martes, 11 de mayo de 2010

El significado Polìtico de la ley en la filosofia de Marsilio de Padua

El significado ‘político’ de la Ley en la
filosofía de Marsilio de Padua
The ‘Political’ Meaning of Law in Marsilius of
Padua’s Philosophy
Bernardo BAYONAAZNAR
Dr. Filosofía Universidad de Alcalá de Henares
Departamento de Filosofía. I. E. S. Goya. Zaragoza
Recibido: 17 de noviembre de 2004
Aceptado: 31 de enero de 2005
Anales del Seminario de Historia de la Filosofía
Vol. 22 (2005): 125-138
125 ISSN: 0211-2337
Abstract
The paper explains the meaning of law and its political function in Marsilius of
Padua’s philosophy. This thinker is interested, above all, in statehood and he points
out that law is the ground of civitas (polis or political community). His emphasis on
law means that the main question is what makes law, law. It isn’t the content of justice,
but the coercive command of the legislator, who has the authority to give law
and to punish its transgression, because a law is a command whose disobedience
leads to punishment. Therefore such definition of law runs into the question for the
law-giver: it is “the whole corporation of citizens or its weightier part (valentior
pars)”, that is to say, the rightful representation of the whole community, but never
any other part of community, not even priests or doctors. The definition of law,
which involves the unity of community and the sole legislator, is the philosophical
ground to refute any political power for the Pope or priests to make laws.
Keywords: Medieval Philosophy, Political Philosophy, Marsilio of Padua, law,
legislator, civitas.
La ley es un concepto central en el pensamiento de Marsilio de Padua, que ha
suscitado debate entre los estudiosos que ven en él un positivismo jurídico desconocido
antes y quienes se esfuerzan en demostrar que mantiene un carácter finalista1.
Esta disyuntiva no presenta adecuadamente la teoría de este autor, que responde
a un propósito más político que escolástico. La originalidad de Marsilio no es
tanto la ruptura con la idea medieval de ley, cuanto el tratamiento de esa idea, dirigido
a ubicar correctamente el lugar de la autoridad en este mundo para solucionar
el viejo conflicto de las relaciones entre poder civil y la autoridad eclesiástica.
El significado político de la ley en Marsilio debe interpretarse desde la conclusión
del propio autor. Termina el Defensor pacis con la afirmación de que, gracias
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1 LEWIS, E., “The ‘positivism’ of Marsiglio of Padua”, en Speculum, 38 (1963), pp. 541-582;
defiende la continuidad de la idea marsiliana de ley con la tomista y critica la interpretación positivista
de Marsilio hecha por: SCHOLZ, R., “Marsilius von Padua und die Genesis des modernes
Staatsbewusstseins”, Historische Zeitsschrift, CLVI (1937), pp. 88-103; LAGARDE, G., La naissance
de l’esprit laïque au déclin du Moyen Âge, T. III: Marsile de Padoue, Louvain/París, 1934 (edc.
1970), 164-174; PASSERIN D’ENTREVES, A., The medieval Contribution to Political Thougth.
Thomas Aquinas, Marsilius of Padua, Richard Holkot, Oxford, 1939, pp. 61-64; y GEWIRTH, A.,
Marsilius of Padua. The Defensor Pacis. Vol. I: “Marsilius of Padua and the Medieval Political
Philosophy”, Mc Millan, Londres, 1951. También QUILLET, J., La Philosophie politique de Marsile
de Padoue, París, Libraire Philosophique J. Vrin, 1970, pp. 125-138, considera que estos autores
minusvaloran el peso de la tradición filosófica medieval; y, más recientemente, CASTELLO DUBRA,
J. A., en “Finalismo y formalismo en el concepto marsiliano de ley: la ley y el legislador humano en
el Defensor Pacis”, en Patristica et Mediaevalia, XVIII (1997), pp. 81-96.
a este libro, el gobernante comprenderá que sólo a él le compete mandar y castigar
si es preciso, según las leyes establecidas, y que no debe hacer nada fuera de ellas
sin el expreso consentimiento del legislador, en cuya voluntad radica toda la autoridad
del reino; igualmente, cualquier miembro de la comunidad que lea el libro
sabrá que está obligado a obedecer sólo los preceptos coactivos del gobernante que
estén de acuerdo con las leyes; y la comunidad en su conjunto tendrá un criterio
para dilucidar si una parte de la misma se arroga la autoridad de juzgar o de imponer
su arbitrio contra o al margen de las leyes2. En esta conclusión enumera
Marsilio los aspectos de la ley, básicos para su objetivo ‘político’: el carácter coactivo,
su promulgación y publicidad, la voluntad del conjunto de los ciudadanos
como legislador y el sometimiento a ella de las diferentes partes de la comunidad.
