeras décadas del siglo XIX, Bentham era
conocido como un “filantropista”, un “legislador” y un “inventor” de proyectos
(debido, entre otras cosas, a los minuciosos planes de reforma de los sistemas
penal y educacional de su país, lo que por cierto llevó a muchos de sus lectores
del siglo XX a considerarlo una especie de Ciro Peraloca de las Ciencias
Sociales). Gracias a su obvia afinidad con la jurisprudencia, Bentham ya tenía en
ese entonces un pensamiento político más o menos desarrollado. No obstante, su
defensa del sufragio universal masculino y de lo que denominó “democracia
representativa pura” trajo una inflexión importante en tal desarrollo, en la que nos
detendremos en la parte final de este artículo.
269
* Profesor del Departamento de Ciencia Política, Universidad de São Paulo (USP), Brasil. Coordinador del Area de
Programación del Doctorado de Ciencia Política de la mencionada institución.
La filosofía política moderna
Tanto el “utilitarismo” como el principio que justifica este nombre están íntimamente
asociados a Bentham. Aunque casi ningún pensador político moderno
anterior a Bentham sea rotulado como “utilitarista”, el principio de la utilidad,
que este controvertido intelectual inglés enuncia en su célebre An Introduction to
the Principles of Morals and Legislation publicado en 1789, no constituye propiamente
una novedad en la tradición de la filosofía moral. Bentham lo sabía, y
sabía también de la carga polémica que el principio conllevaba, pero lo consideraba
lo suficientemente explicado por otros autores. Tanto es así, que ni siquiera
se preocupó por detenerse en él con detalle. Lo suponía razonablemente conocido
entre sus lectores, por lo que se arrojó sin más tardanzas en pos de la misión
para la que consideraba tener una especial vocación: exponer todas las consecuencias
de tal principio en las disciplinas jurídicas.
De hecho, por lo menos desde el siglo XVII diversos filósofos británicos y
franceses venían anticipando en sus reflexiones morales los rasgos definitorios
del pensamiento utilitarista. El propio Bentham y sus discípulos invocan como
fuente inspiradora la obra del gran exponente de la filosofía empirista moderna
en el siglo XVII, John Locke, y también las de los que, atravesando el siglo
siguiente y a pesar de las enormes divergencias entre sí, siguieron el camino
abierto por él: Berkeley, Hume y Adam Smith, para no mencionar a los hoy
menos conocidos –pero ávidamente leídos en su tiempo– como Hutcheson,
Hartley, Paley, Priestley, Condillac y Helvécio (estos dos últimos franceses).
Incluso en el campo del derecho, Bentham sabía que no estaba siendo un innovador:
antes de publicar la Introduction ya había leído con entusiasmo un libro
que contenía esencialmente el mismo principio que él abrazaba, a saber, De los
delitos y de las penas, del jurista italiano Cesare Beccaria. Había decidido escribir
al respecto simplemente porque creía que un tratamiento más riguroso y
extenso todavía estaba por realizarse.
II
La novedad del benthamismo, por lo tanto, es eminentemente práctica: los
“utilitaristas”, como pasaron a ser llamados sus seguidores, apenas procuraron
refinar la argumentación moral y política, elaborándola a partir de una filosofía y
una psicología que, si no eran ampliamente aceptadas en aquel tiempo, por lo
menos eran tomadas muy en serio, particularmente por ellos mismos (la contribución
de Bentham, en este caso, es pequeña si se compara con la de los Mill).
Nos gustaría, siguiendo esta línea de pensamiento, abordar tres proposiciones
que aparecen al comienzo de la Introduction, no sólo para mostrar en qué medida
son despliegues de lo que vamos a llamar aquí “metafísica cartesiana”, sino,
principalmente, para mostrar cómo tales despliegues, en apariencia del todo especulativos
y abstractos, permitirán a Bentham, James Mill y John Stuart Mill abra-
270
zar un programa muy práctico y concreto de reformas políticas amplias para su
país. Tal programa terminará por alejarlos del círculo social al que estaban naturalmente
destinados (ya sea por la fortuna, por la formación intelectual o por los
puestos que ocupaban), de los orgullosos varones de la aristocracia inglesa, acercándolos
–lo que para ese entonces, constituye un acontecimiento bastante raro
en la tradición intelectual inglesa– a un movimiento de composición e índole eminentemente
plebeyas en defensa de la “democracia representativa”, al que le prestaron
una armadura filosófica 1.
Las tres proposiciones que vamos a destacar, que aparecen en el libro en
cuestión, son en verdad complementarias entre sí y están dedicadas a enunciar, de
modo simple y conciso, el principio que guiará al autor en el examen de las leyes.
Así,
a) “la naturaleza puso al género humano bajo el dominio de dos señores soberanos:
el dolor y el placer (...) Al trono de esos dos señores está vinculada,
por una parte, la norma que distingue lo que es recto de lo que es errado y,
por otra, la cadena de las causas y de los efectos”.
b) El principio de la utilidad es simple derivación de la proposición anterior,
tal y como él lo dice en el texto: “el principio que establece la mayor felicidad
de todos aquellos cuyo interés está en juego como la justa y adecuada
finalidad de la acción humana, y hasta la única finalidad justa, adecuada y
universalmente deseable; digo de la acción humana en cualquier situación o
estado de vida, sobre todo en la condición de un funcionario o grupo de funcionarios
que ejercen los poderes de gobierno. La palabra ‘utilidad’no resalta
las ideas de placer y dolor con tanta claridad como el término ‘felicidad’;
tampoco el término nos lleva a considerar el número de los intereses afectados;
número éste que constituye la circunstancia que contribuye en mayor
proporción para formar la norma en cuestión: la norma de lo recto y de lo
errado”.
c) “Aquellos cuyo interés está en juego” siempre componen una “comunidad”.
¿Qué es una comunidad? “Si la palabra tuviese un sentido, sería el
siguiente. La comunidad constituye un cuerpo ficticio, compuesto por personas
individuales que se consideran como sus miembros. ¿Cuál es, en este
caso, el interés de la comunidad? La suma de los intereses de los diversos
miembros que integran la referida comunidad” 2.
Cada una de estas tres proposiciones marca un estudiado distanciamiento con
respecto a una larga tradición del pensamiento moral que se remonta a la antigüedad
clásica. Como ya dijimos, Bentham no es el primero en hacerlo. Aquí sólo
está extrayendo las debidas consecuencias, para el campo práctico, del viraje
moderno, típicamente cartesiano, de la especulación metafísica, o en otras palabras,
el desplazamiento desde la interrogación sobre la naturaleza o esencia de los
271
Bentham: el utilitarismo y la filosofía política moderna
La filosofía política moderna
objetos, su clasificación y jerarquización -predominante en la antigüedad clásicahacia
la interrogación sobre el sujeto que pretende conocer los objetos. Tal viraje
lleva a los cartesianos a distinguir claramente los objetos de las “percepciones”,
que supuestamente representarían a estos objetos (las “ideas”). Tratándose tan
sólo de percepciones mentales, a las ideas y sólo a ellas tiene acceso directo el
sujeto que pretende conocer. Sólo de ellas tiene conocimiento inmediato. Las percepciones
son, por ello, la materia prima de todo el conocimiento. ¿Cómo podemos
entonces llegar a los objetos a partir de las ideas?
El próximo paso de la investigación es clasificar las ideas y ver si poseen cualidades
que las distingan entre sí. Algunos cartesianos van a proponer lo siguiente:
buena parte de las ideas deriva de nuestros órganos sensoriales (las “ideas sensibles”),
pero otra parte es puramente inteligible, es decir, habita nuestras mentes
desde siempre, como semillas plantadas por Dios, sin deberles nada a aquellos
órganos. Otros cartesianos, sin embargo, van a proponer que pensemos todas
nuestras ideas y, por lo tanto, todo el conocimiento que podemos alcanzar sobre
los objetos, como derivados de las “ideas sensibles”. Los defensores de la primera
tesis, el propio Descartes entre ellos, serán llamados “racionalistas o innatistas”.
Los de la segunda serán llamados “empiristas”.
La defensa más conocida del empirismo inglés en el siglo XVII es el Essay
concerning Human Understanding de John Locke, que Bentham leyó atentamente
en sus años de formación. Allí se enuncian tres cuestiones que interesaron especialmente
a nuestro autor: 1) que todas las ideas pueden ser divididas en sus componentes
más elementales, o sea, que las ideas son simples (no pueden ser descompuestas)
o son complejas, como resultado de una asociación de ideas simples;
2) todas las ideas simples son sensibles, pero existen aquellas que representan
cualidades que pertenecen a lo objetos (las cualidades “primarias”) y otras que
no, expresando sólo cualidades de la mente que percibe (las cualidades “secundarias”).
Así, los colores, los sonidos, los olores -a diferencia de la figura y de la
extensión- no pertenecen a los objetos, sino que constituyen modificaciones de la
propiamente; 3) nuestras ideas sobre el bien y el mal, nuestras ideas morales, son
ideas complejas, pero... ¿de qué ideas simples podrían derivarse? Dado que todas
las ideas simples son sensibles, nuestra primera idea del bien sólo puede haber
sido una sensación agradable (“placer”), y la del mal una sensación desagradable
(“dolor”). Está claro que el dolor y el placer no son cualidades de los objetos que
las provocan, sino tan sólo modificaciones de la mente.
Como veremos, Bentham cree que Locke no siempre es consistente en esas
afirmaciones, especialmente cuando debe tratar con conceptos jurídicos tales
como el de “derecho natural”. No obstante, nuestro autor encuentra en ellas todo
lo que necesita para fundar el principio de la utilidad y establecer su distanciamiento
con aquella larga tradición de la filosofía moral antigua a la que nos referimos.
272
Existe una vertiente del pensamiento político de inspiración aristotélica asociada
a tal tradición: el llamado “republicanismo clásico”. Esta tradición jamás
haría propia la idea de que los seres humanos se encuentran irremediablemente
bajo el dominio de aquellos dos “señores”, el placer y el dolor, como afirma
Bentham en el comienzo de la Introduction. La misma suele distinguir y jerarquizar
diversas “funciones” al interior del alma, atribuyendo a la razón una función
superior y dirigente con respecto a las demás funciones: las llamadas “apetitivas”,
es decir, las pasiones y las sensaciones más simples de placer y de dolor;
y las llamadas “vegetativas”, vinculadas a la nutrición y a la reproducción. Una
vida bajo el imperio del placer y del dolor es propia de los animales o de los esclavos,
ya sea porque sus almas no poseen funciones inteligentes o porque no tienen
o no fueron educados para tenerlas en grado suficientemente desarrollado como
para dirigir el alma.
Esta misma tradición distingue claramente a la felicidad de las sensaciones
de placer y de dolor. La felicidad es el resultado de la conquista del “bien supremo”,
que constituye siempre un objeto separado de la sensación. Está claro que
el sujeto feliz siente placer, pero el placer no es el elemento esencial o definitorio
de la noción de felicidad: existen objetos dignos de ser buscados (“bienes”) -
el principal es el que posibilita la felicidad- y otros indignos (“males”).
Correlativamente, existen placeres dignos e indignos.
En ambos casos, Bentham piensa exactamente lo contrario, tal como lo anuncian
las dos primeras proposiciones que destacamos más arriba. En primer lugar,
la metafísica empirista que lo inspira lo hará rechazar la noción de un “bien
supremo” que justifique la distinción entre felicidad y placer. En la medida en que
nuestras ideas del bien y del mal se originan en sensaciones agradables y desagradables,
la “bondad” o la “maldad” no son atributos de los objetos que supuestamente
provocan esas sensaciones, sino apenas modificaciones del sujeto que
siente.
Es correcto decir, como lo hace Aristóteles, que el “bien” es aquello que es
deseable y el “mal” aquello que es indeseable. No obstante, lo que es
deseable/indeseable ya no puede ser un conjunto de objetos clasificados como
dignos o indignos en sí mismos, cuya aprehensión lleva a la fruición de un placer
digno o indigno. A la única cosa a la que realmente tenemos acceso directo son,
pues, las ideas, y dentro de ellas, a las agradables o a las desagradables. Son estas
últimas las que señalan los fines de nuestras acciones. En lo que se refiere a los
objetos que según suponemos provocan tales sensaciones, resultan apenas instrumentos
para esos fines. Así, los objetos no sólo no pueden ser dignos o indignos
en sí mismos, tal como un mismo objeto puede ser “bueno” o “malo”, dependiendo
de las circunstancias que los llevan a producir sensaciones placenteras o
desagradables.
273
Bentham: el utilitarismo y la filosofía política moderna
La filosofía política moderna
Es también en este sentido que nuestra inteligencia, nuestra capacidad de
raciocinio, está subordinada a tales fines, pues si la razón fuera capaz de señalar
otro fin independiente cualquiera, al que todos los demás estuvieran subordinados,
entonces debiéramos ser capaces de percibir ideas totalmente separadas de
las sensaciones, inclusive de las de placer y de dolor. Pero el empirista niega la
posibilidad de cualquier idea no derivada de las ideas sensibles. La razón no es
“práctica” porque nos hace desear fines independientes sino simplemente porque,
a partir de la experiencia y de la observación, nos permite conocer cuáles objetos
y circunstancias más probablemente nos mantienen lejos del dolor y próximos al
placer.
III
Supervivencias de ese “republicanismo clásico” de inspiración aristotélica,
como un ideal de vida colectiva son ampliamente conocidas en el pensamiento
británico, especialmente el inglés, durante el siglo XVIII, y sirvieron como arma
ideológica contra el régimen parlamentario “Whig” instaurado en el país después
de la Revolución de 1688 3. Esta es una de las dos vertientes del pensamiento
político con la que Bentham ajustará cuentas al elaborar su propia visión. La otra
es el contractualismo de inspiración lockeana, del que hablaremos más adelante.
Una de las imágenes de vida colectiva más características de la tradición
republicana clásica es el pensar a la comunidad política como un todo real, a partir
del cual las partes ganan sentido. La familia y los individuos son “miembros”
de ese todo, de manera similar a la forma en que la mano, según la famosa analogía
de Aristóteles en la Política, es un miembro del cuerpo: la función de la
mano sólo adquiere sentido, sólo es inteligible, a partir de la visión de un todo, el
cuerpo. La comunidad política también constituye un cuerpo, el “cuerpo político”,
del que los ciudadanos, individualmente considerados, son miembros. El ciudadano
está subordinado a la comunidad de la misma forma en que la mano está
subordinada al cuerpo.
Como un todo real, la comunidad posee un “alma” con diferentes funciones
jerarquizadas, a las que corresponden diferentes lugares sociales. Existen funciones
intelectivas, superiores y centrales, que sólo la polis hace posible. En ella se
ejerce una de las actividades intelectuales por excelencia: la deliberación 4.
También existen funciones inferiores: las apetitivas y las vegetativas, subordinadas
a las primeras, que corresponden a las actividades de producción de los
medios de subsistencia y de reproducción de la vida (la familia) y del comercio.
Como un todo real, esa alma colectiva posee una vida moral independiente, orientada
al bien supremo de la felicidad común. Desde esta perspectiva, decir que el
ciudadano está individualmente subordinado al cuerpo político equivale a decir
que su felicidad depende de la felicidad común y resulta inseparable de ésta.
274
El bien supremo define aquello que es más noble y digno de ser vivido.
Corresponde al ideal de vida más perfecto que un ser humano es capaz de alcanzar.
La vida más perfecta está vinculada a lo que es más noble en el hombre. El
alma es más noble que el cuerpo, lo que significa que la felicidad es resultado de
una actividad del alma, aunque ella tiene también funciones más o menos nobles
y dignas. Las intelectivas o racionales son más nobles que las apetitivas y vegetativas,
y es por ello que las segundas están al servicio de las primeras. Así, la felicidad
es resultado de una actividad del alma dirigida por su parte intelectual (la
actividad en sí misma se llama “virtud”). En el ámbito de la comunidad, las funciones
intelectivas del alma corresponden a las actividades deliberativas de la
polis. Es en la polis que el hombre, como ciudadano que participa en las deliberaciones
de la comunidad, puede realizar la vida más perfecta. El bien supremo
es la vida más perfecta que el hombre puede alcanzar, y su realización es la felicidad.
En consecuencia, la vida feliz, la “vida buena”, sólo puede alcanzarse a través
de una vida política lo más activa posible.
¿Cómo establece Bentham su distanciamiento de esta visión? La tercera proposición
del libro que estamos comentando aquí lo muestra claramente. En ella
el autor quiere definir “comunidad política” a fin de dejar claro cuál es el “interés
de la comunidad” que debe fundamentar todas las deliberaciones políticas,
especialmente aquellas que tienen como resultado alguna legislación. La comunidad
política ya no es vista como un todo real: no pasa de una “ficción”, cuya
parte real son los individuos, que le dan inteligibilidad al resto. La comunidad no
constituye un cuerpo con alma que piensa y siente. Quienes piensan y sienten son
únicamente los individuos: son ellos y nada más que ellos los que buscan placer
y huyen del dolor. El individuo es, él mismo, un todo, y la suma de estos pequeños
todos forma la comunidad. Del mismo modo, para Bentham la felicidad de la
comunidad no puede estar relacionada con un bien apartado de los individuos,
sino que debe ser una simple suma de las felicidades individuales. Cuanto mayor
la suma, mayor la felicidad de la comunidad. El “interés” de la comunidad es la
realización de la mayor felicidad que esa comunidad puede alcanzar. Vale decir,
la mayor suma posible de felicidades individuales.
Esta manera de enunciar el principio de la utilidad está en la base del famoso
“cálculo de la felicidad” que Bentham sugiere en la segunda proposición que
aquí destacamos. Si queremos llegar al interés de la comunidad, necesitamos
tomar en consideración el número de los individuos involucrados. Los seres
humanos pueden incluso tener diferentes capacidades intelectuales, pero todos
ellos -hombres, mujeres, niños- son considerados igualmente capaces de sentir
placer y dolor. Todos son, desde este punto de vista, “miembros” de la comunidad
política y poseen el mismo peso en el cómputo general. De ahí resulta el adagio
benthamiano: “cada cual cuenta por uno y nadie más que uno”. Cuanto mayor
sea el número de los beneficiados por una determinada decisión política o por una
legislación -cuanto más esa decisión o legislación permita una mayor fruición de
275
Bentham: el utilitarismo y la filosofía política moderna
La filosofía política moderna
placer y una menor exposición al dolor a un número más extenso de personas-,
mayor será la felicidad de la comunidad. Éste es su interés 5.
Existe todavía otra razón, más allá de la crítica empirista a la separación entre
el objeto (el bien) y la sensación de placer y de dolor, aunque de alguna forma
relacionada con ella, que lleva a Bentham a evitar una definición de bien supremo
al modo aristotélico. Nuestro autor no cree que sea posible establecer un ideal
de vida común que maximice la felicidad de cada uno y que maximice la felicidad
general en consecuencia. No es tarea del legislador establecer este ideal de
vida. Los objetos y las circunstancias que promueven la felicidad son tan variables
en el tiempo y en el espacio que si un mismo estilo de vida puede llevar a
una determinada persona o grupo de personas a una felicidad mayor, también
puede llevar a otros a una gran miseria. No existe un estilo de vida colectivo que,
como en la visión de inspiración aristotélica, corresponda a la perfección de la
especie. La legislación no dispone sobre los fines de las acciones individuales,
sino sobre los medios (ni siquiera sobre todos los medios) en la medida en que
aquélla es una acción gubernamental que, para ser realizada, tiene que afectar de
alguna forma a los miembros de la comunidad. Entonces, el dolor es el que entra
con signo negativo en el cálculo de la felicidad.
La legislación penal, por ejemplo, no sólo significa dolor para quien sufre la
pena, sino también costos (bajo la forma de impuestos) para toda la comunidad
por el establecimiento y la realización de la punición. Ella sólo se justificaría si
los beneficios estimados superaran estos costos y el dolor impuesto al condenado
6. Así como los objetos que provocan sensaciones de dolor o de placer no son
intrínsecamente nobles o dignos, la legislación, la actividad política de un modo
general, no es un fin en sí misma. En el fondo, los resultados que produce no
deben ser tomados demasiado en serio. La moral utilitarista es, sí, teleológica,
pero por consecuencialista y no por perfeccionista (como la republicana clásica).
La otra corriente de pensamiento político muy influyente en tiempos de
Bentham es el contractualismo de inspiración lockiana. Se puede decir que ésta
era la ideología oficial del parlamentarismo “whiguista”. Ya dijimos que Bentham
no encuentra coherencia alguna entre la metafísica empirista de Locke y su doctrina
del derecho natural, y la visión del contrato entre súbditos y soberano de
ellas resultante. Con todo, el principal problema con el contractualismo es bastante
práctico: Bentham cree que ésa es la versión modernizada de un antiguo
mito de la política inglesa, que se encuentra en la base de la defensa de la
“Common Law” hecha por su mayor adversario en el campo de la filosofía del
derecho, el jurista William Blackstone. Se trata del mito del “contrato originario”
entre el rey de Inglaterra y sus súbditos, en el que éstos, a cambio de su obediencia,
obtienen del rey la promesa de que sus “privilegios” (entre los cuales se
encuentran la seguridad de sus vidas y sus propiedades) no serán violados.
276
Es curioso que Bentham tienda un puente entre el contractualismo y los principios
doctrinarios de la Common Law, pues los historiadores del pensamiento
político no se cansan de mostrar cómo la moderna doctrina del contrato sirvió de
inspiración para el ideal iluminista de un código legislativo racional, unificado,
para los Estados nacionales europeos, que pusiera fin al localismo y al caos jurídico
de las instituciones feudales. Este fue no obstante un fenómeno eminentemente
continental, gracias a una fuerte tradición de estudio del derecho romano
en las universidades alemanas, holandesas y francesas, en la que los contractualistas
solían apoyarse para escribir sus tratados. En Inglaterra, donde el derecho
romano no echó raíces, se encontraron maneras de reconciliar, por lo menos en
parte, la doctrina contractualista y la noción, muy cara a la Common Law, de que
las leyes inglesas son depositarias de un largo pasado de reglas y prácticas, cuyo
espíritu original debe ser continuamente rescatado por el jurista mediante técnicas
adecuadas de interpretación.
No es casual que Bentham busque, en un libro anterior a la Introduction, y
por cierto su primer libro (A fragment on government, de 1776), lanzar un ataque
simultáneo a los conceptos típicos del contractualismo lockiano y a los fundamentos
de la Common Law tal como aparecen en la obra de Blackstone.
Bentham era un ferviente abogado del Estado nacional unificado, coherente
y ágil, libre tanto del localismo como de un aparato gobernante con múltiples
fuentes de comando, o sea, libre de los fenómenos que para él constituían enfermedades
crónicas del gobierno inglés. Él creía que un Estado racionalmente organizado
de esta manera era una de las precondiciones para la promoción, en el
plano político, de la más extensa felicidad de los súbditos. Sin embargo, ello no
sería posible si las leyes que regulan las relaciones entre los súbditos, entre los
propios gobernantes y entre los gobernantes y los súbditos no fueran también
coherentes, unificadas y ágiles. Mientras ellas estuvieran fundadas en una vaga
noción de tradición y pasado -lo que para Bentham significaba dejarlas a merced
del capricho de una corporación de juristas y abogados con sus “interpretaciones”-,
el Estado inglés continuaría siendo simultáneamente fragmentado y arbitrario,
convirtiéndose en un obstáculo a la promoción de la felicidad general. El
gran progreso en esta dirección, por lo tanto, sólo podría darse a través de una
limpieza radical de la parafernalia de las reglas de costumbres y de los antecedentes
en que se basaba la legislación inglesa, erigiendo en su lugar un código de
leyes fundamentado en un único principio rector: el principio de la utilidad, que
les daría al mismo tiempo forma (coherencia) y contenido. Para Bentham, la
soberanía del moderno Estado nacional no es otra cosa que la soberanía de la ley
que, en última instancia, significa la supremacía del principio de la utilidad.
¿Cuál es entonces el problema del contractualismo lockiano? 7. Nuestro autor
piensa que esta doctrina es confusa y poco económica en la construcción de su
argumento. Sus pilares son la idea de que los individuos disfrutan de ciertos dere-
277
Bentham: el utilitarismo y la filosofía política moderna
La filosofía política moderna
chos -llamados naturales- histórica o lógicamente anteriores a la institución del
gobierno; y la idea de que los únicos gobiernos legítimos son aquellos basados en
una renuncia voluntaria a algunos de estos derechos, los cuales son delegados por
los súbditos a la persona del soberano a cambio de la garantía otorgada por éste
de protección a los otros derechos restantes. Para ser exacto, un lockiano no necesita
afirmar que este “contrato original” existió de hecho, aunque muchos intelectuales
whigs estuvieran dispuestos a defender que, en el caso de Inglaterra, tal
contrato fuera verdaderamente un acontecimiento histórico. El propio Blackstone
no afirma esto. Basta sostener que el contrato es una “ficción” indispensable, una
herramienta heurística para aprender los verdaderos principios del gobierno, a
saber, que todos los hombres nacen con iguales derechos –algunos de ellos irrenunciables–
y que un gobierno legítimo presupone el consentimiento explícito o
tácito de los gobernados a sus órdenes y leyes. El término “tácito” es aquí una
manera de circunscribir la improbable hipótesis de que los súbditos se hayan reunido
y de que deban reunirse constantemente para dar su asentimiento a las leyes:
si un individuo resolvió vivir bajo el manto protector de un gobierno y se benefició
de tal protección, esto implica ya el asentimiento a sus leyes.
¿Por qué tal argumento es confuso y poco económico? Porque no indica claramente
en qué sentido dichos derechos naturales existirían con anterioridad a la
institución del gobierno y por qué motivo fundamental los súbditos estarían dispuestos
a dar su consentimiento a los gobernantes. La falta de claridad lleva a una
multiplicación innecesaria de conceptos. Asumiremos la suposición de que los
derechos son anteriores al gobierno en un sentido histórico o en un sentido lógico.
Si lo fueran en un sentido histórico, esto querría decir que las personas gozaban
de ciertos derechos antes de que existiera gobierno. ¿Para qué, entonces,
someterse a un gobierno? Para que los derechos fueran garantizados y protegidos.
Si esto fuera así, entonces las personas no poseían tales derechos. Tan sólo los
deseaban, y el propio deseo denuncia la ausencia histórica del derecho antes de
la presencia real de un gobierno. Por otro lado, esta constatación muestra que los
derechos tampoco pueden ser pensados como anteriores en un sentido lógico. El
reconocimiento del derecho de una parte presupone siempre el reconocimiento de
la obligación de su respeto por la contraparte. Cualquier obligación en este sentido
(la que tiene como correlato un derecho) implica una ley reconocida que obliga
igualmente a todos los involucrados. Todos concuerdan, sin embargo, que ninguna
ley es efectivamente ley sin la persona del legislador. Locke concuerda con
esto a tal grado que afirma la existencia no sólo de derechos, sino también de
leyes “naturales”, no escritas, promulgadas por un legislador divino. Pero es posible
que las personas difieran con respecto a la verdadera voluntad de este legislador,
y por lo tanto sobre el contenido de esas leyes. También es posible que
algunas personas no den crédito a la existencia de tal legislador, lo que equivale
a decir que no existen ni un legislador común ni leyes que obliguen a todos de la
misma manera. En conclusión, no es posible concebir un derecho sin que al
278
mismo tiempo se conciba un legislador concreto, humano, efectivamente reconocido
como tal (gobierno), que obligue a su observación.
¿Qué es un gobierno efectivamente reconocido? Entramos, así, en el problema
del motivo del contrato original. La doctrina sugiere que la voluntad de las personas,
en sí misma, constituye un motivo suficiente tanto para que los súbditos
obedezcan como para que el soberano, en su deber, proteja los derechos de aquellos.
De aquí resulta la suposición de la “promesa” que se encuentra por detrás de
la figura del contrato, como si la promesa estableciera las obligaciones recíprocas
del soberano y de los súbditos. Bentham lanza varias críticas a partir de este punto.
Primero, si el contrato fuera un acontecimiento histórico realizado en algún pasado
remoto, entonces las promesas hechas por los fundadores sólo valdrían para
ellos y no para sus descendientes, pues las obligaciones no pasan automáticamente
de padre a hijo. Si no constituye necesariamente un acontecimiento histórico
(como piensan Locke y Blackstone), sino apenas una herramienta heurística, el
motivo del contrato no puede ser la voluntad pura y simple (consustanciada en la
promesa), pues resulta incuestionable que una promesa ficticia no obliga a nada.
Si el contrato ha de ser una herramienta, ha de serlo para descubrir el interés
común que las personas tendrían para obedecer a un gobierno. Lo que importa, por
lo tanto, no es la figura del contrato, sino este interés común. Si hay un modo más
directo de descubrir este interés, la hipótesis del contrato resulta prescindible. Este
modo más directo existe, y se llama principio de la utilidad.
Además, como Bentham podría agregar, Locke es infiel a su metafísica empirista
al pensar que el consentimiento libre y voluntario es en sí mismo un motivo
para obedecer. Tener voluntad es percibir un objeto deseable. Un objeto deseable
es aquel que nos trae placer o nos aleja del dolor. Este es el verdadero motivo,
esta es la base del interés común, no la voluntad pura y simple. La idea del consentimiento
es un añadido innecesario. Si el gobierno promueve el interés común,
cuyo principio sólo puede ser el de la felicidad más extensa independientemente
del consentimiento, entonces se encuentra desde ya moralmente justificado.
El mismo tipo de crítica es lanzado contra el argumento, caro a los defensores
de la Common Law, de que las leyes inglesas son legítimas por su largo pasado,
por la larga tradición de su práctica. Así como la obligación de un contrato
original no pasa automáticamente de generación en generación, el tiempo por sí
solo no justifica la permanencia de las leyes. Una norma pudo haber sido adecuada
en un pasado remoto, pero hoy puede no serlo más aunque haya sido practicada
durante siglos. Si insistimos en el mismo camino sin mayor reflexión es
por los efectos del hábito, una disposición de la naturaleza humana. Un comportamiento
habitual no está predestinado a ser bueno: puede ser útil tanto como perjudicial.
Lo mismo puede decirse de una norma de la costumbre. Si resulta perjudicial,
es porque perdió su vínculo concreto con la felicidad general. En este
caso, el principio de la utilidad prescribe la reforma.
279
Bentham: el utilitarismo y la filosofía política moderna
La filosofía política moderna
IV
Tal como fue desarrollado hasta aquí, el pensamiento político de Bentham
presenta ciertos rasgos “tory”, especialmente en el punto en que critica el vínculo
entre consentimiento y legitimidad del gobierno. Si consideramos la realidad,
por lo menos la apariencia de un Bentham tory pende de hecho sobre su biografía
intelectual hasta los primeros años del 1800. Alrededor de 1808, no obstante,
Bentham inicia su colaboración con James Mill, que acaba por convertirlo a la
causa del radicalismo, en ese entonces en plena campaña por la extensión del
sufragio. La inflexión es profunda, y se presenta como una oportunidad para aplicar
el principio de la utilidad en un terreno hasta entonces inexplorado por el
autor.
Los estudiosos del benthamismo señalan su profunda decepción con el régimen
político entonces vigente en Inglaterra (cuyos gobernantes, a pesar de las
demostraciones de simpatía por parte de algunos ministros, simplemente ignoraron
sus insistentes ofertas para reformar los sistemas judiciario y penal del país)
como uno de los grandes motivos de esta inflexión. Sea ello cierto o no, es probable
que los fracasos de Bentham hayan llevado su atención hacia la importancia
de reflexionar no sólo sobre el contenido de las acciones gubernamentales
(por ejemplo, el contenido de la legislación), su mayor preocupación hasta ese
momento, sino también sobre las formas de gobierno, y especialmente sobre
quién sostiene al gobierno.
Bentham concluyó que no bastaba convencer a los gobernantes mediante una
batalla de ideas con respecto a las buenas iniciativas o a los buenos proyectos de
la administración pública. Aunque estuvieran convencidos de que tales iniciativas
son capaces de promover la felicidad general, un gobierno podría tener interés en
no hacerlo. Nuestro autor empieza a mencionar, con frecuencia, los “intereses
siniestros” de los gobernantes de su país.
No se trata de una demonización de la aristocracia inglesa. Según Bentham,
lo que ocurre es que la distinción entre gobernantes y gobernados, aún cuando
resulte inevitable y útil en principio, crea una virtual distinción de intereses.
Cuando los gobernantes y los gobernados se ven como dos grupos separados -
como lo que son efectivamente- es muy probable que constituyan intereses no
sólo separados, sino también divergentes. Así, promover el interés común del
grupo de los que gobiernan puede significar una cosa, y promover el interés
común de los gobernados, otra. A partir de este descubrimiento, el hecho de que
un gobierno siempre actuará en el sentido de promover los intereses del grupo
gobernante se vuelve axiomático para Bentham. Lo que ocurre es que éste siempre
constituirá un grupo numéricamente mucho menor que el de los gobernados.
Ello significa que un gobierno puede promover una felicidad mucho menos
extensa que la felicidad general. En otras palabras, la mera existencia de un
gobierno puede implicar una subversión del principio de la utilidad.
280
Esto puede ser así, pero no lo es necesariamente: depende de la forma de
gobierno. La cuestión fundamental, sobre la cual Bentham insistirá en los textos
que escribe en este nuevo y último período de su obra 8, es la siguiente: ¿existiría
algún dispositivo institucional por el cual se aumente la probabilidad de que converjan
los intereses de gobernantes y gobernados; esto es, alguna mecanismo por
el cual los primeros se vean impulsados a promover la felicidad general a fin de
satisfacer su propio interés? Sí, responde Bentham, y esta forma se la llama
“democracia representativa pura”.
Veamos primero por qué un gobierno tal como el parlamentarismo whig
inglés, el “gobierno de la aristocracia”, no puede responder satisfactoriamente tal
cuestión. Entenderlo nos ayudará a caracterizar la forma ideal de gobierno que
Bentham está buscando. La razón fundamental es que el parlamentarismo whig
está sustentado por una ínfima minoría de electores constituida por grandes propietarios,
funcionarios de alto rango y pensionistas del propio gobierno. Dada
esta base electoral, se trata de un gobierno de representación prácticamente exclusiva
de la aristocracia, incluso en la Cámara de los Comunes. Lo que este gobierno
hará, inevitablemente, es aplicar el principio de la utilidad de forma pervertida:
maximizar la felicidad de aquellos cuyo interés está en juego -en este caso la
aristocracia- en detrimento de todo el resto, es decir, de los que están despojados
de la participación electoral. Desde el punto de vista de los grupos excluidos, el
gobierno de la aristocracia es y sólo puede ser un gobierno de tipo despótico.
Evitar el gobierno despótico es, sin duda, uno de los objetivos explícitos y
comunes en el republicanismo clásico, el contractualismo lockiano/blackstoniano
y el benthamismo. El diagnóstico expuesto arriba suministra a Bentham una
explicación de por qué los otros dos competidores no ofrecen remedios adecuados
para el problema. Para el republicanismo inglés de su tiempo, el remedio adecuado
al despotismo es el “gobierno mixto”, es decir, la constitución que absorbe
en un solo y mismo gobierno las tres formas simples: la monarquía, la aristocracia
y la democracia (la idea es sugerida en la Política de Aristóteles, pero su
presentación más explícita, introducida aquí, se encuentra en la Historia de
Polibio). El gobierno mixto, al someter a cada uno de los componentes de la constitución
al control de los otros dos, protege mejor la “virtud” de los ciudadanos
–su activo interés en participar de los negocios de la polis y en conservar el bien
común–, la cual sería el motor psicológico fundamental que garantizaría el “equilibrio
de la constitución” y para promover un ideal de vida colectiva.
Aun sin colocar el acento en la virtud, el contractualismo lockiano reintroduce
la idea del gobierno mixto bajo la forma de la división funcional de los
poderes legislativo y ejecutivo, según la cual, en la medida en que el primero se
encarga de dar las leyes y el otro de aplicarlas, cada uno tendría interés en cortar
por la raíz cualquier tentativa del otro que usurpe sus funciones. En la tradición
de la Common Law, la división de funciones es un poco más compleja. El gobier-
281
Bentham: el utilitarismo y la filosofía política moderna
La filosofía política moderna
no mixto es una constitución que configura la “balanza” de los intereses de los
tres componentes fundamentales de la sociedad inglesa: los “comunes”, los
“lores” y el “rey”, cabiendo a cada uno diferentes responsabilidades de gobierno.
En la conjunción contractualismo/Common Law el objetivo fundamental del
gobierno mixto, sin embargo, no es promover un ideal común de perfección (un
punto que coincide con la crítica de Bentham al republicanismo), sino simplemente
el cuidado de los “derechos naturales” o “privilegios fundamentales” de
los súbditos.
El remedio del gobierno mixto presenta para Bentham tres defectos centrales.
Primero, un gobierno mixto es un gobierno fragmentado, y por lo tanto un
obstáculo al Estado coherente, ágil y unificado que, como vimos, es prerrequisito
para la promoción de la mayor felicidad. En segundo lugar, el gobierno mixto,
como correctamente apuntaron Hobbes y Rousseau, está en contradicción con el
concepto de soberanía. El término “soberanía limitada” carece de sentido, pues si
la soberanía es expresión de voluntad, o es única, o simplemente no es tal. El
gobierno mixto es un gobierno de muchas voluntades simultáneas. Bentham es un
defensor de la soberanía absoluta no sólo por razones de coherencia lógica, sino
porque ella es compatible con el principio de la utilidad 9. Más aún: dependiendo
de quien sostiene al gobierno, es la mejor manera de evitar la perversión de este
principio. Aquí llegamos al tercer defecto del gobierno mixto: es un obstáculo a
la soberanía popular.
¿Qué es la soberanía popular? Es la supremacía de los intereses de las “clases
numerosas”, esto es, de la mayoría. Ahora bien, el principio de la utilidad
prescribe la maximización de la felicidad de la comunidad política. Mantenidas
iguales las otras variables del placer y del dolor, la felicidad más extensa es la
mayor felicidad del mayor número. La soberanía popular, entonces, coincide con
el principio de la utilidad. El problema de quién sostiene al gobierno sería irrelevante
si el interés de éste, bajo cualquiera de sus formas, fuera siempre garantizar
la soberanía popular. Nosotros ya vimos por qué ahora Bentham piensa que
esto no ocurre en la práctica. Así, el problema de quién sostiene al gobierno sí
resulta relevante.
En síntesis, la única forma de garantizar la soberanía popular es extender el
sufragio a las “clases numerosas”, garantizar la igualdad del voto –“cada cabeza
un voto”– (pues de otro modo estaríamos subvirtiendo el criterio del número, que
para Bentham es crucial), establecer el voto secreto (la mejor manera de garantizar
la libertad del elector) y someter al gobierno así escogido a elecciones periódicas.
Bentham no tiene ninguna ilusión de que su democracia representativa
pura será un gobierno “del” pueblo. “Pura” es aquí un adjetivo para expresar la
noción de soberanía absoluta, es decir, “no mixta”. “Democracia representativa”
significa que el pueblo escoge a las personas que van a gobernarlo. Tal como los
otros gobernantes, los representantes también constituyeron intereses propios,
282
pero esta vez, gracias a la extensión del sufragio y a las elecciones periódicas,
estarán bajo el control de una clase mucho más extensa y variada de personas, y
no apenas bajo el de los grandes propietarios, pensionistas y funcionarios. El problema
central de Bentham es exactamente éste: cómo evitar que los gobernantes,
una minoría, opriman a la mayoría. En la democracia representativa, ellos tendrán
que encontrar un modo de adecuar sus intereses a los intereses de ese electorado
mucho más extenso. El principio de la utilidad se impondrá de una forma o de
otra.
Porque los republicanos se preocuparon casi exclusivamente por la calidad
moral de la ciudadanía, y a su vez los contractualistas defensores del régimen
whig se preocuparon por la defensa de los “privilegios” de los ciudadanos, ninguno
de los dos se interesó realmente en introducir en la orden del día la extensión
del sufragio. Los primeros, porque pensaban que la democracia significaría
un rebajamiento, una corrupción de la virtud y de la calidad de la política (de aquí
que los republicanos aristotélicos dijeran que el criterio del número, siendo el que
orienta las decisiones de la democracia, provoca un “desvío”, una corrupción en
la forma legítima del gobierno de los “muchos”). Los segundos, porque pensaban
que si los pobres, las clases numerosas, participaran de la elección de los gobernantes,
ellos naturalmente escogerían un gobierno encargado de nivelar la riqueza
y de “saquear” la propiedad. Por eso, a pesar de toda la insistencia en la idea
del consentimiento de los súbditos, ningún contractualista lockiano pensó jamás
que su posición implicara el sufragio popular. En suma, ambos pudieron combatirse
durante casi todo el siglo XVIII en Inglaterra, sin poner nunca en tela de juicio
aquello que para Bentham realmente cambiaría el estado de las cosas: el propio
gobierno de la aristocracia.
En oposición a la “oligarquía whig” los republicanos pensaban, en el fondo,
tan sólo en cambiar una aristocracia corrupta por una aristocracia virtuosa.
Esperanza vana, pues en todos los lugares el modo de vida moderno estaba liquidando
la valorización de las cualidades honorables de una clase de “hombres buenos”
con vocación, por ende, para ejercer las altas responsabilidades del gobierno.
La propia aristocracia inglesa, con su apego a los cargos y pensiones, estaba
tratando de mostrar que su autoproclamada honorabilidad ya no era una palabra
vacía. Además de eso, un Estado coherente, ágil y unificado requiere de un
gobierno de profesionales, dedicados exclusivamente al perfeccionamiento del
arte de gobernar, y no de aficionados y diletantes, como los nobles, aunque éstos
estuvieran totalmente a disposición del gobierno. Entre los republicanos, el énfasis
en la “virtud” se hacía en detrimento de la competencia técnica y administrativa;
pero el problema del gobierno es menos de carácter que de conocimiento.
La defensa de la democracia representativa hecha por James Mill (1773-
1836) sigue, en líneas generales, el mismo raciocinio de Bentham, pero es enriquecida
con argumentos de naturaleza más económica gracias a la continua cola-
283
Bentham: el utilitarismo y la filosofía política moderna
La filosofía política moderna
boración del autor con David Ricardo (que se declaraba un benthamista en materia
de reforma parlamentaria). Vale la pena rescatarla aquí, así sea brevemente 10.
Antes, es conveniente exponer el argumento contra el gobierno mixto. En el
fondo, un gobierno en el que los tres “estates”, cada uno con un interés distinto,
poseen el mismo peso en las decisiones independientemente de la fuerza numérica
de cada uno, siempre será un gobierno en el que, para evitar la paralización,
dos de ellos procurarán aliarse contra el tercero. Los intereses de la Corona y de
los Lores, por regla general, se hallan mucho más próximos entre sí de lo que
cualquiera de ellos con los Comunes. En consecuencia, el gobierno mixto es una
forma de hacer predominar a la minoría sobre la mayoría. La minoría, en este
caso, no gobernará teniendo en vista la utilidad general, sino contra ella. ¿Por
qué? Por los siguientes motivos:
1) El equivalente económico de la búsqueda del placer y de la fuga del dolor
es éste: los hombres buscan obtener el máximo de riqueza para sí (con todas
las comodidades que la acompañan) con el mínimo esfuerzo posible. La gran
fuente de riqueza es el trabajo y trabajo significa esfuerzo y dolor. ¿Cómo
podemos, entonces, obtener el máximo de riqueza con el mínimo de trabajo?
Haciendo que los otros trabajen para nosotros.
2) La sociedad está dividida en dos grupos fundamentales: los gobernantes y
los gobernados. Los gobernantes siempre procuran actuar según sus propios
intereses, lo que desde el punto de vista económico significa obtener el máximo
de riqueza con el menor esfuerzo. E intentan hacerlo a partir de una posición
privilegiada, a través de los puestos de poder que ocupan. ¿Cómo?
Haciendo que los que no gobiernan trabajen para los que gobiernan y apropiándose
de parte de la riqueza producida por aquellos a través de impuestos,
préstamos con hipoteca de la recaudación pública, etc. Dependiendo de la
forma de gobierno, esta tendencia se acrecienta incontroladamente o es debidamente
limitada. En el primer caso lo que termina por ocurrir es el desaliento
de los que trabajan para producir riqueza, en la medida en que de forma
continua una parte importante de ella no queda en sus manos sino que es
transferida a otras. El resultado final es la disminución, en vez del crecimiento,
del volumen total de riqueza de la sociedad: menos comodidades,
menos placer, menor felicidad. Lo opuesto de la utilidad general.
3) La alianza de la Corona con los Lores es el gobierno de la aristocracia, sin
posibilidad de control efectivo por parte de los Comunes. Es, por lo tanto, el
régimen político en el que los gobernantes tienen más oportunidades de llevar
el principio del menor esfuerzo al paroxismo. Se trata de un gobierno
opresivo y abiertamente en contra de la mayor felicidad del mayor número.
Como en Bentham, todo el problema consiste en encontrar medios para contener
con razonable eficacia la tendencia de los gobernantes a vivir a costa de los
284
gobernados. Mill no encuentra otra salida más que la de alguna forma de democracia.
El autor ve dos alternativas: la democracia directa, en la que los ciudadanos
se dedican ellos mismos a gobernar, o la democracia representativa, en la que
los ciudadanos no gobiernan, pero eligen a los que van a gobernarlos.
La primera alternativa resuelve el problema porque significa la virtual disolución
de la diferencia entre gobernantes y gobernados: no habría un grupo con
un interés distinto. Con todo, esta alternativa conspira contra la utilidad general.
Siguiendo la terminología de los economistas clásicos, Mill distingue entre “trabajo
productivo” y “trabajo improductivo”. El primero es el trabajo directamente
orientado hacia la producción de “commodities” y representa un incremento de
riqueza; el segundo es el trabajo necesario para administrar la producción de
aquellas y representa una substracción de riqueza. Pese a ello, resulta indispensable.
Se trata de encontrar la mejor combinación de los dos: la mayor disponibilidad
de trabajo productivo con el menor uso de trabajo improductivo. Así, la
democracia directa es un gobierno en el que todos se involucran en las tareas de
la administración pública -trabajo improductivo-, lo que requiere mucho tiempo,
en perjuicio del trabajo productivo. En conclusión, la separación entre gobernantes
y gobernados está más de acuerdo con la utilidad general, pues en este caso la
mayoría se dedica al trabajo productivo mientras una minoría se ocupa full time
de la administración.
La democracia representativa sería entonces la mejor combinación posible,
aunque muy imperfecta, entre la necesidad de controlar a los gobernantes y el
imperativo de aumentar continuamente el volumen total de riqueza de la sociedad.
El argumento que demuestra que un electorado bastante más extenso que el
de la época sería capaz de ejercer un control razonable sobre los gobernantes
sigue, aproximadamente, al de Bentham. Hay, no obstante, una diferencia considerable
con respecto a cuán extenso debe ser el sufragio. Basado en el principio
de la “representación virtual de intereses” -los intereses de los niños y de las
mujeres ya están representados por el voto del jefe de familia, los de las generaciones
más nuevas por las generaciones más viejas, etc.-, Mill propone muchas
más calificaciones para el derecho de voto (basado en la edad, sexo y, en cierta
medida, en la propiedad) de las que Bentham estaría dispuesto a defender. Para
este último, el sufragio masculino adulto es prácticamente irrestricto; las mujeres
están excluidas simplemente por cuestiones tácticas, ya que plantear el tema en
la agenda iría a dificultar todavía más la lucha por la extensión del sufragio; los
iletrados reciben el mismo tratamiento sólo para estimularlos a alfabetizarse rápidamente;
y los soldados y marineros porque las rígidas demandas de lealtad para
con sus comandantes viciarían su participación 11.
El criterio numérico siempre fue el caballo de batalla del y contra el benthamismo.
Autores mucho más preocupados que Bentham por la defensa del liberalismo
veían en este criterio una amenaza a los derechos individuales. John Stuart
285
Bentham: el utilitarismo y la filosofía política moderna
La filosofía política moderna
Mill (1806-1873), quien en su juventud procurara ser un aplicado discípulo de
Betham, encaró esta objeción con toda seriedad. El resultado fue un desvío considerable
en la ruta del utilitarismo. El ensayo de este filósofo, que lleva el nombre
de la escuela, es un enorme esfuerzo por reconciliar el principio de la utilidad
reformulado con la noción de derecho natural. Aquí, los placeres son diferenciados
cualitativamente y no sólo por su intensidad, duración, extensión, etc. (como
querían Bentham y Mill padre). Existen placeres de orden “inferior”, los placeres
corporales, y de orden “superior”, los placeres intelectuales. Los seres humanos
están destinados al segundo tipo 12.
Las repercusiones de tal planteamiento se hacen sentir en la política: mecanismos
de representación de minorías, mayor preocupación por la posibilidad de
decisiones mayoritarias “injustas”, voto plural en vez de igualitario y un énfasis
especial en los propósitos educativos del gobierno. La participación política, la
ciudadanía activa, es vista como una de las formas privilegiadas de estimular el
pasaje de los placeres corporales hacia los intelectuales. Un ideal de perfección
se insinúa en el pensamiento de Stuart Mill bajo una curiosa combinación de liberalismo
con republicanismo.
Bentham y James Mill sabían que los “privilegios” de los ciudadanos –especialmente
el privilegio de la propiedad– serían blandidos contra la democracia.
No tenían la menor duda de que la protección de la propiedad privada era una de
las funciones esenciales del gobierno, de cualquier gobierno. Smithianos convencidos,
pensaban que, en la medida en que los propietarios se concentraran
seriamente en la búsqueda de la ganancia, el resultado no intencional sería el
aumento de la riqueza general y, por lo tanto, también el beneficio de las “clases
numerosas”. Así, propiedad y utilidad irían juntas.
Como los pobres desean ardientemente mejorar sus condiciones de existencia,
mientras esta esperanza prevalezca sobre la envidia -lo que es enteramente
plausible, pues en la “sociedad comercial” la abundancia tiene el don de aplacar
el malestar generado por la desigualdad-, Bentham y Mill estaban seguros de que
las propias clases populares harían de la democracia el gran baluarte de la propiedad.
286
Notas
1. La aproximación de facto entre estos intelectuales y el radicalismo inglés
fue ampliamente demostrada por el que todavía hoy es considerado el estudio
más completo sobre el utilitarismo: el libro de E. Halévy, La formation
du radicalisme philosophique (versión inglesa: The growth of philosophic
radicalism. Boston: Beacon Press, 1955). En el presente artículo nos gustaría
apenas sugerir un vínculo interno, conceptual, entre las premisas filosóficas
de los utilitaristas y las banderas políticas del radicalismo inglés.
2. Los textos citados aparecen en el primer capítulo de An Introduction to the
Principles of Morals and Legislation. Sigo aquí la traducción al portugués de
la colección “Los Pensadores” (São Paulo: Abril Cultural, 1984).
3 . Ve r, entre otros estudios al respecto, el de J. G. A. Pocock, T h e
Machiavellian Moment (Princeton: Princeton Univ Press, 1975).
4. En Aristóteles, la otra actividad intelectual por excelencia es la contemplación
filosófica, considerada la más sublime de todas (ver el libro X de la
Ética a Nicómaco). Ella no es ejercida en la polis, pero sólo la existencia de
la comunidad política la hace posible. Existe sin embargo gran controversia
entre los lectores de Aristóteles sobre la compatibilidad entre la vida política
y la vida contemplativa.
5. Más adelante, en la Introduction, Bentham enumerará algunas variables
que definen cómo puede hacerse una suma de placeres y de dolores: la suma
es mayor o menor si los placeres comprendidos son más o menos intensos,
más o menos duraderos en el tiempo, más o menos fértiles (esto es, si su fruición
ahora da o no nacimiento a nuevas fruiciones en el futuro), más o menos
extensos (comprendiendo mayor o menor número de individuos). Así, un placer
más intenso ahora puede no ser el más duradero o el más fértil. De modo
que un placer sentido más prolongadamente en el tiempo puede substituir con
ventaja, en el cálculo de la felicidad, a un placer más intenso en el presente
y por eso más corto. También, un placer que se extiende a más individuos
puede sustituir con ventaja a un placer más intenso que abarque un número
menor de personas. De cualquier forma, Bentham nunca logró sugerir una
manera de medir la intensidad del placer que permitiese hacer tales comparaciones.
6. Basado en la idea de que la pena es un dolor que sólo se justifica si produce
un beneficio subsecuente que la compense, Bentham proyectó su tan
execrado (por lo menos después de Foucault) Panopticon, el sistema presidiario
que propuso al gobierno inglés, insistentemente y siempre sin éxito,
para reeducar a los criminales.
287
Bentham: el utilitarismo y la filosofía política moderna
La filosofía política moderna
7. La influencia de los Essays de Hume en la formulación de la crítica que se
presenta a continuación ya fue destacada por diversos comentadores de
Bentham, y nada tenemos para agregar al respecto.
8. En líneas generales, el argumento que se presenta aparece en varios panfletos
publicados en favor de la campaña por el sufragio universal masculino.
Puede mencionarse, entre otros, el Plan of Parliamentary Reform, in the
form of a catecism... showing the necessity of radical, and the inadecuacy of
moderate, reform. Una presentación más sistemática y rigurosa puede encontrarse
en el Constitutional Code, libro publicado póstumamente (en The
Works of Jeremy Bentham, ed. J. Bowring. Nova York: Russell & Russell,
1962).
9. Para un comentario más extenso sobre esta cuestión, ver N. L. Rosenblum,
Bentham’s Theory of the Modern State. Cambridge, Mass.: Harvard Univ
Press, 1978.
10. El texto en que nos apoyamos para formular los comentarios abajo
expuestos es An essay on government. Indianapolis: Bobbs-Merril, 1955.