La obra de Marsilio no es un proyecto de ingeniería constitucional (que estaría
expuesto en la Dictio I del Defensor pacis), ni puede considerarse sólo desde una
perspectiva jurídica o puramente teórica, enfoque que ve contradicciones entre la
Dictio I y la II y tiende a minusvalorar el Defensor minor3. El objetivo que guía su
esfuerzo intelectual y sirve de nexo de unión de las obras de Marsilio es la crítica
del poder pontificio; y el análisis de la ley es la justificación teórica para extirpar de
raíz la perniciosa doctrina de la plenitudo potestatis. El núcleo de su obra es la conexión
entre la “gravísima y singular causa de conflicto civil” (DP I,I,3) y su superación
por la concepción de la ley. La paz no la garantiza la naturaleza humana ni la
ley divina, y sólo puede lograrse por el uso de la razón: distinguiendo las diferentes
partes de la civitas, aclarando sus respectivas funciones y estableciendo el origen
legítimo de la ley. En el Defensor pacis el concepto de ley se analiza a partir del
capítulo I,X, después de tratar la definición, origen y partes de la comunidad política,
y con el fin de establecer quién detenta el poder. La definición de ley sirve para
ubicar la autoridad política en el seno de la comunidad: hay que definir correctamente
la ley para determinar quién tiene el poder.
Sólo se podrá superar la grave discordia civil si se define de modo indiscutible
el significado de la ley y se evita cualquier tipo de interferencia de las instancias
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2 SCHOLZ, R., Marsilius von Padua Defensor Pacis, Hahnsche Buchhandlung, Hannover-
Leipzig, 1932, III,III, p. 619. En adelante se cita esta obra abreviada y por las iniciales, seguidas de
los números de la Dictio, capítulo y apartado (DP III,III, S 619). Hay traducción: MARSILIO DE
PADUA, El Defensor de la paz, L. Martínez Gómez (tr.), Madrid, Tecnos, 1989. Pero la traducción de
los textos citados suele ser propia.
3 No escapa de esa impresión la ponderada síntesis de GARCÍA CUE, J. R., “Teoría de la ley y
de la soberanía popular en el ‘Defensor Pacis’ de Marsilio de Padua”, Revista de Estudios Políticos,
43 (1985), pp. 107-148. Una presentación en español más reciente y más filosófica: BERTELLONI,
F., “Marsilio de Padua y la filosofía política medieval”, en La Filosofía Medieval Enciclopedia
Iberoamericana de Filosofía XXIV, Trotta-CSIC, 2002, pp. 237-262. Constituyen una valiosa excepción
los artículos de ROCHE, P., “La ley en el Defensor Minor de Marsilio de Padua, en Revista
Española de Filosofía Medieval, 2 (1995), pp. 91-99; y “La plenitudo potestatis en el Defensor Minor
de Marsilio de Padua”, en Éndoxa, 6 (1995), UNED, Madrid, pp. 241-262.
eclesiásticas en el ordenamiento de la convivencia civil. Marsilio demuestra que
“las decretales de los pontífices romanos no son leyes divinas ni humanas” y los
autores de tales órdenes contra la autoridad temporal “habrían de ser castigados
como conspiradores y perturbadores de la sociedad civil”, por cometer “un crimen
de lesa majestad, pues va directamente contra el principado, hacia la desintegración
de su cúspide, y por consiguiente lleva, necesariamente, a la destrucción de todo
orden político” (DP II,XXVIII, 29). Para impedir al Papa y a los obispos ejercer
jurisdicción alguna en la sociedad civil Marsilio reduce la ley a coactividad, identifica
al legislador con toda la comunidad humana y desvincula el sacerdocio de cualquier
poder coactivo.
El Defensor Minor pregunta en su comienzo qué es la ley y la convierte en su
principal concepto teórico, porque la refutación del poder pontificio requiere analizar
la naturaleza del poder a partir de una concepción clara de la ‘ley’4. Al principio
de esta obra define la ley humana como un precepto (no un conocimiento ni un
consejo); dado por el conjunto de los ciudadanos que legislan sin mediación de
nadie; que se refiere a los actos humanos decididos libre y voluntariamente; con el
fin de conseguir la mejor situación de vida en común en este mundo. Se trata, sobre
todo, de un precepto coactivo, sometido a juicio, y con la imposición de penas ya
en este mundo a quienes lo incumplan (DM I,4). Y, para terminar, remite a la demostración
del carácter coactivo desarrollada en el Defensor pacis, donde dice que la
ley puede contemplarse: “En sí misma, en cuanto solamente por ella se muestra lo
que es justo o injusto, útil o nocivo, y como tal se dice ciencia o doctrina del derecho”;
o bien “en cuanto para su observancia se da en forma de precepto coactivo
con pena o premio en este mundo (…); y considerada de este modo se llama y es
ley en el sentido más propio” (DP I,X,4).
Otros aristotélicos ya habían incluido la fuerza coactiva como elemento necesario
de la ley y había juristas de la época que destacaban esa coactividad intrínseca
de la ley5. Pero Marsilio pone mayor énfasis en que no puede hablarse propiamente
de ley sin carácter coactivo, porque le preocupa ante todo garantizar el acatamiento
eficaz de las leyes, a fin de evitar los males que dañan la convivencia
humana. No niega la justicia como contenido de la ley, ni la vida más perfecta como
su finalidad, pero no se para a dilucidar en qué consisten la justicia o la perfección,
sino que busca determinar quién detenta el poder de legislar y sancionar. Enumera
cuatro acepciones de ley y diferencia los dos primeros, el conocimiento y la ense-
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4 Para refutar “ese poder que llaman jurisdicción” usado por los obispos para excomulgar y separar
a los pecadores de la comunidad de fieles (DM I,1,172), pregunta qué es la ley (DM I,2,172). Se
cita el capítulo, el parágrafo y la página del texto latino según la edición crítica de JEUDY, C. – QUILLET,
J., Marsile de Padoue. Oeuvres mineures, C.N.R.S., Paris, 1979.
5 Para Tomás de Aquino las amonestaciones carecen de la vis coactiva de la ley: “non habent vim
coactivam, quam debet habere lex” (S. Th. I.II, q. 90, a 3); pero incluye la coactividad de la ley sólo
indirectamente, a través de la promulgación (S.Th. I.II, q. 90, a 4).
ñanza, de los otros dos, la capacidad de administrar justicia y castigar a los transgresores
de la ley, en los que insiste en el carácter esencialmente coactivo de la ley,
que establece obligaciones o prohibiciones so pena de castigo, y en la importancia
de determinar quién posee el ‘poder coactivo’6. Destaca la preocupación por determinar
quién tiene la autoridad de dar el precepto y de castigar a sus transgresores.
Y para determinar quién es el legislador, no basta con saber descubrir el contenido
de la ley sobre lo justo o injusto.
Mientras no haya mandato coactivo no puede hablarse de ley, pues el conocimiento,
por muy verdadero que sea, no implica por sí sólo capacidad de imposición
y de castigo de los gobernantes sobre los transgresores7. Y aunque no siempre se da
coincidencia de lo justo y lo útil con lo expresado legalmente, Marsilio está convencido
de que la ley determina “de modo casi perfecto lo que es justo e injusto”
(DP I,XI,3) y no desvincula la perfección de la ley de su contenido racional de justicia.
Por eso no proclama estar rompiendo la tradicional concepción filosófica de
la ley, cuya causa final es el bien común, ni ésa es su batalla intelectual. Pero pone
un énfasis, desconocido antes, en el carácter formal y convierte la coactividad de la
ley en el punto de apoyo de la unidad de jurisdicción en este mundo y de la paz.
El primer fin de la ley es establecer la justicia en la comunidad. No se puede
gobernar sin las leyes, que determinan “lo que es justo o injusto, útil o nocivo respecto
de cada uno de los actos civiles” (DP I,XI,3) y así garantizan el orden y la
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6 “Primero, el descubrimiento de la regla o razón de los actos civiles; segundo, su comunicación
o exposición a otros; tercero, su promulgación por medio de un precepto coactivo, como se ha dicho,
exigible universalmente a todos, a los que deben someterse a él como a los que deben aplicarla; cuarto,
se llama ley a la sanción particular de un precepto coactivo contra un trasgresor individual del
mismo. En el primer significado la ley se refiere a los sabios que la inventan; en el segundo sentido,
a los doctores o a quienes tienen la autoridad de enseñarla; en el tercero y cuarto sentido, con autoridad
propia y primera para castigar las transgresiones de la misma, corresponde de manera absoluta al
mismo legislador; pero en el cuarto sentido, incumbe al juez o príncipe, por la autoridad del antedicho
legislador, dictar la ley y administrar justicia, con poder para castigar a los transgresores, no propio y
absoluto, sino por un poder que le ha sido conferido por otro que lo puede revocar” (DM I,5,174). “El
conocimiento y el descubrimiento verdadero de lo justo y de lo útil (…) no es ley según su última y
propia significación (...), mientras no se dé un precepto coactivo de su observancia, o por modo de tal
precepto se promulgue por aquél con cuya autoridad deben y pueden ser castigados los transgresores,
por eso conviene decir de quién o de quiénes sea la autoridad dar tal precepto y de castigar sus transgresores.