11. Ver Halévy, op.cit., pp.416-7.
12. Ver Utilitarismo (Londres: Everyman, 1993). Cap.2.
288
289
Capítulo XI
Filosofía política y crítica
de la sociedad burguesa:
el legado teórico de Karl Marx
c Atilio A. Boron*
I. A modo de introducción
Sólo los espíritus más ganados por el fanatismo o la ignorancia se atreverían
a disputar el aserto de que Marx fue uno de los más brillantes economistas
del siglo XIX, un sociólogo de incomparable talento y amplitud de
conocimientos y uno de los filósofos más importantes de su tiempo. Pocos, muy
pocos, sin embargo, se atreverían a decir que Marx también fue uno de los más
significativos filósofos políticos de la historia. Parece conveniente, en consecuencia,
dar comienzo a esta revisión de la relación entre Marx y la filosofía política
tratando de descifrar una desconcertante paradoja: ¿por qué razón abandonó
Marx el terreno de la filosofía política –campo en el cual, con su crítica a Hegel,
iniciaba una extraordinaria carrera intelectual– para luego migrar hacia otras latitudes,
principalmente la economía política?
La pregunta es pertinente porque, como decíamos, en nuestra época es harto
infrecuente referirse a Marx como un filósofo político. Muchos lo consideran como
un economista (“clásico”, hay que aclararlo) que dedicó gran parte de su vida
a refutar las enseñanzas de los padres fundadores de la disciplina -William
Petty, Adam Smith y David Ricardo- desarrollando a causa de ello un impresio-
* Profesor titular regular de Teoría Política y Social I y II, de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de
Buenos Aires. Secretario Ejecutivo de Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO).
La filosofía política moderna
nante sistema teórico. Otros, un sociólogo que “descubrió” las clases sociales y
su lucha, algo que el propio Marx descartara en famosa carta a Joseph Weidemeyer.
No pocos dirán que se trata de un filósofo, materialista para más señas, empeñado
en librar interminables batallas contra los espiritualistas e idealistas de todo
cuño. Algunos dirán que fue un historiador, como lo atestigua, principalmente
y entre muchos otros escritos, su prolija crónica de los acontecimientos que tuvieron
lugar en Francia entre 1848 y 1851. Casi todos lo consideran, siguiendo a
Joseph Schumpeter, como el iracundo profeta de la revolución. Marx fue, en efecto,
todo esto, pero también mucho más que esto: entre otras cosas, un brillante filósofo
político. Siendo así, ¿cómo explicar esa sorprendente mutación de su agenda
intelectual, que lo llevó a abandonar sus iniciales preocupaciones intelectuales
para adentrarse, con apasionada meticulosidad, en el terreno de la economía política?
¿Cómo se explica, en una palabra, su “deserción” del terreno de la filosofía
política? ¿Regresó a ella o no? Y en caso de que así fuera, ¿tiene Marx todavía
algo que decir en la filosofía política, o lo suyo ya es material de museo? Estas
son las preguntas que trataremos de responder en nuestro trabajo.
Un diagnóstico concurrente
Estos interrogantes parecen ser particularmente trascendentes dado que existen
dos opiniones, una procedente del propio campo marxista y otra de fuera de
sus fronteras, que confluyen en afirmar la inexistencia de la teoría política marxista.
De donde se desprendería, en consecuencia, la futilidad de cualquier tentativa
de recuperar el legado marxiano. El famoso “debate Bobbio”, lanzado a partir
de un par de artículos que el filósofo político turinés publicara en 1976 en
Mondoperaio, proyectó desde el peculiar ángulo “liberal socialista” de Bobbio el
viejo argumento acerca de la inexistencia de una teoría política en Marx, posición
ésta que fue rechazada por quienes en ese momento eran los principales exponentes
del marxismo italiano, tales como Umberto Cerroni, Giacomo Marramao,
Giuseppe Vacca y otros. (Bobbio, 1976) Curiosamente, la crítica bobbiana inspirada
en la tradición liberal –de un liberalismo desconocido en tierras americanas,
democrático y por momentos radical, como el de Bobbio– se emparentaba
con la postura del “marxismo oficial”, de estirpe soviética, y algunos extraños
aliados. Los partidarios de esta tesis no rechazaban por completo la existencia de
una filosofía política en Marx –algo que hubiera atentado irreparablemente contra
su concepción dogmática del marxismo– pero sostenían que su relevancia en
el conjunto de la obra de Marx era del todo secundaria. En el fondo, la “verdadera”
teoría política del marxismo se hallaba presente en ese engendro intelectual
anti-marxista y anti-leninista que se dio a conocer con el nombre de “marxismoleninismo.”
No deja de ser una ironía que el “marxismo oficial” –¡verdadera con -
tradictio in adjectio si las hay!– suscribiera íntegramente la tesis de uno de los
más lúcidos teóricos neoconservadores, Samuel P. Huntington, cuando afirmara
290
que “en términos de la teoría política del marxismo... Lenin no fue el discípulo
de Marx sino que éste fue el precursor de aquél.” (Huntington, 1968: p. 336)
Una versión mucho más sutil de la tesis elaborada por los oscuros académicos
soviéticos fue adoptada por intelectuales de dudosa afinidad con los burócratas
de la Academia de Ciencias de Moscú. Entre ellos sobresale Lucio Colletti, un
brillante teórico marxista italiano que en los noventa habría de terminar tristemente
su trayectoria intelectual poniéndose al servicio de Silvio Berlusconi y su
reaccionaria Forza Italia. En un texto por momentos luminoso y en otros decepcionante
Colletti, concluye su desafortunada comparación entre Rousseau y Marx
diciendo que:
“la verdadera originalidad del marxismo debe buscarse más bien en el campo
del análisis social y económico, y no en la teoría política. Por ejemplo, incluso
en la teoría del estado, contribución realmente nueva y decisiva del
marxismo, habría que tener en cuenta la base económica para el surgimiento
del estado y (consecuentemente) de las condiciones económicas necesarias
para su liquidación. Y esto, desde luego, va más allá de los límites de la teoría
política en sentido estricto.” (Colletti, 1977: p. 148) [énfasis en el original].
En esta oportunidad queremos simplemente dejar constancia de la radicalidad
del planteamiento de Colletti, sin discutir por ahora la sustancia de sus afirmaciones.
La exposición que haremos en el resto de este capítulo se encargará por
sí sola de refutar sus tesis principales. De momento nos limitaremos a señalar la
magnitud astronómica de su error cuando sostiene, en el pasaje arriba citado, que
la problemática económica del surgimiento y eventual liquidación del estado es
un tema que trasciende “los límites de la teoría política en sentido estricto.” Como
veremos más adelante, el solo planteamiento de la cuestión desde una perspectiva
que escinde radicalmente lo económico de lo político no puede sino conducir
al grosero error de apreciación en que cae Colletti. Porque, en efecto, ¿cuál
es la tradición teórica que considera a los hechos de la vida económica como “externos”
a la política? El liberalismo, más no así el marxismo. Ergo: Colletti desestima
esa contribución “nueva y decisiva del marxismo”, la teoría del estado,
desde una tradición como la liberal cuyo punto de partida es la reproducción, en
el plano de la teoría, del carácter fetichizado e ilusoriamente fragmentario de la
realidad social. Al aceptar las premisas fundantes del liberalismo, Colletti coherentemente,
concluye que todo lo que remita al análisis de las vinculaciones entre
el estado y la vida económica o, dicho con más crudeza, entre dominación y
explotación, queda fuera de la teoría política “en sentido estricto”. Al hacer suyo
el axioma crucial del liberalismo, la separación entre economía y política, Colletti
queda encerrado en el callejón sin salida de dicha tradición teórica con todos
sus bloqueos y puntos ciegos.
291
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
Foucault, Althusser y la “leyenda de los dos Marx”
Adolfo Sánchez Vázquez recuerda con justeza la diversidad de teóricos que
cuestionaron la existencia de una teoría del estado, o del poder político, en Marx.
( Sánchez Vázquez, 1989: p. 4) Para Michel Foucault, por ejemplo, Marx es ante
todo y casi exclusivamente un teórico de la explotación y no del poder, cuya
capilaridad y dispersión por todo el cuerpo social, cuya “microfísica”, en una palabra,
habría pasado desapercibida a la mirada de Marx, más concentrada en los
aspectos estructurales. (Foucault, 1978; 1979). Para Foucault la naturaleza reticular
del poder torna fútil cualquier tentativa de identificar un locus estratégico y
privilegiado del mismo. Contrariamente a la abrumadora evidencia que comprueba
los alcances extraordinarios del proceso de “estatalización” de la acumulación
capitalista en nuestros días, en la visión de Foucault se trataría de una red que no
se localiza en ninguna parte en especial, ni siquiera en el estado o en sus aparatos
represivos. (Boron, 1997: pp. 163-174) Lo interesante del caso es que, pese a
su vocación contestataria, el panpoliticismo de Foucault remata en una concepción
teórica que consagra la inmanencia y omnipotencia absoluta del poder así
concebido, con independencia de las relaciones de producción y la explotación de
clase. Tal como lo señala Sánchez Vázquez en otro de sus trabajos, en la construcción
foucaultiana se disuelven por completo los nexos estructurales que ligan
a esta red de micro-poderes con las relaciones de producción. De este modo se
pierde de vista la naturaleza de clase que informa al poder social y su imbricación
en la lucha de clases, a la vez que se hace caso omiso del papel central que el estado
capitalista desempeña como supremo “organizador” de la red de relaciones
de poder mediante la cual la clase dominante asegura su predominio. (Sánchez
Vázquez, 1985: pp.113-5)
Aparte de Colletti, el filósofo hispano-mexicano identifica a Louis Althusser
como uno de los principales impugnadores del supuesto vacío teórico-político
que caracteriza la obra de Marx. Según nuestro entender, tanto el maestro como
sus discípulos cayeron víctimas de una falacia crucial de la empresa althusseriana:
la introducción de una inconducente dualidad en la herencia teórica de Marx.
Según Althusser hay dos Marx y no uno: el “humanista e ideológico” de la juventud,
que es el Marx que esboza su crítica a las categorías centrales de la filosofía
política hegeliana, y el Marx “marxista” de la madurez. El primero es “prescindible”,
mientras que el segundo es fundamental. Es en la fase “científica” cuando
Marx se convierte en “marxista” y culmina luminosamente su análisis del capitalismo.
Como veremos más adelante, la interpretación althusseriana contradice explícitamente
la visión del propio Marx maduro sobre su derrotero intelectual, detalle
éste que los althusserianos pasan alegremente por alto. En este sentido, pocos
pueden igualar a Nicos Poulantzas en la externalización de este lamentable
equívoco. Como fiel discípulo de su desorientado maestro, Poulantzas escribió
¡nada menos que en un libro dedicado a la teoría política marxista!, que
292
“ ... la problemática original del marxismo... es una ruptura en relación con
la problemática de las obras de juventud de Marx ... (que) se dibuja a partir
de La Ideología Alemana, texto de ruptura que contiene aún numerosas ambigüedades.
Esa ruptura significa claramente que Marx ya se hizo marxista
entonces. Por consiguiente, señalémoslo sin dilación, de ningún modo se tomará
en consideración lo que se ha convenido en llamar obras de juventud de
Marx, salvo a título de comparación crítica... para descubrir las supervivencias
‘ideológicas’ de la problemática de juventud en las obras de madurez.”
(Poulantzas, p. 13)
La consecuencia de esta desafortunada escisión fue la desvalorización, cuando
no el completo abandono, de la obra teórico-política del joven Marx y la concentración
exclusiva en las obras del Marx maduro, de carácter eminentemente
económico, dándose así nacimiento a la “leyenda de los dos Marx”, como dice
Cerroni. (Cerroni, 1976: p. 26) El visceral rechazo de Poulantzas –un refinado
teórico que no pudo neutralizar el dogmatismo althusseriano que tantos estragos
hiciera en el pensamiento marxista– al legado teórico del joven Marx suena escandaloso
en nuestros días, al igual que esa deplorable separación entre un Marx
“ideológico” y un Marx “científico”. Ecos lejanos y transmutados del estructuralismo
althusseriano se oyen también, en las dos últimas décadas, en la obra de Ernesto
Laclau, Chantal Mouffe y, en general, los exponentes del así llamado “posmarxismo”,
empeñados en señalar las insuficiencias teóricas de todo tipo que socavarían
irreparablemente la sustentabilidad del marxismo y tornan necesario
construir un edificio teórico que lo “supere”. (Laclau y Mouffe, 1987: pp. 4-5) Es
evidente que para esta corriente la “superación” del marxismo es un asunto de ingeniosidad
retórica, y que se resuelve en el terreno del arte del bien decir. De donde
se sigue que, por ejemplo, la “superación” del tomismo nada tuvo que ver con
la descomposición del régimen feudal de producción sino con la diabólica superioridad
de las argumentaciones de los contractualistas. Es indudable que el marxismo
habrá de ser superado, pero ésto no ocurrirá como consecuencia de su derrota
en la liza de la dialéctica argumentativa sino como resultado de la desaparición
de la sociedad de clases. Su definitiva “superación” no es un problema que
se resuelva en el plano de la teoría sino en la práctica histórica de las sociedades.
La crítica de Norberto Bobbio
Para resumir: de todas las críticas dirigidas a la teoría marxista de la política,
la que plantea Bobbio es, de lejos, la más interesante y sugerente. El filósofo italiano
parte de la siguiente constatación:
“la denunciada y deplorada inexistencia, o insuficiencia, o deficiencia, o irrelevancia
de una ciencia política marxista, entendida como la ausencia de una
teoría del estado socialista o de democracia socialista como alternativa a la
293
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
teoría o, mejor, a las teorías del Estado burgués y de la democracia burguesa.”
(Bobbio: 1976, p.1) (traducción nuestra)
Tres son las causas que, a su juicio, originan este vacío en el marxismo. En primer
lugar el interés predominante, casi exclusivo, de los teóricos marxistas por el
problema de la conquista del poder. La reflexión teórico-política de Marx, así como
la de sus seguidores, era de carácter teórico y práctico a la vez y no meramente
contemplativa, y se hallaba íntimamente articulada con las luchas del movimiento
obrero y los partidos socialistas por la conquista del poder político. En consecuencia,
la obra marxiana no podía ser ajena a esta realidad, sobre todo si se tiene
en cuenta que casi hasta finales del siglo pasado la premisa indiscutida de las diversas
estrategias políticas de los partidos de izquierda era la inminencia de la revolución.
En segundo término, el carácter transitorio y fugaz del Estado socialista, concebido
como una breve fase en donde la dictadura del proletariado acometería las
tareas necesarias para crear las bases materiales requeridas para efectivizar el autogobierno
de los productores, es decir, el “no-estado” comunista. A estas dos explicaciones,
que Bobbio había anticipado pocos años antes en otros escritos, agrega en
el texto que estamos analizando una tercera: el “modo de ser marxista” en el período
histórico posterior a la Revolución Rusa y, sobre todo, la segunda guerra mundial.
Si en el pasado, observa nuestro autor, podía hablarse de “un marxismo” de la
Segunda Internacional, y después de otro más momificado aún, “el marxismo” de
la Tercera Internacional, “no tendría sentido alguno hablar de un marxismo de los
años cincuenta, sesenta o setenta.” (Bobbio, 1976: p.2) Bobbio señala con razón
que la aparición de estos “muchos marxismos” (el “marxismo oficial” de la URSS,
el trotskismo, la escuela de Frankfurt, la escuela de Budapest, la relectura sartreana,
la versión estructuralista de Althusser y sus discípulos, el marxismo anglosajón,
etc.) vino acompañada por el surgimiento de una nueva escolástica animada por un
furor teológico sin precedentes, cuyo resultado fue avivar estériles polémicas poco
conducentes al desarrollo teórico. Asus ojos, esta pluralidad de lecturas e interpretaciones
del marxismo no necesariamente significa algo malo en sí mismo, mucho
menos un escándalo, sino que debería ser interpretada como un “signo de vitalidad”.
Claro que, comenta el filósofo italiano, una de las consecuencias perversas de
esta pluralidad ha sido la proliferación de reyertas ideológicas que desgastaron las
e n e rgías intelectuales de los marxistas en inútiles controversias como, por ejemplo,
aquella acerca de si el marxismo es un historicismo o un estructuralismo.
El resultado de esta situación es lo que Bobbio denomina “el abuso del principio
de autoridad”, esto es, la tendencia a regresar indefinidamente al examen de
lo que Marx dijo, o se supone que dijo o quiso decir, en lugar de examinar a la
luz del marxismo a las instituciones políticas de los estados contemporáneos,
sean éstos capitalistas o socialistas. El escolasticismo terminó por reemplazar al
“análisis concreto de la realidad concreta”, como decía Lenin, y la exégesis de los
textos fundamentales a la investigación y la crítica histórica. La consecuencia de
este extravío ha sido el estancamiento teórico del marxismo.
294
Cabe recordar que este diagnóstico coincide en lo fundamental con el que, en
ese mismo año, hiciera Perry Anderson en sus Considerations on Western Mar -
xism. (Anderson, 1976) Según el teórico británico, a partir del fracaso de la revolución
en Occidente y de la consolidación del estalinismo en la URSS la reflexión
teórica marxista se aleja rápidamente del campo de la economía y la política
para refugiarse en los intrincados laberintos de la filosofía, la estética y la epistemología.
La única gran excepción de este período es, claro está, Antonio
Gramsci. La indiferencia ante las exigencias de la coyuntura y la constitución de
un saber filosófico centrado en sí mismo son los rasgos distintivos del “marxismo
occidental”, un marxismo transmutado en una escuela de pensamiento, y en
el cual el nexo inescindible entre teoría y praxis propuesto por sus fundadores se
disuelve completamente. La teoría se convierte en un fin en sí misma y da paso
al “teoreticismo”, la famosa Tesis Onceava sobre Feuerbach que invitaba a los filósofos
a transformar el mundo queda archivada, y el marxismo se transforma en
un inofensivo saber académico, una corriente más en la etérea república de las
letras.
¿Cuál es la conclusión a la que llega Bobbio en su ensayo? No demasiado diferente
a la de Colletti, por cierto. Leamos sus propias palabras: la teoría política
de Marx...
“constituye una etapa obligada en la historia de la teoría del Estado moderno.
Luego de lo cual debo decir, con la misma franqueza, que nunca me parecieron
de igual importancia las famosas, las demasiado famosas, indicaciones
que Marx extrajo de la experiencia de la Comuna y que tuvieron la fortuna
de ser luego exaltadas (pero nunca practicadas) por Lenin.” (Bobbio,
1976: p. 16)
Nos parece que más allá de los méritos que indudablemente tiene el diagnóstico
bobbiano sobre la parálisis teórica que afectara al marxismo durante buena
parte de este siglo, su conclusión no le hace justicia a la profundidad del legado
teórico-político de Marx.1 Claro está que nuestro rechazo al sofisticado “ninguneo”
que Bobbio hace de aquél no debería llevarnos tan lejos como para adherir
a una tesis que se sitúa en las antípodas y que sostiene, a nuestro saber de manera
equivocada, que “(L)a auténtica originalidad de la obra de Marx y Engels debe
buscarse en el campo político, y no en el económico o en el filosófico.”
(Blackburn, 1980: p. 10) Afirmación sin duda excesiva, y que difícilmente su autor
repetiría hoy, pero que expresa la reacción ante una tan injusta como inadmisible
descalificación de la teoría política de Marx. El problema que plantea esta
cita de Blackburn proviene no tanto de la orientación de su pensamiento como de
la radicalidad de su respuesta. Sin menospreciar la originalidad de la obra teórico-
política de Marx, nos parece que la teorización que se plasma en El Capital
(la teoría de la plusvalía; la del fetichismo de la economía capitalista; la de la acumulación
originaria, etc.) se encuentra mucho más desarrollada y sistematizada
295
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
que la que advertimos en sus reflexiones políticas. Si a ésta Marx le dedicó los
turbulentos años de su juventud, a la economía política le cedió los veinticinco
años más creativos de su madurez intelectual.
La supuesta excentricidad de Hegel
Bobbio señaló, y no le falta algo de razón, que la preponderante, casi exclusiva
dedicación del Marx filósofo político a Hegel –comprensible si se tienen en
cuenta las circunstancias biográficas e históricas que dieron origen a la crítica del
joven Marx– y su apenas ocasional referencia a la obra de las cumbres del pensamiento
filosófico-político del liberalismo, como John Stuart Mill, Jeremy Bentham,
Benjamin Constant, Montesquieu y Alexis de Tocqueville, situaron su reflexión
lejos del lugar central en el debate realmente importante que la burguesía había
instalado en la Europa del Siglo XIX y que no giraba en torno a las excentricidades
hegelianas del “Estado ético” sino sobre las posibilidades y límites del
utilitarismo, es decir, de la expansión ilimitada de los derechos individuales, las
fuerzas del mercado y la sociedad civil. En sus propias palabras,
“Ya suscita alguna sospecha el hecho de que la teoría burguesa de la economía
sea inglesa (o francesa) y que la teoría política sea alemana; o el hecho
de que la burguesía inglesa (o francesa) haya elaborado una teoría económica
congruente con su idealidad, vulgo sus intereses, y le haya confiado la tarea
de elaborar una teoría del Estado a un profesor de Berlín, esto es, de un
Estado económica y socialmente atrasado con respecto a Inglaterra y Francia.
Marx sabía muy bien lo que no saben más ciertos marxistas: que la filosofía
de la burguesía era el utilitarismo y no el idealismo (en El Capital el
blanco de sus críticas es Bentham y no Hegel) y que uno de los rasgos fundamentales
y verdaderamente innovadores de la revolución francesa era la
proclamación... de la igualdad ante la ley... en cuya base se encuentra una teoría
individualista y atomística de la sociedad que Hegel refuta explícitamente...”
(Bobbio, 1976: p. 8) (traducción nuestra)
Si hemos reproducido in extenso esta crítica bobbiana es a causa de su riqueza
y su profundidad y, por otra parte, como producto de nuestra convicción de que
el marxismo como filosofía política debe necesariamente confrontar con los exponentes
más elevados de su crítica. Por eso quisiéramos hacer algunas observaciones
en relación con lo que Bobbio plantea más arriba, y que tienen como eje
su apreciación del papel de Hegel en la filosofía política burguesa. Es cierto que
fuera de Alemania nadie discutía, al promediar el siglo XIX, si el Estado era o no
la esfera superior de la eticidad o el representante de los intereses universales de
la sociedad. La agenda de la política de los estados capitalistas tenía otras prioridades:
la reafirmación de los derechos individuales, el estado mínimo, la separación
de poderes, las condiciones que asegurasen una democratización sin peligros
296
para las clases dominantes, la relación estado/mercado, entre otros temas, y la
agenda teórica de la filosofía política no era ajena a estas prioridades.
Pero creemos que Bobbio exagera su argumento cuando minimiza la importancia
de Hegel, porque si bien su teoría no representa adecuadamente la ontología
de los estados capitalistas, no por ello deja de cumplir una importantísima
función ideológica que el descarnado planteamiento de los utilitaristas deja vacante:
la de presentar al Estado –al Estado burgués y no a cualquier Estado– como
la esfera superior de la eticidad y de la racionalidad, como el ámbito donde
se resuelven las contradicciones de la sociedad civil. En suma, un Estado cuya
“neutralidad” en la lucha de clases se materializa en la figura de una burocracia
omnisciente y aislada de los sórdidos intereses materiales en conflicto, todo lo
cual lo faculta para aparecer como el representante de los intereses universales de
la sociedad y como la encarnación de una juridicidad despojada de toda contaminación
clasista. Si el utilitarismo en sus distintas variantes representa el rostro
más salvaje del capitalismo, su “darwinismo social” que exalta los logros del individualismo
más desenfrenado y condena a los “socialmente ineptos” a la extinción,
el hegelianismo expresa, en cambio, el rostro civilizado del modo de producción
al exhibir un Estado que flota por encima de los antagonismos de clase,
que sólo atiende a la voluntad general y que desestima los intereses sectoriales.
En términos gramscianos podríamos decir que mientras el utilitarismo, epitomizado
en la figura del homo economicus, proveía los fundamentos filosóficos a la
burguesía en cuanto clase dominante, el hegelianismo hizo lo propio cuando esa
misma burguesía se lanzó a construir su hegemonía.
Por consiguiente, no es poca cosa que Marx haya tenido la osadía de desenmascarar
esta función ideológica del hegelianismo en su crítica juvenil. Pese al
retraso alemán, o tal vez a causa de eso mismo, Hegel percibió con más profundidad
que sus contrapartes francesas e inglesas las tareas políticas e ideológicas
fundamentales que el Estado debía desempeñar en la nueva sociedad, tareas que
no podían ser cumplidas ni por los mercados ni por la sociedad civil. La lógica
destructiva del capitalismo, basada en la potenciación de los apetitos individuales
y del egoísmo maximizador de ganancias, requiere de un Estado fuerte, no por
casualidad presente en todos los capitalismos desarrollados, para evitar que aquélla
termine sacrificando a la sociedad toda en aras de la ganancia del capital. Hegel
es, precisamente, quien teoriza sobre esta necesidad olímpicamente soslayada
por los clásicos del liberalismo político. Por eso Hegel es, tal cual acota correctamente
Hans-Jürgen Krahl, “el pensador metafísico del capital..., el disfraz
idealista y metafísico del régimen capitalista de producción.” (Krahl, p. 27)
Por otra parte podría alegarse, en defensa de Marx y como un importante correctivo
a las tesis bobbianas, que éste tenía pensado dedicarse al tema y revisar
la obra de los filósofos políticos ingleses y franceses en una fase posterior de su
crítica al capitalismo. Recordemos simplemente el contenido de su programa de
297
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
trabajo, esbozado en la “Introducción General a la Crítica de la Economía Política
/ 1857” en donde el estudio del Estado y la política –es decir, a la filosofía política–
era el paso siguiente a su extenso periplo por la economía política y que
fuera lamentablemente tronchado por su muerte. (Marx, 1974: p. 66; Cerroni,
1976: 23-7) Es importante notar aquí que estamos hablando de una “vuelta” frustrada
y no de una “ida”. Contrariamente a lo sostenido por los althusserianos,
Marx tenía planteado retornar a la filosofía política, de la cual había partido, y no
acudir por primera vez a ella una vez agotadas sus exploraciones en el terreno de
la economía política. En un texto escrito cuando apenas contaba con veintiséis
años, el joven Marx ya anticipaba las principales destinaciones de su itinerario
teórico cuando con extraordinaria lucidez advertía que “la crítica del cielo se convierte
con ello en la crítica de la tierra, la crítica de la religión en la crítica del derecho,
la crítica de la teología en la crítica de la política.” (Marx, 1967: p. 4) Pocos
meses después reafirmaba este proyecto cuando en el “Prefacio” de los Ma -
nuscritos Económico-Filosóficos de 1844 Marx anuncia al lector que:
“Me propongo, pues, publicar mi crítica del derecho, de la moral, de la política,
etcétera, en una serie de folletos independientes; y por último, en un trabajo
separado, trataré de exponer el todo en su interconexión, mostrando las
relaciones entre las partes y planteando una crítica al tratamiento especulativo
de este material. Esta es la razón por la cual, en el presente trabajo, las relaciones
de la economía política con el estado, el derecho, la moral, la vida
civil, etcétera, sólo serán abordadas en la medida en que la propia economía
política se aboca al estudio de estos temas.” (Marx, 1964: p. 63) (traducción
nuestra)
Como sabemos, Marx apenas pudo construir los cimientos de esta gigantesca
empresa teórica. Su marcha se detuvo a poco de comenzar a escribir el capítulo
52 del tercer tomo de El Capital, precisamente cuando iniciaba el abordaje del
tema de las clases sociales. Se trata, por lo tanto, de un proyecto inacabado, pero
tanto sus lineamientos generales como el diseño de su arquitectura teórica son suficientes
para seguir avanzando en su construcción.
II. La crítica a la filosofía política hegeliana
El punto de partida de toda esta reflexión lo ofrece el análisis del significado
de la política para Marx: su esencia como actividad práctica y su significado en
el conjunto de la vida social. Como se recordará, Marx comienza su proyecto teórico
precisamente con una crítica al Estado, la política y el derecho, misma que
se refleja en diversos escritos juveniles tales como “La cuestión judía”, la Críti -
ca de la filosofía del Derecho de Hegel, la “Introducción” a dicho texto (publicada
originariamente en los Anales Franco-Alemanes, en 1844) y varios otros escritos
menos conocidos, como “Notas críticas sobre ‘El Rey de Prusia y la refor-
298
ma social. Por un prusiano’”, para culminar en el voluminoso texto escrito junto
con Friedrich Engels en el otoño belga de 1845, La Ideología Alemana. 2
Tres tesis fundamentales
En estos textos críticos del estado y la política, que en su obnubilación teórica
Althusser y sus discípulos repudiaron por ser “pre-marxistas”, el joven Marx
sostiene tres tesis que habrían de escandalizar a la filosofía política “bien pensante”
hasta nuestros días:
(a) en primer lugar que, tal como lo plantea en la “Introducción” a la Crítica de
la filosofía del Derecho de Hegel, es necesario pasar de la crítica del cielo a la
crítica de la tierra. En este tránsito, “(l)a crítica de la religión es, por tanto, en
germen, la crítica del valle de lágrimas que la religión rodea de un halo de santidad.”
(Marx. 1967: p. 3) Sería difícil exagerar la importancia y la actualidad
de esta tesis, toda vez que aún hoy encontramos que el saber convencional de
la filosofía política en sus distintas variantes –el neo-contractualismo, el comunitarismo,
el republicanismo y el libertarianismo– persiste obstinadamente
en volver sus ojos hacia el cielo diáfano de la política con total prescindencia
de lo que ocurre en el cenagoso suelo de la sociedad burguesa. Así, se construyen
bellos argumentos sobre la justicia, la identidad y las instituciones republicanas
sin preocuparse por examinar la naturaleza del “valle de lágrimas” capitalista
sobre el cual deben reposar tales construcciones.
(b) la filosofía tiene una “misión”, una tarea práctica inexcusable y de la que
no puede sustraerse apelando a la mentira autocomplaciente de su naturaleza
contemplativa. La célebre Tesis Onceava sobre Feuerbach no hace sino acentuar
aún más esta necesidad imperiosa de dejar de simplemente pensar el
mundo para pasar a transformarlo sin más demora. La misión de la filosofía
es desenmascarar la auto-enajenación humana en todas sus formas, sagradas
y seculares. Para ello la teoría debe convertirse en un poder material, lo que
exige que sea capaz de “apoderarse” de la conciencia de las masas. Para esto,
la teoría debe ser “radical”, es decir, ir al fondo de las cosas. (Marx. 1967:
pp. 9-10) Un fondo que en el joven Marx era de carácter antropológico, “el
hombre mismo”, pero que a lo largo de su trayectoria intelectual habría de
perfilarse, nítidamente, en el Marx maduro, en su naturaleza estructural. El
fondo de las cosas estaría, de ahí en más, constituido por la estructura de la
“sociedad burguesa.”
(c) por último, la constatación de que en las sociedades clasistas la política
es, por excelencia, la esfera de la alienación, y en cuanto tal espacio privilegiado
de la ilusión y el engaño. La razón de esta condena es fácil de advertir:
Hegel había exaltado al Estado a la increíble condición de “ser la marcha
de Dios en el mundo”, un exceso que ni siquiera un pensador tan “estatalis-
299
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
ta” como Hobbes habría osado imaginar. (Hegel, 1967: p. 279) En el sistema
hegeliano, contra el cual se rebela precozmente el joven Marx, el Estado era
la esfera del altruismo universal y el ámbito en el cual se realizan los intereses
generales de la sociedad. En consecuencia, la política aparecía en Hegel
nada más ni nada menos que como la intrincada fisiología de una institución
concebida como un Dios secular y a la cual debemos no sólo obedecer sino
también venerar. (Hegel, 1967: p. 285)
La verdad contenida en estas tres tesis, cruciales en el pensamiento del joven
Marx, fue ratificada, por si hiciera falta, por sus experiencias personales. Confrontado
con la dura realidad que le planteaba su condición de editor de la Nueva
Gaceta Renana, una revista de la intelectualidad liberal alemana, el joven
Marx pudo constatar desde el vamos cómo la supuesta universalidad del Estado
prusiano era una mera ilusión y que el Estado “realmente existente” –no el postulado
teóricamente por Hegel sino aquél con el cual él tenía que habérselas
“aquí y ahora”– era en realidad un dispositivo institucional puesto al servicio de
intereses económicos bien particulares.
De haber estado vivo, Hegel seguramente le habría observado a su joven crítico
que ése que Marx tan justamente apuntaba con su crítica “no era un verdadero
Estado sino una sociedad civil disfrazada de Estado”. (Hegel, p. 156; 209-212)
A lo cual Marx seguramente habría replicado con palabras como éstas: “Distinguido
Maestro. El Estado que Ud. ha concebido en su teoría es de una belleza sin
par y segura garantía para la consecución de la justicia en este mundo. El único
problema es que el mismo sólo existe en su imaginación. Los Estados ‘realmente
existentes’ poco o nada tienen que ver con el que surge de sus estipulaciones
teóricas. Ud. señala, correctamente en uno de los apéndices de su Filosofía del
Derecho, que los Estados que obran de otro modo, es decir, los que subordinan el
logro de los intereses universales a la satisfacción de los intereses particulares de
ciertos grupos y clase sociales, no son verdaderos Estados sino simples sociedades
civiles disfrazadas de Estados. Créame cuando le digo que lamento tener que
informarle que todos los Estados conocidos han demostrado una irresistible vocación
por disfrazarse. ¿O cree Ud. que el Rey de Prusia representa algo más que
una alianza entre nuestros decadentes y ridículos Junkers y la timorata burguesía
industrial alemana? ¿O piensa Ud. que el Zar de todas las Rusias, y su Estado, representan
otra cosa que los intereses de la aristocracia terrateniente más bárbara
y corrupta de Europa? ¿O creería, por ventura, que la Reina Victoria sintetiza en
su persona los intereses del conjunto del pueblo inglés y no los intereses exclusivos
y particulares de la City londinense y los manufactureros británicos, desesperados
por establecer el imperio del libre comercio para sojuzgar al mundo entero
con su superioridad industrial y financiera?”
Una vez comprobado el carácter irremisiblemente clasista de los Estados y
certificada la invalidación del modelo hegeliano del “Estado ético, representante
300
del interés universal de la sociedad”, el joven Marx se abocó a la tarea de explicar
las razones del extravío teórico de Hegel. ¿Qué fue lo que hizo que una de las
mentes más lúcidas de la historia de la filosofía incurriera en semejante error?
Simplificando un razonamiento bastante más complejo diremos que la respuesta
de Marx se construye en torno a este argumento: que si en Hegel la relación “Estado/
sociedad civil” aparece invertida, esto no es a causa de un vicio de razonamiento
sino que obedece a compromisos epistemológicos más profundos cuyas
raíces se hunden en el seno mismo de la sociedad burguesa, como años más tarde
tendría ocasión de argumentar Marx al examinar el problema del fetichismo
de la mercancía. En su crítica juvenil a la inversión se notan las influencias ejercidas
por Ludwig Feuerbach, quien en 1841 había conmovido al mundo intelectual
alemán al publicar poco antes de que Marx iniciara su crítica al sistema hegeliano
La Esencia del Cristianismo. En dicho libro Feuerbach afirma que contrariamente
a lo que sostiene la religión no es Dios quien crea a los hombres sino
que son éstos los que en su alienación crean a aquél. Siendo esto así, de lo que se
trata, habría de concluir un atento lector como el joven Marx, es de invertir la relación
establecida por la religión, o el derecho burgués, para encontrar la verdad
de las cosas.
Claro está que, pese a su juventud, Marx no se contentaba sólo con eso. Si la
mera inversión satisfacía el espíritu crítico de Feuerbach, no ocurría lo mismo con
el joven filósofo de Tréveris, quien sentía la necesidad de ir más allá en el camino
de la explicación. Para ello contaba con las armas que le ofrecía la dialéctica
hegeliana, pero éstas requerían un ulterior refinamiento antes de poder ser efectivamente
usadas como “las armas de la crítica”. Hegel había aportado algunas
ideas centrales que servían como importantísimo punto de partida: en primer lugar,
la noción –revolucionaria en la historia de la filosofía, dominada por un espíritu
contemplativo– de que las ideas se realizan en la historia y de que no existe
un hiato insalvable entre el mundo material y el mundo de las ideas filosóficas.
El ser y el deber ser pueden juntarse y las “armas de la crítica” (junto a la “crítica
de las armas”) son instrumentos fundamentales en la transformación del mundo,
devenida ahora en la verdadera e inexcusable misión de la filosofía.
Génesis de la “inversión hegeliana” e inicio del tránsito de la filosofía a la
economía política
Por lo tanto, para el joven Marx no bastaba con afirmar que el hombre crea
a su Dios sino que era necesario decir por qué procede de tal modo, y cómo lo hace.
De la misma manera, tampoco se contentaba Marx con invertir la relación Estado/
sociedad civil postulada por Hegel, dando así comienzo a un programa de
crítica teórica y práctica al que le habría de dedicar el resto de su vida, y que, como
veíamos más arriba, quedaría inconcluso.3 “Ir más allá” significaba, en gran
medida gracias a la invalorable aportación intelectual de Engels, adentrarse en el
301
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
nuevo sendero abierto por Adam Smith y otros economistas clásicos al fundar la
economía política. Si Marx, en la “Introducción” de su crítica a Hegel, había dicho
que “(s)er radical es atacar el problema por la raíz. Y la raíz, para el hombre,
es el hombre mismo” (Marx, 1967a: p. 10), establecido ya el contacto con la nueva
ciencia Marx diría que la radicalidad de una crítica social exige ir más allá del
hombre abstracto, y que para comprender al hombre situado es preciso adentrarse
en la anatomía de la sociedad civil. La ciencia que nos permite internarnos en
este territorio no es otra que la economía política.
Un planteamiento como éste es inseparable de un tránsito, premeditado y esperanzado,
desde la filosofía política hacia la economía política. Desplazamiento
éste que se funda en una radical reformulación que el joven Marx efectúa a una
de las cuestiones centrales de la filosofía política moderna: la clásica pregunta de
Hobbes acerca de cómo es posible el orden social. Pregunta ociosa para la filosofía
política clásica puesto que, como sabemos, durante la Antigüedad y el Medioevo
se partía del supuesto, indiscutible y axiomático, de que el hombre era
“naturalmente” un zoon politikon, un animal político y social cuya vida en sociedad
y en la polis lo humanizaba definitivamente. Como sabemos, el advenimiento
de la sociedad burguesa iría a desbaratar impiadosamente esta creencia. Producida
la refutación práctica del axioma aristotélico cuando, como recordaba Tomás
Moro, “las ovejas se comieron a los hombres” y la vieja comunidad aldeana
precapitalista se pulverizó en una miríada de “átomos individuales pre-sociales”,
fue nada menos que Hobbes quien asumió la responsabilidad de producir una
nueva respuesta a tan crucial interrogante. Observando la devastación producida
por la guerra civil inglesa en el siglo XVII, ofreció la respuesta que lo hizo célebre:
el orden social es posible porque el terror a la muerte violenta lleva a los
hombres a someterse al imperio ilimitado de un soberano, abdicando de buena
parte de sus libertades a cambio de la paz fundada en la espada de la autoridad.
Debe notarse que aquí tropezamos con dos supuestos de suma importancia:
en primer lugar, lo que usando un giro borgeano podría denominarse la improbable
igualdad radical entre los hombres, y que llevara a Hobbes a sostener que “el
más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas
maquinaciones o confederándose con otro.” (Hobbes, p. 100) El segundo supuesto,
más discutible todavía, postula que hay una necesidad universal del orden,
sentida por igual por explotadores y explotados, por dominantes y dominados,
lo que sólo excepcionalmente puede llegar a ser verdad. Ambos supuestos
eran inaceptables para Marx: el primero porque la desigualdad social, en las sociedades
de clase, tornaba inverosímil el escenario radicalmente igualitario de
Hobbes; el segundo, porque no se le escapaba al joven filósofo que el orden era
mucho más un imperativo para las clases dominantes que una necesidad impostergable
de las clases dominadas, tesis ésta que sería posteriormente ratificada en
los análisis de Max Weber sobre la Europa revolucionaria de la primera posguerra.
En ambos casos, notaba Marx, el vínculo entre política y economía se difu-
302
minaba, dejando a la primera como un tinglado en el cual actores se unían y combatían
caprichosamente y sin referencias a las condiciones materiales que pudieran
asignar una cierta racionalidad a sus acciones, mientras que la vida económica
se desenvolvía en un increíble vacío político.
La respuesta a la pregunta de marras adquiere un matiz más realista en la pluma
de Locke. En efecto, triunfante la Gloriosa Revolución de 1688 y asegurada
la hegemonía del Parlamento –es decir, la burguesía– sobre la Corona y la nobleza
terrateniente, la angustia del terror que había sido tan vívidamente percibida
por Hobbes cede su paso a la calma racionalidad del buen burgués, para quien el
objetivo primero y fundamental de todo gobierno no puede ser otro que el de asegurar
el disfrute de la propiedad privada pues las otras libertades vienen por añadidura.
En Locke encuentra Marx por fin el nexo entre economía y política que
apenas si se vislumbraba en la obra de Hobbes, que ahora adquiere pleno relieve
al establecerse la conexión entre la construcción del orden político que garantiza
la reproducción integral del sistema y el disfrute de una propiedad que, aún en la
formulación lockeana, muestra claros síntomas de sus tendencias concentradoras.
Pero concebir a la defensa de la propiedad privada como la primera misión del
Estado no alcanza para establecer teóricamente los vínculos profundos que ligan
a una con el otro, especialmente si se asume, como lo hace Locke, un escenario
en el cual en principio cualquiera puede llegar a acceder a la propiedad privada y
que ésta se justifica prácticamente por el hecho de que el propietario mezcla su
trabajo con los bienes de la naturaleza, certificando de ese modo la sinrazón de la
fulminante acusación de San Agustín en contra de la propiedad privada cuando
decía que ésta era simplemente un robo. Marx, huelga aclararlo, nunca aceptó esta
“naturalización” de la propiedad privada a manos de Locke y mucho menos la
legitimación del orden político resultante de ella.
No más satisfactoria resultó ser la respuesta ofrecida por Rousseau, aunque no
pasó desapercibida para Marx la violenta ruptura que éste introduce en la tradición
contractualista al establecer, de una manera inequívoca, la vinculación entre el Estado
y un proceso eminentemente fraudulento como fue la invención de la propiedad
privada, una “gigantesca estafa” según sus propias palabras, que inevitablemente iría
a corroer hasta sus cimientos la legitimidad del Estado. Pese a algunas opiniones en
contrario –entre ellas la de Lucio Colletti, para quien Marx se habría limitado a parafrasear
a Rousseau– lo cierto es que el planteamiento del ginebrino era del todo insuficiente
para dar sustento a una teorización del Estado como la institución encargada
de la reproducción del orden social y del mantenimiento de una estructura política
que preservara la dominación de clase. (Colletti, 1977: pp. 148-149) En un texto
anterior la postura de Colletti era aún más extrema, pues afirmaba que:
“la teoría política revolucionaria, tal como se ha venido desenvolviendo luego
de Rousseau, está toda prefigurada y contenida en el Contrato Social; y
para ser más explícitos ... Marx y Lenin no han agregado nada a Rousseau,
303
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
salvo el análisis (por cierto que muy importante) de las ‘bases económicas’
de la extinción del Estado.” (Colletti, 1969: p. 251) (traducción nuestra)
Afirmación temeraria, si las hay, cuyos fundamentos adolecen de una insanable
fragilidad que se acrecienta aún más si se recuerda que el propio Rousseau pareció
tener opiniones muy volátiles en esta materia, ya que el tono radical del Dis -
curso sobre la Desigualdad entre los Hombres no se retoma en escritos posteriores,
especialmente en su obra cumbre en materia de filosofía política, El Contra -
to Social. Por otra parte, bien observa Blackburn que la noción rousseauniana de
que la soberanía popular sólo es posible cuando no existan partidos que representen
parcialidades y los individuos se relacionen sin mediaciones con el Estado, es
profundamente antagónica a la concepción marxista de la democracia proletaria,
tal como se ejemplifica en la Comuna de París. La afirmación de Rousseau en el
sentido de que la voluntad general sólo podrá expresarse siempre “que no existan
sociedades parciales en el Estado y que cada ciudadano considere tan sólo sus
propias opiniones” bajo ningún punto de vista puede considerarse como un antecedente
teórico o doctrinario significativo de la teoría política marxista. (Blackburn,
1980: p. 13) La pretendida “continuidad teórica” que Colletti atribuye al
vínculo Rousseau/Marx no parece tener demasiados asideros sino ser más bien un
precoz síntoma del ofuscamiento intelectual y político que, años después, se apoderaría
del filósofo italiano.
La búsqueda de un nuevo instrumental
Esta rápida revisión de la relación entre Marx y algunos autores centrales en
la historia de la filosofía política nos permite tomar nota de algo bien importante,
a saber: el precoz reconocimiento efectuado por Marx de la imposibilidad de
comprender la política al margen de una concepción totalizadora de la vida social,
en donde se conjugaran y articularan economía, sociedad, cultura, ideología
y política. Es obvio que esta conexión entre distintas esferas institucionales, cuya
separación sólo puede ser relativa y fundamentalmente analítica, no pasó desapercibida
para las cabezas más lúcidas de la filosofía política. Sin embargo, y
aquí viene el mérito fundamental de Hegel, fue éste quien planteó por primera vez
de manera sistemática –y no sólo en la Filosofía del Derecho sino también en
otros escritos, como la Filosofía Real – la tensión entre la dinámica polarizante y
excluyente de la sociedad civil, en realidad de la economía capitalista, y las pretensiones
integradoras y universalistas del Estado burgués. Nos parece que Bobbio
no aprecia en sus justos méritos los alcances de esta innovación hegeliana.
Por eso, si bien su señalamiento de que en el siglo XIX el “centro de gravedad”
de la filosofía política no estaba en Alemania es correcto, su subestimación de la
contribución de Hegel a la filosofía política lo es mucho menos. Es más, podría
afirmarse, sin temor a exagerar, que Hegel es el primer teórico político de la sociedad
burguesa que plantea una visión de la sociedad civil estructuralmente es-
304
cindida en clases sociales cuya incesante dinámica remata en una irresoluble polarización.
Por supuesto, todas las grandes cabezas antes de Hegel reconocieron
la existencia de las clases sociales, y en algunos casos, como en Platón, Aristóteles,
Maquiavelo, Moro, Locke y Rousseau, esos análisis fueron extraordinariamente
perceptivos y lúcidos. Pero sólo Hegel, parado desde las alturas que le proporcionaba
la constitución de la sociedad burguesa, supo teorizar sobre el carácter
irreconciliable de las contradicciones clasistas aún cuando su sistema teórico
no fuese capaz de desentrañar las razones profundas de este antagonismo. Para
eso sería necesario esperar la aparición de Marx. Pero Hegel observó con agudeza
ese rasgo de la sociedad capitalista al punto tal que abogó por una esclarecida
intervención estatal para atenuar tales contradicciones, mediación ésta que tenía
como sus pilares la promoción de la expansión colonial de ultramar y la emigración.
En otras palabras, expulsando la pobreza hacia la periferia atrasada en un
caso, o hacia países ricos o potencialmente ricos, como las nuevas regiones receptoras
de inmigración masiva en América (Estados Unidos, Argentina, Brasil y
Uruguay) u Oceanía (Australia y Nueva Zelanda). Hegel remataba su razonamiento
diciendo que la polarización entre riqueza y pobreza que generaba la sociedad
burguesa planteaba no sólo un problema económico sino también otro,
más grave aún: los pobres se transformaban en indigentes debilitando irreparablemente
de este modo los fundamentos mismos de la vida estatal, fuente, según
nuestro autor, de toda eticidad y justicia. (Hegel, 1967: pp. 149-150; 277-278)
La atenta lectura del joven Marx del texto hegeliano lo colocaba así en los
bordes de la filosofía política y a las puertas de la economía política. En los bordes,
porque la reflexión del profesor de la Universidad de Berlín había demostrado
dos cosas: (a) la íntima conexión existente entre la política y el Estado y, por
otra parte, ese tumultuoso reino de lo privado que se subsumía bajo el equívoco
nombre de “sociedad civil”; (b) la futilidad de teorizar sobre aquellos temas al
margen de una cuidadosa teorización sobre la sociedad en su conjunto y, muy especialmente,
sobre los fundamentos económicos del orden social. Y en las puertas
de la economía política, porque si se quería trascender la mera enunciación de
la relación era preciso avanzar en la exploración de la anatomía de la sociedad civil,
y para esa empresa el arsenal conceptual y metodológico de la filosofía política
era claramente insuficiente. Se requería echar mano a un nuevo instrumental
teórico, el que justamente y no por casualidad había desarrollado la economía política
en el país donde las relaciones burguesas de producción habían alcanzado
su forma más pura y desarrollada. La breve estancia de Marx en París, entre Octubre
de 1843 y Enero de 1845, y la amistad que allí desarrollaría con Friedrich
Engels, habrían de franquearle la entrada a esa nueva ciencia abriendo de este
modo la posibilidad de una radical re-elaboración de la filosofía política, proyecto
que, como sabemos, se encuentra todavía inacabado.
305
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
Dialéctica, alienación y política
La dialéctica hegeliana contenía una serie de elementos de primerísima importancia
para esta misión transformadora que Marx quería para la filosofía. En
primer lugar, ponía de relieve de manera amenazante el carácter inherentemente
contradictorio –y por lo tanto provisorio– de las instituciones y prácticas sociales
existentes. Si en su versión idealista esto se resolvía en una inofensiva dialéctica
de las ideas, en su lectura y reconstrucción marxiana estas contradicciones tienen
lugar entre fuerzas sociales e intereses clasistas portadores de enfrentados proyectos,
valores e ideologías. Con la reinterpretación y recreación que la dialéctica
sufre a manos de Marx entra en crisis un paradigma que se remontaba a la filosofía
medieval y que postulaba la armonía natural del cuerpo social: piernas
campesinas, tronco artesanal, brazos guerreros y cabeza aristocrática coronada
por el carisma de la Cátedra de San Pedro y los poderes terrenales y extra-mundanos
de la Iglesia de Roma. Con la crisis de la formación social feudal que sostenía
esta representación ideológica se abre un período de incertidumbre que comienza
a ser cerrado por nuevas teorizaciones, como la precozmente formulada
por un médico holandés por nacimiento y británico por adopción y que adquiriera
justa fama como filósofo. Se trata de Bernard de Mandeville, quien en 1714
publicara un libro cuyo título refleja con nitidez el nuevo clima ideológico de la
sociedad burguesa: La fábula de las abejas, o los vicios privados hacen la pros -
peridad pública, texto en el cual el interés egoísta pasa a ser considerado, en oposición
a las doctrinas y costumbres medievales, como conducente a la felicidad
colectiva. (Mandeville, 1982) Pero sería recién en 1776 cuando esta interpretación
habría de adquirir una impresionante densidad teórica en la obra de un filósofo
moral de la Ilustración escocesa, Adam Smith. La publicación de La Rique -
za de las Naciones vino a cerrar, con una sólida y majestuosa argumentación filosófica,
económica e histórica, ese hiato abierto por la crisis de las filosofías medievales
para convertirse en el nuevo sentido común de la naciente sociedad capitalista.
Sin embargo, la tesis de la “mano invisible” –enigmática ordenadora de
los apetitos individuales e inigualada artesana que convertía los vicios privados
en virtudes públicas– habría de ser sometida a un ataque demoledor por parte de
la dialéctica materialista, con su reafirmación de la omnipresencia y permanencia
del conflicto y la contradicción.
Una segunda arista crítica de la dialéctica marxista es la tesis de la provisoriedad
de lo existente. Si en su versión hegeliana esta tesis se limitaba al universo
de las ideas y los valores, y a la insanable fugacidad de las ideas dominantes,
en la síntesis marxiana esta provisoriedad se extiende al conjunto de la vida social.
No son sólo las ideas las que se encuentran sometidas a una tal transitoriedad
sino también las instituciones –la propiedad privada de los medios de producción,
la iglesia, la monarquía o el Estado, así como también los diversos grupos
y clases sociales– quienes se encuentran privados del tan anhelado don de la eternidad.
No hace falta demasiado esfuerzo para comprender el escándalo que pro-
306
dujo esta radical reformulación marxista de la dialéctica hegeliana, al producir
una incurable herida narcisista a la autoestima de una sociedad burguesa acostumbrada
a creerse –y a pensarse, como lo hiciera mediante la obra de Hegel–
como la culminación del proceso histórico. Herida narcisista sólo comparable a
la que poco antes de publicar el primer tomo de El Capital le produjera Charles
Darwin al comprobar el ancestro simiesco del orgulloso homo sapiens, o la que
iría a infligirle, a la vuelta del siglo, Sigmund Freud con el descubrimiento del inconsciente
y la puesta en evidencia de las raíces no racionales ni concientes de la
conducta humana. Lo que antes parecía como un tema tabú, la santidad e intangibilidad
de las instituciones fundamentales de la sociedad capitalista, era ahora
objeto de una crítica irreverente, blasfema y mortífera por parte de un personaje
que, según comentara el primer comunista alemán, Moses Hess, en una carta dirigida
a un amigo en 1842, “era el único auténtico filósofo” que hoy tiene Alemania:
“Combina la seriedad filosófica más profunda con el talento más mordaz.
Imagine a Rousseau, Voltaire, Holbach, Lessing, Heine y Hegel fundidos en una
sola persona –digo fundidos y no confundidos en un montón– y tendrá Ud. al Dr.
Marx.” (Berlin, p. 60; McLellan, p. 5)
La tercera característica de la dialéctica reconstruida por Marx a partir de las
iniciales formulaciones de Hegel remite, en primer lugar, a su concepción de la
historia como un proceso y no como una mera secuencia de acontecimientos o
eventos; y, en segundo lugar, como un proceso que tiene un sentido y una finalidad.
En Hegel la historia se movía desde la libertad para uno, en el antiguo despotismo
oriental, hasta su punto final que era, no por casualidad, la sociedad burguesa
en donde, presuntamente, todo serían libres. Marx reformula radicalmente
esta concepción cambiando el eje de la legalidad de la historia hacia el terreno en
el cual los hombres y mujeres crean y recrean sus propias condiciones de existencia,
y allí avizora un sentido y una finalidad: la liberación radical de las cadenas
de la opresión y explotación del hombre por el hombre, el comienzo de una historia
que pondría fin a la prehistoria escrita por todas las sociedades de clase. Pero
para Marx este objetivo final está abierto; por ello no es susceptible de especulaciones
determinísticas ni puede ser interpretado como un fatalismo teleológico.