Lo cual equivale a indagar el legislador o autor de la ley” (DP I,XII,2, S 63,4-14).
7 “No todos los conocimientos verdaderos de lo justo y lo socialmente conveniente para la comunidad
son leyes si no hay de ello un precepto coactivo (DP I,X,5, S 50,17-19). Al contrario, hay leyes
cuyo contenido no corresponde a lo justo, sino que “dan falsas ideas de lo justo y lo útil”. No son perfectas,
pero no por ello dejan de ser leyes en cuanto “tienen la forma debida, a saber, un precepto coactivo
obligante a su observancia”. Marsilio añade que tales normas “carecen de la requerida condición,
a saber de la debida y verdadera ordenación de lo justo”, porque “el verdadero conocimiento de lo
justo y conveniente se requiere necesariamente para la ley perfecta” (DP I,X,5, S 50,21). Pero el contenido
justo es requisito de la ley perfecta, un desideratum cuya no consecución no invalida la validez
jurídica y la obligatoriedad del precepto legal.
paz. Sin leyes la aspiración a llevar una vida justa se frustra y la convivencia naufraga
en la injusticia y en la violencia. La ley establece lo que es justo o injusto con
miras al bien común y no al interés particular o propio de cada cual (DP I,XII,8). El
interés común es el principal motivo de su teoría política, pero no emplea nunca la
expresión bonum commune, habitual en la tradición escolástica para expresar el fin
de la ley. Prefiere utilizar conferens commune o conferens civilis, e incluso commodum
commune, muchas veces junto a iustum8.
Lo útil para la civitas y para el común de los ciudadanos es lo ‘recto’ (DP
I,XII,5), pero no es algo predeterminado naturalmente o distinto de lo que los ciudadanos
establecen en la ley como útil y justo para el conjunto de ellos. Está más
cerca del bene vivere o requisitos de suficiencia de vida para cuya satisfacción se ha
creado la comunidad política9. La común suficiencia de vida consiste en que la
regulación de la acción humana esté bien instituida, pues de su institución defectuosa
se derivan daños para la vida en común (DP I,XII,7). La vida común sólo es
digna de ser vivida por los ciudadanos en el marco de una comunidad política bien
establecida, en la que la ley regula los actos cívicos. Con el establecimiento legal de
lo justo se tiene una convivencia bien organizada y se alcanza un cierto estado de
bienestar (bene essere). El contenido de la ley no es ‘científico’ ni responde a un
concepto preestablecido de lo justo, sino que se define en orden a la integración
social, porque sin criterio de lo que es justo expresado en leyes que estén bien establecidas
no hay comunidad. El gobernante o juez debe actuar sobre el transgresor
de la ley “con la mirada puesta en asegurar y conservar la paz y la tranquilidad y la
convivencia o asociación de hombres, y, finalmente, para la suficiencia de la vida
humana” (DP II,VIII,7). Marsilio sintetiza así la finalidad última de la ley en la suficiencia
de la vida humana como objetivo de la convivencia en comunidad y en paz.
El segundo fin de la ley es garantizar la seguridad en la comunidad. La seguridad
y estabilidad política (securitatem et principatus diuturnitatem) dependen de
que el gobierno se rija por la formalidad legal (DP I,XI,1). El príncipe tiene autoridad
para mandar y para castigar, pero según las leyes dadas y sin poder hacer nada
fuera de ellas (DP III,III). Gobernar no es dictar leyes según la propia voluntad, sino
actuar según la ley establecida: “conviene que los gobernantes se rijan por la ley y
determinen sus actuaciones conforme a ella, mejor que resolver los juicios civiles
según su propio arbitrio” (DP I,XI,7). Incluso el ejercicio del poder armado debe
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8 Conferens commune (DP I,V,5; I,VIII,3; I,XIII,5; I,XV,2); iustum civile y conferens commune
(DP I,XI,1); iustum civile y conferens civilis (DP I,III; I,X,3; I,X,5; I,X,6; I,XII,2; I,XIV,4; I,XV,6);
commune iustum y conferens (DP I,XIII,6); solo iustum y conferens (DP I,XI,3; I,X,4); iustum y honestum
(DP I,XV,11); commodum commune (DP I,XII,7).