Es probabilístico: la alternativa puede ser el socialismo, es decir la civilización
en un nivel jamás alcanzado antes por sociedad humana alguna, o la barbarie.
Contrariamente a lo que predica el vulgomarxismo, el resultado final no está
garantizado. Además, conviene recordarlo, el comunismo no es concebido como
una suerte de “estación final” de la historia –no hay tal cosa en el pensamiento
marxista– sino que, en una visión eminentemente dialéctica, fue definido por
Marx y Engels en La Ideología Alemana de la siguiente manera:
“Para nosotros, el comunismo no es un estado que debe implantarse, un
ideal al que haya de sujetarse la realidad. Nosotros llamamos comunismo al
movimiento real que anula y supera el estado de cosas actual.” (Marx y Engels,
1973: p. 37) (énfasis en el original)
307
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
Tomando todo lo anterior en consideración, las razones por las que el joven
Marx concibe a la política de la sociedad burguesa -en realidad, de toda sociedad
de clases- como la esfera de la alienación, parecerían ahora ser lo suficientemente
claras. Su reformulación de la dialéctica hegeliana y su crítica al sistema de Hegel
le permiten descubrir una falla fundamental en la reflexión filosófico-política
del profesor de Berlín. Esta falla se localiza en su renuncia a elaborar teóricamente
la densa malla de mediaciones existentes entre la política y el Estado y el resto
de la vida social. Es en Hegel donde, paradojalmente, esta conexión se vuelve
más patente; pero ella aparece más que nada como una mera yuxtaposición y no
como una vinculación esencial y estructural. Yuxtaposición, porque en Hegel el
Estado es por excelencia la esfera de la racionalidad y la eticidad, y la sociedad
civil y la familia apenas momentos particulares y epifenoménicos de la vida estatal.
Al joven Marx siempre le llamó la atención la perfección de esta operación
de “inversión” por la cual la dialéctica marchaba sobre su cabeza y el Estado y
las superestructuras políticas aparecían como los sujetos de la vida social.
¿Hacer que la dialéctica marche sobre sus pies?
Ahora bien, antes de seguir con el hilo de nuestra exposición es importante
despejar un equívoco que aparece reiteradamente en diversos textos de teoría política:
el que postula que Marx simplemente se limitó a “invertir la inversión” hegeliana,
y que puso a la dialéctica de Hegel sobre sus pies. En uno de los pasajes
más luminosos de La revolución teórica de Marx Althusser demuestra definitivamente
la falacia de dicha interpretación. Sin meternos ahora en las honduras
de tales argumentos remitimos al lector a la lectura de ese texto, y añadimos
simplemente que si se hubiera limitado tan sólo a “dar vuelta” el método hegeliano,
Marx no hubiera sido Marx sino un oscuro feuerbachiano. Pero si Feuerbach
es apenas una nota a pie de página en la historia de la filosofía y Marx uno de sus
más densos capítulos, es precisamente porque el segundo hizo algo mucho más
complejo que hacer del sujeto el predicado y de éste el sujeto. En manos de Marx
la dialéctica adquiere una complejidad extraordinaria –con sus mediaciones, la
“sobredeterminación” de las contradicciones, etc.– sagazmente percibida por
Althusser, lo que impide que la simple inversión pueda dar cuenta acabada de las
innovaciones introducidas por Marx. (Althusser, 1969: pp. 91-4)
La “visión invertida” de Hegel tenía, tal como decíamos más arriba, raíces
profundas que se hundían en la estructura misma de la sociedad burguesa. Si Hegel
“veía el mundo al revés” y hacía que la dialéctica marchase sobre su cabeza
ésto no era a causa de un problema epistemológico específico sino porque aquél
reproducía con fidelidad, en su construcción teórica, la inversión propia del capitalismo.
Es el capitalismo el que genera imágenes invertidas de sí mismo, las raíces
de las cuales se encuentran en el carácter alienado del proceso productivo y
en el fetichismo de la mercancía. En sus escritos juveniles Marx examinó varios
308
tipos de alienación: religiosa, filosófica, política y, en menor medida, la económica.
(McLellan, p. 106) El común denominador de estas diferentes formas de alienación
era la depositación en un otro, o en alguna otra entidad, de atributos y/o
rasgos esenciales del hombre tales como el control de sus propias actividades o
su relación con la naturaleza o el proceso histórico. En la religión es Dios quien
usurpa la posición del hombre, consolándolo por sus sufrimientos terrenales y alimentando
sus esperanzas de una vida mejor. De ahí que Marx dijera que “la superación
de la religión como la dicha ilusoria del pueblo es la exigencia de su dicha
real.” (Marx, 1967a: p. 3). La alienación filosófica, de la cual la filosofía especulativa
es su máxima expresión, reduce al hombre y la historia que éste crea
a simples procesos mentales que, en el caso de Hegel, obedece a los designios
inescrutables de la Idea. En el terreno de la política la alienación se expresa en el
Estado burgués –la forma más desarrollada de toda organización estatal– en la
“doble vida” que coloca frente a frente su vida celestial como ciudadano y su vida
terrenal como individuo privado, como burgués. Marx anotaba, sobre todo en
La Cuestión Judía, que este dualismo alienante no sólo se expresa en el terreno
de la conciencia sino también en la realidad de la vida social. Si en la abstracción
del Estado democrático el individuo es uno más entre sus iguales –universalidad
del sufragio, igualdad ante la ley, etc.– en el “sórdido materialismo de la sociedad
civil” el individuo aparece en su radical desigualdad, como un instrumento
en manos de poderes que le son ajenos e incontrolables. Iguales en el cielo, profundamente
desiguales en la tierra y, dada esta antinomia, la igualdad celestial no
hace sino reproducir y agigantar las desigualdades estructurales de la segunda.
En todo caso, la alienación principal es la económica porque ésta se da en lo
que constituye la actividad fundamental del hombre como ser práctico: el trabajo.
Es importante subrayar, en contra de una opinión muy difundida, que esta
prioridad asignada a la alienación económica lejos de ser la momentánea manifestación
del joven Marx recorre la totalidad de su obra. Ya en los Manuscritos
Económico-Filosóficos (los Cuadernos de París) Marx decía que:
“El trabajador se relaciona con el producto de su trabajo como con un objeto
extraño. Cuanto más se consume el trabajador en su trabajo tanto más poderoso
deviene el mundo de objetos que él crea, más se empobrece su vida
interior y menos se pertenece a sí mismo.” (Marx, 1964: p. 122) (traducción
nuestra)
Casi veinte años después, en la Crítica de las Teorías de la Plusvalía Marx
observa con agudeza que lo que distingue al capitalismo de los modos de producción
preexistentes es “la personificación de la cosa y la materialización de la
persona” (McLellan, 1971: p. 116). Y en el primer capítulo de El Capital Marx
insiste en que:
“Lo misterioso de la forma mercantil consiste sencillamente, pues, en que la
misma refleja ante los hombres el carácter social de su propio trabajo como
309
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
caracteres objetivos inherentes a los productos del trabajo, como propiedades
sociales naturales de dichas cosas, ...como una relación social entre los objetos,
existente al margen de los productores.” (Marx, 1983: I, p. 88)
Ahora bien, el capitalismo potencia todas estas alienaciones: transforma alguna
de ellas (como la religiosa, por ejemplo); neutraliza otras, como la filosófica;
pero no hace sino profundizar la alienación económica. En efecto, la generalización
del trabajo asalariado, por contraposición a lo ocurrido en los modos de
producción precapitalistas con sus trabajadores coercitivamente ligados a las estructuras
productivas, esconde tras la falsa libertad del mercado –falsa porque el
trabajador no tiene otra alternativa para sobrevivir que vender su fuerza de trabajo
en condiciones que él no elige– la esclavitud esencial del moderno trabajo asalariado.
Por otra parte, esa inmensa acumulación de mercancías de la que habla
Marx en el primer capítulo de El Capital oculta el hecho de que no son ellas quienes
concurren por su cuenta al mercado, sino que son producidas por hombres y
mujeres mientras que otros a su vez las transan en el mercado.
Si bien la alienación económica conservó durante toda la vida de Marx su carácter
fundamental, debido a la primacía que en todo régimen social tiene la forma
en que hombres y mujeres organizan la actividad económica que les permite
sobrevivir, fue la alienación política la que impulsó a Marx a alejarse por mucho
tiempo de la reflexión teórico-política para volver a ella efímeramente y de modo
no sistemático en algunos momentos de su vida. Sabemos, por sus propios escritos,
que en el monumental libro en seis volúmenes que Marx tenía in mente escribir
(y del cual El Capital es sólo el primero, e incompleto) había uno dedicado
enteramente al Estado y la política.4 Sin embargo, ese texto no llegó a escribirse
jamás, pese a lo cual diversos fragmentos escritos por su frustrado autor nos
permiten reconstruir los trazos más gruesos de su pensamiento.
La concepción “negativa” de la política en Marx y sus críticos
Una tal reconstrucción demuestra que Marx, en efecto, adhería a una “concepción
negativa” de la política. ¿Por qué negativa? Porque Marx descifró el jeroglífico
de la política en la sociedad burguesa a partir de la clave que le proporcionaba
su teoría de la alienación. De ahí que Marx diera vuelta como un guante
el argumento hegeliano, y donde éste veía en el Estado la realización ética de la
Idea y la esfera más sublime de la vida social, Marx percibió a la política y al estado
como las instancias supremas de la alienación que preservaban el mantenimiento
de una sociedad basada en la explotación del hombre por el hombre. Es
precisamente por esto que allí donde Hobbes veía a un poder soberano poniendo
fin al terror del hombre sobre el hombre e instaurando una paz despótica que permitía
el desarrollo de la sociedad de clases; o donde Locke percibía un “gobierno
mínimo” que abría nuevos espacios para la acumulación de riquezas; o donde
310
Rousseau soñaba con la reconstrucción de una comunidad democrática de varones
sin desandar, no obstante, el camino abierto por aquel estafador que plantara
las estacas y dijera “esta tierra es mía”; o donde Hegel confiaba en el despliegue
de la eticidad y el altruismo universal, Marx encontró un conjunto de prácticas,
instituciones, creencias y procesos mediante los cuales la dominación de clase se
coagulaba, reproducía y profundizaba. Y éste es un hallazgo fundamental que
asegura para Marx un sitial de privilegio en la historia de la filosofía política.
Despojó al estado y la vida política de todos los elementos sagrados o sublimes
que los ennoblecían ante los ojos de sus contemporáneos y los mostró tal cual
son. En la versión premeditadamente simplificadora que él y Engels escribieran
a comienzos de 1848, El Manifiesto Comunista, habrían de acuñar una fórmula
corrosiva y brutalmente desmitificadora: “el Estado es el comité que administra
los negocios comunes de la clase burguesa.” Ahora bien, si como sus autores pensaban,
las sociedades de clase eran tan sólo una fase transitoria en la marcha de
la humanidad hacia su propia historia –que comenzaría recién cuando este tipo de
sociedades hubiera desaparecido– es obvio que en la agenda teórica de Marx la
cuestión política iba a estar signada por la transitoriedad y por lo efímero. Claro
está que esta visión marxiana tenía su reverso en el papel que el autor de El Ca -
pital le asignaba a la política como elemento transformador del mundo y hacedor
de la historia. Esta posibilidad que ofrecía la lucha política como instrumento
emancipador dependía de la asunción, por parte del proletariado y las clases subalternas,
de sus intereses históricos y de la efectividad de su organización. La
política, esfera de la alienación en la sociedad de clases, se revelaba así como una
espada de Damocles para la burguesía en la medida en que el proletariado fuese
capaz de generar lo que Gramsci denominara un proyecto contra-hegemónico.
Pero lo anterior no hubiera sido suficiente si además no hubieran mediado
circunstancias del momento que difícilmente podrían ser descartadas y que acentuaron
esta convicción. Limitémonos a señalar una: el impacto que la Revolución
Francesa ejerció sobre Marx y, en general, sobre todos los intelectuales durante
gran parte del siglo XIX. Las “enseñanzas” de dicha revolución fueron sumamente
engañosas, lo que llevó a muchos de sus admiradores a creer que el paso de la
monarquía absoluta a una república podía materializarse en cuestión de horas, y
que la completa destrucción del ancien regime podía cumplirse en unos pocos
días de resuelta acción revolucionaria. El fuego de la gran revolución iluminó, según
la autorizada opinión de Gramsci, no sólo las jornadas revolucionarias de
1848 sino que su influencia se extendió hasta bien entrado el siglo XX, en plena
Revolución Rusa. Hemos explorado este tema en otra parte de modo que no habremos
de detenernos aquí. (Boron, 1996). Bástenos con subrayar el impacto que
la Revolución Francesa tuvo sobre la formación intelectual del joven Marx: si la
Inglaterra victoriana era la patria por excelencia del modo de producción capitalista
y el modelo más depurado de su concreción histórica, Francia ofrecía, por
definición, “el modelo” revolucionario en el que habrían de inspirarse los prole-
311
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
tarios de todo el mundo a la hora de romper sus cadenas. Engels, con la frecuente
aprobación de Marx, insistió repetidamente sobre este punto: si Inglaterra retrataba
con inigualable claridad los rasgos fundamentales de la sociedad capitalista,
Francia era, en cambio, el paradigma de la revolución proletaria en ciernes.
Dado este contexto, y ante la perspectiva supuestamente probada por la historia
francesa de una rápida construcción de la nueva sociedad –una nueva sociedad
que vendría a poner fin a la explotación del hombre por el hombre y, al mismo
tiempo, a la política como esfera de la alienación– se comprende que para Marx
la reflexión sobre la política no adquiriese en su pensamiento una especial urgencia.
De ahí que la teoría marxista del estado sea, en realidad, una teoría de la “extinción
del estado”, una teoría de la reabsorción del estado por la sociedad civil
plasmada en la fórmula del “autogobierno de los productores”. Si a esto le añadimos
que, bajo la abrumadora influencia de la Revolución Francesa, tanto Marx
como Engels (y después de ello todos los principales dirigentes del movimiento
obrero mundial, con la notable excepción de Gramsci) creyeron que la transición
del capitalismo al comunismo sería un trámite de corta duración, entonces podemos
entender las razones por las que la reflexión filosófico-política en torno al
Estado durante la transición y al “no-estado” de la sociedad comunista hubiera
ocupado tan poco espacio en el pensamiento maduro de Marx.
Es obvio que un tema como éste se presta a múltiples lecturas e interpretaciones,
y ha sido motivo de no pocas críticas. Max Weber, por ejemplo, señaló
reiteradamente que uno de los rasgos más criticables del socialismo es precisamente
esta teorización sobre la extinción del estado que corre a contramano con
la tesis weberiana de la inevitabilidad de la burocracia estatal. (Weber, 1977: pp.
1072-4) Y no han sido pocos quienes criticaron con mucha fuerza la pretensión
marxiana del “fin de la política”. En algunos casos este cuestionamiento asumió
ribetes escandalosos, interpretándose las críticas posturas marxianas acerca de la
política como una velada y premonitoria apología del totalitarismo moderno. Para
el historiador de las ideas J. L. Talmon, por ejemplo, hay una tenebrosa continuidad
entre las sectas fundamentalistas cristianas del medioevo, Rousseau, Robespierre
y Mably, cuya fórmula política remata en última instancia y no por casualidad
“en un crudo prototipo del análisis marxista”. (Talmon, 1960:181, 252)
Karl Popper, por su parte, traza una línea teórica que sin solución de continuidad
liga las enseñanzas de Platón con las de Hegel y Marx, todos confabulados para
sentar las bases ideológicas del totalitarismo a partir de su historicismo y su enfermiza
vocación profética. (Popper, 1962)
Las críticas de Talmon y Popper, influyentes que fueron en su época, se encuentran
hoy en día desacreditadas. Mal podía ser el padrino intelectual del totalitarismo
un pensador como Marx, tan reacio y adverso a todo lo que fuera estatal.
Para Marx el Estado era, y es, una entidad parasitaria cuya permanencia de-
312
pende de la sobrevivencia de una sociedad de clases. Dado que ésta representa
una fase de la historia de la sociedad humana –en realidad, su “pre-historia”– y
dado también que esta etapa está destinada a ser superada si el proletariado cumple
con su misión histórica de instaurar una sociedad sin clases, el Estado como
“la institución” fundamental dedicada a procesar la dominación de clase y la explotación
de los trabajadores está condenado a extinguirse. En la medida en que
avance la constitución de la nueva sociedad, otro tanto avanzará el proceso de extinción
estatal. Que no significa, como insinúa Weber, la desaparición de la administración
pública ni que la vida social retroceda a formas anárquicas o caóticas
de existencia, sino simplemente que la comunidad reasume el gobierno de sí misma,
revirtiendo la expropiación de que fuera objeto con la primera aparición, aún
en su forma más primitiva, de la sociedad de clases.
¿Qué significa, entonces, el “fin de la política” en Marx? Si la política es, tal
como lo recordara Weber, “la guerra de dioses contrapuestos”, en la sociedad comunista
se supone que los fundamentos últimos del conflicto político, la apropiación
desigual de la propiedad y la riqueza y la distribución inequitativa de los frutos
del progreso técnico, habrán desaparecido. La lucha política no es para Marx
un conflicto que se agota en las ambiciones personales sino que tiene una raíz
profunda que se hunde, a través de una cadena más o menos larga de mediaciones,
en el suelo de la sociedad de clases. Desaparecida ésta, la política pasa a ser
otra cosa y necesariamente adquiere una connotación diferente. Es preciso subrayar
aquí que la sociedad sin clases está muy lejos de ser, en la concepción marxista,
esa sociedad gris, uniforme e indiferenciada que agitan sus críticos. Todo
lo contrario, las diferencias –de género, opción sexual, étnicas, culturales, religiosas,
etcétera– serán potenciadas una vez que las restricciones que en el capitalismo
impiden o estorban el florecimiento de tales diferencias hayan desaparecido,
cuidando empero que éstas no se conviertan en renovadas fuentes de desigualdades.
Existirán, por lo tanto, nuevas bases, no políticas, para la vida pública. Al
disiparse el velo ideológico que opacaba a las sociedades burguesas y que convertía
a la política en un ámbito alienante y alienado, la transparencia de la futura
sociedad sin clases dará origen a nuevas formas de actividad a las que no les
cabe estrictamente hablando el nombre de “política”. En las palabras del viejo
Engels, será entonces cuando el “gobierno de los hombres sea reemplazado por
la administración de las cosas”. Llegado este punto el autogobierno de los productores
enviará la política, al igual que el Estado, “al lugar que entonces le ha
de corresponder: al museo de antigüedades, junto a la rueca y el hacha de bronce”
(Engels, 1966: p. 322).
¿Teoría “política” marxista o teoría marxista de la política?
Luego de esta exploración parecería evidente que la obra de Marx puede aspirar
legítimamente a ocupar un lugar destacadísimo en la historia de la filosofía
313
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
política y, más aún, a constituirse en uno de los referentes teóricos primordiales
para la imprescindible refundación de la filosofía política en nuestra época. Tema
éste sobre el cual hemos planteado algunas ideas en otro lugar y que no viene al
caso reiterar aquí. (Boron, 1999a y 1999b) A poco más de un siglo de su muerte,
el retorno de Marx a un sitial de privilegio en el campo de la filosofía política es
un hecho indiscutido. No obstante, conviene retomar ahora, casi al final de este
recorrido, la pregunta de Bobbio cuya respuesta, en caso de ser negativa, podría
echar por tierra toda nuestra argumentación. En suma: ¿existe una teoría política
marxista?
Sabemos de la respuesta que brinda el filósofo político italiano a esta pregunta:
el marxismo carece de una tal teoría. Conviene, por eso mismo, examinar con
detenimiento sus razones. Su argumento in nuce es el siguiente: Marx tenía una
concepción negativa de la política, lo que unido al papel determinante que en su
teoría tenían los factores económicos hizo que no le prestara sino una ocasional
atención a los problemas de la política y el Estado, y esto casi invariablemente
como respuesta a urgencias coyunturales y prácticas derivadas de la lucha de clases
sobre todo en Francia. Si además se tiene en cuenta: (a) que su teorización sobre
la transición post-capitalista fue apenas esbozada, entre otras razones porque
creía, tal como lo vimos más arriba, que la misma sería breve; y (b) que la sociedad
comunista sería una sociedad “sin Estado”, Bobbio sostiene que es razonable
concluir entonces no sólo en la inexistencia de la teoría política marxista sino,
más aún, que no había razón alguna para que Marx desarrollara una teoría política
en el marco de sus preocupaciones intelectuales y políticas.
Ante esta crítica digamos, en primer lugar, que nos parece que Bobbio pasa
por alto muy rápidamente la distinción que hiciéramos al comienzo de este trabajo
entre Marx y el marxismo, entre la obra del fundador de una tradición teórica
y la de sus continuadores a lo largo de más de un siglo. Si la respuesta de Bobbio
es errónea –aunque sujeta a razonables disputas interpretativas– en el caso de la
obra de Marx, es completamente insostenible cuando se la refiere al marxismo
como corriente teórica que cuenta en su haber con nombres de la talla de Engels,
Kautsky, Rosa Luxemburgo, Lenin, Trotsky, Bujarin, Gramcsi, y que prosigue en
nuestros días en la obra de numerosos continuadores. Suponer que ninguno de estos
autores fue capaz de enriquecer el acervo teórico legado por el fundador del
marxismo en el terreno de la política es síntoma de un peligroso empecinamiento
intelectual, o del arraigo de ciertos prejuicios que nada tienen que hacer en el
terreno de la filosofía.
Un segundo aspecto que debe ser considerado al analizar la respuesta bobbiana
es el siguiente: la confusión entre “negatividad” e “inexistencia”. Que una teoría,
sobre la política o sobre cualquier otro objeto, sea “negativa”, no significa que
sea inexistente. Algunos ejemplos muy elementales serán suficientes para fundamentar
nuestro argumento: cuando en astronomía se postula la existencia de un
314
“no lugar”, el famoso “agujero negro” del universo –esto es, de un lugar definido
por su negatividad– no significa que no exista una teoría al respecto ni que
quienes la sostienen no tengan nada que decir en relación al tema. Similarmente,
cuando Lacan habla sobre la ausencia, “la falta” o “el hueco” en la estructura
del inconsciente, esto no quiere decir que carezca de una teoría al respecto. En
matemática lo que no existe, la pura negatividad, el número cero, es susceptible
de múltiples elaboraciones teóricas. ¿Por qué concluir entonces que la “teoría negativa”
de la política en Marx es una anti-teoría, o una no-teoría? Que un argumento
refiera o subraye la negatividad de lo real de ninguna manera autoriza a
descalificarlo como teoría. Como sabemos, pese a su concepción “negativa” de la
política y el Estado Marx ha dicho cosas sumamente interesantes sobre el tema.
Se puede estar o no de acuerdo con ellas, pero su estatura intelectual las coloca
en un plano no inferior al de las grandes cabezas de la historia de la filosofía política.
¿Por qué colegir que ellas no constituyen una teoría? Bobbio no nos ofrece
una argumentación convincente al respecto.
Por último, en tercer lugar, digamos que la búsqueda de una “teoría política
marxista” así planteada es inadmisible en términos de los postulados epistemológicos
del materialismo histórico, y lo menos que se puede exigir desde el marxismo
es que el tratamiento de sus argumentos teóricos sea hecho en función de sus
premisas epistemológicas fundantes. En efecto, la pregunta por la existencia de
una teoría “política” marxista se construye a partir de los supuestos básicos de la
epistemología positivista de las ciencias sociales, a saber: la realidad social es una
colección de “partes”, fragmentos u “órdenes institucionales” (Weber), cada una
de las cuales es comprensible en sí misma y susceptible por eso mismo de constituirse
en objeto de una disciplina particular. La “sociedad” es el objeto de estudio
de la sociología; la “economía” –en realidad, el mercado– de la ciencia económica;
la “cultura” y todo el universo simbólico, de la antropología cultural; y
la “política” de la ciencia política. La historia, a su vez, se ocupa del “pasado”,
suponiendo una violenta escisión, inadmisible para el marxismo, entre pasado y
presente. Las sociedades “atrasadas” –el mundo colonial, para decirlo muy brutalmente–
fueron asignadas al dominio de la antropología y, por último, el “individuo”,
en su espléndido e irreductible aislamiento tan caro a la tradición liberal,
pasó a ser el objeto de una ciencia particular, la psicología. La crisis terminal en
que se encuentra este pensamiento fragmentador y unilateral ya es insoslayable.
(Wallerstein, 1998)
La epistemología del materialismo histórico
En síntesis: la forma misma en que Bobbio se plantea la pregunta remite inequívocamente
a una perspectiva que es incompatible con los planteamientos epistemológicos
fundamentales del materialismo histórico. En función de estos últimos
diremos que no hay y que no puede haber una teoría “política” marxista.
315
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
¿Por qué? Porque para el marxismo ningún aspecto de la realidad social puede
entenderse al margen –o con independencia– de la totalidad en la cual aquél se
constituye. Carece por completo de sentido, por ejemplo, hablar de “la economía”,
porque ésta no existe como un objeto separado de la sociedad, la política y
la cultura: no hay actividades económicas que puedan desarrollarse al margen de
la sociedad y sin complejas mediaciones políticas, simbólicas y culturales. Esto
es algo que algunos economistas contemporáneos, los neo-institucionalistas, parecieran
estar aprendiendo en los últimos tiempos. ¡Enhorabuena! Tampoco puede
hablarse de “la política” como si ésta existiera en un limbo que la aisla de las
prosaicas realidades de la vida económica, las determinaciones de la estructura
social y las mediaciones de la cultura, el lenguaje y la ideología. La “sociedad”,
a su vez, es una engañosa abstracción sin tener en cuenta el fundamento material
sobre el cual se apoya, la forma como se organiza la dominación social y los elementos
simbólicos que hacen que los hombres y mujeres puedan comunicarse y,
eventualmente, tomen conciencia de sus reales, no ilusorias, condiciones de existencia.
Y, por último, la “cultura” –la ideología, el discurso, el lenguaje, las tradiciones
y mentalidades, los valores y el “sentido común”– sólo puede sostenerse
gracias a su compleja articulación con la sociedad, la economía y la política. Independizada
de sus fundamentos estructurales, como en los extravíos intelectuales
de un neo-idealismo que ha convertido al “discurso” en el nuevo Deus ex Ma -
china de la historia, el denso universo de la cultura se torna en un reino caprichoso
y arbitrario, un laberinto indescifrable e incomprensible de ideas, sentidos y
lenguajes. Un “texto”, en suma, interpretable según la voluntad del observador.
Estas distinciones, como lo recordaba reiteradamente Antonio Gramsci, son
de carácter “analítico”, recortes conceptuales que permiten delimitar un campo de
reflexión y análisis que puede, de este modo, ser explorado de un modo sistemático
y riguroso. Claro está que los beneficios que tiene esta operación se cancelan
catastróficamente si, llevado por su entusiasmo o sus anteojeras ideológicas,
el analista termina por “reificar” esas distinciones analíticas creyendo, como en
la tradición liberal-positivista, que las mismas constituyen “partes” separadas de
la realidad, comprensibles en sí mismas con independencia de la totalidad que las
integra y en la cual adquieren su significado y función. Al proceder de esta manera,
la economía, la sociedad, la política y la cultura terminan siendo hipostasiadas
y convertidas en realidades autónomas cada una de las cuales requiere de una
disciplina especializada para su estudio. Éste ha sido el camino seguido por la
evolución de las distintas “ciencias sociales” a lo largo del último siglo y medio
y bajo el imperio del paradigma positivista, conduciendo a la producción de un
saber parcializado, reduccionista y de profundas implicaciones conservadoras.
Como sabemos, la desintegración de la “ciencia social” –que instalaba, por
ejemplo, en un mismo territorio a Adam Smith y Karl Marx, en tanto poseedores
de una visión integrada y multifacética de lo social– dio lugar a numerosas disciplinas
especiales, todas las cuales hoy se hallan sumidas en graves crisis teóricas,
316
y no precisamente por obra del azar. Frente a una realidad como ésta, la expresión
teoría “política” marxista no haría otra cosa que ratificar desde la tradición
del materialismo histórico el frustrado empeño por construir teorías fragmentadas
y saberes disciplinarios que hipostasían, y por lo tanto deforman, la “realidad”
que pretenden explicar. No hay ni puede haber una “teoría económica” del capitalismo
en Marx; tampoco hay ni puede haber una “teoría sociológica” de la sociedad
burguesa. Lo que si hay es un corpus teórico que unifica diversas perspectivas
de análisis sobre la sociedad contemporánea. Si hubiese una teoría “política”
marxista –tal como puede hablarse de una teoría política weberiana, o de
la escuela de la “elección racional”, o neo-institucionalista, porque obedecen a
otros presupuestos epistemológicos– esto significaría nada menos que tener que
aceptar lo inaceptable, esto es, la reificación de la política y el bárbaro reduccionismo
por el cual aquélla se explica mediante un conjunto de “variables políticas”
tal y como se ve en la ciencia política conservadora. Obviamente, los analistas
más perceptivos de esta corriente ocasionalmente admiten que existen elementos
“extra-políticos” que pueden incidir sobre la política. Pero estas “interferencias”
son consideradas del mismo modo que las variables “exógenas” en los modelos
econométricos de la teoría neoclásica: como molestos factores residuales cuya
pertinaz influencia obliga a tenerlos en cuenta pese a que no se sepa a ciencia
cierta dónde situarlos, cómo operan y se dude acerca de cuán importantes sean.
En realidad, como bien lo observara Noam Chomsky, dichas variables “exógenas”
son la medida de la ignorancia contenida en las interpretaciones ortodoxas
de las ciencias sociales.
Ante esto es preciso recordar con Gyorg Lúkacs que, contrariamente a lo que
sostienen tanto los “vulgomarxistas” como sus no menos vulgares críticos de hoy,
lo que distingue al marxismo de otras corrientes teóricas en las ciencias sociales
no es la primacía de los factores económicos –un auténtico barbarismo, según
Marx y Engels– sino el punto de vista de la totalidad, es decir, la capacidad de la
teoría de reproducir en la abstracción del pensamiento al conjunto complejo y
siempre cambiante de determinaciones que producen la vida social. Si alguna originalidad
puede reclamar con justos títulos la tradición marxista es su pretensión
de construir una teoría integrada de lo social en donde la política sea concebida
como la resultante de un conjunto dialéctico –estructurado, jerarquizado y en permanente
transformación– de factores causales, sólo algunos de los cuales son de
naturaleza política mientras que muchos otros son de carácter económico, social,
ideológico y cultural. Sin desconocer la autonomía, siempre relativa, de la política
y la especificidad que la distingue en el conjunto de una formación social, la
comprensión de aquélla es imposible en el marxismo al margen del reconocimiento
de los fundamentos económicos y sociales sobre los cuales reposa, y de
las formas en que los conflictos y alianzas gestados en el terreno de la política remiten
a discursos simbólicos, ideologías y productos culturales que les otorgan
sentido y los comunican a la sociedad. Es precisamente por esto que la frase teo-
317
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
ría “política” marxista es profundamente equivocada. Lo que hay, en realidad, es
algo epistemológicamente muy diferente: una “teoría marxista” de la política, que
integra en su seno una diversidad de factores explicativos que trascienden las
fronteras de la política y que combina una amplia variedad de elementos procedentes
de todas las esferas analíticamente distinguibles de la vida social.
III. Nuevas aperturas
En la parte final de este trabajo trataremos de establecer los lineamientos generales
de las nuevas aperturas teóricas que la obra de Marx hereda a la filosofía
política. Esto quiere decir que no nos detendremos en la consideración de los aspectos
más específicos de la teorización marxiana y que constituyen una parte
fundamental de su legado: una teoría de la sociedad burguesa, del proceso de acumulación
capitalista y del papel fundamental que desempeña la economía en esta
formación social; una teoría de la explotación; una teoría del Estado, su carácter
de clase y su autonomía relativa en el capitalismo; una teoría de la revolución
y los prolegómenos a una teoría del estado de transición; y, finalmente, el bosquejo
de una teoría de la sociedad comunista, piezas éstas que constituyen un patrimonio
de fundamental importancia para la reflexión filosófico-política contemporánea.
Lo que haremos será más bien concentrarnos en algunos temas de índole
mucho más abarcativa, prometedores de nuevos comienzos como los que se detallan
a continuación.
La crítica a la filosofía política burguesa
En primer lugar, la filosofía política de Marx aporta una crítica radical y a la
vez positiva a las concepciones filosófico-políticas burguesas, entendiendo por
tales a las que de una u otra manera convalidan y legitiman, abierta o encubiertamente,
a la sociedad capitalista. Esta función de la filosofía política burguesa se
efectúa por diversas vías: (a) con planteamientos que despojan al modo de producción
capitalista de su historicidad y lo presentan como el “fin de la historia”,
eternizando de este modo las relaciones de producción existentes; (b) con argumentaciones
abstractas acerca de, por ejemplo, la justicia, que se construyen con
total prescindencia de un análisis siquiera rudimentario sobre el tipo de estructura
social que debería sostener la realización de tales propuestas; (c) con formulaciones
que redefinen al proyecto socialista en términos de una supuesta “profundización
de la democracia” y que asumen la inédita posibilidad del capitalismo
de democratizarse ilimitadamente; (d) imponiendo una agenda temática que soslaye
por completo el análisis y el cuestionamiento de la sociedad burguesa.
En la obra de Marx encontramos valiosos elementos de crítica a las doctrinas
políticas que le precedieron, y muy especialmente el hegelianismo y al liberalis-
318
mo político. La importancia de Hegel está suficientemente establecida y nos parece
que a estas alturas ya no requiere de nuevas justificaciones. Es cierto que
Marx no polemizó de la misma forma con dos grandes figuras de la filosofía política
del siglo XIX: Alexis de Tocqueville, pocos años mayor que Marx y habitante,
junto con éste, de París durante la estadía de Marx en dicha ciudad; y John
Stuart Mill, con quien parece haber establecido algún ocasional contacto durante
su prolongada estadía de treinta y cuatro años en Londres. La obra del segundo
fue discutida en varios de sus textos más importantes, como los Grundrisse y El
Capital, pero fundamentalmente en su calidad de economista y no como filósofo
político.
El silencio sobre la obra de Tocqueville es mucho más enigmático porque
ciertamente su existencia no pasó desapercibida para Marx. La Democracia en
América fue un tremendo suceso editorial en Francia desde su primera edición,
y un ávido bibliómano y lector como Marx no podía desconocer la existencia de
dicho libro. Prueba de ello es la solitaria mención que el mismo merece en “La
Cuestión Judía”, al referirse al papel de la religión en los Estados Unidos de América.
(Marx, 1967: p.21) Tiempo después hay una nueva mención: en este caso,
en El Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte, cuando al pasar refiere una intervención
de Tocqueville, en su carácter de vocero parlamentario del gabinete de
Odilon Barrot en la Asamblea Nacional. (Marx 1966, p. 300) Pero no existe, en
toda la producción marxiana, un análisis a fondo de la obra teórico-política del
autor de La Democracia en América.
Podría argumentarse, en defensa de Marx, que el tratamiento de ambos autores
lo tenía reservado para el momento en que pusiese manos a la obra en la elaboración
de su anunciado volumen sobre la política que, como todos sabemos, jamás
llegó a escribir. Pero hay también otra justificación, de mayor peso: Hegel
representaba, para Marx, la culminación del pensamiento político burgués, su síntesis
más elaborada y su visión más abarcativa y profunda. Por comparación, tanto
Tocqueville como Mill son filósofos políticos que abordan cuestiones parciales,
por cierto que importantes: la democracia y sus condiciones el primero, la libertad
y el gobierno representativo el segundo; pero ninguno posee el espesor
teórico que caracteriza a la problematización de Hegel sobre el estado en la sociedad
burguesa. La célebre “visión invertida” de Hegel constituye un insanable
error teórico pero que se corresponde perfectamente con la ideología que espontáneamente
secreta el modo de producción capitalista y sus estructuras de dominación
de clase. Esa ideología que proclama el carácter democrático y popular de
un estado que, pese a sus apariencias, es virulentamente antidemocrático y clasista;
o que se ufana de su neutralidad arbitral en el conflicto de clases, cuando todas
las evidencias indican lo contrario; o que declara la autonomía e independencia
de su burocracia, pese a que su gestión no hace sino garantizar las condiciones
externas de reproducción de la acumulación capitalista. Hegel ha sido, más
que cualquier otro, el gran sintetizador ideológico de la sociedad burguesa, el
319
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
pensador de su totalidad y el gran racionalizador de sus estructuras, así como Santo
Tomás lo fue de la sociedad feudal y Aristóteles del esclavismo ateniense. Por
eso, con su crítica a Hegel, Marx se sitúa en la cumbre de la reflexión filosóficopolítica
de la sociedad burguesa. Que su proyecto se encuentre todavía inacabado
–o mejor dicho, aún en construcción– no invalida para nada los méritos de su
obra ni las trascendencia de su legado.
La Revolución Francesa y el “liberalismo realmente existente”
Si bien la crítica marxiana se concentró preferentemente en la obra de Hegel,
faltaría a la verdad quien adujera que sólo se limitó a ello, y que la reflexión teórico-
política de Marx, el joven y el maduro, apenas se circunscribió a realizar un
“ajuste de cuentas” con su pasado hegeliano. Incluso en su juventud Marx incursionó
en una crítica que sobrepasando a Hegel tomaba como blanco los preceptos
fundantes del liberalismo político, pero no como ellos se plasmaban en tal o
cual libro sino en su fulgurante concreción en la Revolución Francesa y la “Declaración
de los Derechos del Hombre y del Ciudadano”. En un texto contemporáneo
a los dedicados a la crítica a Hegel, La Cuestión Judía, Marx desnuda sin
contemplaciones los insuperables límites del liberalismo como filosofía política.
En uno de los pasajes más citados de dicho texto el joven Marx observa que:
“El Estado anula a su modo las diferencias de nacimiento, de estado social,
de cultura y de ocupación al declarar el nacimiento, de estado social, de cultura
y de ocupación como diferencias no políticas, al proclamar a todo miembro
del pueblo, sin atender a estas diferencias, como copartícipe por igual de
la soberanía popular. ... No obstante, el Estado deja que la propiedad privada,
la cultura y la ocupación actúen a su modo... y hagan valer su naturaleza
especial. Muy lejos de acabar con estas diferencias de hecho, el Estado sólo
existe sobre estas premisas, sólo se siente como Estado político y sólo hace
valer su generalidad en contraposición a estos elementos suyos.” (Marx,
1967b: p. 23)
La crítica del joven Marx al Estado liberal y, podríamos añadir, al liberalismo
democrático, es de una contundencia demoledora. Un Estado, y una democracia,
que simulan ignorar las diferencias de clase y de condición social (al declararlas
no políticas en su ordenamiento legal e institucional) pero a las que en la práctica
permiten que “actúen a su modo” en la sociedad civil. De este modo, el hombre
concreto y situado se desintegra en la ideología y la práctica del liberalismo
–el de ayer tanto como el de hoy, de inspiración rawlsiana– en dos partes: una celestial,
en donde hallamos al ciudadano; y otra terrenal, en donde nos encontramos
con las conocidas figuras del burgués y el proletario. Pero el ciudadano en el
Estado liberal democrático es la personificación de una abstracción completamente
mistificada en la medida en que los atributos y derechos que la institucionali-
320
dad jurídica le asignan carecen de sustento real. Ese Estado “garantiza” por ejemplo
el derecho a la libertad de expresión, de reunión, de circulación, de asociarse
para fines útiles, de elegir y ser elegido. En algunos casos también predica el “derecho
al trabajo” y declara que garantiza la salud y la educación de sus ciudadanos
y el derecho a un juicio justo. En el “cielo” estatal todos los ciudadanos son
iguales, precisamente por aquello que señalaba Marx en la cita anterior. Pero como
ocurre que en la “tierra” estatal los individuos no son iguales sino desiguales,
y que esas desigualdades son concurrentes y tienden a reproducirse, resulta que
tales libertades son una quimera para los millones de excluidos estructurales que
metódicamente produce el capitalismo. Es cierto: aún el más indigente de los miserables
presiente oscuramente que tiene derecho al trabajo, la salud y la educación;
pero también sabe que esos derechos son letra muerta. Sabe asimismo que
Simón Bolívar estaba en lo cierto cuando decía que “en América Latina los tratados
son papeles y las constituciones son libros”, y que entre los papeles y libros
que le confieren la dignidad celestial del ciudadano y la vida real en la sociedad
b u rguesa media un abismo prácticamente insalvable para casi todos.
Es que, en última instancia, el Estado liberal reposa sobre la malsana ficción
de una pseudo-igualdad que inocentiza la desigualdad real. De ahí su carácter
alienado. De ahí también las estratégicas tareas que el Estado desempeña en auxilio
del proceso de acumulación capitalista: ocultamiento de la dominación social,
evidente en las formaciones sociales que precedieron a la sociedad burguesa;
invocación manipuladora al “pueblo”, en su inocua abstracción, para legitimar
la dictadura clasista de la burguesía; “separación” de la economía y la política, la
primera consagrada como un asunto privado al paso que la segunda se restringe
a los asuntos propios de la esfera pública, definida según los criterios de la burguesía,
reforzando con todo el peso de la ley y la autoridad al “darwinismo social”
del mercado. Debemos a Marx el mérito de haber sido el primero en haber
sometido la doctrina y la práctica del liberalismo a estas críticas.
La futilidad de una dicotomía
Una contribución adicional hecha por Marx a la filosofía política ha sido señalada
por Norberto Bobbio, si bien su valoración del hecho es distinta a la nuestra.
(Bobbio, 1987) Se trata del radical replanteamiento efectuado por nuestro autor
en relación con un tema clásico en la historia del pensamiento político: el de
la distinción entre las “buenas” y “malas” formas de gobierno. Esta diferenciación
fue originariamente plasmada en la Política de Aristóteles. Pero dado que
dicho texto sólo fue “descubierto” a finales del siglo XIII y que su “adaptación”
a la realidad romana, la República de Cicerón, corrió peor suerte aún pues permaneció
en las tinieblas hasta comienzos del siglo XIX, la recuperación de la clásica
distinción aristotélica sólo habría de reaparecer en la pluma de Marsilio, en
su Defensor Pacis. (Bobbio, 1987: p. 57) Lo cierto es que más allá de estos in-
321
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
creíbles avatares la distinción entre formas políticas “puras” y “viciadas” se convertiría,
con el correr del tiempo, en un nuevo canon al cual, con mayores o menores
reparos, se plegaría la corriente principal de la filosofía política. Con su
concepción negativa del Estado, Marx lanza un cuestionamiento radical al saber
ortodoxo. ¿Por qué? Porque para la filosofía política marxista el Estado, cualquiera
que sea su forma o su régimen de gobierno, nunca deja de ser un mal, necesario
e inevitable en la sociedad de clases, pero mal al fin. Bobbio tiene razón cuando
observa que “lo que cuenta para Marx y Engels... es la relación real de dominio...
entre la clase dominante y la dominada, cualquiera que sea la forma institucional
con la que esté revestida esta relación.” (Ibid. , p. 171) Esto quiere decir
que subterráneamente al aparente democratismo y constitucionalismo que exhiben
ciertas formas de gobierno, lo que hay es un núcleo duro de despotismo, la
dominación que a través del Estado ejerce una clase –o una alianza de clases y
grupos de diversa naturaleza– sobre el conjunto de las clases y capas subalternas.
La conclusión del análisis marxista es pues terminante: todo Estado es una
dictadura, aún cuando se recubra con una institucionalidad que otorgue ciertos
derechos y aún en el caso en que éstos, como ocurre en los capitalismos más desarrollados,
sean efectivamente ejercidos por los titulares de los mismos. No tiene
sentido hablar de formas “buenas o malas” del Estado cuando se postula que
su naturaleza es despótica. La variación que puedan experimentar las formas de
ejercicio del poder político y la circulación de las elites estatales o de los titulares
de la autoridad no modifica ni regenera la sustancia dictatorial del Estado. De
ahí que la distinción clásica, de raíz aristotélica, carezca por completo de sentido
para Marx. Lo cual no significa, por supuesto, que éste valore por igual a dictaduras
y democracias o que sea indiferente ante las libertades, derechos y garantías
que las primeras conculcan y las segundas respetan aunque sea en su formalismo.
A lo largo de toda su obra teórica desenvuelta durante algo más de cuarenta
años Marx siempre distinguió la república democrática de otras formas dictatoriales,
como por ejemplo el Imperio Alemán, “un Estado que no es más que un
despotismo militar de armazón burocrático y blindaje policíaco, guarnecido de
formas parlamentarias, revuelto con ingredientes feudales e influenciado ya por
la burguesía.” (Marx, 1966, II: p. 25)
En suma, si hay Estado hay dictadura, y la libertad no puede sino ser un rasgo
superficial, acotado y de alcances limitados. Un privilegio que sólo unos pocos
pueden disfrutar. Por eso Engels planteaba que “mientras el proletariado necesite
todavía del Estado no lo necesitará en interés de la libertad, sino para someter
a sus adversarios, y tan pronto como pueda hablarse de libertad, el Estado
como tal dejará de existir.” (Engels, 1966, II: p. 34) Consumada la revolución socialista
y triunfante el comunismo, el esplendor de la libertad que trae aparejada
la abolición de la sociedad de clases produce la extinción del Estado, dispositivo
institucional que bajo cualquiera de sus formas tiene como misión fundamental
garantizar el predominio de la clase dominante y la opresión de las clases y capas
322
subalternas. Por eso es que la distinción entre formas “buenas” y “malas” simplemente
se desvanece a la luz del planteamiento marxista.
¿Cómo ser un buen filósofo político?
Otro legado significativo de la reflexión marxista se encuentra en su propuesta
epistemológica. Ya nos hemos referido más arriba a estas cuestiones de modo
que no nos detendremos nuevamente en el tratamiento de este asunto. En breve,
de lo que se trata es de aquilatar las contribuciones que el planteamiento epistemológico
marxista está en condiciones de efectuar para el desarrollo de la filosofía
política. La perspectiva totalizadora del marxismo y su exigencia de traspasar las
estériles fronteras disciplinarias en pos de un saber unitario e integrado, que articule
en un solo cuerpo teórico la visión de las distintas ciencias sociales, encierra
la promesa de una comprensión más acabada de la problemática política de la escena
contemporánea. La futilidad de las fórmulas prevalecientes en la ciencia política
norteamericana, que intentan comprender “la política por la política” y que
ignoran la gravitación de un cúmulo de factores extra-políticos que tienen una incidencia
decisiva en la estructuración del espacio político y de las formas del Estado,
pareciera estar ya fuera de discusión. Las dimensiones económicas, sociales,
culturales, históricas, ideológicas e internacionales están tan indisolublemente imbricadas
con la vida política que cualquier esquema teórico reduccionista –y el
“politicismo” no es una excepción– que se limite a la exclusiva manipulación de
variables políticas adquiere de inmediato un descalificatorio aire de irrealidad. Si
Bobbio observaba con razón que “hoy no se puede ser un buen marxista si se es
solamente marxista” (Bobbio, 1976: p. 6), parafraseándolo podríamos decir que
hoy tampoco se puede ser un buen filósofo político si se es sólo un filósofo político.
Y si aquél exigía que los marxistas fueran “serios” y se allanaran al examen
y la discusión de perspectivas ajenas a la propia, algo que es incuestionable, lo
mismo cabría decir en relación con los filósofos políticos. Ser “serios” hoy en filosofía
política requiere más que nunca una actitud de apertura y de osadía intelectual
que nos lleve a examinar la multidimensionalidad de los problemas políticos.
No puede filosofar seriamente en torno al Estado y la política actuales quien
se resista a incursionar con rigurosidad en el terreno de la economía, la sociología,
la cultura, la historia y las relaciones internacionales. No puede ser serio, en una
palabra, quien se resista a transitar el camino que empezó a recorrer Marx. Filosofar
sobre la política haciendo abstracción de estas realidades con las cuales la política
está tan íntimamente relacionada no puede producir sino brillantes ejercicios
retóricos, alambicados sofismas o ingeniosos juegos de lenguaje, pero ningún conocimiento
sustantivo que nos ayude a comprender mejor nuestra vida política, ni
digamos transformarla. En un momento de profunda crisis paradigmática como el
actual parece claro pues que el marxismo está en condiciones de aportar algunas
orientaciones y sugerencias particularmente valiosas para salir de la crisis. 5
323
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
La utopía como crítica y como motor de la historia
Por último, una aportación decisiva de Marx a la filosofía política se encuentra
en su reivindicación de la utopía. Una tal reivindicación no sólo es importante
desde el punto de vista político sino también por sus implicaciones de tipo teórico-
metodológico, toda vez que actualiza en la filosofía política la necesidad de
que los filósofos, y por extensión los científicos sociales, comprendan que, tal
cual lo planteara el joven Marx en su célebre Tesis Onceava sobre Feuerbach, ya
no se trata de interpretar el mundo sino de transformarlo. Y de cambiarlo en una
dirección congruente con un modelo de buena sociedad, algo que nada tiene que
ver ni con los “socialismos utópicos” del siglo XIX (dada la falta de fundamentación
científica de sus propuestas) ni con los “socialismos realmente existentes”
plasmados a partir del extravío de la Revolución Rusa.
La consecuencia de esta imprescindible recuperación de la utopía es doble:
por una parte coloca a los filósofos políticos de bruces frente a la necesidad no
sólo de ser “críticos implacables de todo lo existente” sino también de delinear
los contornos de una buena sociedad. Por la otra, pone al descubierto la raíz profundamente
conservadora de quienes –como los filósofos post-modernos y los renegados
de la izquierda, los así llamados “post-marxistas”– renuncian a hablar de
la buena sociedad. Bajo un manto pretendidamente riguroso, “post-metafísico”
como gustan llamarlo, lo que en realidad hacen los post-modernos, con mayor o
menor conciencia según el caso, es una vergonzante apología de la sociedad capitalista
de comienzos del siglo XXI. El repudio a todo intento de proyectar el
pensamiento en la búsqueda de la buena sociedad, o de dibujar los contornos de
una noble utopía, significa en términos políticos la capitulación del pensamiento
crítico y la legitimación del capitalismo neoliberal. (Attili, p. 146-7)
Como decíamos en un trabajo anterior, ya citado, privada de su horizonte utópico
la filosofía política se convierte en un saber “esotérico, inofensivo e irrelevante”.
(Boron, 1999a: p. 27) La filosofía política degenera en tal caso en mera
contemplación, involución escandalosa en un mundo cuyos signos de barbarie no
podrían haber pasado desapercibidos para ninguno de los grandes nombres de la
tradición de la filosofía política. Ésta no puede, sin decretar su definitiva decadencia,
refugiarse en solipsismos metafísicos de ningún tipo. El marxismo es un
poderoso antídoto, hoy por hoy irreemplazable, para evitar tan infeliz desenlace.
324
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327
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
328
Notas
1. Salvo expresa aclaración en contrario, cuando hablemos de “marxismo” o
“marxista” nos estaremos refiriendo exclusivamente a la obra de Marx y no
a la de sus continuadores. El propósito de este trabajo es examinar la producción
teórica de Marx en materia de filosofía política, reservando para otra
ocasión el tratamiento de lo que podríamos denominar “la tradición marxista”,
es decir, la riquísima herencia teórica acumulada a partir de los escritos
fundacionales de Marx y que se continúa en las elaboraciones de autores tales
como Engels, Lenin, Luxemburgo, Kautsky, Gramsci y muchos otros.
2. Para profundizar en el estudio del pensamiento teórico-político del joven
Marx existen, afortunadamente, dos textos magistrales cuya lectura recomiendo
efusivamente: Michael Löwy, 1972 y Fernando Claudín, 1975.
3. Sobre este tema, la “recreación” en lugar de la simple “inversión” de la
dialéctica hegeliana a manos de Marx sigue siendo imprescindible consultar
el trabajo de Louis Althusser, “Contradicción y Sobredeterminación”, en su
libro La Revolución Teórica de Marx (Althusser, 1966)
4. Los seis libros que contemplaba escribir Marx eran los siguientes: (1) El
capital; (2) La propiedad de la tierra; (3) El trabajo asalariado; (4) El Estado;
(5) El comercio exterior; (6) El mercado mundial. Como sabemos, apenas logró
darse a la tarea de escribir el primero de los seis volúmenes contemplados,
el que tampoco pudo ser terminado.
5. Sobre este tema, consultar Wallerstein (1996) y (1998). También Boron,
(1998a)
Cronología
La siguiente cronología ha sido extraída de: Marx, Carlos 1974 (1932) Cua -
dernos de París (Notas de lectura de 1844) (México: Ediciones ERA).
1818 -1835 Tréveris
1818 - 5 de mayo: nace Carlos Marx en Tréveris.
1835 - septiembre: pasa el examen de bachillerato.
1835 - 1836: Bonn
1835 - octubre: se matricula en la facultad de derecho de la Universidad Renana
“Friedrich-Wilhelm”.
1836 - julio: recibe la autorización paterna para trasladarse a Berlín.
agosto - recibe de la Universidad de Bonn el certificado de asistencia a diez
cursos.
octubre: desposa, sin la autorizaci6n paterna, a Jenny von Westphalen (nacida
en Salzwedel en 1814); los esponsales se harán oficiales un año después,
el matrimonio tendrá lugar siete años más tarde.
1836 - 1841 Berlín
1836 - octubre: se matricula en la facultad de derecho de la Universidad
“Friedrich-Wilhelm” de Berlín.
1837 - desde abril: realiza un estudio detenido de la filosofía de Hegel. Escribe:
poesía, novela, teatro. Enferma de gravedad. Ingresa al “Doktorklub”,
círculo de universitarios y escritores hegelianos, al que pertenecerá durante
toda su estadía en Berlín.
1838 - mayo: muerte repentina de su padre. Rompe con su familia.
1839 - enero: comienza la preparación de su disertaci6n doctoral sobre La di -
ferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro.
1841 -enero: su primera publicación -Canciones de arrebato- aparece en la
revista Athenäum.
marzo: recibe el certificado de estudios de la Universidad de Berlín: nueve
semestres; asistencia a trece cursos.
abril: recibe in absentia el título de “doctor en filosofía” de la Universidad de
Jena.
lecturas filosóficas: Spinoza, Leibniz, Hume, Kant, etc.
1841 - 1843: Tréveris, Bonn, Colonia, Kreuznach
1841 - de abril a junio: se propone solicitar un puesto de profesor en la Universidad
Renana; se prepara en tal sentido.
de julio a diciembre: frecuenta el “Círculo de Colonia”, centro de la oposición
liberal burguesa.
329
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
1842 - de enero a marzo: prepara artículos filosófico - políticos para los Ana -
les Alemanes publicados por Arnold Ruge.
abril: comienza su colaboración en la Gaceta Renana, órgano de la burguesía
reformista.
verano: estudia detenidamente la filosofía de Feuerbach.
de octubre a marzo de 1843: estudia las obras de los socialistas y los comunistas
de la época. Tiene a su cargo la dirección de la Gaceta Renana.
noviembre: primer encuentro con Friedrich Engels.
El trabajo periodístico de estos meses le plantea por primera vez la necesidad
de abordar teóricamente cuestiones de orden económico.
1843 - marzo: disgustado por la actitud tímida de los accionistas de la Gace -
ta Renana, renuncia a su cargo de director.
desde abril: discute con A. Ruge el plan de publicación de los Anales Fran -
co-Alemanes.
junio: se casa con Jenny von Westphalen en Kreuznach.
de julio a octubre: lecturas de teoría política: Rousseau, Montesquieu, Maquiavelo,
de Tocqueville, etc.
Trabaja intensamente en el manuscrito de su Critica de la filosofía del Esta -
do de Hegel (comenzado en 1842, publicado en 1927).
El trabajo de estos meses incluye la primera exploración de la perspectiva
teórica crítica -dialéctica, materialista- desde la que abordará la problemática
de la economía política.
1843 - 1845 París
1843 - octubre: se traslada con Jenny a París.
noviembre y diciembre: escribe, para los Anales Franco-Alemanes, su ensayo
Sobre la cuestión judía y su Introducción a la crítica de la filosofía del Es -
tado de Hegel, en los que por primera vez se adhiere a la causa del proletariado
y se reconoce como comunista.
1844 - febrero: aparece el primero, y único número de los Anales Fran -
co-Alemanes, que contiene también el Esbozo de una crítica de la economía
política, de Engels.
marzo: su nueva posición política motiva el distanciamiento de A. Ruge.
de abril a julio: proyecta escribir una crítica general del comportamiento económico,
jurídico, y político, y de sus respectivas instituciones y teorías. La
elaboración de la primera parte, la Crítica de la Economía política, se inicia
con un comentario detenido de las obras de los principales economistas y llega
a la exposición crítica de los fundamentos práctico-teóricos que sostienen
a la problemática de la ciencia económica. (Los Manuscritos de París fueron
publicados por primera vez en 1932, en alemán.) Ciertos elementos fundamentales
de este primer proyecto se mantienen constantes a lo largo de todo
el desarrollo ulterior de la crítica de la economía política.
330
mayo: nace su primera hija, Jenny Marx.
junio: se relaciona con miembros de la Liga de los Justos. Se reúne frecuentemente
con Proudhon y con Bakunin.
de julio a enero de 1845: colabora en la revista Vorwärts y pasa luego a dirigirla.
Reconoce el carácter revolucionario espontáneo de la rebelión obrera
en Silesia.
agosto: comienza la amistad y la íntima colaboración con Friedrich Engels.
1845 - febrero: es expulsado de Francia.
1845 – 1848: Bruselas
1845 - febrero: se instala en Bruselas. Publica junto con Engels La Sagrada
Familia.
marzo: reanuda sus estudios para la crítica de la economía política.
Anota sus 11 Tesis críticas sobre “el materialismo tradicional, incluido el de
Feuerbach”.
junio: se compromete a publicar la “crítica de la política y la economía”.
julio y agosto: emprende con Engels un viaje de estudios por Inglaterra. Entra
en contacto con los dirigentes del movimiento “cartista”.
de septiembre a mayo de 1846: redacta junto con Engels el manuscrito de La
ideología alemana (publicado en 1932).
1846 -a partir de febrero: junto con Engels, toma la iniciativa en el proceso
de renovación y reorganización del movimiento socialista y comunista. Promueve
la fundación del Comité de Correspondencia Comunista.
1847 - de enero a junio: escribe la crítica de los principios económicos y políticos
del socialismo proudhoniano, la Miseria de la Filosofía.
junio: participa, in absentia en la fundación de la Liga de los Comunistas
(reorganizaci6n de la Liga de los Justos).
septiembre y octubre: prepara dos conferencias sobre el libre-cambio y la clase
obrera.
diciembre: expone ante la Unión de Obreros Alemanes en Bruselas sus conferencias
sobre El salario.
1848 - febrero: Manifiesto del Partido Comunista.
marzo: es expulsado de Bé1gica.
1848 -1849: París, Colonia
1848 -Interviene en el proceso revolucionario como director de la Nueva Ga -
ceta Renana.
Publica sus conferencias sobre Trabajo asalariado y capital.
Derrotada la revoluci6n, es expulsado primero de Prusia y luego de Francia.
1849 - 1883: Londres
331
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx
La filosofía política moderna
1850 - Edita la Nueva Gaceta Renana. Revista económico-política, donde
aparece Las luchas de clases en Francia.
Promueve la reorganizaci6n de la Liga de los Comunistas.
Vuelve sobre su proyecto de crítica de la economía política.
1851 - Estudia una amplia literatura económica. Se propone publicar una
obra en tres tomos: “Critica de la economía política”, “Socialismo” e “Historia
de la teoría económica”.
Comienza su trabajo (que durará hasta 1862) como corresponsal de la New
York Daily Tribune.
1852 - El 18 Brumario de Luis Bonaparte.
1853 - 1857: su situación pecuniaria empeora hasta la miseria y le obliga a
abandonar el trabajo científico. No obstante, el trabajo periodístico de estos
años le lleva a completar el alcance de su proyecto crítico (p. e., explora teóricamente
el sistema colonial del capitalismo) y lo, convierte en especialista
en numerosas cuestiones económicas, sociales, políticas e históricas. Los conocimientos
elaborados en esta época constituirán elementos importantes de
la crítica de la economía política.
1857 - de marzo a julio: reanuda su tratamiento científico de la economía.
agosto y septiembre: traza el primer esbozo del nuevo plan de la crítica de la
economía política. Escribe las primeras páginas de una introducción general,
que queda inconclusa (el fragmento fue publicado en 1903).
de octubre a mayo de 1858: escribe el borrador del primer libro, “Sobre el capital”,
de los seis en que se propone tratar la parte sistemática de su crítica de
la economía política. (Este manuscrito fue publicado en 1939 y 1941 con el
título de Gründrisse.
1858 - enero: relée la Lógica de Hegel.
de octubre a enero de 1859: escribe el primer fascículo de Contribución a la
Crítica de la Economía Política (publicado en junio de 1859); cuatro incisos
de este trabajo quedan en borrador (fueron publicados junto con los Grun -
drisse).
1859 - de octubre a enero de 1860: continúa sus estudios económicos.
1860 - Herr Vogt.
Lee El origen de las especies de Darwin.
1861 - de agosto a diciembre de 1862: escribe un voluminoso manuscrito que
contiene la continuación de la Contribución... (inédito)
de abril a mediados de 1863: escribe, como parte del mismo manuscrito, el
borrador de las Teorías sobre las plusvalías (editado por Kautsky en 1905 y
1910 y en las M. E. W. (Obras de Marx y Engels, Dietz Verlag, Berlin, RDA,
como Torno IV de El Capital, en 1965 y 1968).
Lee la Ciencia nueva de Vico.
332
333
1865 - Escribe, con numerosas interrupciones, la primera versión de los tres
libros de El Capital (inédita, con dos excepciones: la parte correspondiente
al “Capitulo VI”, Resultados del proceso inmediato de producción, del Libro
I, publicada en 1933, y la parte correspondiente al Libro III, publicada
por Engels).
1862 - septiembre: preside la sesión en que se decide la fundación de la Asociación
Internacional de los Trabajadores.
octubre: Mensaje inaugural y estatutos de la asociación internacional de los
trabajadores.
1865 - junio: Conferencia sobre Salario, precio, y ganancia (publicada en
1898).
1866 - Redacta la versión definitiva del Libro I de El Capital.
1867 - septiembre: primera edición del Libro I de El Capital.
1867 - 1869: Trabaja sólo ocasionalmente, debido a la enfermedad, en la preparación
de los Libros II y III de El Capital.
1870 - Comienza a estudiar con detenimiento la “cuestión oriental” y particularmente
la situación social en Rusia.
1871 - La guerra civil en Francia.
1873 - Segunda edición, revisada, del Libro I de El Capital.
1875 – Crítica del Programa de Gotha (publicada en 1891 y 1923).
Versión francesa, con valor científico propio, del Libro I de El Capital.
1877 - Escribe el Capitulo X, de la “Historia Crítica”, para el AntiDühring de
Engels.
Comienza una nueva versión del Libro II de El Capital.
1880 -Trabaja ocasionalmente en la redacción de los Libros II y III de El Ca -
pital.
Notas marginales sobre la Economía política de A. Wagner (publicadas en
1932).
1881 - Carta a Vera Zasulich (publicada en 1926).
Lee y comenta La sociedad primitiva de Morgan, como parte de su estudio
de las sociedades precapitalistas. (Una selección de sus apuntes sobre antropología
se publicó en 1972.)
1883 -14 de marzo: muere Carlos Marx en Londres.
1885 -Engels edita el Libro II de El Capital.
1894 -Engels publica el Libro III de El Capital.
1895 -Muerte de Friedrich Engels.
Filosofía política y crítica de la sociedad burguesa: el legado teórico de Karl Marx

E Estudios Temáticos e

La República entre lo antiguo
y lo moderno
c Liliana A. Demirdjian*
c Sabrina T. González**
“Ninguna civilización - artefacto hecho por el hombre para albergar a sucesivas
generaciones - hubiera sido posible sin un marco de estabilidad para facilitar
el fluir del cambio. Fundamentales entre los factores estabilizadores,
más resistentes que las costumbres, las maneras y las tradiciones, son los sistemas
legales que regulan nuestra vida en el mundo y nuestros asuntos cotidianos
con los demás” (Arendt, 1999: p. 86).
La preocupación por la construcción de un orden estable es un dato insoslayable
en la tradición del pensamiento de la filosofía política. Un segundo
plano suele destinarse a la consideración de las situaciones críticas,
que por lo general son la antesala para la concepción, madurez y puesta en marcha
de proyectos políticos creados con el solo fin de atemperar los ánimos imperantes.
Es así como, conforme lo señala Sheldon Wolin, todo filósofo político se
encuentra alguna vez interpelado por la siguiente pregunta: “¿Qué tipo de conocimiento
necesitan gobernantes y gobernados para que se mantenga la paz y la estabilidad?
(Wolin, pp. 17-8).
Una respuesta posible a tal interrogante es la opción por un sistema republicano
de gobierno. Así, la noción de república aparece entre los clásicos de la antigüedad,
el humanismo cívico de la Italia renacentista, el radicalismo inglés y el
constitucionalismo norteamericano (Gargarella, 1998: p.40) como alternativa ante
el dilema siempre acuciante que impone el dirimir una realidad caracterizada
en términos de orden y conflicto 1.
337
* Licenciada en Ciencia Política y Sociología de la Universidad de Buenos Aires. Docente e investigadora en la
Facultad de Ciencias Sociales de la mencionada institución.
* Licenciada en Ciencia Política de la Universidad de Buenos Aires. Docente e investigadora en la Facultad de
Ciencias Sociales de la mencionada institución.
La filosofía política moderna
Nos interesa entonces hacer hincapié en la categoría de república como significante
con la cualidad de adoptar diversos significados según el contexto en el
que su fórmula se despliegue. En particular, al menos dos aspectos dotan a esta
categoría de un contenido propio que permite establecer un hilo conductor entre
períodos históricos tan distantes. En primer lugar, la república es recuperada como
parte de una tradición de pensamiento que encuentra en el carácter mixto del
régimen un reaseguro de estabilidad alternativo a las formas simples de gobierno,
como por ejemplo la monárquica. En segundo término, esta reedición no es
mecanicista ni mucho menos lineal, sino que requiere de instituciones y condiciones
materiales que adapten y/o trasciendan su diseño primigenio. En otras palabras,
se trata de una república siempre renovada ante las exigencias de cada realidad,
según las condiciones que está última imponga, tales como una mayor extensión
territorial y un aumento demográfico considerable que se torna imperioso
integrar dentro de un proyecto de país.
Justificar ambas afirmaciones nos impone circunscribir un recorrido, ante el
peligro de disgregar la argumentación al punto de tornarla incomprensible y por
lo tanto absolutamente inútil. Asimismo, sucede que es difícil escapar de la influencia
de los dos grandes hitos de la tradición occidental: el modelo romano y
el norteamericano.
Para definir la historia de la antigua Roma de modo restringido, nos remitiremos
a su transformación de ciudad-estado en Imperio. Con la expulsión del último
rey romano, Tarquino el soberbio (509 a.C.), la república es fundada a partir
de la sustitución del monarca por la institución del Magisterio.
Así, la conducción de los asuntos romanos no era ya una cuestión regia: el
gobierno se transformó en “cosa del pueblo”, esto es, en res publica.
En el primer apartado transitaremos los aportes de Polibio, Cicerón, Bodin y
Maquiavelo en lo que de esencial nos permita trazar una lógica argumental que
nos conecte con los años fundacionales del constitucionalismo norteamericano.
En un segundo acápite daremos cuenta de la república posible que plasma El Fe -
deralista, considerado una de las fuentes de primer orden para una exégesis de la
Constitución norteamericana. Respecto del mismo, nos interesa trascender la impronta
de sus mecanismos político institucionales y fijar la mira en el tipo de ciudadano
que requiere la particular forma de organización económico-política a la
que aspira una nación con deseos de apropiarse de un futuro de grandeza. Finalmente,
y sólo con el objeto de ejemplificar la reconocida influencia de los mecanismos
e instrumentos institucionales legados por la constitución norteamericana
en el contexto latinoamericano –aún cuando la circulación y difusión de dichos
debates no fue inmediata ni mucho menos masiva-, tomaremos sucintamente la
formula presentada por Juan Bautista Alberdi en las Bases y puntos de partida
para la organización política de la República Argentina como modelo que reproduce
la república restrictiva pautada en El Federalista, que encontrará en sus li-
338
neamientos fundamentales expresión institucional en el proyecto constitucional
de 1853.
Según lo expuesto hasta aquí, sólo nos resta explicitar que partimos del siguiente
presupuesto básico: no existe proyecto institucional alguno que pueda ser
considerado objetivo ni mucho menos inocuo; siempre está inscripto dentro de
una particular selección y distribución de premios y proscripciones, a las que nos
referiremos brevemente en las conclusiones.
Un derrotero posible a partir de la noción de República
En la antigüedad el concepto de república connotaba un signo de estabilidad
definido en virtud de su carácter mixto. Elemento éste que implicaba la fusión de
magistraturas, que tendrían como cualidad incorporar a los sectores sociales fundamentales.
Acontinuación consideraremos algunos de los principales cambios a
tener en cuenta para entender por qué esta forma de gobierno se torna pasible de
ser retomada ante diferentes situaciones de crisis.
Inicialmente cabe preguntarse por qué la república inaugura su tradición en
Roma y no en Grecia. Ante tal interrogante, baste recordar que dentro del pensamiento
griego la aproximación analítica es siempre totalizante y subsume la posibilidad
de lo diverso en la unicidad como lugar de la suma perfección. Por ello,
Grecia no es el ámbito donde podrá concebirse una idea acabada de república como
forma de organización de las magistraturas. Por el contrario, Roma facilitará
la posibilidad de pensar lo disímil como lugar de la integración en vistas a la conformación
de un orden. La aceptación de lo diverso imprime al diseño institucional
romano un modelo que expresa en cada uno de los tres espacios público-institucionales
(el consulado, el senado y el tribunado de la plebe) la lógica de lo heterogéneo.
Este entramado se amplifica y entra en crisis con el paso de la urbe al
orbe.
No obstante lo antedicho, resta explicar por qué Aristóteles merece ser mencionado
entre los clásicos de la antigüedad. Al respecto, retomemos a Aristóteles
cuando incorpora en La Política a la politeia o mejor régimen posible como la fusión
de dos regímenes desviados: oligarquía y democracia. Si bien Aristóteles no
resuelve la fórmula republicana en el mismo sentido que Roma, proyecta la pluralidad
y el interés material dentro de la tensión entre lo público y lo privado.
En continuidad con aquello que anticipáramos en la introducción, la estabilidad
de los regímenes es el horizonte de la búsqueda que el fundador del Liceo
emprende en su estudio de las diversas constituciones griegas. La armonía de las
polis griegas se lograría con el desarrollo de un amplio sector medio que distendiera
la tensión entre dos polos igualmente perniciosos para la ciudad: la excesiva
posesión de bienes, y la extrema pobreza. Esta pugna entre ricos y pobres es
339
La República entre lo antiguo y lo moderno
La filosofía política moderna
una distinción supuesta como natural, a partir de la cual se comprende por qué la
igualdad es siempre un atributo del ciudadano, que se resuelve por lo tanto en el
ámbito específico de lo público, pero que de ninguna manera implica o presupone
condiciones de igualdad material entre los habitantes de la polis.
Ya insertos en la experiencia romana como momento fundacional respecto de
la concepción del término república, es Polibio quien sienta escuela respecto de
la tradición clásica, al explicitar que el ciclo de degeneración de los regímenes es
producto del carácter simple de los mismos. En tanto pensador de la historia y no
mero compilador cronológico, Polibio aporta como originalidad una mirada griega
sobre la realidad romana 2. Sólo desde tal perspectiva puede comprenderse una
de sus afirmaciones más fuertes, la teoría de los ciclos sempiternos 3, y la consecuente
necesidad de estructurar un régimen mixto que resuelva el dilema de la
inestabilidad y genere estructuras de equilibrio.
En concordancia con la tradición griega, Polibio distingue tres formas buenas
y tres formas desviadas de regímenes políticos. En el primer caso sitúa entre
los buenos regímenes a la monarquía, la aristocracia y la democracia según gobiernen
uno, los mejores, o el pueblo. Entre los segundos -según gobiernen uno,
los ricos, o el populacho- nombra a la tiranía, la oligarquía y la oclocracia 4.
En este sentido, podemos señalar respecto de la ubicación de la democracia,
que, en tanto para Aristóteles aparece como el primero de los gobiernos no rectos
y en este sentido es contraparte de su construcción republicana, para Polibio el
gobierno del pueblo ya se instaura como una forma buena de mandato.
“Estaba persuadido de que toda especie de gobierno simple y constituida sobre
una sola autoridad era peligrosa, (…) porque fomenta en sí mismo la causa
de su destrucción; del mismo modo cada especie de gobierno alimenta
dentro de sí un cierto vicio que es la causa de su ruina. Por ejemplo, la monarquía
se pierde por el reino, la aristocracia por la oligarquía, la democracia
por el poder desenfrenado y violento” (Polibio, 1965: p.348).
Para Polibio, entonces, el gobierno de la república romana descansaría en tres
cuerpos, en los cuales los derechos están balanceados y distribuidos de tal modo,
que de ninguno puede darse certidumbre respecto de si se está frente a un gobierno
aristocrático, democrático o monárquico 5. El pasaje entre las distintas formas
de gobierno que propone Polibio responde a la siguiente secuencia: monarquía,
tiranía, aristocracia, oligarquía, democracia y oclocracia. Esta última forma, la
oclocracia, es concebida no como el poder del pueblo en el sentido positivo de la
práctica participativa, sino en tanto expresión del desprecio por la ley y la violenta
movilización de las masas.
Llegado este punto en la trama de nuestro desarrollo, un segundo momento de
reflexión exige recurrir a la innovación que aporta el pensamiento ciceroniano.
340
En Sobre la República Cicerón enaltece la vida práctica y nos presenta una
reflexión pragmática respecto de las prácticas del pueblo romano, pero conjugada
con una alta concepción de la vida política 6. El hombre ciceroniano existe para
servir a los demás y perfeccionarse en la virtud. Y, en este sentido, no hay virtud
más excelsa que la que se expresa en la práctica de quien se esfuerza por ejercer
el gobierno de la república.
Es por boca de Escipión que Cicerón afirma:
“Así, pues, la cosa pública (república) es lo que pertenece al pueblo; pero
pueblo no es todo conjunto de hombres reunido de cualquier manera, sino el
conjunto de una multitud asociada por un mismo derecho, que sirve a todos
por igual” (Cicerón,1995: § 25,39).
La república es entonces la gestión pública del gobierno del pueblo, entendido
éste como aquel agregado humano que posee el derecho común al servicio
de todos, a partir de un acto voluntario - racional asociativo.
Según el pensar ciceroniano, cada uno de los regímenes clásicos tiene desventajas.
En la monarquía los restantes ciudadanos quedan apartados en demasía de las
actividades en el derecho y el gobierno. Si dominan los mejores se dificulta el acceso
de las mayorías, cuya posibilidad de participación se ve cercenada por no poseer
potestad para la toma de decisiones. En el caso de que quien detente el poder
sea el pueblo, dado su carácter igualitario se torna inexistente la distinción de grados
de dignidad. Aún cuando no exista perfección en ninguna de las formas tradicionales
rectas, sin embargo aconseja la tolerancia en virtud de cierta estabilidad.
“Cualquiera de estas tres formas sirve para mantener aquel vínculo que empezó
a unir en sociedad pública a los hombres, no es perfecta ciertamente, ni
ninguna de ellas, en mi opinión, es la mejor, pero sí es tolerable, y cada una
puede tener ventajas sobre las otras. En efecto, un rey justo y sabio, o los
principales ciudadanos selectos, incluso el mismo pueblo, aunque esto sea lo
menos deseable, puede ofrecer cierta estabilidad, siempre que no interfieran
injusticias y codicias” (Cicerón,1995: § 26,42).
Ahora bien, Cicerón se posiciona finalmente a favor de la forma mixta de gobierno
cuando detalla que es ésta la que conjuga la fortaleza de la monarquía con
el respeto por la libertad de los mejores propio de la aristocracia y la atención de
los intereses de todo el pueblo presente en la democracia.
“Siendo esto así, es con mucho la mejor forma de gobierno de aquellas tres
primeras a mi juicio, la de los reyes, pero mejor que ésta será aquella forma
combinada y moderada que se compone de los tres primeros tipos de repúblicas.
En efecto, conviene que haya en la república algo superior y regio, algo
impartido y atribuido a la autoridad de los jefes, y otras cosas reservadas
al arbitrio y voluntad de la muchedumbre” (Cicerón,1995: § 45,69).
341
La República entre lo antiguo y lo moderno
La filosofía política moderna
Para finalizar este apartado nos parece imprescindible mencionar un contrapunto
entre dos autores que comparten la misma época del viejo continente, ya
que en ellos podemos ver dirimida la polémica entre la opción ‘monarquía’o ‘república’desde
posturas divergentes: Jean Bodin y Nicolás Maquiavelo.
En primer lugar, Bodin es terminante y no acepta la posibilidad de existencia
de una forma política mixta. La razón de tal negación es interesante porque remite
al concepto de soberanía. En otras palabras, Bodin dice que el término ‘república’
implica una contradicción respecto del principio de indivisibilidad inmanente
a la lógica soberana.
“El principal atributo de la república -el derecho de soberanía-, sólo se da y
conserva en la monarquía. En una república sólo uno puede ser soberano; si
son dos, tres o muchos, ninguno es soberano, ya que nadie por sí solo puede
dar ni recibir ley de su igual” (Bodin, 1997: p. 289).
En este sentido, Bodin sostiene que sólo las tres formas simples de regímenes
pueden sustentar este principio esencial para la materialización de estados soberanos.
Entre ellas opta claramente por la potestad regia, y retoma una visión
anárquica y desventajosa respecto de los gobiernos populares 7. Así, Bodin se pregunta:
“¿Cómo puede un pueblo, es decir, un animal de muchas cabezas, sin entendimiento
ni razón, aconsejar nada bueno? Pedir consejo al pueblo, como se
hacía antiguamente en las repúblicas populares, significa tanto como pedir
cordura al loco” (Bodin, 1997: p. 282).
En contrapunto con Bodin, Maquiavelo observa en los Discursos sobre la
primeras década de Tito Livio el carácter cíclico en el que giran los regímenes políticos,
y afirma: “Un país podría dar vueltas por tiempo indefinido en la rueda de
las formas de gobierno” (Maquiavelo, 1997: p. 35).
Al igual que Polibio, Maquiavelo establece el ritmo y las causas por las cuales
ningún régimen simple logra mantenerse a través del tiempo. La secuencia del
pasaje va de la monarquía a la tiranía, de ésta a la aristocracia, de aquí a la oligarquía,
que deviene en democracia, y finalmente ésta resulta en un gobierno semejante
a la anarquía, especialmente una vez extinguida la generación que la había
organizado.
A partir de la comparación entre las experiencias de Atenas y Esparta, Maquiavelo
afirma que la constitución de formas de gobierno simple produce inestabilidad.
El diseño institucional que Solón concibió para la primera ciudad y Licurgo
definió para la segunda, condicionó el breve destino de la una y el largo camino
recorrido por la otra.
“Entre los que merecieron más alabanzas por haber dado constituciones de
este tipo mixto se encuentra Licurgo, que ordenó sus leyes de Esparta de ma-
342
nera que, dando su parte de poder al rey, a los nobles y al pueblo, duró mas
de ochocientos años, con suma gloria para él y quietud para su ciudad. Sucede
lo contrario con Solón, el que dio leyes a Atenas, pues organizándolo todo
según gobierno exclusivamente popular, lo construyó de vida tan breve
que antes de morir vio cómo nacía la tiranía de Pisístrato (…); así que, sólo
por no haber incorporado a su gobierno el poder del principado y el de la nobleza,
vivió Atenas muy breve tiempo en comparación con Esparta” (Maquiavelo,
1997: pp. 35-6).
Maquiavelo rescata la experiencia republicana según la lectura que Tito Livio
hace de la historia romana. Nuestro autor hace hincapié en la incorporación
del consulado, el senado y el tribunado de la plebe como instrumentos que operan
a la manera de un resorte que proporciona estabilidad al régimen.
En este sentido, sostenemos que Maquiavelo hace una opción clara en favor
de la república. Si bien no desconocemos la disyuntiva existente en referencia a
si hay continuidad o ruptura en la forma de interpretación de la relación entre El
Príncipe y los Discursos sobre la primera década de Tito Livio Discorsi 8, al respecto
compartimos con Antonio Negri la perspectiva que él asume entre las dos
tradiciones: la italiana y la anglosajona.
“Anosotros, en contra de lo que ambas escuelas interpretativas sostienen, nos
parece que la estrechísima interdependencia de El Príncipe y los Discursos
sobre la primera década de Tito Livio, lejos de determinar la renuncia, com -
porta por el contrario la exaltación del principio republicano. La absolutez de
lo político, inventada en El Príncipe, es hecha vivir en la república: sólo la
república, sólo la democracia es gobierno absoluto” (Negri, 1994: pp.90-1).
Para introducir el próximo apartado, baste mencionar que la revolución norteamericana
rompe con el mito de la república del pequeño estado donde funciona
la democracia directa. La extensión territorial y la expansión demográfica redimensionan
en diversos sentidos a las modernas repúblicas.
La república como fórmula operativa de gobierno
El resurgimiento de la noción de república -en las comunas de la Italia renacentista,
entre los constitucionalistas ingleses del siglo XVII e incluso entre los
opositores al absolutismo francés- exaltó valores opuestos a los que se consideraban
causantes de la corrupción y los males sociales en que devinieron las formas
monárquicas. Como señala Roberto Gargarella:
“Ante todo, en su rechazo de la dominación y la tiranía, el republicanismo
reivindicó una idea robusta de libertad. Dicha libertad precisaba, para su sostenimiento,
de la virtud de los ciudadanos; y dicha virtud, a su vez, requería
de ciertas precondiciones políticas y económicas. Un buen gobierno, así, de-
343
La República entre lo antiguo y lo moderno
La filosofía política moderna
bía contribuir a mantener y desarrollar estas precondiciones, y apoyar la presencia
de ciudadanos virtuosos, políticamente activos” (Gargarella, 1999:
p.42).
Si bien, tal como proponía Artistóteles, el ciudadano encuentra sólo en la vida
pública el espacio donde dirimir aquello que le atañe como parte de la comunidad,
dicha realidad, como Jano, presenta dos caras. Al rechazo de los regímenes
opresivos y la defensa de un orden político más abierto a la ciudadanía, se
contrapone una multiplicidad de estrategias de exclusión para el acceso al título
de ciudadano. Así, los no-propietarios, los negros y las mujeres tienen denegado
el derecho a deliberar sobre el bien común de aquella comunidad de la cual también
forman parte.
Cabe preguntarse entonces: ¿qué organización política y económica requiere
la república buscada?
Tomaremos para responder el ejemplo norteamericano a partir de los artículos
compilados bajo el título de El Federalista, publicados en ocasión del debate
previo a la aceptación de la Constitución realizada en la Convención Constituyente
de Filadelfia de 1787.
La república plasmada en El Federalista se aleja del modelo clásico en dos
sentidos. Por un lado, dada la situación demográfica y territorial cuantitativa y
cualitativamente disímil, que torna a la temática de la unificación y la resolución
de las tensiones internas un tema de primer orden. Por otra parte, desde la implementación
de la separación de las magistraturas, que desde un aspecto formal representa
a la totalidad de la ciudadanía, organizando dentro de diferentes esferas
administrativas un orden político centralizado. Este nuevo marco institucional,
lejos de ser ocioso, se desarrolla con miras a consolidar un estado nacional con
expectativas hegemónicas.
En relación al primer tema, la unión, al proyectar una nación más extensa,
aporta las cualidades necesarias para evitar la sedición y convertirse al mismo
tiempo en una nación competitiva dentro del concierto internacional. De este modo,
la nueva versión de la república permite la expresión de un potencial crecimiento,
en el marco del cual se concebía el glorioso futuro de los Estado Unidos
de la América del Norte en un contexto diferente del vivenciado por las típicas
democracias directas de la antigüedad clásica.
“Una firme Unión será inestimable para la paz y la libertad de los Estados como
barrera contra los bandos domésticos y las insurrecciones. Es imposible
leer la historia de las pequeñas repúblicas griegas o italianas sin sentirse asqueado
y horrorizado ante las perturbaciones que las agitaban de continuo, y
ante la rápida sucesión de revoluciones que las mantenían en un estado de
perpetua oscilación entre los extremos de la tiranía y la anarquía” (Hamilton,
Madison y Jay, 1998: p.32).
344
Con un tinte claramente hobbesiano, es aceptada como fuerza innata la propensión
de la humanidad a caer en animadversiones mutuas. En este sentido, el
más común de los conflictos se suscita cuando deben dirimirse cuestiones respecto
de la propiedad. Una vez más la recurrente preocupación de los antiguos por
evitar las distancias pronunciadas entre ricos y pobres se inmiscuye entre los modernos
como principal fuente de perturbación al interior de un estado.
La defensa de la organización de la unión en detrimento de las posibilidades
de fortaleza o autonomía de los estados, construirá los cimientos para la argumentación
sobre los beneficios de aquellas repúblicas grandes, y nunca de las pequeñas.
Las primeras permiten que el número de representantes con facultades de gobierno
sea un grupo de ciudadanos reducido -en proporción a la totalidad de electores-,
pero además aúnan un mayor número de ciudadanos y una extensión territorial
mucho más amplia. En otras palabras, a diferencia de Platón y Aristóteles,
quienes se preocupaban por conseguir un marco de estabilidad y autosuficiencia
dado por ciudades que no fueran ni excesivamente grandes ni desmedidamente
pequeñas, los constituyentes americanos asociaban la magnitud a la posibilidad
de dispersión de los intereses encontrados y al potencial de desarrollo económico.
Así, la sociedad norteamericana se construye bajo la égida de los colonos propietarios:
“El espacio es el horizonte constitutivo de la libertad americana, de la libertad
de los propietarios. (…) La república expansiva será por tanto aquella que
sepa trasladar los conflictos hacia la frontera, una frontera de apropiación
siempre abierta” (Negri, 1994: p.184).
No es ocioso señalar que, aún cuando se reconoce como origen de la legitimidad
del poder al pueblo, éste es definido como un universal restringido -en los
términos que explicáramos al inicio de este apartado- y es convocado tan pronto
como descartado como fuente de este poder constituyente.
“Como el pueblo constituye la única fuente legítima del poder y de él procede
la carta constitucional de que derivan las facultades de las distintas ramas
del gobierno, parece estrictamente conforme a la teoría republicana volver a
la misma autoridad originaria (…) Como toda apelación al pueblo llevaría
implícita la existencia en el gobierno de algún defecto, la frecuencia de estos
llamados privaría al gobierno, en parte, de esta veneración que el tiempo
presta a todas las cosas y sin la cual es posible que ni los gobiernos más sabios
y libres poseerían nunca la estabilidad necesaria” (Hamilton, Madison y
Jay, 1998: pp. 214-5).
Los mecanismos institucionales planteados a fin de evitar los mandatos vita -
licios y limitar la discrecionalidad de quienes detentan la autoridad para la toma
de decisiones, parecen delinear un sistema de mayor imbricación y control entre
el ciudadano y sus representantes. Sin embargo, la impronta de Montesquieu no
345
La República entre lo antiguo y lo moderno
La filosofía política moderna
se deja ver solamente respecto de la cuestión de la división de poderes - y los debates
en torno a ella generados- o la virtud republicana (Gargarella, 1999), sino
que también es identificable en su posicionamiento favorable respecto de una república
restringida.
“Hay siempre en los Estados personas distinguidas por su nacimiento, su riqueza
o sus honores que si estuvieran confundidas como el pueblo y no tuvieran
más que un voto como las demás, la libertad común sería esclavitud
para ellas y no tendrían ningún interés en defenderla, ya que la mayor parte
de las resoluciones irían en contra suya. La parte que tomen en la legislación
debe ser, pues, proporcionada a las demás ventajas que poseen en el Estado,
lo cual ocurrirá si forman un cuerpo que tenga derecho a oponerse a las tentativas
del pueblo, de igual forma que el pueblo tiene derecho a oponerse a
las suyas. (…) De este modo, el poder legislativo se confiará al cuerpo de nobles
y al cuerpo que se escoja para representar al pueblo; cada uno de ellos
se reunirá en asambleas y deliberará con independencia del otro y ambos tendrán
miras e intereses separados” (Montesquieu, 1998: p.110).
A fin de recapitular, Negri nos permite volver al tratamiento clásico de la república
desarrollado en el apartado anterior, para consignar que la relación existente
entre la constitución y el espacio en la revolución norteamericana marca un
corte respecto del esquema polibiano de sucesión histórica temporal. Un orden
constitucional que debe concebirse en términos de espacio -no ya de tiempo- modifica
incluso la concepción sobre el pueblo. Desde una perspectiva clásica, un
pueblo considerado como una masa indiferenciada permite, tal como lo registra
Polibio, una relación unívoca entre la segmentación social y las formas de gobierno.
Cuando el pueblo es concebido como el ciudadano que avanza sobre un territorio,
se define la ruptura con la clásica polis y la participación directa en la vida
política (Negri, 1994).
Coincidimos con Hannah Arendt cuando afirma que la preocupación por una
república libre e igualitaria pero ante todo duradera que cristalizara en instituciones
perdurables, se encontraba presente en posturas enfrentadas como las de
Jefferson y Hamilton. Así, respecto de los debates constituyentes norteamericanos
Arendt afirma:
“De este modo toda la discusión en torno a la distribución y equilibrio de poder,
el tema central de los debates constitucionales, giró parcialmente en torno
a la vieja idea de una forma mixta de gobierno que, por combinar los elementos
monárquico, aristocrático y democrático en el mismo cuerpo político,
fuera capaz de detener el ciclo de cambio sempiterno, el nacimiento y caída
de los imperios, y de establecer una ciudad inmortal” (Arendt, 1992: p.
239).
346
El caso argentino
Un breve comentario acerca de los orígenes institucionales que conformaron
el estado nacional argentino nos permite disentir con aquel lugar común que da
por sentada la gravitación inmediata y consecuente importación de la Constitución
norteamericana al resto de Latinoamérica. En principio, se tiene constancia,
dado que la traducción de estos debates no fue inminente, de que sólo algunos
intelectuales latinoamericanos de la época tuvieron acceso a la misma. Entre
ellos, en el caso argentino, Juan Bautista Alberdi es desde entonces uno de los
fundados profetas de la república posible, resumida por Julio Argentino Roca durante
su presidencia (1880-86) como ideal de una generación bajo el lema ‘paz y
administración’.
Estas dos palabras implicaron en su contexto imponer definitivamente el régimen
de respeto a la Constitución y a las leyes como corolario superador de años
de disputas entre peninsulares y criollos, unitarios y federales, porteños y provincianos.
Supusieron además promover el desarrollo económico y la organización
de un Estado fuerte y con designios de grandeza, especialmente para los grupos
dominantes.
“Este doble propósito de asegurar la juridicidad y el progreso correspondía
bastante exactamente al sistema de principios liberales y positivistas que predominaba
en el ambiente intelectual de la época. Se perfeccionaba con el designio
inequívoco de extender el orden liberal hacia otros campos, como por
ejemplo, el de la conciencia individual, imponiendo el laicismo en la educación,
e imponiendo la jurisdicción del Estado en ciertos dominios donde antes
imperaba la Iglesia” (Romero, 1987: p.36).
Para cumplir con este objetivo, la generación del ´80 al menos tenía tres problemas
claves para resolver: la integridad territorial, la identidad, y la organización
de un régimen político. En este sentido, la fórmula constituyente argentina
será en lo fundamental alberdiana en su carácter prescriptivo y luego operará
creando un sistema de legitimidad vinculado con las expectativas, valores e intereses
de los sectores dominantes. Es interesante entonces:
“Observar un régimen político como un orden de dominación donde algunos
-y no todos – tienen el privilegio de fijar metas, elegir medios y alternativas,
adjudicar, en fin recompensas y sanciones” (Botana, 1986: p.42).
En Bases y puntos de partida para la organización política de la República
Argentina, Alberdi conjuga las libertades civiles con un estricto control del acceso
a las funciones gubernamentales. Tomando como ejemplo la forma norteamericana
de gobierno, y al parecer ignorando las diferencias estructurales entre ambos
países, señala:
“De las tres formas esenciales de gobierno que reconoce la ciencia, el monár-
347
La República entre lo antiguo y lo moderno
La filosofía política moderna
quico, el aristocrático y el republicano, este último ha sido proclamado por la
revolución americana como el gobierno de estos países. No hay, pues, lugar
a cuestión sobre forma de gobierno” (Alberdi, 1991: p. 134).
Ahora bien, Alberdi retoma a los antiguos para definir restrictivamente quiénes
poseen facultades y aptitudes para decidir en las cuestiones de gobierno.
“Todo el éxito del sistema republicano (...) depende del sistema electoral. No
hay pueblo, por limitado que sea, al que no pueda aplicarse la República, si
se sabe adaptar a su capacidad el sistema de elección o de sus leyes. A no ser
por eso, jamás habría existido la República en Grecia y en Roma, donde el
pueblo sufragante sólo constaba de los capaces, es decir, de una minoría reducidísima
en comparación del pueblo inactivo (Alberdi, 1991: pp. 160-1).
De esta manera, la fórmula alberdiana avala una distinción entre ‘habitante’
y ‘ciudadano’ que le permite propiciar un trasvase cultural. Su proyecto de país
requería de determinados contingentes inmigratorios y del ingreso de elementos
industriales y técnicos. En todo momento, para preservar la estabilidad del orden
conseguido, se dan por sentado el resguardo de la propiedad y la toma de decisiones
en manos de unos pocos.
Reflexiones finales
Nuestro recorrido retomó la noción de república, dando cuenta sucintamente
de su raigambre en la antigüedad clásica y de su reedición en los orígenes institucionales
angloamericanos. Forma parte de una discusión posterior el planteo
de sus conexiones en términos de semejanzas y diferencias con tradiciones conservadoras,
liberales y comunitaristas, desarrollo que excede las intenciones de
este artículo.
Nos interesa simplemente remarcar que es cuando menos apresurado unificar
las nociones de ‘república’y ‘democracia’, habida cuenta que la primera, en sus
diferentes versiones, no cesó de remarcar un estricto respeto por la autoridad, y
en este sentido no fue anti-jerárquica ni mucho menos horizontal, al menos en sus
comienzos.
Ciertamente, si nos quedamos con la mirada de Tocqueville, Estados Unidos
contó en sus orígenes constitucionales con ventajas inapreciables: la ausencia de
vecinos, la inexistencia de una capital fuerte que pretendiera imponerse, la eficacia
de pequeños colonos propietarios y un país vacío, avidez por apoderarse de
las soledades del Nuevo Mundo (Tocqueville, 1996).
No podemos calificar ni siquiera de ingenua a aquella mirada que pase por
alto el sesgo de tales aportes de la providencia. Ni el territorio estaba vacío, ni la
república construida fue la única opción posible. Y esto es igualmente válido pa-
348
ra el caso argentino, donde los latifundistas no avanzaron sobre tierras desiertas
ni el fraude electoral se impuso dentro de un sistema que en las letras prescribía
el sufragio universal sin integrar a gran parte de sus habitantes dentro de la categoría
de ciudadanos.
Entre líneas puede leerse el terror que los protagonistas de la época sentían
frente a la participación de las mayorías. Un Montesquieu precavido señalaba en
El espíritu de las leyes:
“La gran ventaja de los representantes es que tienen capacidad para discutir
los asuntos. El pueblo en cambio no esta preparado para esto, lo que constituye
uno de los grandes inconvenientes de la democracia”(Montesquieu,
1994: p. 109).
Existe en la construcción de estos modelos republicanos una violencia constitutiva,
de la cual usualmente no dan cuenta las visiones juridicistas. Este origen,
que surge bajo la forma de conquista, expropiación y avasallamiento del otro, es
desatendido por lecturas que acentúan los aspectos formales de la institucionalización
de un orden.
De esta manera, y para finalizar, compartimos la advertencia de Antonio Negri
cuando afirma:
“Olvidar esta dimensión salvaje de la libertad americana, (...) tiene como
efecto la conclusión formalista (y potencialmente pesimista) de Tocqueville
o peor aún la empalagosa utopía expansiva de Hannah Arendt; olvidan (...)
que la expansión, cuando el espacio salvaje termina, se traduce en expansionismo
e imperialismo” (Negri, 1994: p.183).
349
La República entre lo antiguo y lo moderno
La filosofía política moderna
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350
Notas
1. El hecho que las mencionadas versiones encuadradas dentro de la tradición
del republicanismo presenten diferencias entre sí, no invalida aquello que de
común poseen en los términos del presente estudio temático, es decir, su carácter
mixto como alternativas a formas simples de gobierno.
2. Polibio de Megalópolis, historiador griego deportado a Roma después de
la conquista de Grecia, escribió la primera historia apologética de Roma anterior
a la de Tito Livio.
3. Sobre el carácter natural a partir del cual Polibio caracteriza los cambios
cíclicos de los regímenes al estilo antiguo ver Arendt, H., 1992: pp. 22-3.
4. Etimología del término oclocracia: Okhlos (multitud, masa, chusma, plebe).
5. Como fundamento para sostener esta posición, Polibio recurre a la historia
de Esparta: “Atento a esto, Licurgo formó su república, no simple ni uniforme,
sino compuesta de lo bueno y peculiar que halló en los mejores gobiernos, para
que ninguna potestad saliese de su esfera y degenerase en el vicio connatural.
En su república estaban contrapesadas entre sí las autoridades para que la
una no hiciese ceder ni declinar demasiado a la otra, sino que estuviesen en
equilibrio y balance” (Polibio, 1965: p. 348). Retomaremos esta cuestión al final
del presente apartado a partir de la lectura que del mismo hecho realiza Nicolás
Maquiavelo en los Discursos sobre la primera década de Tito Livio.
6. En el Sueño de Escipión se consuma esta combinación entre praxis y excelencia
en el ejercicio de la política, estrechamente relacionada con una crítica
mirada sobre la moral romana a la que Cicerón describe, desde la trascendencia
de las cuestiones terrenales, como abiertamente decadente. Finalmente
o t o rga la gloria en los cielos no ya al eximio filósofo, sino al gobernante virtuoso
que ha logrado conjugar su hacer político con una moral superior.
7. Cabe aclarar que sólo las formas rectas clásicas de gobierno son reconocidas
por este autor, en tanto que aquéllas que conocemos como desviadas o
corruptas carecen de status propio.
8. Antonio Negri señala dos tradiciones contrapuestas. Por un lado la vertiente
italiana, que insiste sobre la síntesis de las dos obras dentro de una sola línea
de pensamiento, y tiende a fijar la primacía en El Príncipe y a exaltar el
concepto de autonomía de la política. En el otro extremo, la corriente interpretativa
anglosajona plantea la sustancial divergencia de las obras y tiende
a privilegiar los Discursos sobre la primera década de Tito Livio por su tono
republicano y por la idea de gobierno mixto que lo recorre.
351
La República entre lo antiguo y lo moderno

Maquiavelo y el liberalismo:
la necesidad de la República*
c André Singer**
“(...) decir de una ciudad que está en posesión de la libertad es equivalente a
decir que se mantiene independiente de cualquier autoridad, excepto de la comunidad
misma. La libertad viene así a quedar equiparada al autogobierno”
(Skinner, Maquiavelo, 1998: p. 69)
Introducción
De acuerdo con Giovanni Sartori, el liberalismo político (distinto, para él,
del liberalismo económico) debe ser entendido así: “El liberalismo puede
ser considerado, muy simplemente, la teoría y la práctica de la defensa
jurídica, a través del Estado constitucional, de la libertad política individual,
de la libertad individual” (Sartori, 1984: pp. 162-3). El liberalismo, por lo
tanto, de acuerdo con la definición sugerida por Sartori, se articula en relación
con dos elementos fundamentales. Por un lado la libertad política individual, y
por el otro aquello que la garantiza: el Estado constitucional. Este artículo pretende
argumentar que tal definición de liberalismo podría enriquecerse con un tercer
elemento, la participación política, fundamental en la tradición republicana, una
de las fuentes históricas del liberalismo. Tal tradición, que será ilustrada aquí por
la obra de Maquiavelo, tiene particular importancia para nosotros, los sudamericanos,
en cuanto herederos del modelo republicano de los Estados Unidos, el cual
fue inspirado también por las ideas renacentistas de auto-gobierno.
353
* Traducción Javier Amadeo y Miguel Angel Rossi.
** Profesor Doctor del Departamento de Ciencia Política de la Universidad de San Pablo, (USP), Brasil.
La filosofía política moderna
En la historia del pensamiento político los dos polos formados por libertad y
Estado, lejos de ser un par armónico, presentan tensiones difícilmente reconciliables
a no ser por intermedio del ejercicio de la virtud pública, esto es, de la participación
política. De ahí la importancia actual de la obra de Nicolás Maquiavelo
(1467-1529). En este texto se indica brevemente cómo la relación entre esos
conceptos aparece en las dos obras principales del autor florentino (El Príncipe y
los Discursos sobre la Primera Década de Tito Lívio) y cómo para él sólo es posible
escapar de la contradicción entre Estado y libertad mediante la participación
política o en sus propios términos por el ejercicio de la virtù. En otras palabras,
mirando la historia desde el ángulo de Maquiavelo se percibe que la fórmula liberal
de libertad política individual garantizada por el Estado constitucional, como
pretende Sartori, depende de una tercera idea, la de participación política.
Antes de que una justa acusación de anacronismo sea levantada contra las intenciones
de este texto, conviene explicar por qué un autor del siglo XVI puede
ser invocado para debatir temas típicos de los siglos XIX y XX. Efectivamente,
en tiempos de Maquiavelo los estados nacionales apenas empezaban a ejercer su
larga hegemonía que marcaría indeleblemente la modernidad, pese a que la noción
de Estado constitucional todavía tardaría unos cuantos siglos en aparecer y
consolidarse. ¿Qué tiene que ver entonces Maquiavelo con una teoría que pretende
garantizar la libertad individual por medio de una forma de Estado que todavía
no se había plenamente desarrollado en su tiempo?
La respuesta es doble. Por una parte, está el hecho de que el estado constitucional
antes de ser constitucional es Estado. Esto es, posee una característica que
el hecho de ser constitucional no elimina: la de detentar el monopolio del uso de
la violencia legítima en un determinado territorio (Weber 1993). En segundo lugar,
el ideal de un Estado que garantice la libertad política nace justamente con
los humanistas cívicos del Renacimiento, y será por lo menos en parte con referencia
a él que el liberalismo se irá gestando como el pensamiento político dominante
en Occidente a partir de la segunda mitad del siglo XVIII, como apuntan
Pocock (1975) y Skinner (1996).
Una última aclaración es necesaria a fin de destacar la importancia del objeto
de este texto para el pensamiento político progresista contemporáneo. En la
concepción de liberalismo ofrecida por Sartori encontramos componentes fundamentales
de los sistemas políticos democráticos, lo que no significa que la democracia
se agote en ellos. Siempre se puede argumentar que, limitada a la práctica
liberal, la democracia acaba siendo una traición a sí misma. Pero si el liberalismo,
tal como es visto por Sartori, no agota la democracia, es difícil imaginar que
la democracia puede prescindir de él. Para decirlo claramente: las libertades políticas
y las libertades individuales son elementos sine qua non de los regímenes
democráticos. De ahí el interés, desde el ángulo democrático y progresista, en
dialogar con el pensamiento liberal. Este artículo quiere así contribuir a una in-
354
terpretación del liberalismo que pueda ayudar en los esfuerzos de construcción de
democracias participativas en las repúblicas latinoamericanas.
I. Estado y moralidad
Pensador del Estado y de la soberanía, el florentino Maquiavelo fue no pocas
veces retratado como defensor de la tiranía. Para quien lee El Príncipe (1973) por
primera vez, y con ojos desnudos, la acusación no resulta absurda. Execrado por
los propios comentadores de su propio siglo y de los siguientes, al punto de haberse
hoy convertido la voz “maquiavélica” en sinónimo de inmoralidad, no es
fácil percibir lo que Maquiavelo tiene que ver con el liberalismo y la democracia.
Pero contrariamente a las primeras apariencias, la obra de Maquiavelo es fundamental
para pensar tanto al estado cuanto a la libertad, y especialmente la relación
entre ambos. El problema, según veremos, no está sólo en una lectura ingenua
o mal intencionada de la obra de Maquiavelo. Tiene que ver además con la
naturaleza contradictoria de la conexión entre Estado y libertad. El Estado, tal como
es presentado por Maquiavelo en El Príncipe, es impuesto por la fuerza. ¿Cómo
es posible entonces que algo impuesto a los hombres sea el instrumento de su
propia libertad? Son las originales respuestas a esas preguntas fundamentales las
que hacen la grandeza de la obra del ex-secretario de la República de Florencia.
En El Príncipe, su libro más popular, se encuentra una incómoda lista de consejos
poco escrupulosos para aquel que desea construir un Estado nuevo. El realismo
de Maquiavelo lo lleva a percibir e insólitamente, a declarar que un Estado
sólo puede ser construido con la violencia, en tanto que se trata simultáneamente
de eliminar la competencia externa e interna. Quien quiera organizar un Estado
necesita lograr que un determinado territorio quede a salvo de las invasiones
de fuerzas extranjeras, así como impedir que otra facción interna se arme para intentar
ocupar el poder por medio de las armas. En otras palabras, no hay Estado
si las fronteras son inseguras o existe la amenaza, o la realidad de una guerra civil.
En resumen, cuando las dos condiciones, paz externa e interna, están satisfechas
se puede hablar de Estado, o sea, de un poder que permanece, que es estable
(stato), y que por tener esa estabilidad garantiza paz y orden a la población
que vive en el territorio gobernado por él.
Lo que impresiona de El Príncipe, aún casi cinco siglos después de haber sido
escrito, es la naturaleza cruel de la lucha por el poder, tal como Maquiavelo la
expone. En el libro, la competencia aparece como un factor inescapable de las relaciones
humanas y, partiendo del hecho de que los hombres no son buenos por
naturaleza –o sea, no obedecen a límites naturales-, la competencia tiende siempre
a la guerra. Los hombres mienten, desprecian y atacan cuando están en juego
los intereses propios. Desconocen la moral en la lucha por la victoria. De ahí
que la violencia, la crueldad y la muerte sean el resultado inevitable de la dispu-
355
Maquiavelo y el liberalismo: la necesidad de la República*
La filosofía política moderna
ta entre los hombres. El único modo de frenar esa guerra incesante – a la cual estaban
habituadas las ciudades-Estado italianas de la época, entre ellas Florencia
– es el predominio militar estable de una de las facciones, o sea, una victoria duradera
de una de ellas, sin importar cuál. Es decisivo desde el punto de vista del
bienestar de la población que, en primer lugar, una de ellas gane y consiga mantenerse
en el poder. Cuando la lucha entre los partidos es pre-estatal - cuando no
hay un poder común sobre ellos- no hay razón moral que legitime la victoria de
una facción sobre otra, dado que no hay reglas comunes para juzgar lo cierto y lo
errado.
Por eso, Maquiavelo puede darle consejos a cualquier príncipe, léase a cualquier
dirigente político, de manera indistinta. Tanto Girolamo Savonarola, de haber
estado vivo, como Lorenzo de Médici, podrían haber sacado provecho de sus
descubrimientos. Los consejos de Maquiavelo consisten en el reconocimiento de
leyes universales de lucha por el poder. Ellas sirven a quien quiera resolver disputas
de poder, como cuatrocientos años más tarde reconocerá Weber (1993). Si
bien el oportunismo orientó la conducta de Maquiavelo, un republicano que ofrecía
consejos a un príncipe, es innegable que percibió que ciertas reglas políticas
valen para todos los jugadores, y que se trata de reglas de las que nadie escapa,
por buenas que sean sus intenciones. La primera de esas leyes tiene que ver con
el justo valor a asignar a las armas, esto es, a la violencia.