9 DP I,IV,1-3. Emplea el bene vivere aristotélico desde una perspectiva más política que personal.
La felicidad en que piensa Marsilio es cívica o política, la civilis felicitas, que no se alcanza por el ejercicio
de las virtudes teoréticas del intelecto. Y la suficiencia de vida se refiere más al mantenimiento
de la paz y al aseguramiento la tranquilidad que a los medios necesarios para subsistir.
ser determinado por el legislador, como todos los demás asuntos civiles, para ser
legítimo (DP I,XIV,8). La obediencia se refiere a la ley más que a la persona de
quien gobierna, que se ganará el respeto de la multitud si aplica las leyes y no las
cambia despóticamente (DP I,XVI,16). Se repite con frecuencia la fórmula secundum
legem. Su apuesta por el imperio de la ley frente a la arbitrariedad se justifica
porque así las acciones de gobierno tienen mayor objetividad y se facilita la obediencia
de los súbditos, lo que da seguridad al gobernante y garantiza su permanencia10.
El gobernante debe guiar su conducta por la ley y no es fuente de la ley. Si fuera
el legislador, ¿cómo podría estar sometido a la ley?11. Deja un margen para que el
gobernante interprete y adapte la ley a las circunstancias concretas en los aspectos
no previstos por ella12. Pero esta concesión no permite confundir causa de la ley o
legislador con el momento interpretativo y ejecutivo de la misma por el gobernante.
Lo que cuenta es la ley y no el arbitrium judicantis, pues de lo contrario el
gobierno no respondería a los fines propios de la comunidad, porque “el principio
creador de la comunidad política (…) estableció la ley (…) e instituyó la autoridad
que puede realizar juicios civiles, mandando y ejecutando exclusivamente dentro de
ella” (DP I,XV,7).
La clave de la teoría marsiliana es “el supremo legislador humano” (DM XII,1),
del que deriva “la institución de leyes y de gobiernos” (DP I,XII). Para establecer
racionalmente quién es el legislador o ‘causa eficiente’ de las leyes (DP I,XII,1) es
necesario partir de la definición de ley en sentido propio, es decir, determinar quién
puede promulgar un precepto bajo coacción13. Cualquier ciudadano es capaz de
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10 El gobierno, para regular los actos humanos civiles, debe seguir una regla, que ha de ser la
forma del gobierno (DP I,X,1); el gobernante debe dirimir los juicios civiles apoyándose en la ley
como regla objetiva (DP I,XI,1,); el gobierno garantiza mejor su permanencia respetando una ley objetiva
y evita defectos causados por ignorancia, interés personal o pasión (DP I,XI,5); nadie, por virtuoso
que sea, está tan libre de la errónea ignorancia y de la pasión perversa como la ley (DP I,XI,6);
los gobiernos duran más cuantos menos asuntos resuelvan por sí mismos sin ley (DP I,XI,8).
11 Gierke destaca que, frente a la máxima del derecho romano “quod principi placuit”, el principans
de Marsilio está siempre vinculado a la “forma sibi tradita a legislatore”, GIERKE, O., Teorías
políticas de la Edad Media, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1995, nota 267, p. 220.
También LAGARDE, G. (o.c., pp. 161,ss.) resalta la ausencia del principio tradicional del derecho.
12 Marsilio deja un resquicio de libertad en la aplicación de la ley, cuando describe las cualidades
que debe tener el gobernante, a cuyo arbitrio “ha convenido dejar algunos asuntos”, en cuanto a los
“modos o circunstancias no están determinadas por la ley”, y sólo en lo que no lo están, ya que “es
imposible que la ley determine todas las cosas” (DP I,XIV,4, S 80,12-13 y I,XIV,5, S 80,14-17). Pero
condena tajantemente el gobierno personalista: “…no dejamos que gobierne el hombre sino según la
ley (…); que las leyes bien establecidas sean las que manden y que los gobernantes gobiernen de
acuerdo con ellas (…); quien hace que gobierne el hombre (es decir, sin ley, según su propio arbitrio),
introduce la bestia” (DP I,XI,4, S 58,3-5).
13 “Descubrir esta ley tomada (…) como ciencia de lo justo y útil civil, es competencia de cualquier
ciudadano (…) Pero como el conocimiento y el descubrimiento verdadero de lo justo y lo útil y
conocer lo justo y útil, aunque lleguen más fácilmente los ancianos y los sabios.