La convivencia pacífica fundada en las normas mutuamente acordadas, a partir
de las cuales la moralidad de las acciones puede ser juzgada, depende de un
hecho anterior, a saber, de la constitución de un Estado que permita ordenar las
relaciones humanas a partir de criterios racionales en un determinado territorio.
De ahí el interés colectivo y moral en que surja un estado, y el valor colectivo y
moral que posee la existencia de un verdadero príncipe, entendido como aquel
que posee la virtù necesaria parar fundar un Estado. Es ésa la extraña conexión
entre fuerza y moralidad develada por Maquiavelo. De ahí que también pueda
discutirse su supuesto oportunismo. Como veremos, las condiciones históricas
imponen límites severos a una acción política.
II. Virtù y libertad
¿Pero que virtù es ésa que caracteriza a un Príncipe? Aquel que quiera construir
un Estado necesita contar con tres factores. El primero es ajeno a su voluntad:
las circunstancias deben ser favorables a la acción. Un contexto benigno no
es suficiente para garantizar un resultado positivo, pero sin éste nada es posible.
En otras palabras, hay condiciones objetivas que impiden la construcción de un
Estado. En segundo lugar, se requiere del liderazgo para emprender una acción
política. El dirigente es aquél que consigue unificar fuerzas sociales en torno de
sí. En tercer lugar, es imprescindible tener coraje para realizar las acciones exigi-
356
das por las vicisitudes de la contienda, incluso aquellas que repugnan al sentido
moral del propio príncipe.
La paradoja está en ser capaz de actuar de modo inmoral para establecer la
propia moral. En otras palabras, en estar dispuesto a usar de la violencia contra
los oponentes hasta alcanzar una victoria final capaz de sustentarse en el tiempo,
y con ello crear las condiciones para fijar límites en las relaciones humanas. Además
de la fortuna, que es independiente de la voluntad del individuo y a su vez
determina el contexto de su acción, comprobamos que la virtù que garantiza el liderazgo
y la estabilidad del poder consiste en una combinación de coraje y capacidad
de representar los intereses sociales, entre los cuales la libertad es fundamental.
Véase la serie de historias ejemplares que aparecen en el capítulo VI de
El Príncipe, en donde Maquiavelo ilustra con ejemplos históricos su tesis respecto
de la construcción del Estado. De acuerdo con Chisholm (1998), en este capítulo
se encuentran por entero los modelos de Príncipe de Maquiavelo como aquél
que funda estados e instituciones duraderas. No casualmente el capítulo tiene por
tema los “principados absolutamente nuevos”. Maquiavelo busca en la antigüedad,
más precisamente en la trayectoria de Moisés, Ciro, Rómulo y Teseo, los
consejos para los fundadores modernos. ¿Qué es lo que esos personajes tienen en
común? En primer lugar, el hecho de encontrar condiciones propicias para su acción
–tales circunstancias significan que la fortuna les sonrió. Sin ella, nada podría
hacerse. Pero de no haber aparecido alguien para aprovecharla, tampoco nada
hubiese ocurrido. Moisés liberó al pueblo de Israel esclavizado por los egipcios.
Ciro guió a un pueblo descontento con el dominio meda. Rómulo sobrevivió
y vengó una traición que había afectado a su linaje, adquiriendo el liderazgo
necesario para fundar una ciudad. Teseo, por fin, “no habría podido revelar sus
virtudes si no hubiese encontrado a los atenienses dispersos” (Maquiavel 1973, p.
30). Si los hebreos, los persas, los habitantes de Alba y los griegos hubieran estado
satisfechos con el orden al cual estaban sometidos, de nada hubiera valido la
aparición entre ellos de un dirigente político dotado de características excepcionales
como fueron Moisés, Ciro, Rómulo y Teseo. En resumen, el dirigente político
no inventa la necesidad de la acción política. O ésta existe objetivamente, o
toda su virtù no servirá para nada.
Ese es el papel de la fortuna o, si quisiéramos ser más precisos y actuales, de
la Historia. ¿Cuántas oportunidades políticas habrán sido desperdiciadas por haber
aparecido en momentos y lugares históricos en los cuales no eran necesarias?
Y por otra parte, cuántas posibilidades históricas se habrán perdido por la ausencia
de dirigentes dotados de las virtudes específicas adecuadas para actuar en una
coyuntura en la cual los hombres estaban preparados para una conducción política?
Aquí emerge la importancia crucial de la Historia en la construcción teórica
de Maquiavelo. Será de la relación concreta entre coyunturas históricas específicas
y hombres particulares que se encontraron allí, que surgirá -o no– una acción
política capaz de fundar un orden nuevo.
357
Maquiavelo y el liberalismo: la necesidad de la República*
La filosofía política moderna
Como dijimos anteriormente, no basta con que existan circunstancias favorables
a la acción política para que ella acontezca. Incluso porque, como sostiene
Maquiavelo (1973) en el capítulo XXV, la fortuna es mujer y para dominarla es
preciso contrariarla. Esto es, no se puede desconocer el peso de la Historia (los
hombres hacen la Historia en condiciones que no eligen, como diría Marx), pero
toda acción política victoriosa depende de una decisión inicial en la cual hay cierta
dosis de incertidumbre. Es, en suma, una iniciativa de riesgo. De ahí la relevancia
de que exista o no un Príncipe, esto es, alguien que disponga de capacidad
para unificar las fuerzas insatisfechas (liderazgo), y de coraje para emprender una
acción peligrosa y audaz. Y al dar el primer paso es preciso saber que será necesario
usar la violencia, sin la cual por un lado no se obtiene la victoria sobre el
enemigo, y por otro no se garantiza la obediencia por parte de los propios comandados
en el nuevo orden. Quien actúa con violencia sabe que la reacción será del
mismo tipo, por lo cual es preciso coraje. Es comprensible por qué una tal descripción
de la vida política inspiró: un pensador como Gramsci, fascinado por la
idea de instituir un Estado de nuevo tipo que significara un nuevo comienzo en la
Historia de la humanidad.
Estar dispuesto a liderar y tener un poder militar para ello son los requisitos
de la victoria. Concluye Maquiavelo: “De este modo todos los profetas armados
vencieron y los desarmados fracasaron” (1973, p. 31). De acuerdo con Chisholm,
lo que caracteriza la acción de los cuatro modelos invocados por Maquiavelo es
el haber tenido la osadía de sobrepasar los límites de la ética común para fundar
un poder duradero. Por eso, sugiere Maquiavelo, luego retomado por Weber que,
la ética política debe ser comprendida como una ética especial, separada de la
moralidad común. Moisés necesitó desenvainar la espada y usarla para castigar a
sus propios seguidores que, contrariando sus indicaciones, continuaban adorando
al becerro de oro. “Sólo después de la masacre, que no puede ser considerada
simplemente como un castigo justo, debido a que los idólatras fueran diezmados
arbitrariamente, es que Moisés puede proclamar la Ley para su pueblo” (Chisholm,
1998: p. 72). En la misma línea de acciones moralmente condenables, Ciro
traicionó a su abuelo, Teseo llevó al padre al suicidio, y Rómulo cometió fratricidio.
Tales acciones “inmorales” hicieron que su poder fuera efectivamente
unificado, y que un orden público pudiera emerger.
¿Significa ello que Maquiavelo es un es un apólogo de la tiranía? ¿O que para
él los fines justifican los medios? No. El Príncipe, y más tarde los Discursos
sobre la Primera Década de Tito Livio (1979), muestran más bien que la libertad
política, el derecho de oponerse pacíficamente a quien está en el poder, en un contexto
de Estados nacionales, depende de un primer momento de no-libertad. Como
en la realidad humana la disputa por el poder es inevitable, para que una comunidad
sea libre es necesario que ésta cree una soberanía territorial frente a los
demás, partiendo del hecho que el dominio de una fuerza extranjera significa la
obediencia a designios heterónomos. Pero la creación de esa soberanía territorial
358
implica una unificación interna, es decir, la aceptación de una fuente única de poder
interno. La división del planeta en Estados distintos obliga a que cada territorio
acepte el dominio de un único poder local para poder quedar a salvo de los
otros. La ventaja de adoptar un poder local consiste precisamente en la posibilidad
de auto-gobierno. Es eso lo que el poder local tiene de superior en comparación
con el poder extranjero, de forma tal que la grandeza y la justificación de la
acción del Príncipe están en garantizar la libertad externa. Como veremos más
adelante, la libertad interna será a su vez resultado de la necesidad de mantener
el Estado: de ahí la opción por la forma republicana de gobierno.
Antes de proseguir, conviene abrir un paréntesis en la exposición. ¿Será que
la actual decadencia de los Estados apunta hacia una forma de gobierno universal
que puede prescindir del actuar del Príncipe alterando las leyes de la política
descubiertas por Maquiavelo? El futuro es incierto, pero en todo caso, en la medida
en que prevalezcan las condiciones observadas por Maquiavelo, la soberanía
sólo puede garantizarse si existe una unificación de las fuerzas de la comunidad
en torno de un, y solamente un, poder armado en determinado territorio. De
ahí la necesidad de que una facción se imponga por medio de las armas sobre las
otras. Weber muestra cómo ese proceso de unificación de la dominación ocurre
históricamente. Primero un grupo toma el poder y desarma a los rivales. Después
legitima su poder, y son las diversas formas de legitimación las que determinarán
históricamente el carácter de cada una de ellas.
Maquiavelo destaca que el no-reconocimiento claro de las tareas necesarias
para la construcción del Estado significa desde el principio encaminarse a su propia
ruina. Por eso, quien lee El Príncipe puede tener la impresión de que Maquiavelo
hace apología del uso de medios indiscriminados y arbitrarios para mantener
el poder. En realidad, Maquiavelo está buscando dilucidar las acciones necesarias
para obtener un bien más alto: la libertad política. No todo fin justifica
cualquier medio, pero la libertad (que no existe sin Estado) justifica el uso de la
violencia.
III. La opción republicana
Quien profundice en la obra de Maquiavelo podrá verificar que si bien la soberanía
territorial armada es condición necesaria para la libertad externa no se
sustenta sin libertad política interna, porque sólo ella lleva a los ciudadanos a actuar
con virtù, o sea, a colocar los intereses públicos por encima de los intereses
privados. Ysi no existe una ciudadanía virtuosa, la independencia externa no puede
mantenerse, toda una vez que nadie se aviene a luchar por ella. En el capítulo
24 del Libro II de los Discursos, Maquiavelo sostiene que la fuerza real de un Estado
es función de la participación popular, la cual a su vez sólo surge cuando hay
libertad de manifestación. En los Discursos, Maquiavelo toma partido claramen-
359
Maquiavelo y el liberalismo: la necesidad de la República*
La filosofía política moderna
te a favor de la forma republicana de gobierno, o sea, en contra de la tiranía. El
argumento aquí es el siguiente: Todo Estado tiende a corromperse y a debilitarse,
pero donde exista libertad, la decadencia puede demorarse, y la grandeza y felicidad
cívicas, ser más duraderas. Evitar la tiranía, que tiende a arruinar el Estado,
es entonces un asunto que, analizado en los Discursos, continúa de manera lógica
con los temas de El Príncipe. No hay contradicción entre ellos. El Príncipe
muestra el arte necesario para fundar un Estado. Los Discursos, el arte necesario
para mantenerlo. En el primer caso la libertad es la meta. En el segundo, la condición
indispensable.
Es interesante notar que los teóricos florentinos del Renacimiento, y Maquiavelo
en particular, tendían a enaltecer la experiencia republicana de la Roma antigua
en detrimento de la etapa monárquica e imperial de la historia romana. Ellos
creían que el auge de Roma se había dado durante la República, en la medida que
el Imperio había significado el comienzo de la decadencia. La razón que llevó a
los pensadores florentinos a defender la tesis mencionada es clara. Florencia era
una república, así como Venecia y otras ciudades del norte de Italia. No obstante,
aunque en la época de Maquiavelo Florencia estuviese pasando por otra forma de
gobierno (principado), había allí una larga tradición de pensamiento republicano
que se remontaba al siglo XI. En el contexto de la desorganización política del período
feudal, algunas ciudades italianas del norte habían logrado conquistar su independencia
tanto frente a los nobles rurales como al Sacro Imperio Romano-Germánico,
al cual formalmente pertenecían. Algunas veces aliadas al papado (Guelfos),
otras al Imperio (Gibelinos), habían desarrollado formas de gobierno republicanas
en plena Edad Media. Esas ciudades eran gobernadas con mayor o menor
participación popular y mayor o menor peso aristocrático, pero en ninguna de ellas
se había establecido monarquías. De ahí que hubieran desarrollado una ideología
republicana, de la cual Maquiavelo es la expresión más brillante.
Al proponer una salida republicana, Maquiavelo adhiere a una línea de pensamiento
que constituye una de las grandes vertientes del liberalismo. La posición
republicana de Maquiavelo tendrá influencia en el republicanismo americano,
la primera república continental de la historia. Pocock (1975) defiende la hipótesis
de que los padres fundadores de los Estados Unidos se decidieron a favor
de la República (que a partir de entonces se tornará una de las formas de gobierno
predominantes en el mundo, y particularmente influyente en América Latina)
porque conocían la tradición republicana florentina.
Conclusión
El tema de la libertad es tomado por Maquiavelo bajo la perspectiva de dos
asuntos entrelazados: por un lado cómo obtener la soberanía – en otras palabras,
fundar el Estado, lo cual sólo puede ser lograrse por las armas – y por otro cómo
360
es posible mantener al Estado alejado el mayor tiempo posible de la corrupción.
Para lograr el segundo objetivo es preciso adoptar la forma republicana de gobierno,
la única que permite evitar en el largo plazo la guerra civil o la tiranía, porque
en ella los ciudadanos desarrollan la virtù cívica. Los medios para preservar
la libertad interna son: dar representatividad a las clases principales, permitir que
una se oponga pacíficamente a otra, y aprovechar esos conflictos, aunque sea necesario
contenerlos en límites adecuados, para hacer que la virtud de los ciudadanos
se desarrolle. Sólo la República es capaz de ello, precisamente porque solo la
República es capaz de garantizar la libertad.
La República se diferencia de la Monarquía por ser un gobierno de más de
uno, pudiendo ser de muchos o de pocos (Aristocracia o Democracia), pero nunca
de uno. Ahora bien, ¿qué es la tiranía? La tiranía es el régimen en el cual uno
decide arbitrariamente y los demás se sujetan a esa decisión. Por oposición, la libertad
es el régimen en el cual la voluntad de quien esté al mando admite la oposición
pacífica de una o más fuerzas independientes. Ese derecho de oposición
garantiza que la voluntad de quien ejerce el poder deba tolerar la de quien no lo
está, ya sea para negociar, para ceder, o para convencer. En resumen, significa
que la voluntad de los poderosos tiene límites. Pero para que haya esa oposición
de fuerzas, es preciso que exista más de una fuerza: por ello el régimen no puede
ser monárquico, donde uno solo concentra todo el poder. Las fuerzas que gobiernan
la Aristocracia y la Democracia (los aristócratas y el pueblo) se pueden dividir,
pero el rey no se puede dividir porque es uno solo. Por ello, algunas versiones
del naciente liberalismo del siglo XVIII estarán asociadas al republicanismo.
Otras vertientes liberales serán inspiradas mayormente por Locke y Montesquieu,
orientándose hacia una monarquía constitucional. Tales corrientes arg u m e ntan
que para ser libre el gobierno tampoco puede ser democrático o aristocrático,
porque en esos casos la f u e n t e del poder también es una sola (la aristocracia del pueblo).
Como resultado, se postula que el Estado debe dividirse en diferentes poderes,
siendo el del rey apenas el poder ejecutivo. La combinación de estas dos ideas
- el valor de la República y la lucha entre las facciones, junto con la necesidad de
dividir el poder – orientará la constitución norteamericana de 1787, a su vez tomada
como modelo por los países de América Latina. Brasil ingresó tardíamente al
club, preservando durante casi todo el siglo XIX la forma monárquica de gobierno,
pero ahora navega desde hace más de un siglo en las aguas del republicanismo.
En la refundación que representó la independencia de los países americanos, la
adopción del modelo que podríamos llamar republicano-constitucional tuvo múltiples
consecuencias. Nuestros regímenes fueron desde el inicio diseñados para la libertad
-aunque ésta haya tardado tanto alcanzarse en América Latina- , y para el auto-
gobierno; tanto una como otro son postulados centrales del republicanismo.
El republicanismo tiene por su parte grandes exigencias para con la ciudadanía,
dado que para él la libertad no es tan sólo la libertad negativa mencionada
361
Maquiavelo y el liberalismo: la necesidad de la República*
La filosofía política moderna
por Sartori en la definición del liberalismo antes citada. El republicanismo equivale
a una forma de gobierno en la cual los ciudadanos se auto-gobiernan. La consecuencia
de esa manera de definir a una forma de gobierno es que ella requiere,
para realizarse, la participación del ciudadano en política, o más precisamente, en
la dirección del Estado (Bock et altri, 1990).
La disminución de la participación política, de antigua data en los Estados
Unidos y más reciente en las democracias latinoamericanas, pone de relieve en
los desafíos que nuestras repúblicas deben enfrentar. En este contexto, la recuperación
de aquellos autores renacentistas – sobre todo Maquiavelo - que hacen de
la República un ideal de auto-gobierno, puede ayudarnos a superar los importantes
obstáculos para la construcción de una democracia participativa en el continente.
Es probable que la noción de virtud cívica deba ser incorporada a la definición
de liberalism, si queremos de hecho preservar la libertad.
362
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Weber, Max 1993 Ciência e política, duas vocações (São Paulo: Cultrix).
363
Maquiavelo y el liberalismo: la necesidad de la República*

El contractualismo hobbesiano
(o de cómo para entender del derecho
es necesario pensar al revés)
c Inés M. Pousadela*
“El terror del estado de naturaleza empuja a los individuos, llenos de miedo,
a juntarse; su angustia llega al extremo; fulge de pronto la chispa de luz de la
ratio y ante nosotros surge súbitamente el nuevo dios”
(Schmitt, 1990: p. 30)
I. La ciencia política como ciencia deductiva
En la construcción del monumental edificio teórico que aparece plasmado,
en su forma más acabada, en el Leviatán, Thomas Hobbes despliega todas
sus habilidades con miras a obtener el controvertido título de “Galileo
de las Ciencias Sociales”. En efecto, Hobbes adopta como modelo para su
empresa el de la ciencia demostrativa, que tiene como puntos de partida axiomas
(verdades evidentes –o sea, verdaderas “en sí mismas”- captadas intuitivamente)
basados en definiciones, a partir de los cuales se demuestran otras proposiciones
llamadas teoremas.
¿Por qué adoptar el modelo de la geometría, e intentar hacer con las ciencias
sociales lo que Galileo lograra para la física? Pues porque la filosofía se encuentra
a menudo plagada de absurdos -“no puede haber nada tan absurdo que sea imposible
encontrarlo en los libros de los filósofos”- (Hobbes, 1992: p. 35) debido
a la falta de método, a la imprecisión del significado de las palabras y a la utilización
de términos sin ninguna referencia concreta. Y el error, que en otros campos
tan sólo obstaculiza el avance del conocimiento, tiene en este ámbito conse-
365
* Licenciada en Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales de Universidad de Buenos Aires (UBA), y docente
en el área de filosofía política de la mencionada institución.
La filosofía política moderna
cuencias espantosas. Cuando las palabras se vuelven “emotivas” y son utilizadas
para enunciar preferencias personales en lugar de hechos, todo orden se vuelve
imposible. Y si bien “todos los hombres, por naturaleza, razonan del mismo modo,
y lo hacen bien, cuando tienen buenos principios” (Hobbes, 1992: p. 36), en
el estado de naturaleza, en la situación de guerra civil, faltan esos “buenos principios”
–y por ello están también ausentes la propiedad, la industria, la agricultura,
el progreso, la ciencia. Para que ésta última (y, junto con ella, todo lo demás)
sea posible, es necesaria ante todo la unidad de definiciones. El objetivo que persigue
una ciencia de la política es la paz más que la “verdad” con mayúsculas. De
todos modos, la verdad será siempre convencional a los ojos de Hobbes, y además
–como dirá Edmund Burke mucho más tarde- ¿qué importa lo que pudiera
ser metafísicamente verdadero si es, a la vez, políticamente falso?
Entonces: el desafío consiste en instaurar un orden estable, si bien “nada de
lo que los hombres hacen puede ser inmortal, si tienen el uso de razón de que presumen,
sus Estados pueden ser asegurados, en definitiva, contra el peligro de perecer
por enfermedades internas” (Hobbes, 1992: p. 263). No existe un orden natural
en los asuntos humanos: el orden debe ser creado. El mismo hombre que inventa
la ciencia, la matemática, la filosofía, los valores e incluso la verdad, debe
encargarse de construir Estados destinados a durar. Si cuenta con el método correcto
-piensa Hobbes- es capaz de lograrlo. La política puede transformarse en
una ciencia demostrable por la misma razón por la que puede serlo la geometría:
somos nosotros los que creamos las figuras sobre las que razonamos; asimismo,
somos también nosotros quienes creamos los Estados. El punto de partida a la hora
de razonar sobre estas cuestiones no puede ser otro que el hecho ineludible de
la Modernidad: la existencia de individuos libres e iguales, portadores de derechos.
O sea, la convicción de que no hay obligación que no se derive de un acto
voluntario de quien la contrae.
Ahora bien, un sistema deductivo, una vez completados los axiomas que lo
ponen en movimiento, no agrega nada nuevo a lo que ya sabemos; sólo aclara relaciones
antes no percibidas. A diferencia de la inducción no agrega información
nueva, dado que las conclusiones están desde el primer momento contenidas en las
premisas, lo cual significa que nada puede agregarse desde fuera una vez echado
a andar el mecanismo: todo tiene que estar contenido en él desde un principio. En
este caso, ello quiere decir que nada puede agregarse al estado de naturaleza para
explicar el pasaje de éste al Estado, que debe ser d e d u c i d o de la descripción con
la que contamos, desde un principio, acerca del estado de naturaleza.
Pues bien, lo que según Hobbes resulta evidente para cualquiera (en otras palabras,
funciona como axioma) es la descripción del hombre, de sus pasiones y de
los mecanismos que lo mueven. El punto de partida es bien simple: se trata del
supuesto de que todos los motivos e impulsos humanos derivan de la atracción o
repulsión causadas por determinados estímulos externos. Toda conducta deriva
366
del principio de auto-conservación. Como puede apreciarse, el camino elegido
por Hobbes no es empírico, si bien hay ciertos hechos que contribuyen a poner
en evidencia la verdad indiscutible de los axiomas; véase por ejemplo la recomendación
del autor al lector de mirar a su alrededor y, con total honestidad, hacia
adentro de sí mismo, para de ese modo comprender qué es en definitiva el estado
de naturaleza. A continuación, de esos axiomas deduce Hobbes el derecho
natural y la configuración del estado de naturaleza. Del derecho natural deriva la
ley natural, y finalmente busca, a partir de allí, derivar el Estado.
II. De adelante hacia atrás: el orden de la exposición
¿Puede, como pretende Hobbes, deducirse el Estado a partir del estado de naturaleza?
Al final del capítulo XIII nuestro autor explica de qué modo sería posible
salir de aquel deplorable estado en que no habiendo propiedad, nociones compartidas
del bien, el mal, la justicia y la injusticia, ni oportunidad para la industria,
las artes y las ciencias, “la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida
y breve” (Hobbes, 1992: p. 103). La solución de Hobbes es extremadamente
sencilla: serían ciertas pasiones (básicamente, el temor a la muerte violenta a
manos de otro hombre, junto con el deseo de una vida confortable) de la mano de
la razón (a partir de la cual podrían conocerse las normas de paz, es decir, las leyes
de la naturaleza que hacen posible la convivencia) las que permitirían poner
fin a la guerra.
¿Es ello verdaderamente posible? Atengámonos a la descripción de la naturaleza
humana que el propio Hobbes proporciona en los capítulos precedentes, y,
en el mismo capítulo XIII del Leviatán, del estado de naturaleza en que se encontrarían
dichos seres, con su razón y sus pasiones a cuestas, en ausencia de un poder
común que los atemorizara a todos.
Razón y pasiones
¿Cómo es el hombre natural? Para empezar, sabemos que la naturaleza humana
se compone tanto de pasión como de razón. El hombre es una especie de
máquina de desear, y el objeto de su deseo constituye el bien, mientras que el objeto
de su aversión recibe el nombre de mal. Las pasiones son los movimientos
que impulsan a los hombres, y a su vez resultan de otros movimientos.
Ahora bien, ¿qué es lo específicamente humano en el hombre? En primer lugar,
el lenguaje (convencional y adquirido), que hace posible la ciencia y por lo
tanto la razón. Pero hay además una pasión que los hombres poseen y los animales
no, o éstos la poseen en un grado ínfimo en tanto que en los hombres es primordial:
la curiosidad -el “deseode saber por qué y cómo” (Hobbes, 1992: p. 45).
Gracias a ella, la existencia humana no se desarrolla en un espacio de deseos y
367
El contractualismo hobbesiano
La filosofía política moderna
satisfacciones inmediatos, sino en un mundo condicionado por la muy humana
ansiedad ante el aseguramiento de futuras satisfacciones. De ahí la constante búsqueda
de medios que conduzcan a esas satisfacciones y de medios que sirvan para
asegurar esos medios, o en otras palabras, el “perpetuo e incesante afán de poder,
que cesa solamente con la muerte” (Hobbes, 1992: p. 79).
¿Qué es el poder? Según Hobbes, es poder todo aquello que pueda utilizarse
como medio para conseguir un fin: dotes naturales, habilidades adquiridas con el
tiempo y la experiencia, bienes externos de todo tipo. “Cualquiera cualidad que
hace a un hombre amado o temido de otros, o la reputación de tal cualidad, es poder,
porque constituye un medio de tener la asistencia y servicio de varios” (Hobbes,
1992: p. 70).
Es importante recalcar que los hombres no sólo desean cosas, sino también
vanagloria (sentimiento de poder sobre otros hombres) y honor (reconocimiento
de su poder), virtudes aristocráticas en competencia con las burguesas virtudes
que apuntan al logro de la seguridad de la vida y los bienes. Se trata de un dato
importante porque, como lo apunta Zarka, constituyen, de entre las tres grandes
causas de discordia -competencia, desconfianza y gloria- la única verdaderamente
irracional (Zarka, 1987: p. 308-9; Strauss, 1963 : p. 18).
El estado de naturaleza
Una vez disecado el individuo y puestos en evidencia sus mecanismos internos,
es muy simple imaginar cómo sería el estado de naturaleza (por definición,
toda situación en que los hombres viven juntos en ausencia de un poder común
que imponga un orden que los contenga). Ya sabemos cómo es “el” hombre: ahora
lo colocamos junto a otros que son exactamente iguales a él y observamos cómo
se conducen unos respecto de otros.
En ese estado no existe límite alguno para el deseo, como así tampoco para
el derecho. Todos los hombres tienen derecho a todo, de donde se sigue que nadie
puede adquirir un derecho exclusivo a nada.
Los hombres -sostiene Hobbes- son iguales por naturaleza, tanto en fuerza
(dado que hasta el más débil es capaz de matar al más fuerte) como en facultades
mentales, puesto que por un lado la prudencia no es sino la experiencia, y por el
otro nada prueba mejor la distribución equitativa de los talentos que el hecho de
que cada uno está satisfecho con lo que le tocó. Y, lo que es aún más importante,
Hobbes afirma que aunque de hecho no fueran iguales, deberían ser tratados como
tales porque todos ellos así lo esperan. De ahí que esa sea la única forma de
establecer un orden: “los hombres que se consideran a sí mismos iguales no entran
en condiciones de paz sino cuando se les trata como tales” (Hobbes, 1992: p.
127). El horizonte de la “igualdad de condiciones” que tanto dará que hablar a
368
Alexis de Tocqueville, esa igualdad que no por imaginaria deja de tener efectos
bien reales, ya se ha convertido en referente de la legitimidad moderna.
De la igualdad en cuanto a las capacidades, continúa nuestro autor, se deriva
la igualdad de las esperanzas de alcanzar los fines propuestos. Si dos hombres desean
lo mismo y no pueden disfrutarlo ambos, se vuelven enemigos. En síntesis,
Hobbes identifica tres causas de discordia activas en el estado de naturaleza y
procedentes de la naturaleza humana: la competencia (por el beneficio), la desconfianza
(por la seguridad), y la gloria (por la reputación). Así, mientras no haya
un poder común que atemorice a los hombres, el estado de naturaleza será un
estado de guerra, real o potencial 1.
En un estado semejante las nociones de derecho e ilegalidad, justicia e injusticia
no son en absoluto pertinentes, ya que no constituyen otra cosa que cualidades
referidas al hombre en sociedad. Lo mismo se aplica al derecho de propiedad,
que es sustituido por la mera apropiación: cada uno “posee” aquello que puede
obtener, y sólo mientras pueda conservarlo. La conclusión es que en estado de naturaleza
nada puede ser injusto. La fuerza y el fraude se constituyen en las dos
virtudes cardinales. O sea: el estado de naturaleza es, ante todo, un caos de subjetividad.
En él cada uno puede utilizar libremente su razón para procurar sus propios
fines; cada uno es juez de lo que es o no racional. Según veremos luego, éste
se constituirá en un excelente argumento en contra del uso de la razón privada
como lo opuesto de la ley, que es la conciencia pública: así, el soberano contará
entre sus principales tareas las de controlar las doctrinas que se enseñan y predican
en sus dominios, impidiendo la difusión de “doctrinas sediciosas”. El lenguaje
es una creación humana, y el vocabulario político, como todas las palabras, comunica
significados arbitrarios. Pero se distingue de otros usos del lenguaje por
el hecho de que, en este caso, sólo puede haber significados comunes si existe un
poder capaz de imponerlos. Y lo fundamental aquí no es el contenido concreto
que asuma el significado compartido, sino el hecho mismo de que sea compartido:
importa mucho menos la verdad, acerca de la cual Hobbes se muestra escéptico,
que la certidumbre. Después de todo, se trata ni más ni menos que de un simple
dispositivo ordenado al logro de la paz y el orden, y opera del mismo modo
que un semáforo: poco importa si es el verde o el rojo el color que nos ordena detenernos,
siempre y cuando ese color signifique lo mismo para todos.
Ninguna pasión –ni tampoco los actos que de ella proceden- es pecado hasta
que una ley la prohibe: “los hombres no pueden conocer las leyes antes de que
sean hechas, ni puede hacerse una ley hasta que los hombres se pongan de acuerdo
con respecto a la persona que debe promulgarla” (Hobbes, 1992: p. 103). Desde
esta perspectiva, el soberano es ante todo quien actúa como “el Gran Definidor”
2, lo cual nos remite al problema del status de la ley natural.
Ahora bien, la ley natural no es (como sí lo será para John Locke) independiente
-y por lo tanto limitante- de las pasiones humanas. El derecho natural lo es
369
El contractualismo hobbesiano
La filosofía política moderna
menos aún: no es algo “objetivo” que se impondría a los hombres desde afuera (o
más bien “desde arriba” -el Cielo- o “desde adentro” -la Razón-) como una limitación
a sus acciones. El derecho de naturaleza tiene para Hobbes carácter facultativo,
a diferencia de la ley de naturaleza, que es “obligatoria”, y hace referencia
a la libertad entendida como “ausencia de impedimentos externos” que cada hombre
tiene de usar su propio poder como quiera con el fin de conservar su propia
vida. La ley fundamental de naturaleza, por el contrario, es una norma que prohibe
a un hombre hacer lo que puede destruir su vida o privarle de los medios de
conservarla, o bien omitir aquello mediante lo cual cree que su vida puede quedar
mejor protegida.
Pues bien, de esa ley fundamental se derivan otras, la primera de las cuales
establece la obligación de “buscar la paz y seguirla”, pero aclarando que de resultar
imposible obtenerla deben utilizarse todos los medios de la guerra. Dado que
lo que debe hacerse es tender a la paz, la segunda ley natural proporciona los medios
para lograrlo: “renunciar al derecho a todas las cosas y satisfacernos con la
misma libertad que concedamos a los demás respecto de nosotros”. Le siguen
otras leyes de naturaleza, tales como las que ordenan cumplir los pactos celebrados,
mostrar gratitud por los beneficios obtenidos de otros (de donde surgirían la
benevolencia y la confianza), el mutuo acomodo o complacencia, la facilidad para
perdonar (garantía del tiempo futuro), evitar la venganza, no manifestar odio o
desprecio por otros, no mostrarse orgulloso ni arrogante (y reconocer, en cambio,
a los demás como iguales), juzgar con equidad, aceptar el uso común de las cosas
que no pueden dividirse, etc. (Hobbes, 1992: cap. XV). Pero todas éstas,
“cuando no existe el temor a un determinado poder que motive su observancia”
son, según afirma Hobbes, “contrarias a nuestras pasiones naturales” (Hobbes,
1992: p. 137), es decir, sólo pueden ser efectivas cuando el actor se siente seguro
de seguirlas sin que ello redunde en su propio perjuicio. De donde se sigue la
necesidad de establecer condiciones en cuyo marco sea prudente obedecer las leyes
de naturaleza. Estas leyes sólo lo son en sentido estricto en el interior de un
Estado, cuando pueden ser impuestas, y su violación castigada, por el poder de la
espada. Pero en ese caso derivan su validez ya no de su carácter de leyes divinas
o racionales, sino del hecho de haber sido decretadas por el soberano.
En síntesis: todas las leyes son leyes civiles. Todas ellas, entonces, son válidas
por el simple hecho de haber sido decretadas por el soberano. Así, las costumbres
sólo son leyes si y cuando el soberano las ha aprobado (probablemente, consintiéndolas
implícitamente). Del mismo modo, el poder soberano de legislar no
está limitado por las leyes existentes: sólo está comprometido por su propia voluntad
de prolongar su vigencia. En otras palabras, al estar atado tan sólo a sí mismo,
no está limitado en modo alguno.
370
El imposible momento del contrato
Ahora bien, la idea original de Hobbes consiste en deducir al estado de naturaleza
de la descripción del hombre y de sus pasiones, y a continuación derivar el
estado a partir de ese estado de naturaleza. Pero lo único que se deduce del estado
de naturaleza tal como lo describe Hobbes es la necesidad de un estado; no su
posibilidad. En este sentido, el Estado jamás podría “surgir” del Estado de naturaleza.
De modo que Hobbes enfrenta el problema opuesto al de Locke en lo que
al momento contractual se refiere. En el caso del segundo, el problema está en la
dificultad implicada por la necesidad de la presencia de un “momento hobbesiano”
3. Parece claro cómo harían los hombres lockeanos para escapar al estado de
naturaleza, pero en principio no resulta evidente por qué habrían de hacerlo. En
el caso de Hobbes, las razones para salir de ese estado saltan a la vista; lo que no
parece tan claro es cómo, exactamente, sería posible huir de él.
¿Cómo debería concebirse ese misterioso momento en que, como lo resaltara
cínicamente Carl Schmitt, “fulge de pronto la chispa de luz de la ratio y ante
nosotros surge súbitamente el nuevo dios”? ¿Es posible, acaso, pensarlo como un
(inexplicable) “relevo” de las pasiones por parte de la razón? Precisamente así lo
expone, socarronamente, el propio Schmitt, con el objeto de poner en evidencia
el absurdo de semejante ocurrencia. De hecho, una versión tan grotescamente
simplificada de la teoría hobbesiana resulta insostenible incluso frente a la letra
del texto, por no hablar de su “espíritu”. Todo parece apuntar en dirección opuesta
a la idea de que en el estado de naturaleza predominarían las pasiones, mientras
que “luego”, de algún modo, se impondría la razón. Puesto que ambas están
presentes en el hombre que habita el estado de naturaleza, y en ese contexto la razón
no actúa en modo alguno como contrapeso o moderador de las pasiones, sino
más bien como la encargada de encontrar los mejores medios para satisfacer
sus apetitos.
Según Hobbes, sería la razón, actuando junto con ciertas pasiones –el temor
a la muerte violenta, el deseo de una vida confortable y la esperanza de alcanzarla
por medio del trabajo-, la que proporciona reglas de paz para la vida en común.
Se podría sugerir, como lo hace Berns, que “al comparar estas pasiones con las
tres grandes causas naturales de enemistad entre los hombres, vemos que el miedo
a la muerte y el deseo de comodidad se encuentran presentes tanto entre las inclinaciones
a la paz como entre las causas de enemistad; la vanidad o el deseo de
gloria está ausente del primer grupo. Así pues, la tarea de la razón [consistiría] en
inventar medios de redirigir y de intensificar el temor a la muerte y el deseo de
comodidad, de tal manera que se sobrepongan los efectos destructivos del deseo
de gloria u orgullo” (Berns, 1996: pp. 381-2; Strauss, 1963). El mecanismo de salida
del estado de naturaleza queda localizado en el juego de las pasiones: la clave
estaría en que una de ellas, conducente a la paz (el temor), se sobrepondría a
otra, conducente a la discordia (la vanidad). Sería entonces el temor (que apare-
371
El contractualismo hobbesiano
La filosofía política moderna
ce aquí sobreestimado, según creo, en su capacidad para conducir a la paz) el encargado
de sustituir a la razón en su papel de domadora de las pasiones dañinas.
Crear un orden estable es, precisamente, doblegar a la naturaleza humana. El
modelo hobbesiano (a diferencia del aristotélico, por ejemplo 4) se compone de
dos momentos opuestos (y no de una serie de momentos sucesivos, incrementales),
y el contrato es el pasaje de un momento a su exacto contrario. Semejante
pasaje, claro está, no puede ser más que producto de un artificio.
III. De atrás para delante: el orden de la argumentación y
el argumento del orden
Volvamos a nuestro problema: quien podría actuar como garante del contrato
–y que por cierto es condición indispensable para que se produzca, ya que
“[l]os pactos que no descansan en la espada no son más que palabras, sin fuerza
para proteger al hombre” (Hobbes, 1992: p. 137)- no es sino su producto. En el
estado de naturaleza no son posibles pactos, contratos o promesas de ninguna clase,
pues la fuerza para que los compromisos sean respetados se reduce al miedo
de los hombres a quienes se perjudica, y este temor es insuficiente, porque en ese
estado “la desigualdad del poder no se discierne sino en la eventualidad de la lucha”
(Hobbes, 1992: p. 116). De modo que, afirma Hobbes, todo lo que pueden
hacer los hombres en estado de naturaleza es inducir al otro a jurar por el Dios
que temen, pero semejante juramento nada puede añadir a la obligación.
La ausencia de un garante es, en efecto, el defecto mayúsculo del estado de
naturaleza, y el pacto se realiza, precisamente, con el objeto de crearlo. En otras
palabras, y parafraseando a Rousseau, sería necesario que el efecto pudiera volverse
causa para que los hombres pudieran hacer, antes del Estado, y con el objeto
de constituirlo, lo que sólo pueden hacer bajo un Estado ya constituido. Pero
el efecto no puede volverse causa, mal que le pese a nuestro atribulado autor.
En esas condiciones, no hay contrato posible.
En otras palabras, ¿habría que rescatar la teorización hobbesiana del Estado
exigiendo su fundamentación sobre otras bases, no contractualistas? Esto implicaría
suponer que la teoría hobbesiana seguiría siendo la misma sin su ingrediente
contractualista, el cual no sería entonces más que un complemento contingente
que no modificaría su sustancia. Sin embargo, la idea de contrato tiene un papel
fundamental en esta teoría. Pero probablemente, para comprender en qué sentido
ello es así, sea necesario “pensar al revés”, lo que en este caso significa ‘leer
de atrás para adelante’.
Efectivamente, la teoría hobbesiana no nos ofrece un relato de los orígenes
del Estado sino más bien una base para la fundamentación de su autoridad sobe-
372
rana. Así, el estado de naturaleza no es otra cosa que la reconstrucción imaginaria
(lo cual no significa, en absoluto, carente de relevancia empírica) de la amenaza
omnipresente que se cierne sobre las sociedades humanas. Los hombres han
vivido y viven bajo diversas formas de órdenes políticos más o menos defectuosos,
más o menos inestables. El estado de naturaleza es la situación que amenaza
con retornar cuando esos órdenes colapsan, muchas veces a causa del supremo
mal de la desobediencia.
Para ver de qué modo razona Hobbes en este punto, detengámonos en su descripción
de las diversas formas de alcanzar el poder soberano. En principio, dice
nuestro autor, habría dos mecanismos para obtener el poder: la fuerza natural (que
funda las relaciones entre padre e hijo y entre vencedor y vencido), de donde surge
el Estado por adquisición, y los acuerdos mutuos, de donde surgiría el Estado
por institución. Ahora bien, esta dicotomía es engañosa. El temor no es el elemento
diferencial entre ambos “modelos”, ya que en ambos casos está presente, como
temor al conquistador o como temor mutuo entre hombres libres e iguales. El
temor está siempre presente en los asuntos humanos. Finalmente, el estado hobbesiano
no es otra cosa que “la respuesta del miedo organizado al miedo desencadenado”
(Bobbio, 1995: p. 91). Así, el temor resulta compatible con la libertad:
“Generalmente todos los actos que los hombres realizan en los Estados, por te -
mor a la ley, son actos cuyos agentes tenían libertad para dejar de hacerlos” (Hobbes,
1992: p. 172). Por otra parte, necesidad y libertad no son incompatibles: to -
das las acciones de los hombres proceden de su voluntad, y por lo tanto de su libertad
(Hobbes, 1992: cap. XXI). “Los pactos estipulados por temor, en la condición
de mera naturaleza, son obligatorios” (Hobbes, 1992: p. 114). El consentimiento
sigue siendo libre aunque sea forzado; no es invalidado por el hecho de
que la alternativa sea la muerte. Por el contrario, la radicalidad de la alternativa
sólo vuelve más y más racional al acto de consentir.
En definitiva, cada una de esas formas de dominio puede reducirse a la otra,
y de ambas formas de dominio se deducen los mismos derechos de la soberanía
(Hobbes, 1992: cap. XX). La soberanía por institución es una hipótesis necesaria,
aunque más no sea porque elude el problema de la regresión al infinito. Como
afirma Goldsmith, ella precede lógicamente a la soberanía por adquisición porque
responde a la pregunta: “¿cómo tiene derecho el líder de este ejército conquistador
a gobernar su propio ejército? Si la respuesta fuera “por derecho de
conquista”, se estaría partiendo de la desigualdad natural, hipótesis que Hobbes
descarta desde el inicio. Por otra parte, la soberanía por institución es el “modelo”,
puesto que pone al consentimiento en primer plano 5. Sin embargo, ello no
impide que cada una sea un caso especial de la otra: “al someterse al conquistador,
los hombres autorizan e instituyen como soberano al poder que los amenaza;
al instituir un soberano, los hombres crean un poder suficiente para mantenerlos
supeditados, una autoconquista” (Goldsmith, 1988: pp. 163-4).
373
El contractualismo hobbesiano
La filosofía política moderna
Ultimo paso. A la inversa de la tradición que entendía al poder político como
una prolongación del dominio paternal, Hobbes va a describir al poder del padre
(o, más bien, de la madre) sobre el hijo por analogía con el poder político. Así,
sostendrá que ese poder no se justifica “por generación” sino que se adquiere por
consentimiento de los hijos, quienes deben obedecer a quien los ha protegido y
podría no haberlo hecho, “porque siendo la conservación de la vida el fin por el
cual un hombre se hace súbdito de otro, cada hombre se supone que promete obediencia
al que tiene poder para protegerlo o aniquilarlo” (Hobbes, 1992: p. 164).
Y el consentimiento del hijo, como el del súbdito, puede ser o bien “expreso” o
“declarado por otros argumentos suficientes” (Hobbes, 1992: p. 163).
Ahora bien, toda renuncia o transferencia de derechos es motivada, voluntaria.
Como todos los actos voluntarios, su objetivo es proporcionar algún bien al
renunciante. De donde se sigue que el “derecho básico de autopreservación” es
indelegable e intransferible. Por eso, “[u]n pacto de no defenderme a mí mismo
con la fuerza contra la fuerza, es siempre nulo”; “[p]or la misma razón, es inválido
un pacto para acusarse a sí mismo, sin garantía de perdón” (Hobbes, 1992:
pp. 114-5). Lo que no puede cederse voluntariamente no es la vida misma, sino
el derecho, por ejemplo, a resistir a quien lo ataca para quitarle la vida.
Lo que se instaura con el contrato es la relación de protección y obediencia.
“La obligación de los súbditos con respecto al soberano no dura ni más ni menos
que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para protegerlos”(Hobbes,
1992: p. 180), porque el fin de la obediencia es la protección, y los hombres
no renuncian al derecho natural de defenderse a sí mismos. El súbdito queda librado
de la obediencia sólo si cae prisionero de otro soberano; si el soberano renuncia
al gobierno en su nombre y el de sus herederos; si es desterrado; o si su
soberano se constituye en súbdito de otro. Pero sólo en esos casos, y en ningún
otro, porque la soberanía es absoluta. En este punto, los argumentos de Hobbes
se suman y se refuerzan. Quien tiene derecho al fin tiene derecho a los medios.
Frente al soberano no hay reclamo que valga, ya que de éste no puede suponerse
que haya pactado, por dos razones: en primer lugar, él no existe en el momento
del pacto; en segundo lugar, si él debiera responder ante los súbditos entonces
no sería el “tercero imparcial” que se supone que es, de modo que haría falta colocar
entre las partes en conflicto a un tercero, que si debiera rendir cuentas entonces
no sería tal, y así sucesivamente, precipitándonos en una regresión al infinito.
Finalmente, a partir de los pactos mutuos que constituyen el Estado, cada
uno acepta reconocerse como autor de todos y cada uno de los actos del soberano.
En síntesis, el deber de obediencia es absoluto.
Pero el Estado tiene una función que cumplir; fue instituido con un objeto
bien definido: “asegurar la paz y defensa común” por medio de la utilización de
“la fortaleza y medios de todos, como lo juzgue oportuno” (Hobbes, 1992: p.
141). O más adelante: “procurar la seguridad del pueblo” (Hobbes, 1992: p. 275).
374
¿Puede entonces criticarse al gobierno por no estar cumpliendo correctamente su
función? La respuesta es un no rotundo, sencillamente porque si existe, y por el
mero hecho de su presencia, está cumpliendo la tarea que le fuera encomendada.
Su función es preservar la paz y el orden, es decir, impedirnos caer en ese estado
donde la paz y el orden no son posibles. El sentido del establecimiento de esta relación
de protección-obediencia reside en que el consentimiento será siempre implícito,
inferido de esa relación, tal como decía Hobbes en referencia a la relación
padre-hijo, que en este sentido se constituye en el modelo más transparente: “cada
hombre se supone que promete obediencia al que tiene poder para protegerlo
o aniquilarlo” (Hobbes, 1992: p. 165; el énfasis es nuestro).
Así, el soberano no tiene ninguna obligación respecto de los súbditos: en primer
lugar, no está sometido a las leyes civiles. Justamente, la idea de que el soberano
está sujeto a las leyes que él mismo promulga es considerada por nuestro
autor como una “opinión repugnante a la naturaleza de un Estado” (Hobbes,
1992: p. 265). Semejante afirmación no significa, en última instancia, que el soberano
está “sujeto al Estado, es decir, al representante soberano, que es él mismo;
lo cual no es sujeción, sino libertad de las leyes”. Pero lo grave de esta venenosa
doctrina sediciosa reside en que, puesto que “coloca las leyes por encima
del soberano, sitúa también sobre él un juez, y un poder para castigarlo; ello equivale
a hacer un nuevo soberano, y por la misma razón un tercero, para castigar al
segundo, y así sucesivamente, sin tregua, hasta la confusión y disolución del Estado”
(Hobbes, 1992: p. 266). Sin embargo, en la misma frase arriba citada acerca
de la seguridad del pueblo Hobbes afirma también que el soberano está obligado
a cumplir con su misión “por la ley de naturaleza, así como a rendir cuenta
a Dios, autor de esta ley, y a nadie sino a él” (Hobbes, 1992: p. 275). Ahora bien,
¿qué significaría decir que el soberano está subordinado a las leyes naturales?
Después de todo, ellas se caracterizan por la ausencia de contenidos sustantivos.
En cuanto a la ley fundamental de naturaleza (la ley de auto-preservación), sólo
implicaría que el soberano está obligado a conservarse a sí mismo. Si no lo hace,
no hay nadie que pueda castigarlo. Como castigo bastará con las consecuencias
naturales y lógicas de sus acciones: su propia disolución. En lo que se refiere a
las restantes leyes naturales, aquéllas que necesitan de la existencia de un juez común
para adquirir validez y a las cuales hemos calificado de “código de conducta
para la vida civilizada”, no se aplican al soberano, que permanece en condición
de naturaleza, del mismo modo en que tampoco eran aplicables al común de los
mortales en ese estado.
Como afirmábamos más arriba, la tragedia del estado de naturaleza residía en
la ausencia de significados compartidos (en esa clave puede interpretarse la diferencia
con el estado de naturaleza lockeano). De ahí la importancia de que la ley
civil funcione como conciencia pública.
375
El contractualismo hobbesiano
La filosofía política moderna
El derecho se identifica con la moral, y la sociedad sólo tiene una voz y una
voluntad: las del soberano que la constituye en sociedad. En efecto, puesto que la
sociedad es producto de un acuerdo entre individuos que sólo tienen en común el
haber adoptado cada uno la misma decisión de unirse en sociedad erigiendo un
poder soberano, y dado que la sociedad y el soberano se crean en un mismo acto,
aquélla sólo existe en virtud de la existencia de éste, y sólo puede actuar a través
de él. En el marco de esta teoría, toda distinción entre sociedad y Estado es
un error de graves consecuencias: a menos que a la cabeza del Estado haya una
voluntad con fuerza suficiente para imponerse, ya no hay sociedad sino una multitud
acéfala y desorientada.
IV. Conclusión: modernidad y contrato
Resulta asombrosa la forma en que Hobbes ensambla este monumental edificio
cimentado sobre la relación de protección-obediencia a partir del reconocimiento
pleno del desafío político que presenta la Modernidad: construir un orden
estable, puramente terreno, contando por todo material con individuos libres e
iguales, portadores de derechos naturales, pre-sociales, pre-cooperativos. En este
sentido, el individualismo de Hobbes es, curiosamente, aún más radical que el de
Locke. Y, en ambos casos, el poder del Estado y la autoridad del derecho se justifican
únicamente porque contribuyen a la seguridad de los individuos. La única
base racional de la obediencia y respeto a la autoridad es la presunción de que
ellos darán por resultado una mayor ventaja individual que sus contrarias: la anarquía,
la guerra civil, el estado de naturaleza. La sociedad y el Estado son un mero
medio (el más eficaz) para la consecución de los egoístas fines individuales.
Es cierto que no podemos otorgar a Hobbes el título de “padre del liberalismo”,
pese a las suspicacias de Schmitt al respecto. Dicho reconocimiento corresponde en
buena ley a su compatriota John Locke, para el desarrollo de cuya obra, sin embargo,
era necesario que alguien -Thomas Hobbes, en este caso- encarara una tarea lógica
y cronológicamente anterior, puesto que el empeño por establecer un poder,
cualquiera sea, es necesariamente previo a la tarea de reducirlo a sus justos límites.
El pensamiento de Hobbes está repleto de vericuetos y perplejidades. Ante
todo, su teoría concluirá en la legitimidad de todo orden existente. Ahora bien, se
supone que si existe algún motivo por el cual nos interesa pensar acerca de la legitimidad,
el mismo ha de residir en nuestra creencia en que debe haber algún criterio
para distinguir entre poderes legítimos y poderes ilegítimos. Sin embargo,
Hobbes logra aunar la afirmación de que, siendo los hombres libres e iguales, el
único orden legítimo y estable es el que se impone con su consentimiento, con la
afirmación de que ni la ley natural ni mucho menos el contrato constituyen tal criterio
de discriminación entre lo legítimo y lo ilegítimo. Respecto de las formas de
gobierno, por ejemplo, Hobbes defiende explícita y enérgicamente la idea de que
376
sólo existen tres - monarquía, aristocracia y democracia 6-, y de que todas ellas
son igualmente legítimas. Cualesquiera otras denominaciones, tales como tiranía
u oligarquía, es decir, las clásicamente conocidas como formas “desviadas” o
“corrompidas”, se refieren a esas mismas tres formas mal interpretadas (es decir,
calificadas de ese modo por aquellos a quienes disgustan). Y la diferencia entre
las únicas tres formas de gobierno existentes no reside en un diferencial de poder,
sino en su mayor o menor aptitud para producir la paz y la seguridad. En ese sentido
Hobbes considera que la monarquía exhibe algunas “evidentes” ventajas,
aunque también reconoce que padece de algunos inconvenientes que le son intrínsecos,
tal como el problema de la sucesión.
Pero, sin embargo, Hobbes ejecuta su magnífico número de prestidigitación
reservando un lugar de privilegio para la noción de contrato, que, como hemos
adelantado, no es un elemento del que su teoría pudiera fácilmente prescindir, en
tanto constitutivo del carácter plenamente moderno de su pensamiento.
En efecto, podemos junto con Jacques Bidet definir a la modernidad por la
presencia de una metaestructura contractual que determina que toda relación no
contractual, es decir, no fundada sobre el consentimiento, haya perdido su legitimidad.
La relación moderna por excelencia sería, así, una relación de legitimidad-
dominación, puesto que incluso la dominación y la explotación se encuentran
basadas en la igualdad y la libertad. En este sentido el “contrato social” se define
por una cláusula única, la cual establece que las relaciones entre individuos serán
exclusivamente contractuales, excluyendo cualquier forma de ejercicio arbitrario
de una voluntad sobre otra. Por supuesto -recalca Bidet- este contrato afirma también
‘lo otro’ del contrato: el establecimiento de una soberanía, del legítimo poder
de coaccionar a aquellos que pretendan escapar a ese orden contractual.
En este sentido, Hobbes es para Bidet el mayor exponente de un contractualismo
central radical, y a la vez el autor que constituye sotto voce el orden libe -
ral, puesto que funda la necesidad de un poder central en el simple hecho de que
sin él no podría esperarse que los contratantes se mostrasen dispuestos a respetar
sus compromisos. Sin Estado no serían posibles las relaciones contractuales interindividuales
y asociativas: ni la sociedad ni el mercado.
En síntesis, el punto de partida de Hobbes es que el orden no es natural ni está
garantizado, sino que el hombre, abandonado a su suerte por los poderes supraterrenos,
debe procurárselo por sus propios medios. Y si, por añadidura y tal como
lo muestra la experiencia, ya no existe el hombre sino los hombres, siempre
ya individuados, diferentes pero libres e iguales por naturaleza, el único modo de
que ese orden pueda aspirar a la estabilidad es que no sea impuesto sino resultante
del mutuo consentimiento. La jugarreta de Hobbes se muestra allí donde se hace
evidente que ese consentimiento, siempre tácito, inferido, implícito, simplemente
se deduce de la existencia misma del orden. Es allí, precisamente, donde
la legitimidad se disuelve en facticidad.
377
El contractualismo hobbesiano
La filosofía política moderna
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Notas
1. Se denomina estado de guerra a aquel en que, aunque momentáneamente
los hombres no se maten unos a otros, no existen garantías para que la paz
pudiera durar; en otras palabras, su naturaleza consiste en la “disposición manifiesta
a ella [la guerra] durante todo el tiempo en que no hay seguridad de
lo contrario” (Hobbes, 1992: p. 102). Resulta interesante la forma en que, en
la concepción hobbesiana, el estado de naturaleza sobrevive como trasfondo
permanente aun cuando existen la sociedad y el Estado que es su garante: así
lo demuestra el comportamiento de los mismísimos hombres civilizados que
viven bajo estados y se encuentran sujetos a sus leyes.
2. La expresión es de S. Wolin, 1973: p. 278.
3. Con esta expresión se refiere Pierre Manent a un momento teórico que debe
estar presente en toda doctrina que hable del pasaje del estado de naturaleza
al estado social, “puesto que sólo un estado de guerra insoportable, un
mal intolerable puede explicar que los hombres se hayan puesto de acuerdo
para abandonar un estado en el que, en principio, florecían sus derechos”
(Manent, 1990: p. 114).
4. Véase la comparación entre ambos modelos en Bobbio y Bovero, 1986:
pp. 56-68.
5. José Luis Galimidi (1991a), por su parte, hace hincapié en las diferencias
más que en la unidad sustancial de las dos formas de soberanía, a la vez que
resalta su carácter complementario (Galimidi, 1991b).
6. La llamada “monarquía limitada” no tiene real existencia, puesto que si el
poder del rey estuviera limitado éste no sería superior a quienes tienen el poder
de limitarlo, y por lo tanto no sería soberano. En ese caso la soberanía no
residiría en el rey sino en la asamblea que lo limita, tratándose de una democracia
o de una aristocracia, pero en modo alguno de una monarquía.
379
El contractualismo hobbesiano

Pactos y Política
El modelo lockeano y
el ocultamiento del conflicto
c Sergio Morresi*
“No es raro encontrarse con ladrones que predican contra el robo
para que los demás no les hagan la competencia”
Miguel de Unamuno
La historia de nuestro país es pródiga en ejemplos de convenios sociales,
desde los pactos de San Nicolás de los Arroyos y el Cuadrilátero hasta el
fallido Gran Acuerdo Nacional, desde el Tratado del Pilar hasta el célebre
abrazo entre Perón y Balbín. Sin embargo, en la Argentina actual, hablar de
‘pacto’suele retrotraer al lector —casi de manera inevitable— al documento suscrito
en los noventa por Menem y Alfonsín.
Antes de que se firmara el Pacto de Olivos —1993—, la política era ‘tema de
discusión’: la reelección o no reelección de Menem, el modelo sí o el modelo no
eran cuestiones candentes que importaban a todos y que, a contracorriente, recentralizaban
debates que habían estado prolijamente archivados. Luego del acuerdo,
la política apenas sobrevivió unos meses. Así, el de Olivos, como tantos otros
pactos, no supuso el punto culminante de lo político, sino por el contrario, el final
del conflicto, el cierre oclusivo de la política.
381
* Licenciado en Ciencia Política (FSOC—UBA) y maestrando en la misma especialidad (FFLCHFLP—USP). Docente
de las materias Teoría Política y Social Moderna (FSOC—UBA) y Las Aventuras del Marxismo Occidental
(FSOC—UBA).
La filosofía política moderna
1. ¿Por qué volver al iusnaturalismo?
No son pocas las aproximaciones analíticas que ponen al pacto como una institución
privilegiada del campo político. Sin embargo, de entre todos los corpus
teóricos que podrían ser traídos a colación, nos parece interesante rescatar al de
Locke. ¿Por qué Locke y no más bien Hobbes? La teoría hobbesiana trae aparejadas
innovaciones que pueden considerarse como el punto de quiebre con el
‘modelo aristotélico’ y, así, la verdadera piedra fundamental del contractualismo
moderno. Entre esas novedades se encuentra el pactum unionis, aquél que resume
en una sola intervención la asociación de los individuos aislados y su sujeción
a un tercero (Bobbio, 1986, p. 95). A partir de esta tesis sería posible trazar una
línea divisoria no sólo entre Hobbes y los pensadores del contractualismo clásico,
sino también entre Hobbes y los que, como John Locke, parecen sostener que
hay dos pactos, uno que conforma la comunidad, y otro que pone a la misma bajo
un gobierno civil 1.
La idea que acabamos de presentar tiene un corolario de gran significancia:
si el segundo pacto (el de sujeción) no es necesario sino opcional, cabe la posibilidad
de no realizarlo o, llegado el caso, de deshacerlo cuando se lo crea oportuno.
Esta pareciera ser la visión de, por ejemplo, Hannah Arendt, quien contrapone
el modelo ‘vertical’de Hobbes al ‘horizontal’ de Locke, distinguiéndose éste
por su introducción de “una alianza entre todos los miembros individuales quienes
contratan para gobernarse tras haberse ligado entre sí” (Arendt, 1999: p. 94).
De este modo, la decisión de someterse a un gobierno aparece como un acto emprendido
libre y racionalmente. En contra de esta postura, la hipótesis que quisiéramos
defender aquí es que no hay en la teoría lockeana lugar para dos pactos independientes.
A pesar de que la discusión acerca de si Locke nos propone uno o dos pactos
puede parecer una cuestión banal, que interesa solamente a los estudiosos del iusnaturalismo
o a los neocontractualistas (ambas especies en franco retroceso), la
problemática es axial. ¿Aqué se debe esta centralidad? Para comenzar, el corpus
teórico de Locke es el que servirá de sustrato a la doctrina liberal decimonónica;
dilucidar si ese basamento contempla una comunidad que se auto-organiza o más
bien una que se auto-sujeta 2 puede ser esencial. Por otra parte, aunque en ciertos
ámbitos académicos (Rinesi, 1996: p. 18; Negri, 1994: cap. V, 3) es moneda corriente
el considerar que es justamente el pacto de tipo hobbesiano el que termina
con la política en lugar de darle origen, el caso de Locke, lo dijimos ya, aparece
difuso a primera vista. La pregunta es entonces: ¿importa a Locke resguardar
un espacio de debate político, o el ámbito que queda salvado es más bien una
esfera de reglamentación que posibilita el bienestar de los individuos ‘incluidos’
mediante la contención de aquellos que quedaron afuera?
382
En el acápite siguiente tratamos el pactum unionis hobbesiano, comentamos
algunas de las interpretaciones habituales con respecto a Locke y adelantamos
nuestra posición. Luego damos los argumentos que creemos pertinentes para sostener
nuestra tesis. Acontinuación, hacemos una recapitulación y arriesgamos las
primeras conclusiones. Más adelante retomamos los interrogantes que planteamos
al comienzo, ampliando el alcance de nuestras tesis. Por último volvemos sobre
la cuestión política argentina para aplicar las conceptualizaciones vertidas a
lo largo del trabajo.
2. De qué hablamos cuando hablamos de pactar
La idea de un Contrato Social no es precisamente moderna. Pertenece a la
teoría clásica —de matriz escolástica y raigambre aristotélica— que propugnaba
la formación del poder soberano como el resultado de un pacto entre un cuerpo
(populus) y un Otro (autoritas) que se transformaba en la cabeza. La existencia
de este cuerpo ‘natural’está originada en el instinto gregario, y es un producto de
la suma de núcleos, cada uno de los cuales se da una dirección de un modo propio.
Así, las familias obedecen al padre, la aldea al jefe, la ciudad a su magistrado,
etcétera (Bobbio, 1986: pp. 56-68). A contraluz, el aporte de los iusnaturalistas
de los siglos XVII y XVIII puede notarse con claridad: quienes se unen y se
obligan no son los miembros de un pueblo sino una multitud, individuos más o
menos aislados que resuelven (o se ven obligados a) salir del Estado de Naturaleza,
que es presocial y/o prepolítico. En este sentido, no bastará el pactum su -
biectionis, se requerirá también de un pactum societatis.
Tenemos entonces un pacto que da lugar a un populus (pasaje de la serie al
conjunto) y otro que da paso a una autoritas (pasaje del conjunto a la ordenación).
Así expuestos, estos dos tránsitos parecen realizables en forma independiente: en
primer lugar los individuos forman un cuerpo, y luego éste por medio de otro convenio
da origen a un Estado/Gobierno (Bobbio, 1995: p. 52). Esto nos habilitaría
a postular una sociedad sin gobierno, un Estado sin jerarquías que se autogobierna.
Más adelante argumentaremos en contra de esta idea.
Hasta Pufendorf inclusive los pactos son claramente dos (Bobbio, 1986: pp.
88-90 ), pero Hobbes viene a cambiar radicalmente las cosas con el pactum unio -
nis, un pacto de nuevo tipo que reúne en un solo acto jurídico lo que antes eran
dos cosas distintas: los hombres se asocian y se sujetan a la vez.
“[…] un precepto o regla natural de la razón, en virtud de la cual cada hombre
debe esforzarse por la paz mientras tiene la esperanza de lograrla; y cuando
no puede obtenerla debe buscar y utilizar todas las ventajas de la guerra.
[...] De esta ley fundamental… se deriva una segunda ley: que uno acceda si
los demás lo hacen y mientras se considere necesario para la paz y defensa
383
Pactos y Política. El modelo lockeano y el ocultamiento del conflicto
La filosofía política moderna
de sí mismo, a renunciar a este derecho a todas las cosas y a satisfacerse con
la misma libertad [v.g. del Derecho de Naturaleza], frente a los demás hombres,
que les sea concedida a los demás con respecto a él mismo…” (Hobbes,
1985: p. 140).
“El único camino para erigir semejante poder común […] [el poder soberano]
es conferir todos su poder a un hombre o a una asamblea de hombres…
que represente toda su personalidad y que cada uno considere como propio y
se reconozca a sí mismo como autor de cualquiera cosa que haga o promueva
quien representa su persona…Esto... es la unidad real… como si cada uno
dijera a todos: autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi
derecho de gobernarme a mí mismo con la condición de que vosotros transferiréis
a él vuestro derecho y autorizaréis todos sus actos de la misma manera.
Hecho esto, la multitud así unida en una persona se denomina Estado…”
(Ib, pp. 179-180).
Los hombres, que en el Estado de Naturaleza viven embrutecidos y temiéndose
constantemente (Hobbes: 1985, pp. 134-137), pactan entre sí la cesión de todos
sus derechos (salvo el de su vida) a un tercero que no pacta y que se convierte
en el depositario de los mismos y en el representante de la comunidad constituida
por su propia existencia. Gracias a la formulación hobbeseana, lo que se obtiene
es la conformación de un soberano indivisible, pues el soberano es una sola
persona jurídica aunque puede ser una persona colectiva (Ib., p. 188), irrefrenable
porque el representante no pacta y al quedar en Estado de naturaleza está
por sobre los pactantes (Ib., pp. 181-185 y 325), e irrevocable, ya que el pacto de
unión supone la sumisión de los individuos en favor de aquel o aquellos que se
tornan en representantes (Ib. p. 184).
Las tesis de Locke son claramente distintas a las recién esbozadas, pero las
diferencias no obedecen de hecho a que en el Leviatán figure un pacto y en el Se -
cond Treatise puedan rastrearse dos. Varios pensadores, como Macintyre (1970:
pp. 155-159) y Bobbio (1986: pp. 91-92), acuerdan en que la teoría lockeana admite
sólo un pacto político propiamente dicho, que da lugar al Gobierno Civil
(Civil Government) y así al cuerpo social organizado como tal. Antes de eso, lo
que hay es una pluralidad de ‘sociedades’(servil, familiar, conyugal, comercial...)
que corren peligro, pues cuando se desencadena la guerra en el Estado de Naturaleza
el conflicto no cesa hasta la institución del Gobierno.
Por otra parte, desde el marxismo, C. B. McPherson ha establecido otra corriente
de lectura, según la cual habría dos pactos: uno que establece la sociedad
—burguesa— (con el surgimiento del dinero) y otro que establece el gobierno
(con la aparición del juez supra-partes). De acuerdo con este hoy ya clásico abordaje,
lo que hace la teoría lockeana es fosilizar la primera convención, la de darle
al oro el papel de medio de intercambio general, ubicándola en el Estado de
Naturaleza y asignándole así una primacía lógica y temporal a la vez. De este mo-
384
do, arguye McPherson, Locke posiciona a la sociedad de propietarios (el mercado)
con antelación a y por encima de cualquier gobierno (McPherson, pp. 181-
182; Bidet, pp. 31-39).
Nuestro objetivo es mostrar que en Locke hay un solo pacto propiamente dicho.
Pero esto no implica un acuerdo con la visión liberal demócrata de Bobbio,
la conservadora de Macintyre, la libertaria de Nozick (1991: pp. 62 y 179) o la liberal
de Goldwin (1996, p. 212). Estos autores, a quienes podríamos reunir bajo
el lato rótulo de centroderecha, tienen razón en el diagnóstico, pero no extraen del
mismo algunas de las conclusiones que el mismo puede implicar. Hay en ellos
una gran honestidad intelectual para analizar pero, a la vez, una todavía mayor
miopía para dar un paso más allá. Así, quisiéramos entrar en la discusión partiendo
del análisis liberal, y llegando a conclusiones marxistas que nos alejen de una
visión ingenua (o malintencionada) según la cual tanto el mercado como el gobierno
aparecen de forma natural y racional a la vez.
Entendemos que es un error considerar que haya dos pactos y que uno tenga
prioridad sobre el otro. Propiedad y Gobierno son, hasta cierto punto, conceptos
simbióticos: la propiedad requiere ser garantizada por un orden político y el orden
político se instituye para proteger la propiedad 3. Si, como propone McPher -
son (1970, pp. 172-182), damos a la propiedad una primacía absoluta, nos encontraríamos
en un problema: en el afán de resguardar las posesiones, las pondríamos
en riesgo, porque lo único que las protege es la salida del Estado de Naturaleza
que las justifica. En síntesis: hay un único acuerdo, el cual da lugar a la sociedad
política bajo un Gobierno y tiene como objetivo velar por la salvaguardia
de las instituciones naturales (v. g.: la propiedad). En el punto siguiente trataremos
de sumar elementos para esta hipótesis basándonos en el mismo Locke.
3. Cuatro estadios y un solo pacto
Antes de emprender un breve pero inevitable recorrido a través de algunas de
las definiciones conceptuales y de los puntos nodales de los argumentos lockeanos,
es necesario tener en cuenta cuál es el objetivo hacia el que se eleva el andamiaje
teórico del autor del Second Treatise: la seguridad. En pocas palabras, lo
que preocupa a Locke es obtener una teoría que justifique un Gobierno tal que,
de entrar en crisis, no desencadene una situación explosiva que ponga en cuestión
las bases de la sociedad civil/natural sobre las que se sustenta todo gobierno moderno,
es decir, el derecho de propiedad.
Casi un siglo más tarde, Jean-Jacques Rousseau dirá que “... en plena guerra,
un príncipe [gobierno] justo se apodera, en país enemigo, de toda la propiedad
pública, pero respeta la persona y los bienes de los particulares, respeta los derechos
sobre los que están fundados los suyos propios” (Rousseau, 1998: p. 51). Es-
385
Pactos y Política. El modelo lockeano y el ocultamiento del conflicto
La filosofía política moderna
ta frase del ginebrino 4 es una excelente muestra del espíritu por el cual se guía y
hacia el cual se dirige Locke, para quien la preservación de la propiedad es a la
vez fundamento y objeto, raison d’être y meta, revés y trama.
La infraestructura que va a montar Locke para cumplir con sus propósitos no posee
la claridad expositiva ni el rigor matemático de Hobbes, pero aún así la arg u m e ntación
es atractiva y sugerente. Partiendo del interrogante sobre el origen de los gobiernos
y habiendo respondido que los mismos no pueden haber nacido de algo distinto al
concurso de los hombres, Locke se pregunta cómo puede haber sucedido esto (Locke,
1990: §§1/3). La historia empieza por el principio, el Estado de Naturaleza.
Para Locke, el Estado de Naturaleza es “de perfecta libertad” (Ib. §4). No
obstante, no es un estado “de licencia” (Ib.: §6). El suponer la posibilidad del libertinaje
en el Estado de Naturaleza implica que ya está presente la moralidad.
Según el autor, todos los hombres son iguales en su racionalidad, en el sentido de
que tienen la capacidad de leer la Ley Natural (Ib.: §§ 4 y 6) y así distinguir lo
justo de lo injusto y lo bueno de lo malo. En esto Locke contrasta claramente con
Hobbes, quien sostiene que los hombres son seres de pasión y de razón, que muchas
veces la primera se impone a la segunda, y que entonces —pero este ‘entonces’es
ab ovo— todos luchan contra todos (Hobbes, 1985: pp. 134-138). El planteo
lockeano nos lleva, por oposición, a pensar en una situación pacífica, casi bucólica,
normada únicamente por las leyes racionales que son accesibles a todos
los hombres de ‘buena voluntad’. Así, el Estado de Naturaleza es un Estado de
Paz prima facie. Sin embargo, el hecho de que todos los hombres tengan acceso
a la Ley de la Naturaleza hace que se conviertan en intérpretes de la misma, que
juzguen sus propias causas y se vuelvan verdugos de sus sentencias (Locke,
1990: §§ 8/11). Locke nos dice que “... aquellos que carecen de una autoridad común
a la que apelar —me refiero a una autoridad en este mundo— continúan en
estado de naturaleza” (Ib.: 87). Y esto es, se verá, sumamente peligroso.
En contraposición al de Naturaleza, el Estado de Guerra es de conflicto, de
lucha, de brutalidad y decadencia (Ib.: §§16 y ss.). Es interesante resaltar que es
el uso ilegítimo de la fuerza lo que provoca el pasaje de uno a otro estadio: (Ib.:
§17). Más interesante aún es notar que al Estado de Guerra se puede llegar tanto
desde el Estado de Naturaleza cuanto desde una Comunidad con Gobierno Civil
(Ib.: §17). Pero no nos adelantemos tanto aún. Dijimos recién que las únicas leyes
vigentes en el Estado de Naturaleza son las de la razón. Estas nos mandan a
velar por la propiedad en sentido amplio: salvaguardar vida, salud, libertad y bienes,
en primer lugar de uno mismo, pero, de igual forma y en la medida de lo posible,
de toda la ‘humanidad’(Ib: §6). Quien no respeta la vida, salud, libertad o
bienes de un hombre cualquiera, no sólo ofende a ese particular sino también a
todo el género humano. Como todos los seres racionales están bajo la Ley Natural
5, es obligación castigar a quien viola la norma, ayudando al deshonrado en su
búsqueda de reparación o, incluso, tomando su lugar como castigadores.
386
Resumiendo: el Estado de Naturaleza es aquél en el que los hombres gozan
de su derechos naturales en forma directa y están sólo obligados a la Ley de la
Razón. En palabras del autor: “Propiamente hablando, el Estado de naturaleza es
aquél en el que los hombres viven juntos conforme a la razón, sin un poder terrenal,
común y superior a todos, con autoridad para juzgarlos... ” (Locke, 1990:
§19). Este estadio es originalmente de Paz, pero como todos son jueces y ejecutores
de sus propias causas —incluso, de todas las causas— es muy factible que
alguien use la fuerza injustamente (en una medida mayor a la necesaria, por ejemplo).
“... la fuerza, o una intención declarada de usar la fuerza sobre la persona de
otro individuo allí donde no hay un poder superior y común al que recurrir
para encontrar en él alivio, es el estado de guerra... La falta de un juez común
que posea autoridad pone a todos los hombres en estado de naturaleza; la
fuerza que se ejerce sin derecho y que atenta contra la persona de un individuo
produce un estado de guerra, tanto en los lugares donde hay un juez común
como en los que no lo hay” (Ib: §19).
“Pero cuando la fuerza deja de ejercerse, cesa el estado de guerra entre quienes
viven en sociedad... Más allí donde no hay lugar a apelaciones... por falta
de leyes positivas y de jueces autorizados a quienes apelar, el estado de
guerra continua una vez que empieza...” (Ib.: §20).
Para impedir la llegada del Estado de Guerra, terminar con él o evitar su permanencia,
los hombres se asocian en un Estado (Commonwealth) 6 y se ponen —
en un mismo acto, esa es la hipótesis— bajo un Gobierno Civil.
“Veo al Estado como una sociedad de hombres constituida con el solo objeto
de procurar, preservar y hacer avanzar sus propios intereses civiles. Llamo
intereses civiles a la vida, la libertad, la salud y la salud física, así como a las
posesiones externas, tales como dinero, tierras y bienes muebles e inmuebles”
(Locke, 1689: p. 2, la traducción es nuestra).
Esta cita es sintética y reveladora: resume en pocas palabras cuál es el objeto
de la institución de una Commonwealth (el cuidado y la prosecución de los intereses
civiles) y aclara que ésta es sólo uno de los tipos de sociedades posibles.
De hecho, cuando defina a la Iglesia, Locke dirá que es una asociación libre y voluntaria
(como el Estado) con objetivos y medios bien diferentes (Ib: p. 14). Del
mismo modo, cuando se ocupe de tratar sobre la familia (Locke, 1990: cap. 6 y
§77), expresará que ésta es una natural society, con lo que queda claro que si todo
Estado es una asociación, no toda asociación es una Commonwealth. Concretamente,
el poder político propio de la Commonwealth es definido por Locke en
los siguientes términos:
“Considero pues que el poder político es el derecho de dictar leyes bajo pena
de muerte y, en consecuencia, bajo penas menos graves, a fin de regular y
387
Pactos y Política. El modelo lockeano y el ocultamiento del conflicto
La filosofía política moderna
preservar la propiedad y ampliar la fuerza de la comunidad (community) en
la ejecución de dichas leyes y en la defensa del Estado (Commonwealth)
frente a injurias extranjeras. Y todo ello con la única intención de lograr el
bien público” (Ib: §3).
A este Estado se llega por medio del acuerdo de los individuos racionales en
Estado de Naturaleza, los que a su vez pueden formar parte de otras societies no
políticas, ya que se da por sobreentendido que en el Estado de Naturaleza hay
pactos expresos o no (Ib.: §§14, 47 y 50). Así pues, los hombres ceden a la comunidad
sus derechos naturales a interpretar la Ley de Naturaleza, a juzgar y a
castigar de acuerdo con ella. De este modo, la Commonwealth, por intermedio de
un Gobierno Civil, puede actuar como un tercero suprapartes que se encarga de
perseguir el objetivo de la Ley de Naturaleza: proteger la propiedad.
“Al nacer el hombre... no sólo tiene por naturaleza el poder de proteger su
propiedad... sino también el de juzgar y castigar los infringimientos de la ley
[natural]... y en el grado que la ofensa merezca... Ahora bien, como no hay ni
puede subsistir sociedad política alguna sin tener en sí misma el poder de proteger
la propiedad, y a fin de lograrlo, el de castigar las ofensas de los miembros
de dicha sociedad, única y exclusivamente podrá haber sociedad política
allí donde cada uno de sus miembros haya renunciado a su poder natural
y lo haya entregado en manos de la comunidad... Aquellos que están unidos
en un cuerpo y tienen una establecida ley común y una judicatura a la que
apelar... forman entre sí una sociedad civil...” (Ib: §87).
“Así lo que origina y de hecho constituye una sociedad política cualquiera no
es otra cosa que el consentimiento de una pluralidad de hombres que aceptan
la regla de la mayoría y que acuerdan unirse e incorporarse a dicha sociedad.
Eso es, y solamente eso, lo que puede dar origen a los gobiernos legales del
mundo” (Ib: §99, itálicas nuestras).
Recapitulando lo expuesto, se distinguen en el modelo lockeano los siguientes
cuatro estadios:
1. El Estado de Naturaleza: se caracteriza por la vigencia de la Ley Natural
(que manda a proteger la propiedad en sentido amplio) como única norma, y
por la ausencia de un juez suprapartes que dirima y sancione en razón de la
misma.
2. El Estado de Guerra: se inicia por el uso injusto de la fuerza y se auto-define.
3. El Estado de Paz: se auto-define y se caracteriza por ser aquél en el que no
hay un uso injusto de la fuerza.
4. El Estado, Sociedad Política o Commonwealth: se caracteriza por la presencia
de un juez supra-partes con el poder de hacer cumplir sus sentencias,
388
que interpreta la Ley Natural, positivizándola y transformándola así en Ley
Civil.
Hemos presentado dos pares opuestos (1-4 y 2-3). Como vimos, tanto 2. como
3. son estadios posibles dentro de 1. y de 4. Es decir: podemos tener un Estado
de Naturaleza pacífico o belicoso, y lo mismo sucede con la Commonwealth.
Así pues, la de Locke no es una concepción triádica (Naturaleza—Sociedad Civil—
Estado) sino una bi-binaria, en la que no hay espacio para una estación intermedia
entre la condición de mera naturaleza (ausencia de Gobierno) y la propia de
l a C o m m o n w e a l t h. Sólo la cesión de los derechos de juzgar y castigar da lugar a un
Estado con Gobierno. Cualquier convenio anterior carece de entidad a este respecto,
pues “… no todo pacto pone fin al estado de naturaleza entre los hombres, sino
solamente el que los hace establecer el acuerdo mutuo de entrar en una comunidad
y formar un cuerpo político. Hay otras promesas y convenios que los hombres pueden
hacer entre sí, sin dejar por ello el estado de naturaleza” (Ib: §14).
4. La fuerza de las cosas
Quienes defienden la tesis de que hay en Locke dos pactos, uno que da lugar
a la Society y otro que da origen al Government, tienen en su favor palabras del
mismo Locke, quien en ocasiones da por sentada esta idea, como por ejemplo
cuando afirma que es necesario “... distinguir primero entre la disolución de la sociedad
y la disolución del gobierno” (Ib.: §212). Pese a ello, convencidos de que
la pura exegética carece de sentido, quisiéramos dar nuestro acuerdo a Goldwin,
cuando afirma que:
“Locke hace una distinción entre sociedad política y gobierno, mas no pretende
que la sociedad política pueda existir sin gobierno… Los hombres se
unen en una sociedad política con el fin de gobernar según una ley establecida,
y tal procedimiento sólo puede lograrse con el establecimiento de un poder
legislativo y un poder ejecutivo, que son justo los términos en que Locke
expresa el acto de crear un gobierno… Sociedad política y gobierno sólo
pueden separarse en la mente, pero no tienen una existencia independiente:
la sociedad política precisa del gobierno” (Goldwin, 1996: p. 475).
La Sociedad lockeana es una sociedad libre y voluntaria de individuos, de
acuerdo, pero es una asociación que siempre, salvo en circunstancias extraordinarias,
se pone a sí misma bajo un Gobierno 7, un ente sin el cual no puede sobrevivir
como tal y en cuya ausencia no se podrían proteger las instituciones ‘naturales’presentadas
por Locke. En efecto, “... la sociedad nunca puede... perder su
nativo y original derecho a autogobernarse, lo cual sólo puede hacerse median -
te el establecimiento de un poder legislativo...” (Locke, 1970: §220, itálicas
nuestras). Más aún:
389
Pactos y Política. El modelo lockeano y el ocultamiento del conflicto
La filosofía política moderna
“La constitución del poder legislativo es el primero y fundamental acto de la
sociedad y mediante este acto se asegura la continuidad de la unión de sus
miembros bajo la dirección de ciertas personas y de lo que manden las leyes
que han sido hechas por los legisladores con el consentimiento del pueblo y
por encargo suyo” (Ib: §212).
Así pues, la libertad de la Commonwealth lockeana es una libertad que, como
el resto de las libertades del mundo mercantil, se auto-cancela en su misma
formación y por su mismo objetivo. En el régimen capitalista de producción, el
trabajador es libre de vender su fuerza de trabajo y justamente por ello ve cancelada
su Libertad 8. Con la libertad propia del liberalismo sucede algo similar. Sólo
gracias a la posibilidad que tienen los individuos que la integran de gobernarse
a sí mismos, es que pueden enajenarse de su capacidad de autonomía. Ya que
los hombres eligen “libremente” su sumisión a un gobierno, pasamos de forma
natural a la dominación del hombre por el hombre. La centroizquierda pugna, aún
hoy en día, por un ‘verdadero gobierno democrático’. Los liberales y los conservadores
contestan, con razón, que ya existe uno. Efectivamente, tenemos (parafraseando
la Crítica al Programa de Gotha) un ‘gobierno del gobierno del pueblo’,
un gobierno que se pone por arriba de quienes pretenden autogobernarse.
Locke afirma que “... la comunidad es siempre el poder supremo; mas no es
así mientras se halle bajo un gobierno, pues dicho poder del pueblo no puede tener
lugar hasta que el gobierno sea disuelto” (Ib: §149). La consigna del autor debe
ser captada en su doble -y sólo en apariencia paradójico- sentido. Por un lado,
la sociedad civil/natural debe ser protegida, su preservación es prioritaria; por el
otro, la conservación de las natural societies solamente es factible al subordinarlas
a un Civil Government que se erija en rector y que juzgue incluso acerca de
las prioridades y los medios para llevar su tarea a buen puerto. Locke llega a afirmar
que un Gobierno está autorizado, por su naturaleza y siempre que sea en beneficio
del Estado, a convertir el robo en un acto inocente (Locke: 1999: p. 38).
¿Por qué razón el adalid de la libertad individual pone al gobierno por encima
del ‘pueblo’ y de la propiedad? Sencillo: porque lo necesita. Pero además,
porque este pueblo tiene la libertad natural de resistir a (no de rebelarse contra) 9
aquel Gobierno que se oponga a la Ley Natural, pues el poder de los individuos
no ha sido simplemente cedido, sino entregado con la condición de ser utilizado
para el ‘bien común’de los ciudadanos.
“... el poder que cada individuo dio a la sociedad cuando entró en ella nunca
puede revertir de nuevo a los individuos mientras la sociedad [política] permanezca...
Asimismo, cuando la sociedad ha depositado el poder en una asamblea
de hombres... ese poder legislativo tampoco podrá revertir de nuevo al pueblo
mientras el gobierno permanezca... mas si el pueblo ha establecido límites... si
aquellos que están en posesión de la autoridad pierden ese poder por causa de
sus abusos, entonces el poder revierte a la sociedad...” (Locke, 1990: §243).
390
Aquellos que pueden resistir la rebelión del Gobierno son los ciudadanos de
pleno derecho, los que han cumplido con el mandato divino de cultivar la tierra
y por lo tanto se han vuelto propietarios y pactantes. Son ellos los que deciden
cuál es el momento de aplicar la fuerza justa contra la injusta. (Ib: §§ 235 y 240)
Sin embargo, “El pueblo no está tan predispuesto a salir de sus viejas formas de
gobierno... Es muy difícil convencerlo de que tiene que corregir los errores declarados
que tienen lugar dentro del régimen al que está acostumbrado” (Ib, §223);
“...siempre está más dispuesto a sufrir que a luchar por sus derechos, no hace nada
por sublevarse. No le mueven los ejemplos particulares de opresión o injusticia
que haya visto aquí o allá...” (Ib, §230).
¿Por qué actúan con esta desidia los ciudadanos? Porque saben que sus propiedades
—los objetos que los convierten en sujetos de derechos (Lukács, 1985:
pp. 147-150)— dependen de la persistencia del Gobierno Civil como institución,
de la obstrucción de la política en tanto conflicto (Grüner, 1997: pp. 31-38). Así,
por la ‘fuerza de las cosas’ que parecen haber cobrado vida propia (Marx, 1994:
p. 89), la idea de un único pacto toma sentido.
Conviene aquí explayarnos un poco más sobre lo dicho para evitar malentendidos
o confusiones. Lo que venimos afirmando no es que no puedan rastrearse dos
pactos en el Segundo Tratado sobre el Gobierno Civil, sino que en sentido político
sólo puede hablarse de un pacto que puede dividirse analíticamente en dos pasos que
no pueden darse de forma independiente o aislada, pues en cuanto se crea la propiedad,
se funda un gobierno para velar por ella. Ahora bien, esta unicidad no impide
que a posteriori un gobierno rebelde (injusto, que abusa de su poder) pueda caer a
manos de los ciudadanos, sin que ello implique la abolición de las reglas del juego.
Como ya señalamos, el objetivo de Locke era la creación de un sistema tal
que la institución gubernativa —y la propiedad, para cuya salvaguarda se instauraba—
pudiese mantenerse a pesar de una crisis particular: esto es, si se desplomara
un gobierno, no se llegaría necesariamente al replanteo de las condiciones
que le dieron origen. En la concepción lockeana, el Poder Constituido puede mutar
en su conformación, puede gobernar un parlamento más amplio o más restringido,
pero el Poder Constituyente nunca regresa para hacer trastabillar el orden o
para sumergir a todos en una lucha sin cuartel.
Locke aborrece el Estado de Guerra porque en él el resultado es incierto. Sabiendo
que todo cuerpo formado por un número discreto de elementos se rige por
la ley de la mayoría (Locke, 1990: §95), nada es tan peligroso como el conflicto,
ya que éste podría desencadenar el enfrentamiento liso y llano entre los poseedores
y los desposeídos. Siendo más, los pobres —las bestias, los que no han seguido
el mandato divino de trabajar la tierra y hacerse con bienes— pueden ganar
la batalla. En concreto, ¿a qué teme Locke? A que los ‘verdaderos niveladores’
10 se salgan con la suya y lo despojen de lo que, por el mito del trabajo primigenio
11, le corresponde a él y a su clase.
391
Pactos y Política. El modelo lockeano y el ocultamiento del conflicto
La filosofía política moderna
5. Humano, demasiado humano
Hasta aquí intentamos presentar una lectura del modelo lockeano de acuerdo
con la cual hay un solo pacto propiamente dicho. Este pacto puede ser dividido
en dos momentos analíticos, pero carece de ‘realidad’si no es mediante la unión
de los dos pasos. Asimismo, vimos algunas de las consecuencias teóricas y políticas
que tiene esta interpretación. Ahora, podemos regresar al interrogante que
nos planteamos al principio y arriesgar algunas apreciaciones más.
En el punto 1. nos preguntábamos si la teoría lockeana del contrato social resguardaba
un espacio para el debate y la confrontación o si el ámbito ‘político’que
quedaba salvado en ella era más bien una esfera de reglamentación para la protección
de los propietarios. Creemos que ya contamos con el material necesario
para contestar a esta cuestión.
El contrato lockeano puede, como acabamos de decir, ser diseccionado en
dos fragmentos, pero ninguno de ellos tiene existencia independiente más que en
un nivel abstracto, y es por eso que en nuestra opinión no cabe hablar de dos pactos.
La primera parte del pacto es la que funda la propiedad, y con ella se establece
una diferenciación entre los hombres que son poseedores (y por ende racionales)
y aquellos que no lo son. El primer grupo de individuos es el que constituye
la Commonwealth, pero para que ésta persista se necesita un gobierno que proteja
a sus miembros de los excluidos y de las desaveniencias internas que podrían
poner en peligro a todo el conjunto. Este gobierno, claro, es la segunda sección
del contrato.
Ahora bien, para que el gobierno pueda cumplir con su cometido, el conflicto
en tanto tal debe ser, si no erradicado, ya que esto es imposible en términos absolutos,
encausado y controlado. Pero lo más interesante es que para poder llegar
a su fin el gobierno no necesita ni debe recurrir a la violencia en forma regular,
sino sólo de modo coyuntural. En efecto, siendo que se instituyó para terminar
con el uso injusto de la fuerza, el Poder Legislativo (órgano supremo del gobierno)
debe hacer el menor uso posible de la represión. ¿Cómo logra esto? Por medio
del contrato que le da vida y que, al mismo tiempo, gatilla un mecanismo de
borrado de huellas que oculta el enfrentamiento y posibilita transformar la heteronomía
en una dominación aceptada, que genera ese espíritu de rebaño al que
hacía referencia Nietzsche.
Mientras que la política trata, en gran parte, de luchas entre necesidades o intereses
opuestos, la idea del pacto parece ocuparse de la concordancia, del acuerdo
pacífico. Sin embargo, la firma del convenio no implica la negación superadora
del conflicto. Lejos de eso, lo que hace es reificar el triunfo coyuntural de uno
de los bandos en pugna e iniciar un proceso de renegación (ver infra), por el cual
el perdedor/pactante internaliza la sujeción como si fuese su decisión.
392
Creemos, junto con Grüner (1997, pp. 31-33), que la violencia es un factor
constitutivo, aunque no el único, del Orden Político (que no es lo mismo que ‘lo
político’). El acto violento es el origen de la Ley y su condición fundacional y
persistente, en el sentido de que, en el momento de la fundación de la Ley (y entonces
del Estado), la violencia se le incorpora, haciéndola su exclusivo ámbito
legítimo. Esto es bien claro en un pensador como Hobbes, pero no tanto en Locke,
quien realiza un proceso de ocultamiento, de ‘difuminación del rastro’, privilegiando
las nociones de consenso y representatividad, a las que vuelve fundantes
en lugar de fundadas.
La violencia, piedra basal del estado moderno, requiere el olvido del ciudadano
para que el pacto lógica e históricamente posterior aparezca como singular y legítimo
fundador. Este mismo escamoteo del rol del conflicto es parte constitutiva
de la violencia, porque ésta aparece como recurso extraordinario y extemporáneo,
siendo, en la práctica, omnipresente. Solamente así es posible comprender el Estado
que hoy nos domina, no con terror, sino mediante una operación de obliteración
de la memoria: la ‘renegación’. Este concepto proveniente de la psicología
alude a un proceso inconsciente, en este caso de la sociedad, que obtura las percepciones
y los recuerdos... ‘ya lo sé, pero aún así’ ( G r ü n e r, 1996: pp. 39-49).
Veamos ahora de qué modo se aplica en Locke lo que acabamos de exponer.
De acuerdo con el autor inglés, el gobierno se origina en el hecho de que los
hombres no pueden vivir juntos de forma apacible sin la existencia de leyes, y por
tanto de un gobierno que los proteja de la violencia injusta. Dado semejante origen
del gobierno, es lógico que la seguridad misma sea la vara con la cual medir
el alcance de las normas y dividir lo que el magistrado puede hacer con justicia
de lo que no (Locke, 1999: pp. 23-4).
En este punto surge la pregunta sobre qué acciones, opiniones y doctrinas son
aceptables y qué es lo que el Príncipe debe hacer con aquéllas que considere peligrosas
de acuerdo al baremo estipulado, es decir, la seguridad de la Common -
wealth y consecuentemente la supervivencia del Government (Ib., pp. 33 - 38).
En palabras de Locke:
“El legislador no tiene competencia alguna acerca de las virtudes y los vicios
morales y no debería obligar a que se cumplan los deberes de la segunda tabla,
excepto en la medida en que éstos sirvan para lograr el bien y la preservación
de la humanidad bajo gobierno” (Ib.: p. 36, itálicas nuestras).
La recomendación de Locke a los Gobiernos en general y a la Inglaterra de
su tiempo en particular es no usar la violencia más que en casos puntuales y extremos,
cuando parezca no haber otra salida, y aún entonces buscar siempre una
alternativa (Ib., pp. 41-2).
393
Pactos y Política. El modelo lockeano y el ocultamiento del conflicto
La filosofía política moderna
¿Por qué? ¿Por qué no destruir simplemente a los sectarios que se oponen a
la propiedad y a los valores imperantes? ¿Por qué no emplear la violencia contra
los diggers y los grupos como ellos? ¿Por qué la compulsión es el peor de los medios
para imponer el orden (Ib.: pp. 42 - 52)? Pues porque sería arriesgado convertir
al territorio en una galera (Ib.: p. 51) La esclavitud no es más que un estado
de guerra continuado (Locke, 1990: §24) y en cualquier momento la relación
de fuerzas puede cambiar, sobre todo porque los perseguidos tienden a unirse entre
sí y se hacen más fuertes cuando más se los ataca (Locke, 1999: pp. 53-4). Entonces,
para evitarle riesgos a la Commonwealth es más prudente no usar la fuerza,
aunque se trate de una fuerza justa. En primer lugar porque sería necesario
usar mucha y de manera constante, pero también porque:
“...las gentes así divididas en distintas facciones serán mejor controladas si se
practica con ellas la tolerancia; pues al sentir que no podrán ser mejor tratadas
bajo un sistema diferente... no apoyarán a otro Gobierno que no saben si
las tratará tan bien” (Ib.: 54).
Pero si no se los puede suprimir con el uso del terror, ¿por qué no obligarlos a
subordinarse reprimiéndolos? ¿Por qué no tener a raya a aquellos que por su irracionalidad
no están de acuerdo con las almas nobles que guían la Comunidad? Esto es
un poco más complejo. Dice Locke: “...el bienestar del Reino, que consiste en riquezas
1 2 y poder... se consiguen... con [el] número y el trabajo de sus súbditos”. Excluir
a los opositores acarrearía la pobreza del reino. Entonces, no hay que eliminar a los
pobres que quieren más de lo que les corresponde, hay que integrarlos:
“...es necesario que los fanáticos sean de utilidad y asistencia y que permanezcan
leales al gobierno para que éste se vea así protegido contra disturbios
domésticos e invasiones extranjeras; lo cual sólo puede lograrse haciendo
que los espíritus de los fanáticos se conviertan a la fe que nosotros profesamos,
o, si esto no es posible, que abandonen su animosidad y se hagan amigos
del Estado” (Ib.: p. 49).
¿Cómo se logra la inclusión de los excluidos? ¿Cómo es posible que los opositores
se transformen en participantes activos del Estado que los domina mediante
un Gobierno del que ellos no participan? Mediante el pacto y el proceso de renegación
al que hicimos referencia más arriba. Es de este manera, repetimos, que
se puede concluir que el pacto lockeano no origina la política, que se da por finalizada
o puesta en pausa, sino la administración, que es de lo que se ocupa al cabo
el Civil Government lockeano para que los ganadores/incluidos/propietarios
disfrutan del botín obtenido 13.
394
6. Ganadores y perdedores
Antes de finalizar, retornemos un momento al comienzo del artículo y al Pacto
de Olivos. La firma del acuerdo entre los dos ex-mandatarios fue, en su momento,
duramente criticada por algunos sectores y ensalzada por otros, por razones
diversas en ambos casos. Entre quienes opinaron favorablemente, se destacaron
ciertos analistas que interpretaron el acto como un síntoma de “madurez” cívica.
En varios editoriales de diarios, revistas, radios y canales de televisión se
mostró a las claras que en la Argentina existen ciertos estratos sociales que se
sienten particularmente atraídos por la idea de un pacto de unión, una comunión
de intereses “que saque el país adelante”. De hecho, no son pocos los políticos
que, en consonancia con esa postura, proclaman a los cuatro vientos, y siempre
en los momentos en los que la fase agónica de la política está en auge, que ha llegado
el momento de la calma y que es necesario llegar a un acuerdo… “De eso
se trata la política”, dicen, “lo otro es puro electoralismo, politiquería barata”.
Los acuerdos políticos aparecen con el supuesto objeto de acabar con la lucha,
pero sólo pueden ser efectivos cuando el conflicto está evidentemente terminado,
cuando es obvio que ya hay un ganador... Cuando Alfonsín pactó con Menem lo
hizo porque la oposición a la reelección ya había fracasado1 4 y lo único que restaba
era internalizar la derrota, incluyéndose así en un nuevo mapa político.
Si uno se atiene a las palabras de los contratantes, pareciera que los convenios políticos
son siempre juegos de suma positiva, de mutua conveniencia. Aunque cabría estudiar
caso por caso, no hay muchas razones para que sea así. Más bien hay arg u m e ntos
para creer lo contrario, para pensar que los ganadores aseguran su posición de poder
y los perdedores aceptan su lugar subordinado porque no les queda otro remedio.
¿Por qué, entonces, quienes pactan pretenden demostrar las múltiples ventajas de
su accionar? Porque el contrato, al mismo tiempo que termina con el conflicto, transforma
la sujeción en auto-sujeción. Como bien vio Locke, al incluir a los perdedores
dentro del sistema no sólo se evitan los riesgos de continuar la batalla, sino que se asegura
la colaboración o la anuencia de aquellos que podrían ponerlo todo en peligro.
Platón dividía a la política en dos fases: la agonal y la arquitectónica. Quienes
comulgan con la idea de los pactos como instituciones fundamentales de lo
político parecen olvidar que para llegar a construir, siempre es necesario destruir
primero, que la faz agonal es —al menos en el mundo que conocemos— inevitable.
El modelo social imperante en la Argentina de hoy no está construido ex ni -
hilo, sino sobre miles y miles de muertos, desaparecidos, exiliados, empobrecidos
y desempleados. El pacto de hoy es la derrota de ayer. Al ocultar el conflicto,
lo que esconde el pacto es su origen mismo, su razón de ser. Pero no sólo eso,
pues tiene como efecto sucedáneo una suerte de plusproducto político: la legitimación
de un resultado particular a través de su universalización 15 y así la transformación
del dominio en alienación.
395
Pactos y Política. El modelo lockeano y el ocultamiento del conflicto
La filosofía política moderna
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Notas
1. Aunque aquí consideramos a Locke dentro de la tradición del contractualismo
moderno, no hay un acuerdo completo sobre ello (Habermas, 1993: p. 97).
2. Mientras que la autoorganización implica que el poder reside en los sujetos
pactantes tanto en el origen como en el desarrollo del gobierno, la autosujeción
implica la enajenación de ese poder una vez que la jerarquía es instituida.
3. Con esto no buscamos menospreciar el rol que puede jugar un gobierno liberal
en pos de las libertades políticas. Sin embargo, véanse los últimos párrafos
del punto 6 de este trabajo.
4. Ciertamente, la cita está sacada del contexto del Contrato Social, pero sirve
perfectamente a nuestros propósitos.
5. Es necesario hacer notar que la Ley Natural de Locke es bien diferente de
la de Hobbes. Mientras que en este último las leyes naturales eran poco más
que prescripciones de la prudencia (reglas de la razón en tanto cómputo medios/
fines) y eran leyes sólo en la medida en que se suponen emanadas del
Cielo, en el caso de Locke se presentan como una mixtura entre las nociones
de jus (derecho como facultad) y de lex (derecho como obligación).
397
Pactos y Política. El modelo lockeano y el ocultamiento del conflicto
La filosofía política moderna
6. Nótese el vocablo original y distíngaselo del State anglosajón. Si bien ambos
términos pueden traducirse por “Estado”, Commonwealth implica un
énfasis en lo social mientras que State se utiliza en un sentido más claramente
político gubernativo. Por último, con la palabra Government se está aludiendo
al grupo de hombres que llevan adelante los asuntos de la Commonwealth.
7. Como ejemplo, véase el pacto social de indudable influencia lockeana,
acordado por los ‘pilgrims’ en la fundación de Plymouth: “…convenimos…
en formarnos en cuerpo de sociedad política con el fin de gobernarnos… y en
virtud de este contrato convenimos en promulgar leyes, actas, ordenanzas y en
instituir… magistrados a los que prometemos sumisión y obediencia” (New
E n g l a n d ’s Memorial, citado por Alexis de Tocqueville, 1996: pp. 58-59).
8. En el ejercicio de la libertad de vender su fuerza de trabajo, el trabajador
del capitalismo se ve compelido tanto a la explotación como a la alienación.
9. De acuerdo con Locke, un gobierno se rebela (re-bellum, vuelve al Estado
de Guerra) al hacer un uso injusto de la fuerza, como por ejemplo al aumentar
los impuestos sin el consentimiento de los ciudadanos. Cuando estos últimos
se vuelvan contra ese gobierno no estarán rebelándose (pues ya se está
en guerra), sino resistiendo la injusticia. (Locke, 1990: §§ 199, 204, 222 y
235)
10. Los movimientos de los levellers —niveladores— y los diggers —cavadores,
también llamados ‘verdaderos niveladores’— tuvieron su auge durante
la juventud de John Locke, entre 1640 y 1660 (Locke obtiene su cargo de
Censor en Oxford en 1659). Los primeros, como bien acota McPherson, son
en cierto modo un anticipo de Locke pues su programa contemplaba que el
fundamento de la ley reside en el pueblo y en el consenso de éste, pero respetaban
el derecho de propiedad. Por su parte, los diggers, que eran percibidos
como elementos peligrosos, sostenían una idea de sociedad sin clases y
buscaban la vida en comunidad, la liberación sexual y la abolición de la propiedad
privada. Es más que probable que Locke se refiera a ellos cuando habla
de “los fanáticos” que hay que contener en lugar de reprimir (Locke,
1999: pp. 47-49). Véase infra. Adicionalmente, para un estudio más profundo
del tema, consúltese la obra de Christopher Hill: El mundo trastornado.
11. Siguiendo el razonamiento lockeano, uno podría llegar a la conclusión de
que quienes ya no poseen nada se lo tienen merecido por haber vagado en lugar
de trabajar para adueñarse de las cosas y hacer así que el mundo entero
se enriqueciera. Es notable la similitud de este argumento con el que sostenía
la derecha estadounidense en la era Reagan o el que pregonaban los adláteres
de los militares argentinos durante el Proceso: como somos todos iguales,
todos tenemos oportunidad de trabajar y llegar a ser propietarios; si hay po-
398
399
bres es porque hay quienes no quieren ganarse el sustento con el sudor de su
frente y entonces pretenden aprovecharse del resto, haciendo un uso injusto
de la fuerza, exigiendo al gobierno que les provea de cosas a través de la expropiación
de los legítimos dueños.
12. Recuérdese que para Locke el valor de la mercancía no depende sólo de
la oferta y la demanda, sino también del trabajo incorporado (que es, por cierto,
el que otorga el derecho de propiedad).
13. Este botín, por cierto, no es un producto natural, ni siquiera el efecto de
‘la fuerza de las cosas’: es el simple resultado de la lucha entre los hombres,
un momento de la lucha de clases.
14. Si hiciera falta alguna ‘prueba adicional’, considérese ¿qué tanto pudo
controlar la oposición a la segunda administración de Menem? ¿Qué tan
efectiva resultó la renovada ingeniería institucional ideada por sus cuadros?
15. Véase un estudio de esta idea en Zizek: 1992, pp. 47-87.
Pactos y Política. El modelo lockeano y el ocultamiento del conflicto

Rousseau y la búsqueda mítica
de la esencialidad
c Daniel Kersffeld*
“Soy tan libre como primero hizo al hombre la naturaleza.
Antes que comenzaran las infames leyes de la servidumbre,
Cuando corría silvestre por los bosques el salvaje noble.”
John Dryden, La conquista de Granada (1670-71)
El análisis de la obra de Jean Jacques Rousseau resulta crucial para poder
comprender las distintas encrucijadas y contradicciones intelectuales y
políticas de un siglo tan complejo y agitado como efectivamente fue el
XVIII. En las páginas de sus textos, mientras resuenan los cuestionamientos hacia
el uso de la racionalidad en el Iluminismo y arrecian las críticas hacia la apropiación
privada de tierras (como efectivamente Rousseau se encarga de manifestarlo
en su Discurso sobre los orígenes de la desigualdad entre los hombres), por
otra parte no hay lugar para dudas cuando se trata de apelar a la razón como factor
esencial para la construcción contractual de una nueva sociedad de pequeños
propietarios en la que preponderen, al mismo tiempo, la libertad y la igualdad de
todos ellos (según puede desprenderse de la lectura del Contrato Social). Igualmente,
si todavía existen en Rousseau una visión funesta sobre el futuro de la humanidad
y una interpretación trágica sobre el destino de los individuos debido a
sus comportamientos hipócritas y egoístas (como se afirma en el Discurso sobre
las ciencias y las artes), no por ello deja de subsistir como un bálsamo la posibilidad
de una recuperación moral a partir de la educación de los hombres (conforme
al análisis del Emilio).
401
* Licenciado en Ciencia Política, Facultad de Ciencias Sociales, U.B.A. Estudios de maestría en Ciencias Sociales
en la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO). Docente de la materia Teoría Política y Social II,
cátedra Boron, en la carrera de Ciencia Política, U.B.A.
La filosofía política moderna
Sin embargo, quizás uno de los puntos de mayor confluencia de la obra rosseauniana
se refiera a su rechazo a los presupuestos materiales y éticos que incidieron
en la constitución histórica de la sociedad moderna tal como él la conoció.
Será justamente sobre este eje que el filósofo ginebrino definirá la temática principal
de varios de sus escritos más importantes. En este sentido, fue primero con
el Discurso sobre las ciencias y las artes (ganador en 1749 del concurso organizado
por la Academia de Dijon sobre la cuestión de si el desarrollo científico y
artístico había contribuido o no al mejoramiento del alma humana), y luego con
la composición en 1754 del Discurso sobre los orígenes de la desigualdad, que
Rousseau ofreció los lineamientos básicos de su interpretación evolutiva de los
individuos y de las sociedades, desde un pasado idealizado y ejemplificador en su
virtud hasta nuestro presente de corrupción y de maldad absoluta. Pero si el rechazo
a la decadencia en la modernidad se explicaba bajo términos sobre todo
morales en el primero de los dos discursos, sólo podrá convertirse en una reflexión
de tipo económica y política en el segundo de ellos, cuando se revele que la
primera fuente del mal, que la raíz de la opresión en las sociedades actuales, proviene
de la apropiación y de la desigualdad social 1.