Pero no siendo ley ese conocimiento de lo justo mientras no se dé un precepto coactivo,
se debe indagar quién tiene el poder de promulgar ese precepto coactivo con
autoridad para castigar a los infractores. Marsilio no pregunta quién puede desvelar
el mejor contenido de la ley, como si se encontrara en la naturaleza a la espera de
ser descubierto por algún mediador privilegiado. Lo importante es determinar quién
tiene el poder de promulgar las leyes; ya que éstas sólo asegurarán la paz si están
bien establecidas, es decir, producidas por quien ‘puede’ hacerlo. Por eso conviene
saber “quién o quiénes son la autoridad legisladora y sancionadora” y “quién es el
autor de la ley”.
“El legislador o la causa eficiente primera y propia de la ley es el pueblo, o sea,
la totalidad de los ciudadanos, o la parte prevalente de él, por su elección y voluntad
expresada de palabra en la asamblea general de los ciudadanos, imponiendo o
determinando algo que hacer u omitir acerca de los actos humanos civiles bajo pena
o castigo temporal” (DP I,XII,3). El ‘pueblo’ es la universitas civium o ‘conjunto
de los ciudadanos’ que constituyen la comunidad política. Marsilio expone en este
capítulo XII tres argumentos para demostrar racionalmente que la ley debe ser
‘hecha’ por el pueblo. El criterio en que basa esa atribución del poder legislativo es
la capacidad de hacer las mejores leyes y de hacer observar mejor las leyes: Se recogen
así los dos componentes esenciales de la ley: el relativo al conocimiento del iustum
y conferens y el aspecto ‘formal’ de preceptum coactivum.
Primero postula que la autoridad legislativa pertenece a quien pueda hacer las
mejores leyes para la comunidad. De la necesaria utilidad social de la ley deduce
que quien mejor satisfará el interés común de todos los ciudadanos son ellos14.
Entre todos se juzga más diligentemente lo que más conviene al conjunto al aprovechar
mejor la unión del talento y de los esfuerzos de todos, ya que así es más fácil
advertir y rechazar cualquier defecto que pudiera tener la ley, sobre todo si favorece
más a unos en perjuicio de otros puesto que “nadie se daña a sí mismo a sabiendas”.
La tendencia natural de todo hombre a lograr lo mejor para su vida no garantiza
el bien de todos o lo socialmente justo, ya que los deseos naturales pueden
resultar antagónicos y, movidos naturalmente por sus intereses particulares, los
hombres se enfrentan entre sí. Precisamente para resolver esas situaciones conflic-
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sus opuestos no es ley según su última y propia significación, con la que se constituye en medida de
los actos humanos civiles, mientras no se dé un precepto coactivo de su observancia, o por modo de
tal precepto se promulgue por aquél con cuya autoridad deben y pueden ser castigados los transgresores,
por eso conviene decir de quién o de quiénes sea la autoridad de dar tal precepto (auctoritas
ferendi) y de castigar (arcendi) a sus transgresores. Lo que equivale a indagar el legislador o autor de
la ley” (DP I,XII,2, S 63,4-14).
14 “La autoridad absolutamente primera de dar o instituir leyes humanas es sólo de aquél del que
únicamente pueden provenir las leyes óptimas. Esta es la totalidad de los ciudadanos o su parte prevalente
que representa a la totalidad (…) Pertenece pues únicamente a la totalidad de los ciudadanos
o a su parte prevalente la autoridad de dar o instituir las leyes” (DP I,XII,5, S 65,13-19).
tivas hacen falta las leyes hechas entre todos y no pueden por una parte de la comunidad
que no la representa en su totalidad.
El segundo argumento se basa en la garantía del cumplimiento de la ley. Una
ley que no se cumple es ineficaz, y para cumplirse necesita consenso15. Sólo la totalidad
de los ciudadanos garantiza el cumplimiento de la ley: “Cualquier ciudadano
obedece mejor la ley que cree (videtur) haberse impuesto (imposuisse) a sí mismo.