El contexto en el cual Jean Jacques Rousseau concibió su clásico Discurso
sobre los orígenes de la desigualdad entre los hombres fue el de la efectiva entrada
de Francia al desarrollo industrial capitalista. Preocupado por recuperar la
auténtica esencialidad del hombre en una época en que éste pasaba a convertirse
en un mero medio para que otro pudiese conseguir sus propios beneficios, en un
tiempo en que los individuos vanamente trataban de reemplazar su libertad e independencia
naturales por una vida atada a la esclavitud del lucro, Rousseau puso
en práctica la introspección como método para el conocimiento de su propio
mundo interior, todavía a salvo de la artificialidad creada por la modernidad. En
su indagación mística en búsqueda del verdadero ser, del ser natural, el pensador
ginebrino situó la crítica social a los efectos perniciosos del capitalismo en las comunidades
tradicionales y agrarias dentro del marco de una corriente filosófica y
política contestataria; al contraponer la negatividad del presente a la bondad original
del Estado de Naturaleza, recuperó el antiguo mito de la Edad de Oro, del
paraíso perdido; por último, como expresó Michel de Certeau, al desnudar al ho -
mo economicus de la Sociedad Civil de sus atributos, Rousseau halló la esencialidad
del buen salvaje, del hombre en armonía con la naturaleza y como parte imposible
de escindir de ella (Bartra, 1997: p. 32).
Como testigo privilegiado del proceso de industrialización, el filósofo ginebrino
pudo percibir no sólo la multiplicación por cuatro de la producción industrial
y el extraordinario incremento poblacional de más del treinta por ciento ocurrido
entre principios y fines del siglo XVIII, sino que asistió además al aumento
del sesenta por ciento de los ingresos provenientes del campo, al crecimiento
de la flota y de la red vial de carreteras, todo lo cual redundó en un fuerte impulso
al comercio, tanto hacia adentro como hacia afuera de las fronteras nacionales
402
de una Francia que comenzaba a apreciar los beneficios del progreso capitalista.
Sin embargo, y aunque el desarrollo económico de este país igualaba (y en distintos
aspectos superaba) al desarrollo de la Revolución Industrial en Inglaterra,
se debe tener en cuenta, como el mismo Rousseau fue capaz de apreciarlo, que la
minoría beneficiada con este proceso sólo estaba compuesta por la burguesía y
por ciertas fracciones de una aristocracia con mentalidad claramente capitalista.
La modernización económica francesa también significó un empeoramiento
de la situación social de otros sectores. Así, los rápidos cambios operados sobre
todo bajo la monarquía de Luis XV, implicaron en medios urbanos profundas crisis
inflacionarias que impactaron negativamente en los magros salarios percibidos
por la clase artesanal. En tanto, fue en el ámbito rural donde se dieron las más
profundas transformaciones: aquí el desarrollo capitalista significó, además de
los recurrentes brotes inflacionarios, el constante empeoramiento de los campesinos
(por entonces, la clase mayoritaria de Francia) a costa de sus señores feudales,
quienes incentivados por su nueva mentalidad comercial no dudaron en eliminar
sistemáticamente las antiguas formas de producción basadas en las pequeñas
parcelas típicas de la alta y de la baja Edad Media a través de un uso cada vez
más intensivo y racional de la tierra. Por otra parte, a este proceso de cercamientos
y a la creciente pauperización de los campesinos se sumó la existencia de un
sistema tributario absolutamente desigual que, a través de una amplia y pesada
variedad de impuestos, tuvo al sector de los trabajadores rurales como único contribuyente,
y al fin y al cabo, como verdadero sostén de la economía y del Estado
franceses.
En suma, las intensas transformaciones económicas y sociales provocadas
por el desarrollo del modo de producción capitalista en Francia desde fines del siglo
XVII y durante casi todo el siglo XVIII tuvieron un carácter plenamente negativo
para la mayor parte de la población campesina. El progresivo empobrecimiento,
las sucesivas crisis inflacionarias y recesivas, los graves desajustes financieros
y fiscales (como los provocados por la intervención francesa en distintos
enfrentamientos bélicos como la Guerra de Sucesión Austríaca entre 1740 y 1748
o por su participación en el proceso de la independencia de Estados Unidos), las
dificultades cada vez mayores para procurarse un mínimo nivel de vida, la ruptura
de las antiguas redes de solidaridad social entre los campesinos y su reemplazo
por un creciente aislamiento individual, y finalmente el fenómeno creciente de
la expulsión del campo y la búsqueda de mayores oportunidades en las ciudades,
fueron todos factores determinantes en la transformación capitalista de las vastas
áreas rurales que todavía seguían existiendo bajo una forma de producción, en
muchos casos, típicamente feudal.
Frente a las alteraciones substanciales que la modernización técnica estaba
fomentando en la geografía económica y social de las áreas rurales, y en rechazo
a la destrucción de las antiguas, tradicionales y puras formas de vida de los tra-
403
Rousseau y la búsqueda mítica de la esencialidad
La filosofía política moderna
bajadores agrícolas, cobró ímpetu desde principios del siglo XVI un nuevo tipo
de expresión contestataria, tanto teórica como práctica, caracterizada por su alto
tono reivindicativo y por su fuerte oposición al sistema industrial que con visible
éxito se estaba implantando en las áreas todavía vírgenes de Europa occidental.
Aunque esta crítica muchas veces podía hallar su sustento esencial en la estructura
de mitos primordiales (originarios o directamente mesiánicos), lo cierto es
que fue formulada en la modernidad con el fin de acusar los rasgos más injustos,
desiguales y nefastos que el nuevo orden capitalista, simbolizado en la propiedad
privada, pretendía introducir en las sociedades más tradicionales, identificadas
desde un principio con las pequeñas comunidades agrícolas. Como de manera
más acabada y general expondría Rousseau, a partir del trazado de una clara divisoria
en la historia de la humanidad en la que la apropiación de la tierra y el surgimiento
de la industria fueron considerados como hitos demarcatorios, se procedió
a contraponer un pasado ciertamente idealizado, una Edad de Oro pastoril en
la que todos los individuos podían explotar al máximo su libertad e independencia
dentro de un marco de paz bucólica y de armonía con la naturaleza circundante,
frente a un presente marcado por el engaño, por el lucro capitalista y por la esclavitud
de los hombres. En definitiva, esta corriente de protesta, literaria pero
también política, se forjó en la modernidad en respuesta a los estímulos otorgados
por las expropiaciones de tierra y la proletarización del pequeño campesino,
y posteriormente muchos de los elementos críticos presentes en ella sirvieron como
base para la creación futura del socialismo marxista en el siglo XIX.
Como en efecto se puede apreciar en el Discurso sobre los orígenes de la de -
sigualdad de J. J. Rousseau, el repudio hacia los efectos socialmente negativos y
disgregadores generados por el desarrollo capitalista entronca directamente, por
una parte, con los aportes teóricos de pensadores como Tomás Moro (autor de
Utopía), Tommaso Campanella (La ciudad del sol), Francis Bacon (La Nueva
Atlántida) y George Harrington (La república de Oceana), todos ellos creadores
de auténticas “utopías sociales” críticas de la deshumanización producto de la industrialización
en Europa entre los siglos XVI y XVII. Por otra parte, y en un plano
directamente político y práctico, enlaza con los reclamos contrarios a la anti -
natural propiedad privada formulados por Thomas Müntzer durante las guerras
campesinas alemanas de principios del siglo XVI, y con las reivindicaciones de
los Niveladores (Levellers), y fundamentalmente de los Cavadores (Diggers),
movimientos sociales y políticos de destacada intervención frente a la cruel práctica
de los cercamientos y de las expropiaciones de tierras hacia mediados del siglo
XVII en Inglaterra. Dicha familiaridad en el pensamiento resulta evidente
cuando se puede notar, en una manera similar a como Rousseau razonaría en su
Discurso casi cien años más tarde, que Gerrard Winstanley, máximo líder de los
Cavadores, también reafirmó la idea de que la tierra había sido otorgada por la
naturaleza como un “tesoro común” del que toda la humanidad, al menos en su
estado “natural”, tenía derecho a sacar lo necesario para vivir y que, en conse-
404
cuencia, la propiedad privada (que tenía como origen a la ambición y la avaricia
humanas) era la causa principal del mal y de todas las formas de abuso y de corrupción
sociales (Bravo, 1976: p. 46).
En una forma parecida a la anterior experiencia inglesa, las ideas sociales
consagradas definitivamente por el Discurso de Rousseau fueron formuladas en
concordancia con los aportes intelectuales desarrollados por los llamados representantes
del “socialismo ilustrado” (el abate Meslier, Morelly y Gabriel Bonnot
de Mably) quienes, en el curso del siglo XVIII, también efectuaron una decisiva
crítica dirigida, en general, hacia las formas adquiridas por el capitalismo agrario
en auge por aquella época en Francia, y en particular hacia la centralidad económica
asumida por la propiedad privada. En este sentido, Meslier, en la crítica al
capitalismo presente en su principal obra (Testamento), favoreció la supresión de
la propiedad privada pensando que gracias a esta medida se podría sistematizar
de una manera equitativa la producción y el consumo de bienes entre los trabajadores
del campo, considerados éstos de ahí en más como integrantes de una gran
familia. Por su parte, Morelly, en su Código de la Naturaleza, optó por la transformación
del orden social antes que por los cambios políticos: para él la propiedad
privada era la causa más importante de todos los males ya que la naturaleza
les había dado a los hombres “el campo en propiedad indivisible”. Por último,
Mably propuso la creación de leyes agrarias que restringiesen la posesión de tierras,
ya que en un Estado debía haber la mayor igualdad posible con el objetivo
de erradicar a la desigualdad y a sus hijas, la avaricia y la tiranía.
Más allá de las diferencias que puedan encontrarse entre todas estas teorías y manifestaciones
de protesta, surge sin embargo la común coincidencia de considerar la
existencia de una clara contraposición entre la naturaleza y la cultura, entre el campo
y la ciudad, entre los perdidos pero siempre añorados rasgos puros y transparentes de
las primeras formas de vida del hombre de naturaleza frente a la artificialidad y la hipocresía
expuestas por quienes integran la actual Sociedad Civil. En este aspecto, una
de las sobrevivencias medievales escogida por la modernidad para pensar el devenir
fue precisamente la figura mitológica del ser salvaje: la imagen del hombre salvaje, que
en la Edad Media permitió afirmar por contraste la idea de un ser civilizado, fue usada
por Rousseau como crítica, como metáfora trágica, para construir el espacio histórico
que separa la vida en la Sociedad Civil de la vida en el Estado de Naturaleza 2. Sacado
de las cuevas marginales y puesto en el altar central del Iluminismo, el salvaje
rousseauniano se ocupó de retomar el antiguo mito del homo sylvestris europeo más
que de simbolizar a los pueblos primitivos descubiertos en América y en África 3 p a r a
arribar así al núcleo original puro, al resto natural virtuoso del hombre civilizado ahora
desnudo, despojado de todos sus atributos artificiales, tal como era el hombre del
Estado de Naturaleza (Bartra, 1997: pp. 165-72)
En consecuencia, para Jean Jacques Rousseau el tema esencial de su Discur -
so está constituido por el desarrollo de la historia humana, aprehendida ésta co-
405
Rousseau y la búsqueda mítica de la esencialidad
La filosofía política moderna
mo un proceso de irreversible decadencia que resulta notoria, por otro lado, a partir
de la creación (pero fundamentalmente de la legitimación social) de la propiedad
privada capitalista. Para el pensador ginebrino, el hombre cumple su misión
vital de convertirse en el ser de la historia, en el protagonista absoluto del devenir
de los tiempos; pero en un mismo movimiento el hombre se degrada, se disgrega,
se pierde. La exaltación del progreso de las artes, de las ciencias y de las
técnicas, como fue formulada por los intelectuales y por los divulgadores más
conspicuos del Siglo de las Luces, no podría captarse para Rousseau sino como
un testimonio complementario de corrupción y de degeneración moral en el hombre.
Efectivamente, al alejarse cada vez más del primigenio Estado de Naturaleza,
la humanidad no sólo rompe su armonía primordial con el mundo que la rodea,
con el contacto transparente con las otras especies y con los grandes ritmos
de la tierra: pierde también la libre facultad de comunicarse con los otros; en definitiva,
la posibilidad de comprenderlos y de ser comprendida por ellos sin necesidad
alguna de mediación.
El Estado de Naturaleza rousseauniano se diferencia profundamente de los
imaginados por otros filósofos contractualistas como Thomas Hobbes y John
Locke, ya que en la primera fase de la humanidad imaginada por el ginebrino se
destaca la esencialidad del devenir del tiempo. Sin llegar a darse todavía la bisagra
de la modernidad que significó en el pensamiento de Hegel la consideración
del transcurrir de la historia como realización plena de la libertad, existe sin embargo
en Rousseau una consideración del paso del tiempo dentro de la ficción del
Estado de Naturaleza que no se encuentra presente en ninguno de los intelectuales
iusnaturalistas nombrados. Aparece dentro del esquema del Discurso sobre los
orígenes de la desigualdad de Rousseau una clara evocación al “tiempo de antes”,
a un orden, a una forma de cultura agraria y pastoril en plena armonía con
la naturaleza de la que es parte, y por lo tanto contraria al presente signado por
un cada vez más enfático desarrollo industrial y por la proletarización del campesino.
Aquí radica pues uno de los aspectos de mayor importancia para este filósofo:
fue él quien tuvo el enorme privilegio de haberle proporcionado a su concepción
del Estado de Naturaleza todo su contenido de aspiración política “(...) al
integrarla e incluso identificarla con lo que hay que considerar, sin duda, como
una auténtica filosofía de la historia o, como mínimo, una visión global y racionalmente
organizada del devenir histórico (...)” (Girardet, 1999: p. 104)
Pero, por más que nunca se haya conocido directamente el pasado al que se
refieren Rousseau o cualquiera de los representantes de esta literatura de protesta,
no por ello deja de constituirse en un modelo o en un arquetipo jungeano cuyo
surgimiento al margen del tiempo transcurrido parece otorgarle por definición
un neto valor complementario de ejemplaridad. De este modo, es por ser a la vez
ficción, sistema de explicación y hasta mensaje movilizador que la imagen del
Estado de Naturaleza forjada por el pensador ginebrino se convierte en un mito.
Como lo expresa Mircea Eliade, “... el mito cuenta una historia sagrada; relata un
406
acontecimiento que se produce en el tiempo inmemorial, el tiempo fabuloso de
los comienzos (...) En otras palabras, el mito cuenta cómo tuvo origen una realidad,
sea ésta la realidad total, el cosmos o sólo un fragmento: una isla, una especie
vegetal, un comportamiento humano, una institución...”. (Eliade, 1983: p. 12)
De acuerdo con este punto, el Estado de Naturaleza, al ser una construcción ficcional
aunque sustentada por determinados hechos empíricos, nos otorga una visión
totalmente mistificada sobre el pasado y sobre el origen de la sociedad occidental
tal como nosotros la conocemos.
El Estado de Naturaleza se ubica así en un plano específico, dentro de la
construcción mítica de la no historia, dentro de una periodización que escapa a
cualquier intento de establecer una mínima cronología y que condena a la inutilidad
todo esfuerzo hecho por la memoria. En la era dorada de la humanidad como
sistema arcaico de vida, se procede a la abolición del tiempo concreto, y por lo
tanto a la asunción de su intención a-histórica. De este modo la idea del pasado
se independiza de su relación inmanente con respecto a la inexorable marcha de
la historia, y el más íntimo significado de la Edad de Oro se confunde de manera
irreductible con el de un tiempo no datado y no contabilizable, una época imaginaria
de la que sólo sabemos que fue en ella que se originó el desenvolvimiento
del hombre, y que estuvo caracterizada tanto por su precaria inocencia como
por su frágil felicidad. En todo caso, como afirma Eliade, lo que subyace en la
ficcionalización del Estado de Naturaleza es una inocultable “... voluntad de desvalorizar
el tiempo...” (Eliade, 1995: p. 82)
Dentro de este esquema de análisis, surge también la posibilidad de formular
una interpretación religiosa a propósito del abandono del Estado de Naturaleza rousseauniano
por parte de una sociedad envilecida por el lucro en comparación directa
con la pérdida del Paraíso bíblico sufrida por Adán y Eva en el Génesis bíblico 4. En
ambos casos, el pecado como la primera apropiación de la tierra se convierte en el
elemento esencial para la comprensión del destierro que sufrirá la humanidad al verse
obligada a renunciar a su mítica Edad de Oro. En el pensamiento de Jean Jacques
Rousseau, como en muchos textos religiosos, la sucesión histórica de la “cultura artificial”
a la “cultura natural” implicará “... el destino esencial de la especie humana:
la génesis evolutiva, pasada y futura...” (Diel, 1994: p. 43). En estos casos, el problema
del lenguaje simbólico y de su significación subyacente sobrepasa, con mucho,
el nivel individual e incluso el nivel social para pasar a englobar el destino evolutivo
de toda la humanidad. Bajo esta visión, la muerte de la cultura natural en el D i s -
c u r s o y la pérdida de la pureza original en el Génesis hallarán su máxima expresión
como decadencia de las almas y de los espíritus que olvidaron la verdad más recóndita,
sin la cual las historias míticas sólo serían letra muerta. La necesidad material
llevada al exceso, considerada como el único modo de vida, se convierte justamente
en el motor de este estado de decadencia progresiva: enfrenta a las sociedades contra
las sociedades, como se desprende de la lectura del Antiguo Testamento, y enfrenta
al hombre contra el hombre, según se profesa en el Nuevo Te s t a m e n t o .
407
Rousseau y la búsqueda mítica de la esencialidad
La filosofía política moderna
En el texto del Génesis, así como en el Discurso sobre los orígenes de la de -
s i g u a l d a d, el hombre posee una doble condición: por una parte es una criatura divina,
una obra más en el orden del Universo, un ser dentro de la naturaleza en la
que se cobija y en la que su propia identidad halla su más pleno sentido de realización
en el mantenimiento de una armonía natural con el resto de las especies que
lo rodean. Pero al mismo tiempo, los individuos poseen lo que podría considerarse
la simiente de su propia degeneración: la capacidad de ejercitar la razón, en conjunción
con el creciente uso de su libertad, otorga a cada ser humano un poder cada
vez mayor, y en consecuencia una predisposición más profunda a intentar rebelarse
contra la situación ya establecida, contra el orden estatuido, ya sea que éste
fuese creado por Dios o que simplemente fuese obra de la naturaleza.
A pesar de que cada ser humano, por el solo hecho de ser parte del cosmos
de la naturaleza, posee en sí mismo el cristiano sentimiento de la piedad (que le
posibilita percibir empáticamente el sufrimiento ajeno para de este modo evitarlo
y contribuir al mantenimiento de un orden pacífico y armonioso), a la vez
cuenta con la existencia del elemento central que se añade para brindar un carácter
de inevitabilidad a su caída. Este está constituido por el constante anhelo de
mejorar la situación existencial de cada individuo, por un deseo siempre irresuelto
de conocer y saber dominar cada aspecto del medio que lo rodea (pero que al
fin y al cabo también lo constituye); en fin, por un sentido eterno de perfectibili -
dad inherente a la naturaleza de cada hombre que lo mantiene preso de sus propias
ambiciones y de su inclaudicable afán de desarrollo técnico y científico.
El deseo incontrolable de probar el fruto del bíblico Árbol del bien y del mal
y el afán desmedido por querer saber cada vez más (aún cuando éste desde ya implique
ir en contra del mandato divino) descansarán en definitiva sobre los mismos
fundamentos de la idea de la perfectibilidad rousseauniana. La interminable
búsqueda de perfección, ligada de manera indisoluble a la creencia en el progreso
económico prevaleciente durante el Iluminismo, será en consecuencia la responsable
en última instancia de la pérdida de aquel mítico Estado de Naturaleza
pacífico y de su reemplazo por una Sociedad Civil enraizada en la corrupción y
el engaño. La mítica Edad de Oro rousseauniana no sólo comparte con el Paraíso
la pureza agreste de los orígenes y la total transparencia en las relaciones entre
las especies que lo habitan, sino que posee en común, en su más profundo carácter,
los mismos elementos negativos ligados a la esencialidad del hombre, que
de manera inflexible marcarán su alejamiento y su corromperse futuro: la primera
apropiación de tierras, como así también la tentación por el fruto prohibido, no
harán más que confirmar de manera fáctica la caída del hombre, sellando definitivamente
la pérdida irrecuperable del Estado de Naturaleza.
El mito de la añorada Edad de Oro sólo puede adquirir su completa ejemplaridad
para el futuro teniendo en cuenta que sus virtudes y sus mejores condiciones
únicamente corresponden a las de la mejor época que pudo haber conocido y
408
disfrutado una humanidad de antemano condenada a la más triste de las predestinaciones.
En este sentido, la degeneración de la especie humana no comenzaría
con el inicio de la industrialización y con el fin de las tradicionales costumbres
rurales, sino que ya se encontraría presente en su más pura esencialidad originaria:
en todo caso la primera apropiación no haría más que confirmar, de una vez
y para siempre, la imposibilidad de dar marcha atrás por este sendero de depravación.
Como el mismo Rousseau se ocupará de aclararlo, no importa cuál fue el
acontecimiento fortuito que decidió de una vez por todas la lenta pero inexorable
caída del hombre: sólo cuenta el hecho de que ese mal entendido progreso ya se
encontraría en estado latente dentro de la naturaleza de cada individuo, esperando
que el funesto azar finalmente lo activase, y de que la nueva propiedad capitalista,
símbolo negativo de una nueva era para la historia de la humanidad, se encargaría
de advertir la definitiva irreversibilidad de este proceso.
409
Rousseau y la búsqueda mítica de la esencialidad
La filosofía política moderna
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410
411
Notas
1. Por otra parte, será precisamente en el prólogo de su pieza Narcisse, de fines
de 1752, que Rousseau dará un salto cualitativo desde sus cuestionamientos
morales a la sociedad industrial presentes en el primer Discurso hacia su
rechazo político existente en el segundo Discurso.
2. Además de por Rousseau, el mito popular del hombre salvaje fue retomado
en la modernidad, con diferentes mutaciones, por personalidades tan disímiles
como Ariosto, Durero,Cervantes, Montaigne, Shakespeare, Calderón
de la Barca, Lope de Vega, Hobbes, Locke, Diderot y Spenser, por nombrar
sólo unos pocos.
3. El antropólogo estructuralista Claude Lévi-Strauss, además de considerar
a Rousseau como padre de la etnología y de afirmar que para la construcción
ficcional de su hombre de naturaleza el filósofo ginebrino había apelado a
ciertos conocimientos de los pueblos primitivos americanos y africanos, sostiene
en su obra Historia de Lince que se debería entender la imagen del hombre
salvaje como una transformación mítica que mantiene siempre la misma
oposición aunque ésta pueda degenerar. De este modo, de una oposición inicial
entre humano y no-humano se pasará a la de lo humano y lo animal, y
después a otra aún más débil entre grados desiguales de humanidad o de animalidad
(Lévi-Strauss, 1992).
4. Además de hallarse en la tradición judeocristiana, el mito del paraíso original
puede también encontrarse, por ejemplo, en ceremonias hindúes, en tradiciones
grecolatinas y en el culto iranio primitivo.
Rousseau y la búsqueda mítica de la esencialidad

413
El concepto de libertad
en las teorías políticas de
Kant, Hegel y Marx
c Bárbara Pérez Jaime*
c Javier Amadeo**
Introducción
La libertad es, sin duda, uno de los conceptos centrales de las teorizaciones
políticas. Son pocos los autores que no han tratado esta problemática
en alguna de sus obras. Sin embargo, para adentrarnos en la problemática
de la libertad deberemos hacer referencia al tema de la propiedad, ya que
en los autores que veremos ambos conceptos se entrecruzan.
Analizaremos la visión de Immanuel Kant sobre la libertad y la relación de
ésta con la propiedad desde una doble perspectiva: por un lado la relación entre
ambos conceptos va a estar dada porque uno de los derechos fundamentales, para
nuestro pensador, será el derecho a tener propiedad privada y el uso casi absoluto
que de ella pueda hacerse; habrá libertad de tener propiedad. Por otro lado
enfocaremos nuestra atención sobre la relación entre libertad y derecho, ya que,
como veremos, la idea de libertad política está fuertemente ligada a la noción de
derecho. Libertad y derecho serán en la visión kantiana dos aspectos de la misma
realidad.
* Estudiante avanzada de Ciencia Política, docente ayudante de Teoría Política y Social II, (UBA).
** Licenciado en Ciencia Política (UBA), maestrando en la Universidad de São Pablo, (USP), Brasil.
La filosofía política moderna
Frente a la concepción kantiana de libertad negativa, en el caso de Hegel nos
encontraremos con una formulación de la libertad en sentido positivo, integrando
y superando dialécticamente el atomismo de la sociedad civil kantiana. De este
modo Hegel no se cansará de repetir que el hombre sólo es libre en el Estado. No
obstante, dicha libertad recorrerá un largo camino que tomará como primer momento
de realización la propiedad privada.
De la misma forma en que el concepto de libertad está ligado a otros conceptos
en los autores anteriores -derecho en Kant y Estado en Hegel-, para pensar la
libertad en Marx es necesario hacer referencia a la categoría de alienación. Dicho
concepto tomará en la Cuestión Judía dos direcciones, que a su vez estarán
interrelacionadas: la crítica marxiana al concepto de sociedad civil como el primado
de la libertad negativa (Kant), y por el otro lado la crítica al Estado hegeliano
como el reino de la auténtica libertad. Ambas instancias se entrecruzarán a
partir del concepto de alienación y propiedad privada. Uno de los ejes teóricos
más relevantes a tratar, esbozado en los Manuscritos, será la noción de trabajo
enajenado para explicar la pérdida de la libertad. El hombre libre va a ser aquél,
desde esta visión positiva de la libertad, que no se encuentre alienado ni por la relación
con su trabajo, ni por las relaciones sociales en las cuales se halla inserto.
Derecho y libertad negativa en la filosofía kantiana
Uno de los derechos fundamentales de la razón se basa en la libertad para demandar
propiedad privada, y éste es comprendido por el filósofo como un derecho
humano inalienable. El postulado de la libertad encuentra su garantía externa
en la propiedad. Por tal razón, cada ser humano debe tener el derecho a la propiedad
que se basa solamente en su derecho a la libertad.
Kant desarrolla con profundidad la temática de la propiedad en la Metafísica
de las Costumbres y la relación de ésta con el derecho político. Al respecto cabe
destacar que muchos comentaristas han enfatizado la importancia del derecho privado
como fundamento del derecho público, en tanto que ya en el primero puede
encontrarse el fundamento de la propiedad. Nuestro intento consistirá en rastrear
cómo Kant fundamenta el derecho de propiedad y buscar la conexión de la propiedad
con el derecho y con la libertad política. En la concepción teórico-política
kantiana, los individuos verdaderamente libres son los propietarios, ya que sólo
a éstos corresponde obedecer las leyes que ellos mismos elaboran.
La tensión de la propiedad considerada desde su concepción empírica y su
concepción jurídica es mediatizada en la teorización kantiana a través de un complejo
mecanismo argumentativo. Kant no puede legitimar la razón última de la
propiedad privada mediante fundamentos empíricos. En este sentido, el único camino
que le queda es pensar también la posesión nouménica recurriendo a la idea
414
de comunidad, una idea a priori de la razón, que permite a nuestro pensador dar
un fundamento nouménico y jurídico, al mismo tiempo, a la propiedad.
“Los momentos (attendenda) de la adquisición originaria son, por lo tanto: 1.
La a p rehensión de un objeto que no pertenece a nadie; de lo contrario, se
opondría a la libertad de otros según leyes universales. Esta a p re h e n s i ó n es la
toma de posesión del objeto del arbitrio en el espacio y en el tiempo; la posesión
por tanto, en la que me sitúo es possessio phaenomenon. 2. La d e c l a r a -
ción (declaratio) de la posesión de este objeto del acto de mi arbitrio de apartar
a cualquier de él. 3. La a p ropiación (appro p r i a t i o ) como acto de una voluntad
universal exteriormente legisladora (en la idea), por el que se obliga a
todos a recordar con mi arbitrio. La validez del último momento de la adquisición,
como aquello sobre lo que se apoya la conclusión “el objeto exterior es
m í o”, es decir, que la posesión es válida como algo meramente jurídico (pos -
sessio noumenon), se funda en lo siguiente: que la conclusión “el objeto exterior
es mío” se lleva correctamente desde la posesión sensible a la inteligencia,
ya que todos los actos son j u r í d i c o s y, por consiguiente, surgen de la razón
práctica, y que, por lo tanto, en la pregunta por lo justo podemos prescindir
de las condiciones empíricas de la posesión” (Kant, 1994: pp.73-4)
En el momento de la adquisición originaria están mezclados distintos niveles
de análisis: si por un lado la aprehensión de un objeto corresponde a la posesión
fenoménica, a la posesión empírica, y por lo tanto no es objeto del derecho público,
por el otro tenemos como un momento de la adquisición originaria a la apropiación,
donde Kant intentaría dar el paso desde una fundamentación sensible,
empírica, hacia una fundamentación inteligible, nouménica, alejando de este modo
el fundamento de la propiedad del plano contingente, y elevándolo al ámbito
jurídico, y por lo tanto perenne. 1
El concepto de posesión, por lo tanto, tiene significados diferentes: por un lado
la posesión sensible (empírica), entendiéndose por ésta a la posesión física; y
por el otro lado la posesión entendida como posesión inteligible, una posesión
meramente jurídica del objeto.
El fundamento jurídico de la adquisición se encuentra en la noción de posesión
común; a través del arbitrio individual no se puede obligar a alguien a abstenerse
de la utilización de una cosa. Ello sólo puede suceder a partir del arbitrio unido de
todos en una posesión común. Así la posesión común “contiene, a priori, el fundamento
de posibilidad de una posesión privada.” La propiedad privada va a ser permitida
a través de la posesión común innata del suelo y de la voluntad universal. De
este modo es posible la primera posesión, pudiendo alguien oponerse con derecho
a cualquier otro que intentara la utilización de un determinado objeto. La posesión
común será posible gracias a la existencia de una comunidad originaria del suelo;
ésta es una idea que tiene realidad práctico-jurídica, permitiendo la primera ocupación
privada del suelo. Kant va a fundamentar la posesión a través del plano nou-
415
El concepto de libertad en las teorías políticas de Kant, Hegel y Marx
La filosofía política moderna
ménico, que por otra parte es independiente y fundante (a priori) de lo empírico,
mediante la siguiente idea de la razón: la comunidad originaria.
Habría que distinguir en Kant entre el origen de la propiedad privada y su
fundamento, pues si bien por un lado nuestro pensador considera la ocupación como
una de las notas esenciales de la posesión -he aquí el elemento empírico de la
adquisición- necesita de una dimensión nouménica como fundamento. La idea de
una comunidad originaria poseedora de la tierra cumple esa función, ya que para
Kant no existe justificación empírica. La escisión entre la posesión fenoménica y
la posesión noumémica no logra, a nuestro juicio, resolverse, y se consagra de este
modo la escisión existente entre el origen de la propiedad y su fundamento.
Se podría trazar, por lo tanto, una analogía entre el origen y fundamento de la propiedad
privada y el origen y fundamento de la doctrina del Estado. Si bien es cierto
que el fundamento, tanto de la propiedad privada como del Estado será de carácter
jurídico-formal, también es cierto que en ambos casos el origen último es
la fuerza. Es la toma del poder la que legitima en definitiva a un determinado gobernante,
y en el caso del derecho de propiedad, en última instancia, va a ser la
ocupación física la que legitima la propiedad.
Através de lo dicho anteriormente llegamos al estado jurídico, ya que para tener
algo como exterior es necesario que exista un estado jurídico, un estado civil
en el que haya un poder público. Kant va a decir que el estado civil es el estado de
una voluntad realmente unificada de un modo universal con vistas a legislar. Por
lo tanto, sólo en conformidad con la idea de un estado civil con respecto a su establecimiento,
pero antes que éste se efectivice, sólo p ro v i s i o n a l m e n t e, puede algo
exterior ser adquirido originariamente. Pero la adquisición p e re n t o r i a tiene lugar
sólo en el estado civil. (Kant, 1994: p. 69-70) Para que la propiedad pueda ser
garantizada es necesario que haya una legislación proveniente de la voluntad general
y un poder coercitivo que la ejecute: debe existir un Estado.
Así como la adquisición, aún siendo provisoria, se funda en un postulado
práctico-jurídico, un principio de derecho privado autoriza el ejercicio de la coerción
para hacer que los hombres entren en el estado civil, garantizando la propiedad
al transformarla en perentoria. Del derecho privado en el estado de naturaleza
proviene el postulado del derecho público. Dada la inevitabilidad de la coexistencia,
es necesario entrar en el estado jurídico. Es importante hacer una aclaración:
la garantía de la propiedad no se da porque haya diferencia respecto de las
leyes de lo mío y lo tuyo con relación al estado de naturaleza, sino porque en el
estado civil hay un poder que garantiza la ejecución de las leyes racionales. El derecho
de propiedad es, en la visión kantiana, un derecho natural que precede a la
constitución del estado civil, la función de éste es su garantía. La institución del
estado jurídico está, sin duda, en íntima relación con la garantía de la propiedad.
Al demostrarse la posibilidad de la propiedad en el estado de naturaleza, se abre
la posibilidad para salir de éste y entrar en el estado civil. (Terra, 1995)
416
Se plantea así el ámbito de actuación del Estado respecto de la propiedad privada:
si bien el Soberano es el propietario supremo del suelo, ya que la propiedad
de la idea de la unión civil fue lo que permitió la determinación de la propiedad
al particular, el Soberano al mismo tiempo no posee ninguna propiedad en
particular, y no tiene derecho a intervenir en las propiedades de los individuos. Al
respecto Kant es muy claro: “El derecho natural en el estado de una constitución
(...) no puede ser dañado por las leyes estatutarias de esta última (...); porque la
constitución civil es únicamente el estado jurídico, por el que cada uno sólo asegura
lo suyo, pero no se fija ni se le determina” (Kant, 1994: p.70). El Estado debe
asegurar aquello que ya fue adquirido mediante el derecho natural. La única
determinación del Estado respecto a la propiedad es tornarla perentoria. El Estado
no debe procurar la felicidad de los ciudadanos, debe vigilarlos para que en la
búsqueda individual de ésta sólo se usen medios compatibles con la libertad de
los otros, incluyendo el uso que cada uno realice de su propiedad.
El concepto de libertad sólo puede ser entendido en el marco de la existencia
de una constitución civil, ya que sin derecho no existe libertad, entendida ésta en
términos políticos: “(...) el concepto de un derecho externo en general procede enteramente
del concepto de libertad (...)”. Libertad y derecho son dos caras de la
misma moneda, el concepto de libertad pensado por Kant es un concepto de libertad
negativa. A diferencia de autores como Hegel y Marx, existe libertad porque
existe coacción, hay libertad para hacer todo aquello que la ley no prohíbe.
El derecho es el fundamento de la noción de libertad externa. Permite la limitación
de la libertad de cada uno para que haya concordancia con la libertad de
todos. Así la garantía de la libertad de cada uno es dada por leyes coercitivas. La
coacción es toda limitación de la libertad por parte de otro, de la cual resulta que
la constitución civil es una relación de hombres libres que se hallan bajo leyes
coactivas.
“Por lo tanto, el estado civil, considerado simplemente como estado jurídico,
se funda en los siguientes principios a priori:
1) La libertad de cada miembro de la sociedad, en cuanto hombre.
2) La igualdad de éste con cualquier otro, en cuanto súbdito.
3) La independencia de cada miembro de una comunidad, en cuanto ciuda -
dano” (Kant, 1993: p. 27).
Estos principios a priori son los principios sobre los que debe establecerse un
Estado para estar de acuerdo con los principios racionales puros del derecho humano
externo en general.
Los hombres, en cuanto seres libres, tienen la posibilidad de escoger los medios
mejores para alcanzar la felicidad en tanto ésta no atente contra la libertad de
los demás. De esta forma nadie puede obligar a otro a ser feliz de cierta manera,
417
El concepto de libertad en las teorías políticas de Kant, Hegel y Marx
La filosofía política moderna
lo cual incluye al Estado. La condición civil debe proveer a todos los individuos
la posibilidad, los medios, para la búsqueda individual de la felicidad. Dentro de
esta libertad está incluida la libertad de utilización de la propiedad, ámbito de acción
vedado al Estado: cada individuo puede hacer y deshacer a su gusto.
La libertad y la igualdad son condiciones necesarias para las relaciones jurídicas.
Sin libertad e igualdad no se podrían realizar contratos entre las personas,
pero esto no significa que la igualdad deba darse en todos los planos sociales. El
concepto de igualdad es un concepto puramente jurídico que sólo se refiere a la
relación del hombre con el Estado. El hombre es igual en tanto súbdito, pero esta
igualdad formal es perfectamente compatible con desigualdades reales. “Esta
igualdad general de los hombres dentro de un Estado, en cuanto súbditos del mismo,
resulta, sin embargo, perfectamente compatible con la máxima desigualdad,
cuantitativa y de grado, en sus posesiones...” (Kant, 1993: p. 29).
Para nuestro filósofo hay más de un tipo de desigualdades que no hieren el
principio de igualdad, porque ésta se sitúa en otro plano, en el plano jurídico, y
los hombres “según el derecho (que como expresión de la voluntad general sólo
puede ser único, y que concierne a la forma de lo jurídico, no a la materia o al objeto
sobre el que tengo un derecho) son con todo, en cuanto súbditos, todos iguales
entre sí ...” (Kant, 1993: p. 29).
El derecho regula la forma de las relaciones entre las personas, regula los requisitos
del contrato en la sociedad burguesa, y no de un objeto o servicio que son
materia de acuerdo. Es imprescindible la igualdad jurídica de las partes que establecen
el contrato, no importando las desigualdades de posesiones.
Así el formalismo jurídico kantiano establece una tajante escisión entre el
plano jurídico formal por un lado, donde debe reinar la igualdad ante el Estado,
y el plano social, donde el Estado nada tiene que decir en la distribución de posesiones.
Esta escisión entre ambos planos es una de las características centrales
del pensamiento burgués.
La independencia y la autosuficiencia nos dicen respecto a un determinado
tipo de ciudadano: el co-legislador, el ciudadano con derecho a participación en
la elaboración de las leyes. Sostiene Kant que en lo tocante a la legislación todos
son libres e iguales bajo leyes públicas ya existentes, pero no han de ser considerados
iguales en lo que se refiere al derecho de dictar estas leyes. Algunos no están
facultados para este derecho, a pesar de lo cual se hallan sometidos, como
miembros de la comunidad, a la obediencia de las leyes, sólo que no como ciudadanos,
sino como co-protegidos.
Es la ley pública, es decir el acto de una voluntad pública, la que determina para
todos lo que está jurídicamente prohibido y permitido. De la voluntad pública debe
proceder, en la óptica kantiana, todo derecho. Esta voluntad pública es la voluntad
del pueblo, pues solamente contra sí mismo nadie puede cometer injusticia. La
418
libertad debe ser entendida con relación a la existencia del derecho, sin derecho no
hay libertad en el formalismo juridicista kantiano; el derecho es la objetivación de
la voluntad pública, entendida ésta como voluntad del pueblo entero, por lo tanto al
legislar todos deciden sobre todos, y cada uno decide sobre sí mismo. El acto de legislar
es uno de los actos fundamentales del ejercicio de la libertad. Al hacerlo, cada
uno legisla sobre sí mismo, y al obedecerse a sí mismo, cada uno es libre.
El problema central de la libertad en Kant se plantea en este punto porque no
todos son legisladores, no cumpliéndose por ende uno de los requisitos fundamentales
para ser libre, a saber, obedecerse a sí mismo. La definición de quién es
ciudadano activo con facultades legislativas, y quién es ciudadano pasivo, o sea,
quién participa sólo en la protección que resulta de ellas, es clara:
“Ahora bien: aquel que tiene derecho a voto en esta legislación se llama ciu -
dadano (citoyen, esto es, ciudadano del Estado, no ciudadano de la ciudad,
bourgeois). La única cualidad exigida para ello, aparte de la cualidad natural
(no ser niño ni mujer), es ésta: que uno sea su propio señor (sui iuris) y, por
lo tanto, que tenga alguna propiedad (incluyendo en este concepto toda habilidad,
oficio, arte o ciencia) que le mantenga” (Kant, 1993: p. 34).
El requisito fundamental para que un ciudadano sea libre es la propiedad. 2
Sin adentrarnos en las críticas realizadas por autores como Hegel y Marx, que veremos
más adelante, sobre la concepción de libertad implícita y explícita existente
en las obras de Kant, podemos ver los límites del concepto de libertad desde la
misma concepción kantiana. No todos los hombres son iguales, ni libres de la
misma manera. Habría una suerte de doble ciudadanía: una para los propietarios,
con pleno goce de derechos, y otra que debe ajustarse a la obediencia de leyes que
no elaboró. Kant no deja lugar a dudas: el ciudadano pleno, el ciudadano activo,
aquel que es co-legislador, es el ciudadano verdaderamente libre, porque obedece
las leyes que él mismo dicta, es el propietario.
Libertad y Estado en el pensamiento hegeliano
La dialéctica del derecho es el despliegue de la idea de libertad que para recorrer
dicho camino se va a materializar en distintas figuras. Al igual que Kant,
para mentar el concepto de propiedad Hegel también parte del concepto de persona,
pero dicho concepto posee una connotación totalmente diferente en tanto
para este último “la persona” es pensada como entidad jurídica desde la mayor
abstracción, o sea desde su mayor pobreza. En la Filosofía del Derecho podemos
vislumbrar que el concepto de propiedad deberá pensarse en el ámbito de una exterioridad
que es el resultado dialéctico de una subjetividad que logra actualizar
su propia libertad dándose un contenido propio. En tal sentido nos parecen reveladores
los parágrafos 41 y 42:
419
El concepto de libertad en las teorías políticas de Kant, Hegel y Marx
La filosofía política moderna
“La persona, para existir como idea, debe darse una esfera exterior para su
libertad. Por cuanto que la persona es la voluntad infinita en sí y para sí en
esta primera todavía muy abstracta determinación, por eso lo diferente de
ella, lo que puede constituir la esfera de su libertad, se determina al mismo
tiempo como lo inmediatamente distinto y separable de ella. Lo inmediatamente
distinto del espíritu libre es para éste y en sí lo e x t e r i o r en general, una
c o s a, algo no libre, impersonal y a-jurídico.” (Hegel,1993: §41 y 42)
Para Hegel la subjetividad de la persona alcanza objetividad, y por tanto libertad,
sólo exteriorizándose, y esto no se puede dar más que a través de la propiedad,
la cual se puede obtener por a p ropiación corporal, por la elaboración, y por desig -
n a c i ó n . La elaboración es el medio correcto para la posesión de una cosa porque en
el trabajo o labor se unen en sí lo subjetivo y lo objetivo; el hombre puede reflejar
su acto de creación acabada, ya que es en el trabajo donde se concreta su objetivación
porque, a diferencia de las bestias, como seres racionales tenemos la capacidad
de t r a n s f o r m a r la naturaleza 3, la cual no se muestra como algo exterior sino
que es asimilada para satisfacción de nuestras necesidades. Podemos arribar a la
conclusión de que la propiedad es la exteriorización del individuo a través de la lab
o r, y que la libertad sólo puede ser alcanzada intermedio de la propiedad.
Es interesante deslindar, en Hegel, el supuesto metafísico de la propiedad con
relación a la voluntad del hecho contingente e incluso histórico de por qué alguien
tiene propiedad:
“ Puesto que en la propiedad mi voluntad llega a ser objetiva para mí en cuanto
voluntad personal, y por tanto como individual, ella adquiere de este modo
el carácter de propiedad privada, y la propiedad colectiva, que según su
naturaleza puede ser poseída separadamente, la determinación de una comunidad
disoluble en sí, en la que abandonar mi parte es para sí cuestión de arbitrio”
(Hegel, 1993: §46).
En este apartado se puede ver la crítica de Hegel a Kant con relación a la idea
de una comunidad en sí disoluble como fundamento de la propiedad privada, dado
que para Hegel ceder parte de la propiedad no tiene que ver con una dimensión
ontológica, como se puede apreciar en la filosofía kantiana al recurrir al supuesto
ontológico de una comunidad originaria, sino simplemente como un problema
del mero arbitrio o de la contingencia.
Es relevante evidenciar los dos niveles del concepto de propiedad mentados por
Hegel, puesto que respecto de la necesidad la propiedad aparece como un medio
siempre que se coloque a ésta como lo primero, pero desde el punto de vista de la libertad
la propiedad es esencialmente un fin en sí mismo, dado que para el pensador
alemán ésta es la primera existencia de la libertad. La libertad implica necesariamente
el proceso de objetivación y por tanto la imperiosa mediación de la propiedad, a
través de la cual la subjetividad del individuo se aliena, para objetivizarse.
420
“Respecto de la necesidad, en la medida en que ella se convierte en lo primero,
el tener propiedad aparece como un medio; pero la verdadera posesión es
que, desde el punto de vista de la libertad, la propiedad, en cuanto primera e x i s -
t e n c i a de la libertad misma, es un fin esencial para sí” (Hegel, 1993: §45).
Veamos ahora lo que para nosotros son algunos de los aspectos liberales del
pensamiento político hegeliano. Dijimos que la propiedad es la primera existencia
de la libertad, entonces todo aquel que no sea propietario no es libre, o sea que
no puede autodeterminarse. En este sentido, para el pensador germano, la propiedad,
garantizada por el Derecho Abstracto, es inherente a la categoría de persona,
ya que todo individuo para ser reconocido como persona, jurídicamente hablando,
debe ser reconocido a su vez como propietario (Mizrahi, 1997).
“En relación con las cosas exteriores, lo racional es que yo posea propiedad;
el ámbito de lo particular sin embargo los fines subjetivos, necesidades, el
arbitrio, los talentos, circunstancias externas, etc. (§ 45) (...) de eso depende
solamente la posesión como tal, pero este aspecto particular no es todavía en
esta esfera de la personalidad abstracta idéntico con la libertad. Qué y cuán -
to posea es por ende una contingencia jurídica” (Hegel, 1993: §49).
Se ve el carácter contradictorio del pensamiento de Hegel en tanto por un lado
quedaría escindida la categoría de posesión al concepto de propiedad, pero por
el otro nos advierte que una de las notas esenciales de la propiedad es justamente
el concepto de posesión - como lo hemos visto con Kant. Tal contradicción es
también paralela a la noción de trabajo, tal como lo advierte Marx en su crítica a
Hegel, dado que para este último sólo la actividad del trabajo como función espiritual
y formativa realiza la esencia humana, y en este punto Marx nos señala que
el filósofo queda a mitad de camino, pues justamente no problematiza el carácter
privado de la apropiación del producto del trabajo, como se da en el capitalismo.
Pero veremos esto más adelante.
Vimos anteriormente que la propiedad constituye el primer momento de la
dialéctica de la libertad, pero para Hegel el momento de mayor plenitud de la idea
de libertad se da en el ámbito del Estado.
“ (...) Empero, el hecho de que el espíritu objetivo, contenido del derecho, no
se entienda de nuevo sólo en su concepto subjetivo, y, por consiguiente, el
hecho de que el hombre en sí y para sí no esté determinado a la esclavitud ni
sea pensado de nuevo como un simple deber ser, esto se da sólo en el reconocimiento
de que la idea de libertad únicamente es verdadera como Esta -
do” (Hegel, 1993: nota al §57).
En la cita precedente podemos ver la diferencia entre el pensamiento de Kant
y Hegel, ya que para este último, si bien la propiedad privada es la primera existencia
de la libertad, ésta sólo puede concretarse plenamente en el ámbito del Estado.
En tal sentido es claro que para Hegel la propiedad privada nunca puede ser
421
El concepto de libertad en las teorías políticas de Kant, Hegel y Marx
La filosofía política moderna
el fundamento del Estado, ya que existe un pasaje de la idea de libertad en la propiedad
a través de una superación de la idea de libertad en el Estado.
El objetivo de haber tratado en parte la problemática de la propiedad fue dar
cuenta de la primera existencia de la libertad. En la Filosofía del Derecho Hegel
mostrará el tránsito de la propiedad a la noción de contrato, pero el abordaje de
tal problemática nos desvía de la temática de la libertad. Recordemos que para
Hegel, si bien la noción de contrato tiene su origen en el libre arbitrio, el mismo
no puede ser fundamento de la libertad, que sólo alcanzará su máxima plenitud
en la noción de Estado. En este punto podemos señalar la inversión hegeliana de
la visión contractualista, pues esta corriente, en su versión más liberal (Kant y
Locke), piensa el fundamento del Estado desde la legitimación de la propiedad
privada, adquiriendo esta última un carácter natural, o dicho de otro modo, naturalizando
el carácter de ella.
Para Hegel, en el ámbito de la familia, la libertad es un momento abstracto,
ya que todavía los sujetos no han sido atravesados por la individualidad. En la sociedad
civil la libertad es realizada como libertad negativa, en tanto la superación,
es decir la recuperación del particular abstracto -en términos hegelianos la voluntad
subjetiva y objetiva- sólo puede realizarse en el ámbito del Estado. Sólo así
se entiende la afirmación de Hegel -en contraposición a ciertas lecturas- de que
en el Estado el hombre alcanza no sólo su objetividad, sino que también asegura
su propia subjetividad. Porque “la finalidad del Estado es la realización de la libertad”,
entendiendo al Estado no como un mero instrumento donde se subsume
el universal a las voluntades particulares, sino como la “la realidad de la idea éti -
ca” (Hegel: §257). Es en el Estado –universal concreto- donde se van a conservar
y superar las contradicciones de la familia y de la sociedad civil.
Como vimos anteriormente, para Hegel el punto máximo de realización de la
libertad es en el Estado, y en contraposición a ciertas visiones, que sostienen la
anulación del individuo y sus derechos en el Estado, puede apreciarse con claridad
cómo éstas son contrarias a una lectura atenta de Hegel.
“Ahora bien, eso esencial, la unidad de la voluntad subjetiva y de lo universal,
es el orbe ético y, en su forma concreta, el Estado. Éste es la realidad en
la cual el individuo tiene y goza su libertad; pero por cuanto sabe, cree y
quiere lo universal (...) En el Estado la libertad se hace objetiva y se realiza
positivamente. Pero esto no debe entenderse en el sentido de que la voluntad
subjetiva del individuo se realice y goce de sí misma mediante la voluntad
general, siendo ésta un medio para aquella. Ni tampoco es el Estado una reunión
de hombres, en la que la libertad de los individuos tiene que estar limitada.
Es concebir la libertad de un modo puramente negativo imaginarla como
si los sujetos que viven juntos limitaran su libertad de tal forma que esa
común limitación, esa recíproca molestia de todos, sólo dejara a cada uno un
pequeño espacio en que poder moverse. Al contrario, el derecho, la morali-
422
dad y la eticidad son la única positiva realidad y satisfacción de la realidad.
El capricho del individuo no es la libertad. La libertad que se limita es el albedrío
referido a las necesidades particulares. Sólo en el Estado tiene el hombre
existencia racional” (Hegel, 1994: pp.100-1).
Podemos advertir en la filosofía hegeliana una idea positiva de la libertad
porque se es libre en el Estado debido a la autodeterminación de los sujetos en él,
en cuanto se piensan y se saben libres.
El gran problema de la filosofía política hegeliana es cómo superar el terreno
de las escisiones: en tanto por un lado Hegel aspira a la bella unidad de la polis
clásica, el problema de ésta es que no alberga dentro de sí el terreno de la contradicción,
el momento de la particularidad. Por otro lado Hegel se da cuenta que
el momento de la particularidad, axioma central del espíritu de la modernidad,
tiene su fundamento ontológico en el devenir de la propia dialéctica de la historia.
El desafío de la filosofía ético-política hegeliana es superar el atomismo de la
sociedad civil sin anular los derechos individuales o la voluntad subjetiva, por eso
el filósofo habla de la reconciliación de lo particular, voluntad subjetiva, con lo
universal, voluntad objetiva.
La libertad se realiza en dos planos:
1) en el plano práctico porque el hombre es el hacedor de las leyes (no hay
ley heterónoma);
2) en el ámbito del saber, hay una reflexión del actuar, el hombre en el Estado
es auto-conciente, no alienado.
Para concluir podemos afirmar que el axioma hegeliano es que en el Estado
la libertad se hace objetiva y se realiza positivamente, siendo éste el terreno de la
intersubjetividad, y no el del mero arbitrio individual.
Libertad y alienación en el pensamiento de Karl Marx
Pensar la problemática de la libertad desde la perspectiva teórica elaborada
por Karl Marx es una tarea sin duda difícil, ya que nunca hubo de parte de nuestro
pensador una sistematización del tema, en especial si lo comparamos con otras
problemáticas. A pesar ello creemos que existe una importante cantidad de material
de gran agudeza analítica en muchas de sus obras, que puede ayudarnos a
pensar su concepción de la libertad humana. Centraremos nuestro análisis fundamentalmente
en dos obras: “La cuestión judía” y los Manuscritos de 1844.
La antítesis central que formula Marx en La cuestión judía es el contraste entre
la sociedad política –reino de la igualdad formal - como comunidad espiritual o
celestial, y la sociedad civil –reino de la desigualdad real - como sociedad fragmentada
en intereses privados. El momento de unidad o comunidad sólo puede ser abs-
423
El concepto de libertad en las teorías políticas de Kant, Hegel y Marx
La filosofía política moderna
tracto (el Estado) porque en la realidad, en la sociedad fragmentada, un interés común
o general es imposible. Pero por otra parte, dado que el interés general resultante
es de naturaleza formal y se consigue mediante la abstracción de la realidad,
la base y contenido de esta sociedad política sigue siendo inevitablemente la sociedad
civil con todas sus contradicciones. Por debajo de la sociedad abstracta (el Estado)
siguen persistiendo la enajenación y la insociabilidad (Colletti, 1977).
El Estado político moderno es la coronación de la escisión de la sociedad burguesa:
tanto el hombre como la sociedad viven existencias escindidas. Con la instauración
del Estado moderno el hombre ha sido condenado no sólo en el pensamiento
y en la consciencia, sino también en la realidad a una doble vida, “una celestial
y otra terrenal”. Por un lado la vida se escinde en la comunidad política, vida
pública, en la que se considera un ser colectivo, un igual, un ser formalmente libre;
y por el otro una vida particular, privada, donde reina el ser egoísta, y se considera
a los otros hombres como medios, degradándose a sí mismo y a los otros.