Tal es la que resulta de la consulta y del mandato del conjunto entero de los ciudadanos”
(DP I,XII,6). ¿Qué tipo de participación o aprobación por parte de cada ciudadano
se exige para lograr la eficacia del cumplimiento de la ley? ¿Les ‘parece’
(videtur) que son coautores porque lo son o porque se creen que lo son? Para
Marsilio una base puramente psicológica no es suficientemente eficaz para el cumplimiento
de la ley. En el texto citado el ‘parecer’ de los ciudadanos, lejos de ser
aparente, está bien fundado y radica en que la ley es el resultado no sólo de la consulta
a ellos, sino de su mandato expreso (ex auditu et precepto). Si algunos establecen
preceptos que obligan a todos los demás, la mayoría de los ciudadanos
soportan de mal grado y tratan de eludir las leyes impuestas despóticamente. Lo que
no ocurre si ellos las han decidido, pues entonces carecen de motivos para protestar
contra ellas y las aceptan de buen grado16. La eficacia de la ley reside en su
carácter coactivo: promulgar la ley implica siempre establecer un mandato y exigir
su cumplimiento bajo la amenaza de un castigo. Por ello, sólo tiene el poder de
hacer observar la ley quien detenta el poder de castigar. Ahora bien, la libertad del
ciudadano, presupuesto de la comunidad política, excluye la coacción externa; las
leyes no pueden venir impuestas desde fuera de la voluntad ciudadana; por tanto, la
legumlacionis auctoritas pertenece a la totalidad de los ciudadanos (DP I,XII,VI).
No hay otra forma de hacer compatibles la irrenunciable libertad ciudadana y el
carácter esencialmente impositivo o coactivo de la ley que establecer la universitas
civium como único legislador. El razonamiento es fundamentalmente político. El
poder legislativo se ubica en el pueblo por razones prácticas, para asegurar el mejor
cumplimiento y la mayor eficacia de la legislación.
El tercer argumento enlaza con la finalidad práctica de la ley17. La totalidad de
los ciudadanos se relaciona con la ley directamente y de modo exclusivo. Se concibe
la ley como la debida institución de aquellos asuntos de la razón práctica, que
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15 “La autoridad de legislar pertenece solamente a aquél, por el que las leyes, una vez promulgadas,
se cumplan mejor o absolutamente. Y sólo lo es la totalidad de los ciudadanos, por tanto ella tiene
la autoridad legislativa” (DP I,XII,6, S 66,20-24).
16 Para ser obedecida eficazmente, “la ley debe establecerse tras haber oído a todos y por consenso,
aun cuando el resultado pudiera ser una ley menos útil” (DP I,XII,6, S 67,1-3).
17 “Aquello práctico, en cuya debida institución consiste la mayor parte de la suficiencia de vida
de los ciudadanos en este mundo, y de cuyo mal establecimiento amenaza un mal común, ha de establecerse
sólo por el conjunto de los ciudadanos; eso es la ley, luego a la universalidad de los ciudadanos
pertenece exclusivamente su institución” (DP I,XII,7, S 68,3-7).
comprenden cualquier ‘actuación’ que tenga que ver con la vida en común y de cuya
correcta regulación depende que los ciudadanos puedan tener suficiencia en esta
vida. Puesto que hay que regular la convivencia por normas que establezcan lo justo
y castiguen a quienes las vulneren para evitar las contiendas y reyertas que la ponen
en peligro (DP I,IV,4) y dada la importancia de la suficiencia de vida como razón
de ser de la comunidad política y de la ley (DP I,IV,5), todos deben establecer esas
normas. Como a los ciudadanos les va en ello la suficiencia de vida y la vida misma,
todos están concernidos, todos se ven vitalmente comprometidos a organizar la
comunidad con leyes bien establecidas y todos deben participar en su institución18.
La necesidad de que la universitas civium establezca la ley se fundamenta así en lo
que cada uno se juega si las reglas de actuación cívica se imponen sin su consentimiento,
es decir, si no se establecen entre todos19. Si las leyes no están bien establecidas
acaece la ruina de la comunidad política, pues la suficiencia humana
común se sustenta (consistit) en las leyes bien establecidas (recte positis). Las leyes
que se basan en la opresión de los ciudadanos son inicuas y causan todas las desgracias
hasta la destrucción misma de la comunidad, mientras las leyes bien establecidas
son las hechas entre todos.
Al final del capítulo Marsilio resume las razones de la titularidad exclusiva del
poder: la autoridad legislativa no puede detentarla una sola persona, que podría
legislar mal por ignorancia o por malicia y dar una ley tiránica; tampoco sirve la ley
hecha por unos pocos, pues difícilmente se evitaría que mirasen más a su provecho
que al interés común; la potestad de ‘legis-lar’ sólo pertenece a la totalidad de los
ciudadanos, que necesariamente quieren la ley más conveniente para todos, pues
nadie se daña a sí mismo a sabiendas (DP I,XII,8).