Sólo puede llegarse al resultado de que un hombre es igual a los otros si ignoramos
las condiciones sociales en las cuales vive, si lo consideramos parte de una
comunidad etérea. Obtenemos al ciudadano sólo si hacemos abstracción del bourgeois.
La diferencia entre ambos, dice Marx en La cuestión judía, es la diferencia
entre el comerciante y el ciudadano, entre el jornalero y el ciudadano, entre el terrateniente
y el ciudadano, entre el individuo viviente y el ciudadano. Por otra parte,
una vez que el burgués ha sido negado y se ha transformado en ciudadano, el
proceso se invierte, va a ser la vida política la que se transforme en un medio cuyo
fin es la vida de la sociedad burguesa. En realidad “el Estado político se comporta
respecto de la sociedad civil de un modo tan espiritualista como el cielo respecto
a la tierra. Se halla con respecto a ella en la misma contraposición y la supera
del mismo modo que la religión supera la limitación del mundo profano, es
d e c i r, reconociendo también de nuevo, restaurándola y dejándose necesariamente
dominar por ella” (Marx, 1958: p. 23). El idealismo político del Estado hipostasiado
sólo sirve para asegurar y fijar el materialismo vulgar de la sociedad civil.
Esta escisión consagrada por la práctica política en la sociedad burguesa es
lo que marca el límite de la emancipación política “(...) porque la emancipación
política no es el modo llevado a fondo y exento de contradicciones de la emancipación
humana. El límite de la emancipación política se manifiesta en el hecho
de que el Estado pueda liberarse de un límite sin que el hombre se libere realmen -
te de él, en que el Estado pueda ser un Estado libre sin que el hombre sea un hom -
bre libre” (Marx, 1958: p. 22).
Mientras que para Hegel el ámbito estatal era el lugar de realización de la libertad
humana, el lugar donde la libertad se hacía objetiva y se realizaba positivamente,
para Marx el Estado, en tanto institucionalización de las relaciones sociales,
va a ser un ámbito de alienación. No habría ninguna posibilidad de que el
hombre realizara su libertad en el Estado.
424
La característica fundante de la sociedad burguesa es la apropiación, por parte
de un sector de la población, de trabajo ajeno por intermediación de la propiedad
privada. El Estado político actúa en última instancia como garante de la propiedad.
El derecho fundamental que otorga el derecho humano de la libertad es el
derecho humano de la propiedad privada “El derecho humano de la propiedad
privada es, por tanto, el derecho a disfrutar de su patrimonio y a disponer de él
arbitrariamente (a son gré), sin atender a los demás hombres, independientemente
de la sociedad, el derecho del interés personal. Aquella libertad individual y esta
aplicación suya constituyen el fundamento de la sociedad burguesa. Sociedad
que hace que todo hombre encuentre en otros hombres no la realización, sino por
el contrario, la limitación de su libertad” (Marx, 1958: p.33).
La constitución política de un estado moderno es en realidad la “constitución
de la propiedad privada”. Marx ve esta fórmula como el resumen de toda la lógica
invertida de la sociedad moderna. Esto significa que lo universal, el llamado
“interés general” de una comunidad representada en el Estado, no sólo no une a
los hombres entre sí, sino que por el contrario legitima la desunión. En el nombre
de un principio universal se consagra la propiedad privada (que no es justamente
universal), o lo que es lo mismo, el derecho de los individuos de perseguir
sus propios y exclusivos intereses, independientemente de, y en general contra, la
propia sociedad. El Estado debe aparecer como lo que no es, debe aparecer como
garante de la igualdad, mientras que su esencia es la garantía de la desigualdad.
Esencia y apariencia están escindidas en la misma práctica social, el Estado aparece
anulando políticamente la propiedad privada, cuando en realidad ésta es su
fundamento.
Por lo tanto reina la paradoja: la voluntad general es invocada para conferir
un valor absoluto al capricho individual; se invoca a la sociedad para convertir en
sagrados e intangibles los intereses anti-sociales. La causa de la igualdad entre los
hombres es defendida mientras que la causa de la desigualdad entre ellos (la propiedad
privada) es reconocida como fundamental y absoluta, siendo legitimada
por el Estado. Todo está cabeza abajo, como señala Marx: la inversión está primero
en la realidad, en la práctica social, antes de que la filosofía la refleje (Colletti,
1977).
“La elevación política del hombre por encima de la religión comparte todos
los inconvenientes y todas las ventajas de la elevación política, en general. El
Estado como Estado anula, por ejemplo, la propiedad privada, el hombre declara
la propiedad privada como abolida de un modo político cuando suprime
el censo de fortuna para el derecho de sufragio (...)” (Marx, 1958: p. 22)
Las formas sociales que adquiere la sociedad burguesa hacen que se produzca
una abolición política de la propiedad privada. Através de la escisión entre sociedad
civil y sociedad política el hombre puede transformarse en un igual, jurídicamente
hablando, a pesar de que exista la mayor desigualdad en el ámbito so-
425
El concepto de libertad en las teorías políticas de Kant, Hegel y Marx
La filosofía política moderna
cial. Sin embargo, la anulación política de la propiedad privada no sólo no destruye
a ésta, sino que por el contrario la presupone. La sociedad capitalista es una
sociedad profundamente escindida y alienada. Resultado y fundamento de esto es
la separación entre público y privado cuyo mayor desarrollo teórico se encuentra
en las formulaciones de Immanuel Kant, en particular en su texto Teoría y Pra -
xis: la separación entre sociedad civil y Estado. La sociedad burguesa necesita
realizar esta escisión por ser la única forma de legitimar al Estado en tanto representante
de ciudadanos iguales entre sí y ante él, y al mismo tiempo legitimar la
propiedad privada, legitimar el reino de la desigualdad civil, la cual a su vez es el
fundamento del Estado capitalista. La libertad en una sociedad escindida de este
tipo sólo puede remitirse a la libertad formal del ámbito jurídico.
Marx explicitará características fundantes de la sociedad burguesa al analizar a
ésta como una sociedad alienada y escindida: “La propiedad privada ha llegado a
ser el s u j e t o de la voluntad y la voluntad no es más que el p re d i c a d o de la propiedad
privada” (Marx, 1968: p. 123). Esto expresa la dominación real de la propiedad
privada sobre la sociedad moderna. La propiedad puede ser una manifestación,
un atributo del hombre, pero se convierte en el sujeto; el hombre puede ser sujeto
real, pero se convierte en propiedad de la propiedad privada. Aquí encontramos la
inversión sujeto-predicado, y simultáneamente la formulación con la cual Marx empieza
a delinear el fenómeno del fetichismo o alienación, que desarrollará mejor en
los M a n u s c r i t o s. El lado social de los seres humanos aparece como una característica
o propiedad de las cosas. Por otra parte, las cosas aparecen dotadas con atributos
sociales o humanos. Este es el embrión del argumento que Marx desarrollará
más tarde en El Capital al hablar del fetichismo de la mercancía.
Podemos ver a la Crítica a la filosofía del Derecho de Hegel como la obra
que conecta la visión de Marx sobre la dialéctica hegeliana con los últimos análisis
del Estado moderno y su fundamento, la propiedad privada. A través de las
obras analizadas se observa un desplazamiento a lo largo de una línea de pensamiento
crítico que va desde la reflexión de la lógica filosófica hasta su crítica de
la forma y contenido de la sociedad burguesa. Su discusión comienza con la inversión
sujeto-predicado en la lógica de Hegel, su análisis de la enajenación y la
alienación, para concluir con su crítica del fetichismo de la mercancía y el capital.
Podemos ver una profundización de la misma problemática. En los Manuscritos
encontramos una de las críticas más profundas y más radicales a las características
del régimen de producción capitalista, y al mismo tiempo, en particular
en el capítulo sobre “El trabajo enajenado”, es posible rastrear la relación entre
libertad y trabajo, y por lo tanto su relación con la propiedad privada.
“Todas las consecuencias se encuentran en esta determinación: el obrero está,
con respecto al producto de su trabajo, en la misma relación que está con
respecto a un objeto extraño. Porque es evidente por hipótesis: cuanto más se
exterioriza el obrero en su trabajo, más poderoso se vuelve el mundo extra-
426
ño, objetivo, que crea frente a él; cuanto más se empobrece a sí mismo el
obrero, más pobre se vuelve su mundo interior, menos posee como cosa propia
(...) El obrero pone su vida en el objeto, pero ésta ya no le pertenece; pertenece
al objeto” (Marx, 1968b: p. 110).
Vemos el proceso de alienación del trabajador en el proceso de trabajo. La
alienación no sólo significa que el trabajo de éste se convierte en objeto, sino que
además el trabajo existe extraño a él, se convierte en un poder autónomo frente
al trabajador, un poder que le es hostil.
En el análisis del trabajo alienado está implícita la idea de libertad que Marx
sustenta. Para nuestro pensador, un hombre libre o una sociedad libre son un
hombre o una sociedad no alienados. El hombre libre -y aquí se encuentra lejos
de una concepción negativa de libertad, como en la visión kantiana- es el hombre
que a través de la mediación del trabajo, vista ésta como su actividad vital, se
transforma en ser genérico, en Hombre, en individuo verdaderamente libre.
Marx afirma que el hombre es un ser genérico: con ello quiere decir que el
hombre se remonta por encima de su individualidad subjetiva, que reconoce en sí
lo universal objetivo y que se supera como ser finito. Dicho de otro modo, el
hombre como individuo es el representante del Hombre –con mayúscula. Al comportarse
frente a sí mismo como frente al actual género viviente, se comporta
frente a sí mismo como frente a un ser universal, y -esto es de importancia fundamental-
por lo tanto como un ser libre.
La universalidad del hombre, esta vivencia en cuanto ser libre, se pone de
manifiesto en la relación que éste establece, a través de la mediación del trabajo,
por un lado con la naturaleza y por otro con el hombre mismo. “El hombre vive
de la naturaleza: significa que la naturaleza es su cuerpo, con el que debe mantener
un proceso constante para no morir” (Marx, 1968b: p. 115). La vida física e
intelectual del hombre está indisolublemente ligada a la naturaleza, lo cual para
Marx no quiere decir otra cosa: que la naturaleza está indisolublemente ligada a
sí misma, porque el hombre es una parte de la naturaleza. 4 El trabajo alienado
rompe este equilibrio hombre-naturaleza, y su propia función vital, el trabajo,
vuelve al género extraño al hombre, haciendo de la vida genérica el simple medio
de la vida individual.
El individuo se transforma en hombre libre mediante la objetivación de su
naturaleza humana en un objeto a través del trabajo, transformándose en ser universal,
en ser genérico, en representante de la especie humana por su intermediación.
El trabajo –nos referimos en este caso al trabajo no-alienado - es la actividad
vital del hombre; la vida productiva es la vida genérica, es “vida engendrando
vida”. El filósofo de Tréveris veía que el modo de actividad vital contenía el
carácter de una especie, su carácter genérico, y la actividad libre, consciente, no
alienada, es el carácter genérico del hombre. Es la actividad vital consciente la
427
El concepto de libertad en las teorías políticas de Kant, Hegel y Marx
La filosofía política moderna
que distingue la actividad vital del hombre y del animal. Precisamente por eso es
un ser genérico; y también por esta razón, por su conciencia, su actividad es ac -
tividad libre. Pero las características de la sociedad burguesa, en tanto sociedad
alienada, trastornan la relación de tal manera que el hombre, debido a que es un
ser consciente, “no hace precisamente de su actividad vital, de su esencia, nada
más que un medio de su existencia”.
Por medio de la producción de un mundo objetivo, nos dice Marx, el hombre
se experimenta como ser genérico consciente: como ser que se comporta con respecto
al género, con respecto a su propio ser, con respecto a sí mismo, como ser
genérico. El hombre no necesita producir sólo por imperio de la necesidad física;
el hombre produce de un modo universal, aún liberado de la necesidad física. En
realidad el hombre sólo produce, en verdad, cuando está liberado de la necesidad;
y el hombre es libre cuando produce librado de la necesidad. La conexión entre
trabajo no alienado y libertad es clara, y veremos también cuál es la relación entre
alienación y propiedad privada.
“Precisamente en el hecho de elaborar el mundo objetivo es donde el hombre
comienza, pues, a experimentarse en realidad como ser genérico. Esta
producción es su vida genérica activa. Gracias a esta producción, la naturaleza
aparece como su obra, y su realidad. El objeto del trabajo es, pues, la ob -
jetivación de la vida genérica del hombre (...) Por consiguiente, al arrancarle
al hombre el objeto de su producción, el trabajo alienado le arranca a la vez
su vida genérica, su verdadera objetividad genérica, y transforma la ventaja
que el hombre posee sobre el animal en la desventaja de que su cuerpo inorgánico
–la naturaleza- le es robado” (Marx, 1968b: pp. 117-8).
La propiedad privada, característica fundante de la sociedad burguesa, es la
conexión con el trabajo alienado, es la existencia de ésta la que transforma al trabajo
humano, de medio de liberación del hombre, en medio de su esclavitud. La
propiedad privada, máxima expresión de la sociedad burguesa escindida y alienada,
transforma al hombre en un ser alienado mediante su propio trabajo.
“La propiedad privada es, pues, el producto, el resultado, la necesaria consecuencia
del trabajo alienado, de la relación exterior del obrero con la naturaleza
y consigo mismo. La propiedad privada deriva, pues, del análisis del
concepto de trabajo alienado, es decir, de hombre alienado, de trabajo que
se ha vuelto extraño, de vida que se ha vuelto extraña, de hombre que se ha
vuelto extraño (...) por una parte la propiedad privada es el producto del trabajo
alienado, y, por otra, es el medio por el cual el trabajo se aliena; es la
realización de esta alienación” (Marx, 1968b: p.121).
La propiedad privada es el resultado culminante de este proceso de alienación
del trabajo. Por un lado la propiedad privada es el producto del trabajo alienado,
y por otro es el medio por el cual el trabajo se aliena. Una de las consecuen-
428
429
cias más importantes de este proceso de extrañamiento del hombre respecto al
producto de su trabajo es que al mismo tiempo “el hombre se vuelve extraño al
hombre”, o dicho en otras palabras, cuando el hombre se encuentra frente a sí
mismo es otro quien lo enfrenta. El hombre, al volverse extraño al hombre mismo,
también se vuelve extraño a la misma esencia humana, no pudiendo transformarse
en un ser genérico, es decir en un hombre libre.
Creemos que la noción de libertad en Marx está fuertemente relacionada con
la realización de la esencia humana a través de la mediación del trabajo por un lado,
y por otro con la existencia de una comunidad no-alienada donde el hombre
pueda reconocer su universalidad y transformarse en un ser libre.
El eje del presente trabajo consistió en recuperar el pensamiento de Marx con
relación a la problemática de la libertad, e intentar recuperar la vitalidad de una
reflexión radical y libertaria. La filosofía de Marx es una filosofía crítica. Es una
crítica imbuida de utopía en el hombre, en su capacidad de liberarse y realizar sus
potencialidades. Para Marx la superación de la sociedad alienada tiene que ver
con la construcción del socialismo, entendiendo por socialismo una sociedad libre.
Para nuestro pensador el socialismo era la emancipación del hombre, y la
emancipación del hombre no es otra cosa que su autorrealización: la reconciliación
del hombre con la naturaleza, y por lo tanto la reconciliación del hombre con
el hombre mismo. El fin del socialismo es el desarrollo de la personalidad individual;
el fin del socialismo es el hombre verdaderamente libre. Queremos concluir
con una frase de Marx donde recupera la utopía socialista:
“el comunismo es la abolición positiva de la propiedad privada, de la autoe -
najenación humana y, por lo tanto, la apropiación real de la naturaleza hu -
mana a través del hombre y para el hombre. Es, pues, la vuelta del hombre
mismo como ser social, es decir, realmente humano, una vuelta completa y
consciente que asimila toda la riqueza del desarrollo anterior. El comunismo,
(...) es la resolución definitiva del antagonismo entre el hombre y la naturaleza
y entre el hombre y el hombre. Es la verdadera solución del conflicto entre
existencia y esencia, entre libertad y necesidad, entre el individuo y la especie”
(Marx, 1968b: p.137).
El concepto de libertad en las teorías políticas de Kant, Hegel y Marx
La filosofía política moderna
430
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431
Notas
1. Creemos que para entender mejor la complejidad de la propuesta analítica
kantiana son necesarias algunas aclaraciones. En el tema de la posesión es
necesario distinguir, siguiendo a Kant, entre: “...tenga que presuponerse como
posible una posesión inteligible (possessio noumenon), si es que debe haber
un mío o tuyo exterior; la posesión empírica (tenencia) es entonces sólo
posesión en el fenómeno (possessio phaenomenon), aún cuando el objeto que
poseo no sea considerado aquí” (Kant, 1994: p. 60).
2. Es necesario aclarar que la concepción de propietario a la cual Kant hace
referencia en este pasaje es amplia, ya que no sólo se incluye a los propietarios
del suelo. La concepción de propietario se hará extensible a “los casos
en que haya de ganarse la vida gracias a otros lo haga sólo por venta de lo
que es suyo”. Sin adentrarnos demasiado en este punto, podemos decir que
para Kant el propietario es aquel que no esté al servicio.
3. Veremos que la concepción de Marx respecto al trabajo como objetivación
de la naturaleza humana, es muy parecida a elaborada por Hegel.
4. Esta visión de Marx respecto a la naturaleza parece disipar algunas críticas
que han pretendido mostrarlo como un pensador que veía a la naturaleza
como un medio para el hombre.
El concepto de libertad en las teorías políticas de Kant, Hegel y Marx

Espacio público y cambio social
Pensar desde Tocqueville
c Edgardo García*
Un confiado Carlos Marx evaluaba que las armas forjadas por la burguesía
en ascenso contra la aristocracia dominante, prontamente se
transformarían en sus mortales enemigas en manos del proletariado
(Marx, 1985: p. 150). Entre esas versátiles herramientas se encontraban varios de
los derechos y libertades proclamados por los revolucionarios estadounidenses y
franceses en la Declaración de Derechos de Virginia de 1776 y en la Declaración
de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, cuyo artículo 11 proclamaba
específicamente: “La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones
es uno de los derechos más preciados del hombre: todo ciudadano puede, por
tanto, hablar, escribir e imprimir libremente, salvo la responsabilidad que el
abuso de esta libertad produzca en los casos determinados por la ley” (Monzón,
1996: pp. 58-9). Este derecho a la libertad de expresión es el que dará sustento a
la constitución de la esfera de la opinión pública, sobre el cual discurrirá el presente
trabajo.
Amediados del siglo XIX aún persistía la idea de un espacio, el de la opinión
pública, que se constituía en el libre intercambio de opiniones racionales, razonamientos
abiertos, información y crítica, que constituían instrumentos de afirmación
pública en cuestiones políticas (Price, 1994: p. 23). Esta concepción del
433
* Licenciado en Ciencia Política (FSOC—UBA) y maestrando en Relaciones Internacionales (FLACSO) y en Comunicación
Institucional (UCES). Docente de la materia Teoría Política y Social Moderna (FSOC—UBA).
La filosofía política moderna
espacio público ha sido sometida a numerosas críticas, entre las cuales la de
Tocqueville se destaca por ser una de las más tempranas. A pesar de ello, aún hoy
sigue constituyendo el punto de referencia del sentido común, cada vez que ésta
aborda la cuestión de la opinión pública y su espacio de expresión.
Hasta cierto punto la presuposición marxista comulgaba con esta noción de
la opinión racional, y entendía asimismo el espacio de la opinión pública como
un mercado más, en el cual, en lugar de productos y servicios, eran las ideas las
que competían en libre concurrencia. En la medida en que toda institución cobraba
el carácter de idea, cada una se sometía a debate y su verdadero carácter quedaba
expuesto (Marx, 1985: p. 151; y Berman, 1988: pp. 109-16). No importaba si
la institución era el gobierno, la educación, la propiedad o la relación salarial.
Que estas dos últimas fueran sometidas a crítica constituía la esperanza del oriundo
de Tréveris, así como el terror de la burguesía, tal como lo señalara en “El
Dieciocho Brumario de Luis Bonaparte” (Marx, 1985: p. 151). La burguesía no
alcanzaba a convertirse en clase dominante que ya tenía al proletariado sobre sus
pasos, dispuesto a arrebatarle su dominación.
Merced a su ingreso en el espacio público el proletariado pudo apelar a las
armas de la publicidad (en su sentido amplio), y revelar, como destacara Marx,
que la opinión pública carece de su supuesto carácter universal y general en la
medida en que la propia sociedad capitalista se encuentra escindida en clases
sociales, por lo que existen tantas opiniones públicas como clases. Asimismo, esa
supuesta opinión pública no es más que la opinión del público raciocinante, que
no es otro que el compuesto por aquellos que ocupan los roles de poder político
y económico de esa sociedad, lo que hace de dicha opinión pública “general” una
opinión pública “de la clase dominante”(Marx-Engels, 1987: p. 50).
La creencia en la libre confrontación de opiniones como mecanismo de acceso
a la verdad se asienta en el concepto de opinión como expresión racional cognitiva,
resultado de un razonamiento crítico. Dicha confrontación tenía lugar en
el marco de un espacio público que, como señalara Habermas en su conocido
estudio (Habermas, 1994), es generado por el ascenso burgués y la emergencia
del capitalismo, y se plasma en los pubs y cafés de Inglaterra, los salones de París
y las sociedades de tertulia de Alemania (Habermas, 1994: pp. 106-109). Un
ámbito que, habiendo sido el espacio de una legitimación alternativa respecto a
la del Estado absolutista (y por ende herramienta del ascenso burgués), podía
trastocarse en arma poderosa de un proletariado que, al calor de la “primavera de
los pueblos”, buscaba incorporarse a la ciudadela política burguesa en un derrotero
plagado de efímeras victorias y catastróficas derrotas.
Consideramos que el rol adjudicado por Marx a la esfera de la opinión pública
en el marco del cambio social debe ser calibrado a partir de un recorrido del
pensamiento tocquevilleano. Atal efecto, intentaremos exponer las deficiencias y
potencialidades del espacio social democrático, tal como es definido por
434
Tocqueville, en orden a la preservación de la libertad y la construcción del cambio
político y social. En primer lugar abordaremos brevemente la definición de
opinión pública, así como sus acepciones más comunes y relevantes desde el
punto de vista de un análisis político. En segundo término desarrollaremos la concepción
tocquevilleana de la opinión pública y sus efectos, para luego dar lugar a
los principios de autoridad que se ponen en juego en esta opinión de la mayoría.
Una vez tratado el problema de la opinión pública, estudiaremos dos instituciones
clave para las esperanzas tocquevilleanas de escapar de la tiranía democrática:
prensa y asociaciones, pilares de un espacio público capaz de sostener las libertades
y derechos de los ciudadanos, así como, según nuestra visión, de fortalecer
las condiciones de una transformación social. Por último, plantearemos aquellos
que a nuestro entender constituyen los mayores obstáculos para la generación y
conservación del espacio público y las virtudes ciudadanas. Obstáculos que,
sumados a la opinión pública mayoritaria, podrían considerarse inexpugnables: la
pasión por el bienestar material y sus efectos, y la generalización de esa cultura
de clase media.
Control del individuo, sustento del gobierno y
fundamento de la ley
Definir el concepto de opinión pública es una tarea por demás trabajosa en
virtud de las numerosas definiciones que pueden encontrarse (Monzón,1996;
Noelle-Neumann, 1995). Sin embargo, no podemos dejar de rescatar algunas de
las acepciones más comunes, aún teniendo en cuenta que todas ellas son precarias
y provisionales. A efectos del presente trabajo debemos aclarar cada uno de los
términos. En el caso del concepto de opinión éste incluye dos acepciones básicas,
ambas útiles para el análisis del aporte tocquevilleano: a) como juicio racionalcognitivo;
b) como equivalente a costumbres, moral y maneras. En lo que se
refiere al concepto de público, nos limitaremos a la acepción que entiende la cosa
pública como algo de acceso común, que remite a cuestiones de interés general,
y específicamente a aquellos asuntos relativos a Gobierno y Estado (Price, 1994:
pp.19-21). De la reunión de ambos conceptos bien podemos derivar una acepción
de opinión pública que la define como un mecanismo que facilita el acceso a ciertas
verdades en el ámbito de lo público a partir del juicio de personas privadas
(Monzón, 1996: p. 54).
En su versión moderna, la mayoría de los autores adjudica la paternidad de
la expresión a Jean-Jacques Rousseau, quien en carta a Anelot, ministro de asuntos
exteriores, el 2 de mayo de 1744, la utilizará definiéndola en términos de “tribunal
de cuya desaprobación hubiera uno de protegerse” (Noelle-Neumann,
1995: pp. 111-2).
435
Espacio público y cambio social. Pensar desde Tocqueville
La filosofía política moderna
Un concepto de opinión pública que, si bien está asociado a la acepción en
términos de moral y costumbres, también extiende su esfera de influencia al
campo político en la medida en que el gobierno también debe responder ante
dicho tribunal. Esto otorga sustento a la concepción del gobierno apoyado en la
opinión, ya que si bien los hombres pueden otorgar su fuerza para establecer un
gobierno común, no menos cierto es que conservan el uso de su razón individual
para evaluar la marcha de la cosa pública.
Esa concepción del gobierno basado en la opinión pública habrá de obtener
su popularidad de la mano del ministro de Luis XIV, Necker, en el último cuarto
del siglo XVIII. En efecto, fue éste quien, al publicar las cuentas públicas, planteó
la necesidad de publicitar las actividades gubernamentales y justificó tal posición
en la dependencia de las finanzas del reino respecto de la opinión de los acreedores
(Habermas, 1994: p. 105-106; Price, 1994: p. 26). Como puede observarse,
hacer buena letra para obtener el investment grade es una práctica con más de
doscientos años.
Resulta importante destacar una tercera forma de evaluar la opinión pública,
que también pertenece a Rousseau. Como se recordará, el ginebrino asocia la
opinión pública a su expresión en la tradición y las costumbres, que en su enumeración
de los tipos de leyes existentes en la República configuran las más
importantes, ya que sobre ellas se asientan las restantes.
“A estas tres clases de leyes se une una cuarta, la más importante de todas;
que no se graba ni sobre el mármol ni sobre el bronce, sino en los corazones
de los ciudadanos; que forma la verdadera constitución del Estado;… Hablo
de las costumbres, de los usos, y sobre todo de la opinión; … parte de que el
gran Legislador se ocupa en secreto…” (Rousseau, 1998: p. 79).
La voluntad general, cristalizada en la ley, sería la consolidación de la propia
opinión pública, en la medida en que ésta es sondeada por el Legislador al
momento de evaluar al pueblo sobre el cual habrá de legislar.
Opinión pública, poder que mata
Se ha señalado hasta el hartazgo la virtud del abordaje tocquevilleano, que
presupone el imprescindible análisis de la constitución material, o estado social,
para pasar luego al estudio de su constitución formal (Negri, 1994: pp. 224-5; y
Zetterbaum, 1996). Basta leer el capítulo IX de la 2da parte del Tomo I
(Tocqueville, 1985: Tomo I, pp. 260-300) para reconocer esta saludable afirmación.
Y si ello no alcanza, los atribulados ciudadanos argentinos (si es que cabe
tal concepto) podrían efectuar el ejercicio que en dichas páginas nos plantea
Tocqueville para encontrar allí una parte, que no nos atreveríamos a valorar, de
nuestros males históricos.
436
En dichos párrafos Tocqueville evalúa los factores constitucionales y legislativos:
luego se desplaza por los factores geográficos, y concluye finalmente, que
ni unos ni otros explican lo que hoy denominaríamos “ventaja comparativa” de
los Estados Unidos sobre las ex colonias españolas de América del Sur. Sólo en
las costumbres hallaríamos esa ventaja, ese factor desequilibrante. Y, en estos
párrafos, es el eco de Rousseau el que vuelve a envolvernos (Rousseau, 1998: pp.
68-76).
Pero esa ventaja comparativa, constituida por las instituciones libres, la profusión
de asociaciones civiles y políticas y el ejercicio de los derechos políticos
en todos los ámbitos de la sociedad, libra una batalla cotidiana contra los efectos
negativos del avance arrollador e irresistible de la igualdad. Una igualdad de
condiciones que puede llevarnos a la libertad o desplomarnos en la tiranía.
“Nos queda por saber si tendremos una República agitada o una República
tranquila, una República regular o una República irregular, una República
pacífica o una República belicosa, una República liberal, o una República
opresiva, una República que amenace los derechos sagrados de la propiedad
y de la familia, o una República que los reconozca y consagre, … Según lo
que tengamos, la libertad democrática o la tiranía democrática, el destino del
mundo será diferente” (Tocqueville, 1985: Tomo I, p. 8).
No nos preocupa aquí encontrar fórmulas que garanticen la persistencia de
mecanismos aristocráticos bajo las nuevas condiciones de igualdad, tal como pretendiera
Tocqueville, sino reflexionar acerca del valor de algunos de ellos para el
fortalecimiento de la ciudadanía en nuestro fin de siglo. Reflexión aún más pertinente
si se trata del contexto argentino, toda vez que una mirada a las últimas
décadas revela su profunda degradación. Degradación que, a diferencia de la
planteada por Tocqueville, está asociada parcialmente a la creciente desigualdad
social. Hechas estas breves acotaciones, nos abocaremos al tratamiento que
Tocqueville realiza de la opinión pública y sus efectos.
Necesariamente debe partirse de la noción de soberanía del pueblo tal como
es definida en el capítulo IV de la 1ra parte del Tomo I de “La Democracia en
América”: un poder omnímodo que el pueblo posee aún sobre las instituciones, y
que permite que la mayoría, a través de sus opiniones, prejuicios y pasiones, se
imponga sin obstáculos.
“Allí la sociedad actúa por sí misma y sobre sí misma, no hay poder fuera de
su seno… El pueblo reina sobre el mundo político americano como Dios
sobre el universo. Él es la causa y el fin de todas las cosas; todo sale de él y
todo se incorpora de nuevo a él” (Tocqueville, 1985: Tomo I, pp. 56-7).
Es importante destacar que las formas en que se expresa esta mayoría se alejan
radicalmente de las manifestaciones cognitivo-racionales que señaláramos
más arriba. Por el contrario, estas opiniones son producto de un pueblo que siente
437
Espacio público y cambio social. Pensar desde Tocqueville
La filosofía política moderna
más de lo que razona, y esa misma pasión, que suele ser momentánea, lo aleja de
los designios permanentes, sacrificados en su altar.
“La tendencia que impele a la democracia a obedecer, en política, al sentimiento
más que a la razón, y a abandonar un designio largo tiempo madurado,
por satisfacer una pasión momentánea…” (Tocqueville, 1985: Tomo I,
p. 216).
Esta opinión pública conforma una suerte de religión, cuyo profeta es la mayoría
(Tocqueville, 1985: Tomo II, p.16). Religión que, como cualquier otra, actúa
como una fuerza moral que traza un cerco sobre el pensamiento, ejerciendo una
suerte de violencia intelectual.
“En América la mayoría traza un cerco formidable alrededor del pensamiento.”
“Cadenas y verdugos eran los burdos instrumentos que empleaba antaño
la tiranía,… los príncipes habían, por así decirlo, materializado la violencia;
las repúblicas democráticas de hoy la han hecho tan intelectual como la voluntad
humana a la que pretenden sojuzgar … deja el cuerpo y va derecho al
alma” (Tocqueville, 1985: Tomo I, pp. 240-1).
Aquí está claramente definida la relevancia de la noción de opinión pública
en Tocqueville. La opinión es uno de los dos poderes centrales de los que goza la
mayoría para ejercer su omnipotencia y facilitar lo que el autor define como
“vicios democráticos”: inestabilidad legislativa y administrativa.
Este poder cristaliza en lo que Elizabeth Noelle-Neumann, siguiendo a
Tocqueville, define como “espiral de silencio”: la capacidad de la opinión pública
de condenar al silencio a aquél que no coincide con la opinión que supuestamente
sostiene una mayoría.
“Cuando os acerquéis a vuestros semejantes, huirán de vosotros como de un
ser impuro, e incluso los que creen en vuestra inocencia os abandonarán, para
que no se huya asimismo de ellos” (Tocqueville, 1985: Tomo I, p. 241).
De las autoridades en materia de opinión
Pero, ¿cuál es el sustento social de esta omnipotencia, de este poder que mata
socialmente? Tocqueville, una vez más, lo atribuye a la igualdad de condiciones.
La uniformidad de los ciudadanos conduce a la inexistencia de notables, personalidades
o autoridades fuera de lo común (lo que en el lenguaje tocquevilleano
debe asociarse inmediatamente al concepto de aristócratas) que puedan establecer
lo que hoy denominaríamos “corrientes de opinión”. No hay líderes de
opinión. Si no hay criterios cualitativos de distinción o si se los rechaza porque
se reniega de los privilegios, entonces sólo nos resta apelar a los criterios cuantitativos.
Si no hay grandes hombres, puede haber mayorías. Si la mayoría manifi-
438
esta una opinión, y todos somos miembros de esa multitud de hombres iguales,
es lógico que confiemos en el pronunciamiento, en la opinión de la mayoría, y
dejemos que guíe nuestra razón individual.
“No sólo la opinión común es el único maestro que le queda a la razón individual
en los pueblos democráticos, sino que en ellos dicha opinión es infinitamente
más poderosa que en los otros pueblos. En épocas de igualdad
ningún hombre se fía en otro, a causa de su equivalencia, pero esta misma
equivalencia les da una confianza casi ilimitada en el juicio público, ya que
no les parece verosímil que siendo todos de igual discernimiento, la verdad
no se encuentre del lado de la mayoría” (Tocqueville, 1985: Tomo II, p. 15).
Esta razón individual no solamente parte de la premisa de desconfiar de las
autoridades indiscutidas, sino que también se pretende fuente de verdad en todo
campo del conocimiento, pues nada puede superar los límites de la inteligencia
individual (Tocqueville, 1985: Tomo II, p. 10).
Pero esta razón individual, engarzada a tales imperativos, dispuesta a evaluar
cada asunto por sí misma, encuentra rápidamente obstáculos que el propio
Tocqueville se ocupa de señalar. En primer lugar es objetivamente imposible considerar
cada cuestión para formarse un juicio propio, lo que conduce a los hombres
a aceptar ideas dadas que provienen de terceros.
“Si el hombre tuviera forzosamente que probarse a sí mismo todas las verdades
de la vida cotidiana no acabaría nunca; …como carece de tiempo y de
facultades … no puede sino dar por cierto gran cantidad de hechos y opiniones
que no ha tenido ocasión ni capacidad para examinar y verificar personalmente,
pero que expusieron otros más hábiles o adoptó la multitud”
(Tocqueville, 1985: Tomo II, p.14).
En segundo término, la propia igualdad de condiciones conduce a ideas
análogas.
“Las opiniones básicas de los hombres se van haciendo semejantes a medida
que las condiciones se van nivelando. Tal me parece ser el hecho general y
permanente; el resto es singular y pasajero” (Tocqueville, 1985: Tomo II, p.
220).
En tercer lugar, la muy norteamericana afición al bienestar, y las labores
necesarias para obtenerlo, los ocupan tanto que les impiden pensar y entusiasmarse
con las ideas.
“La vida transcurre entre el movimiento y el ruido, y los hombres tanto se
ocupan en su “hacer”, que no tienen tiempo para pensar … el ardor que
ponen en sus negocios les impide entusiasmarse con las ideas” (Tocqueville,
1985: Tomo II, p. 221).
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Espacio público y cambio social. Pensar desde Tocqueville
La filosofía política moderna
Asimismo, ese ardor por los negocios recorta el tiempo libre necesario para
que el pueblo pueda elevarse por encima de cierto nivel cultural, lo que en la lectura
tocquevilleana constituye una condición necesaria para que pueda evaluar los
medios necesarios para obtener sus fines (Tocqueville, 1985: Tomo I, pp. 185-
186).
Por último, la igualdad no sólo los conduce a la uniformidad de ideas, sino
que también genera dos efectos adicionales: suscita menos pensamiento, y en
última instancia puede llevar al hombre a no pensar por sí mismo.
“Y veo cómo, bajo el imperio de ciertas leyes, la democracia extinguiría la
libertad intelectual que el mismo estado social democrático favorece, de
suerte que … el espíritu humano se encadenaría estrechamente a la voluntad
general de la mayoría” (Tocqueville, 1985: Tomo II, p.16).
Tal es el peso de la opinión mayoritaria sobre el individuo, que no sólo tiene
la capacidad de convertirlo en un paria sumido en el silencio, sino también en un
ser obligado a dudar de sí mismo y de sus propios derechos cuando su opinión es
atacada por la mayoría.
“No percibiendo nada que le eleve ni distinga de los otros, desconfía de sí
mismo cuando le atacan; no sólo duda de sus fuerzas, sino que llega a dudar
de su derecho, (…) la mayoría no tiene necesidad de obligarle, le convence”
(Tocqueville, 1985: Tomo II, p. 222).
Tras la glorificación de la razón individual, tan común al pensamiento liberal
clásico, emerge aquí una percepción más refinada y concreta, señalando los
límites y obstáculos de aquélla. ¿Cómo evaluaremos hoy, a la luz de este aporte
tocquevilleano, el sentido de las encuestas de opinión y su creciente legitimidad?
¿Cómo juzgaríamos la influencia de los medios de comunicación sobre estas
opiniones? ¿Cómo lo haría Tocqueville, para quien la prensa de su tiempo
impedía más males que los bienes que generaba, pero que lo hacía en un contexto
en el cual la imposibilidad de convertirlos en fuente de ganancia los tornaba
factores de escaso poder?
“La amo (a la libertad de prensa) por la consideración de los males que impide
mucho más que por los bienes que aporta” (Tocqueville, 1985: Tomo I, p.
169).
Prensa y asociaciones
Las preguntas que cerraban el apartado anterior no son ociosas, toda vez que
el presente rol de los medios de comunicación goza de una legitimidad pocas
veces vista y, además, terriblemente magnificada (Muraro, 1998: pp. 89 y ss.; y
Ramonet, 1998).
440
En el caso particular de nuestro país, esta legitimidad es explicada, por los
propios medios y por los analistas más conspicuos, a partir de la constatación que
la ciudadanía efectúa de que los medios son la única garantía frente a la
degradación del sistema institucional. En definitiva, esta explicación, que ya es
lugar común y por lo tanto endeble, no hace más que reiterar lo que el propio
Tocqueville señalara al referirse a las bondades de la prensa: ésta es la única
garantía de libertad y seguridad cuando el poder viola la ley y nadie puede recurrir
a la justicia. Sería justo señalar, también, que la analogía podría ser completa
si los medios de comunicación hubieran efectivamente sido dicha garantía cuando
en la Argentina la libertad, la seguridad y la vida corrían peligro ante un poder
que no solamente violaba la ley. Más allá de la apreciación, la libertad de prensa
sigue siendo para nuestro autor, y para nuestros comunicadores, una garantía para
el Estado de Derecho liberal. Pero no sólo eso.
En efecto, Tocqueville destaca otro rol de la prensa, esta vez en relación con
las opiniones: logra que los pueblos se aferren a ellas por convicción y orgullo,
lo que permite que sean más duraderas (Tocqueville, 1985: Tomo I, p. 175). A
pesar de este poder que adjudica a los periódicos, nuestro autor no se priva de
señalar tanto un límite como una posibilidad de superarlo. Ese límite se erige a
partir de los intereses materiales de los hombres, cuya visibilidad, permanencia y
materialidad los hacen inexpugnables como criterio de decisión frente a la duda
entre opiniones.
“… en la duda de las opiniones los hombres acaban por aferrarse únicamente
a los instintos y a los intereses materiales, que son mucho más visibles, más
concretos y más permanentes por naturaleza que las opiniones”.
(Tocqueville, 1985: Tomo I, p. 176).
Este obstáculo al poder de la prensa parece, sin embargo, encontrar una
instancia en la que puede ser superado exitosamente. Es el momento en el cual
los periódicos se unen y logran transformarse en un poder que hace ceder a la
opinión.
“Cuando un gran número de órganos de la prensa llegan a marchar por la
misma vía, su influencia, a la larga, se hace casi irresistible, y la opinión
pública, atacada constantemente por el mismo lado, acaba por ceder”.
(Tocqueville, 1985: Tomo I, p. 175).
¿Está un monopolio periodístico en condiciones de lograr tal cosa? En poco
tiempo deberemos estar en condiciones de responder a esta pregunta.
A los ojos de Tocqueville, en este contexto de igualdad de condiciones la
prensa reúne otras virtudes que le permiten desempeñar el rol que en las
sociedades aristocráticas cumplían los individuos prominentes. En efecto, son los
periódicos los que, al exponer ideas presentes en individuos separados les permiten
reunirse, y hasta cierto punto los obligan a ello, en la medida en que los
441
Espacio público y cambio social. Pensar desde Tocqueville
La filosofía política moderna
persuaden de que la unión es la condición necesaria para servir a sus intereses
particulares.
“Si aparece un periódico que expone a todas las miradas el sentimiento o la
idea simultáneos en individuos separados a cada uno de ellos todos se dirigen
inmediatamente hacia esa luz … se encuentran por fin y se unen”
(Tocqueville, 1985: Tomo II, p. 100).
A su vez, esta necesidad de asociarse que genera en los individuos es la que
retroalimenta los periódicos, que aumentan junto a dicha necesidad (Tocqueville,
1985: Tomo II, p. 101).
Estas apreciaciones deben ser matizadas al momento de emplearlas en el
análisis de la escena mediática contemporánea, dado que corresponden a una
etapa pretérita, en la que los diarios respondían al modelo de prensa partidista. Lo
importante aquí es retener esta noción tocquevilleana del valor positivo que
atribuye a la prensa y a las asociaciones en su búsqueda de instancias de la
sociedad que eviten la caída en la tiranía.
Las asociaciones, que Tocqueville divide en civiles y políticas, tienen la virtud
de reemplazar a los poderosos hombres eliminados por la igualdad de condiciones.
A tal punto llega la importancia adjudicada a las asociaciones (y por
equivalencia a sus añorados aristócratas), que encuentra en la proporcionalidad
entre éstas y el desarrollo de la igualdad la garantía de la adquisición y conservación
de la civilización.
“Para que los hombres conserven su civilización, o la adquieran, es preciso
que la práctica asociativa se desarrolle y perfeccione en la misma proporción
en que aumenta la igualdad en las condiciones sociales” (Tocqueville, 1985:
Tomo II, p. 99).
No discutiremos aquí si la definición de los términos de la proporcionalidad
es acertada. Pero sí compartimos la preocupación tocquevilleana por el desarrollo
de las asociaciones en tanto entendemos, como lo hiciera Marx, que éstas representan
la vida de la sociedad civil frente a un Estado decidido a expropiar sus
funciones y a condenarla a la heteronomía mediante la extinción de sus asociaciones.
No es casual la referencia a Marx, toda vez que tanto el oriundo de
Tréveris como nuestro autor leen el crecimiento del Estado como una amenaza.
En efecto, basta detenerse en el Tomo II, 2da parte, Cap. V, para encontrar la
acotación sobre la tendencia del poder político a suplantar las asociaciones, lo que
pone en peligro la moral y la inteligencia del pueblo en la medida en que éstas se
desarrollan en la acción recíproca entre los hombres.
“La moral e inteligencia de un pueblo democrático no correrán menores riesgos
que su negocio y su industria si el gobierno reemplaza enteramente sus
acciones” (Tocqueville, 1985: Tomo II, p. 98).
442
Es tal el desarrollo del Estado francés dieciochesco, que ambos autores coincidirán
en su análisis de este monstruo que, al decir de Marx, penetra todos los
poros de la sociedad civil (Marx, 1985: pp. 146/147; y Tocqueville, 1998: pp.
143-161). Sin embargo, lo que para Marx es una consecuencia de los requerimientos
de la burguesía francesa y su dominación de clase, para Tocqueville será
producto de la uniformidad de los ciudadanos en el marco de la sociedad
democrática. Estos hombres libres, iguales y débiles, perdidos en una masa
homogénea, no sólo desean una legislación uniforme, sino que también pretenden
un poder único y central. Estos hombres iguales se niegan a otorgar privilegios,
con una sola excepción: aquellos que otorgan a la propia sociedad, por sobre sus
derechos individuales, privilegios que cristalizan en ese poder único y central,
sobre el cual no se disputa.
“Esto da naturalmente a los hombres una elevada opinión de los privilegios
de la sociedad y una humilde idea de los derechos del individuo.” Y “Todos
conciben al gobierno como un poder único, simple, providencial y productor”
(Tocqueville, 1985: Tomo II, pp. 245 y 247).
Frente a este poder centralizado se yerguen las asociaciones, última casamata
de la sociedad civil frente al Estado. La asociación, nuevamente, nace de la
debilidad de estos iguales, que encuentran en ella un poderoso instrumento, y el
único disponible, para generar el poder necesario que les permita defender la libertad.
“… si cada ciudadano, a medida que se va haciendo individualmente más
débil y, por consiguiente, más incapaz de preservar por sí solo su libertad, no
aprende el arte de unirse a sus semejantes para defenderla, la tiranía crecerá
necesariamente con la igualdad” (Tocqueville, 1985: Tomo II, p. 95).
Este mismo instrumento, en su versión política, es el que enseña a subordinar
los intereses y esfuerzos particulares a una lógica de la acción colectiva, por
la cual las asociaciones ofician de grandes escuelas gratuitas en las que se van
puliendo cotidianamente los ciudadanos. Éstos, que han comenzado a agruparse
a partir de los pequeños asuntos, naturalmente se desplazan hacia los más relevantes:
de las asociaciones civiles a las políticas (Tocqueville, 1985:Tomo II, p.
103).
Hemos llegado al momento en que lo político aparece enmarcado bajo el
concepto de instituciones libres. Nuevamente, Tocqueville parte de la igualdad,
condición que suscita el gusto a obedecer sólo la propia voluntad, y por ende el
gusto por la libertad política y las instituciones libres. En su modalidad municipal,
estas instituciones favorecen el arte de ser libre, y por lo tanto son una de las
causas que mantienen la República Democrática en los Estados Unidos.
“Tres cosas parecen concurrir más que todas las otras al mantenimiento de la
república democrática … la segunda en las instituciones municipales, que
443
Espacio público y cambio social. Pensar desde Tocqueville
La filosofía política moderna
moderando el despotismo de la mayoría dan al pueblo al mismo tiempo el
amor por la libertad y el arte de ser libre” (Tocqueville, 1985: Tomo I, p.
270).
Bienestar material, clase media y cosa pública
Pero la igualdad, como ya sabemos cuando de Tocqueville se trata, también
abre otros caminos. Por un lado, servidumbre. Por otro, rebeldía e independencia
política. Sin embargo, éstas dos últimas no generan efectos uniformes. Nuestro
autor precisa que ellas pueden asustar a los timoratos, y es en este punto que el
análisis retorna nuevamente al espacio social democrático (Tocqueville, 1985:
Tomo II, p. 244).
Ya señalamos más arriba que instituciones libres y asociaciones libraban una
batalla permanente con la igualdad de condiciones. No es otra cosa lo que nuestro
autor destaca en el título del Cap. XIV de la 2da parte del Tomo II: “Cómo la atención
a los placeres materiales, a la libertad y a los asuntos públicos se unen en el
espíritu de los americanos”. Allí desarrolla esta contradicción entre el gusto por la
libertad de los pueblos industriosos y comerciales. Y la debilidad de esos mismos
pueblos frente a un señor que les garantice sus intereses materiales. Finanzas es una
palabra de esclavo, acotaría Rousseau al pasar (Rousseau, 1998: pp. 11 8 - 9 ) .
La pasión por lo material, el deseo de tener objetos y el temor permanente a
perderlos es general, pero por sobre todo es una pasión de la clase media.
“Si busco la pasión propia de unos hombres a quienes su origen oscuro o la
mediocridad de su fortuna excitan y limitan, no encuentro otra más natural
que el afán de bienestar. La pasión del bienestar material es esencialmente
una pasión de la clase media; crece y se extiende con esta clase y se hace preponderante
con ella. Desde ella asciende hasta las clases superiores de la
sociedad y desciende hasta el seno del pueblo” (Tocqueville, 1985: Tomo II,
p. 113).
Es algo sobremanera conocido por nosotros. La trágica pasión de los que al
precio de la libertad obtienen el orden, requisito indispensable para la preservación
del bienestar.
“Esa afición particular que los hombres de los tiempos democráticos conciben
por los goces materiales no se opone por naturaleza al orden; por el
contrario, a menudo necesita del orden para satisfacerse” (Tocqueville, 1985:
Tomo II, p. 115).
Una pasión que negocia derechos, libertades y ciudadanía a cambio de estabilidad
(léase a gusto). Esta pasión materialista que prefiere la tutela ante el peor
disturbio político. Una pasión que Marx observa en la burguesía (Marx, 1985: pp.
444
185-9) y Tocqueville destaca en las clases medias. ¿Qué podemos esperar de la
confluencia de ambos sectores sociales en esta misma pasión?
Nuestro aristócrata busca un respiro y pronto lo encuentra. Ahora que la
igualdad de condiciones se ha impuesto, todos tienen algo que conservar y poco
que adquirir. En este escenario las revoluciones se harán menos frecuentes, y por
ende se habrá hecho mucho por la paz en el mundo. Tranquilizaos, los espectros
no retornarán.
“Entre estos dos extremos de las sociedades democráticas, hay una
muchedumbre innumerable de hombres casi iguales, que sin ser precisamente
ricos o pobres, poseen suficientes bienes como para desear el orden,
pero no como para despertar la envidia. No hay revolución que no amenace
en mayor o menor grado la propiedad adquirida” (Tocqueville, 1985: Tomo
II, pp. 214-5).
Ahora bien, si quien tiene algo que conservar reniega de las revoluciones,
¿quiénes son los destinados a rebelarse? Tocqueville nos contesta, anticipándose
a Marx: sólo se rebelan quienes no tienen nada que perder -más que sus cadenas,
agregaría “Mohr” (Tocqueville, 1985: Tomo I, p. 227).
En este contexto, en el que crece la mediocridad de los deseos, las pequeñas
ocupaciones restan fuerza a la ambición y los hombres pierden su orgullo.
“Confieso que, por lo que respecta a las sociedades democráticas, temo
mucho menos la audacia que la mediocridad de los deseos; lo que me parece
más peligroso es que con las pequeñas ocupaciones incesantes de la vida privada,
la ambición pierda su impulso y su grandeza; …” y “Lejos de creer,
pues, que deba recomendarse humildad a nuestros contemporáneos, quisiera
que se engrandeciese la idea que se hacen de sí mismos y de su especie; la
humildad no les conviene; lo que más necesitan, en mi opinión, es el orgullo.
De buen grado cambiaría algunas de nuestras pequeñas virtudes por este
vicio” (Tocqueville, 1985: Tomo II, pp. 210-1).
Aherrojados por sus intereses domésticos, los individuos se tornan inmunes
a las poderosas emociones públicas que, si bien turban a los pueblos, también los
renuevan (Tocqueville, 1985: Tomo II, p. 223). De esas emociones públicas
depende cualquier proyecto de transformación para lograr desarraigar ideas concebidas
por la mayoría tiránica de la que habara Tocqueville.
“En mi opinión resulta sumamente difícil excitar el entusiasmo de un pueblo
democrático con una teoría que no tenga relación visible, directa e inmediata
con la práctica cotidiana de su existencia. Un pueblo así no abandona fácilmente
sus antiguas ideas. Pues es el entusiasmo el que saca al espíritu
humano de los caminos conocidos; él impulsa tanto las grandes revoluciones
como las políticas”. (Tocqueville, 1985: Tomo II, p. 221)
445
Espacio público y cambio social. Pensar desde Tocqueville
La filosofía política moderna
A modo de cierre
Al comienzo de este trabajo señalamos la confianza depositada por Marx en
aquellas herramientas que la burguesía forjara, y que pronto se transformarían en
sus mortales enemigas. A ello sumó un pronóstico asociado al desarrollo capitalista,
que preveía la creciente desaparición de los sectores medios y la escisión de
la sociedad en dos clases claramente enfrentadas. En esta conjunción se potenciaban
las condiciones de posibilidad de una transformación revolucionaria que
diera por tierra con el sistema capitalista. A ciento cincuenta años de estas presunciones,
el capitalismo no sólo goza de una buena salud relativa, sino que lo
logra en el marco de una creciente polarización social. A pesar de ello, la persistencia
de la cultura del bienestar material, de la que nos hablara Tocqueville,
sigue constituyendo tanto una barrera a las posibilidades de cambio como uno de
los factores centrales de la degradación del espacio de la ciudadanía y la opinión
pública. Ese afán por el bienestar material nos ha conducido a la molicie de los
placeres permitidos, si es que podemos permitírnoslos, y nos aleja del impulso
necesario para fortalecer la ciudadanía, que hoy sólo puede concretarse de la
mano de una gran transformación social.
Tocqueville nos ha mostrado los obstáculos que deberán sortearse para llevar
a buen puerto esta gran empresa, pero también nos ha revelado las herramientas
disponibles. Las asociaciones, que de ellas se trata, pueden ofrecer el espacio
desde el cual revitalizar la ciudadanía y retornar al espacio público. Son ellas las
que podrán hacernos regresar de la impotencia: las que nos devuelvan las fortalezas
perdidas, no ya frente a un Estado omnipresente, que no lo hay, sino frente
a un mercado omnipotente y un Estado desentendido.
Mientras esas enseñanzas queden alojadas en el desván de la teoría, difícilmente
lograremos empuñar esas herramientas. Seguiremos entonces recluidos en
nuestras esferas privadas y alejados de la plaza pública. Nuestras palabras sólo
hablarán de “finanzas”, con la voz del esclavo.
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Espacio público y cambio social. Pensar desde Tocqueville
Este libro se terminó de imprimir en el
taller de Gráficas y Servicios en el
mes de abril del año 2000.
Primera impresión, 1500 ejemplares
Impreso en Argentina

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