Cuando Marsilio defiende que el poder corresponde a todo el pueblo o a quienes
éste se lo confiera, significa que aquéllos representan a la totalidad, son expresión
de la totalidad, no una parte de ella. Admite la concesión de la potestad legislativa
a una o varias personas, pero deja claro que quien delega esa potestad es la
universitas civium, única fuente de la ley, y que quien la ejerce representa a la totalidad
y no a una parte del pueblo. No se refiere a una parte producto de la división
de la sociedad, sino a una ‘representación’ de la totalidad de los ciudadanos20. Lo
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18 “Lo que toca al beneficio o daño de todos, debe ser conocido por todos y consultado a ellos,
para que puedan lograr provecho y evitar el perjuicio” (DP I,XII,7, S 67,25-28). Recurre a la fórmula
del derecho romano “quod omnes tangit ab omnibus debet tractari”.
19 “Tales son las leyes (…) Porque gran parte de la común suficiencia de los hombres consiste en
que estén bien establecidas; al contrario, con leyes inicuas nacen la intolerable servidumbre, opresión
y miseria de los ciudadanos, que acarrean finalmente la destrucción de la comunidad política” (DP
I,XII,7, S 68,9-12).
20 “La autoridad de legislar pertenece exclusivamente a la totalidad de los ciudadanos o su parte
prevalente, como causa eficiente, o a aquél o aquéllos a los que la misma totalidad se hubiere concedido
esa autoridad”. La delegación del poder legislativo va ligada al carácter coactivo de la ley y a la
de menos es que sean una o varias personas. El objetivo de identificar al legislador
es excluir que lo sean los sacerdotes, que sólo son una de las partes de la comunidad
y no la representan en su totalidad21. El motivo de localizar el poder en la universitas
civium (o en su pars valentior, independientemente de cómo deba entenderse
ésta), es la incompatibilidad del sacerdocio con la autoridad civil. La cuestión
no es quién detenta de hecho el poder (el emperador o los príncipes electores), sino
quién no lo puede ejercer aunque lo pretenda (el obispo de Roma o el clero en general),
porque carece de la legitimidad exclusiva de la universitas civium. Hay unidad
entre la Dictio I del Defensor pacis y el resto de su obra, a lo largo de la cual no se
aparta sino que profundiza en el objetivo de unificar todo el poder en el poder civil.
El rechazo de cualquier autoridad distinta de la civil no implica negar la existencia
e importancia de la ley divina. Pero el juicio y sanción de la ley divina, cuyo
autor inmediato y exclusivo es Dios, no tiene lugar en esta vida, sino en la otra22.
La ley divina no da poder coactivo a nadie en este mundo, distinto del que le corresponde
al legislador humano sobre todos los actos humanos civiles. Los clérigos
carecen de competencia para legislar y su pretensión no tiene fundamento (DM
II,4); genera graves inconvenientes y problemas, el peor la disensión provocada por
la multiplicidad de poderes coactivos (DM II,5); y alimenta la confusión y la contradicción,
porque da la sensación de que las leyes humanas son superfluas (DM
II,5). No se alcanzará la paz mientras, contraviniendo la ley divina, los clérigos
sigan empeñándose en legislar, juzgar y castigar en este mundo23. Signo del carácter
abusivo y prevaricador de los obispos romanos es que “no se atrevieron a llamar
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capacidad de hacer valer esa fuerza coactiva. La totalidad como legislador atribuye coactividad a la
ley y puede delegar a la pars valentior o a la pars principans dicho poder coactivo. El monarca no es
juez por sí mismo, sino porque se le ha dado la autoridad (tradita est auctoritas) y conferido el poder
coactivo (data coactiva potestas) de castigar a los transgresores (DM XIII,7,274).
21 “La teoría marsiliana de la ley, al introducir la figura del pueblo como legislator humanus, no
hace otra cosa que crear una contrateoría de la teoría papal que siempre había identificado al sacerdocio
y al Papa con la autoridad legislativa”, sintetiza BERTELLONI, F., o.c., p. 259. Así se muestra en
dos pasajes del DM en los que pars valentior se refiere a la universitas fidelium: la autoridad para
excomulgar civilmente o separar de la comunidad creyente corresponde a la totalidad de los fieles o a
su parte prevalente. Nadie, ningún sacerdote ni el mismo Papa, puede “separar de la comunidad política
a los ciudadanos pecadores sin el consentimiento de la totalidad o de su parte prevalente” (DM
X,3,240), que no es otra que la autoridad civil (DM X,4,242).
22 La ley divina se define como “mandato inmediato de Dios (…) sobre lo que hay que hacer en
este mundo con miras a la felicidad en la otra vida después del juicio final” (DM I,2,172 y XIII,3,268).
23 “…ambicionando la superior posición de los poderes seculares, contra el precepto y consejo de
Cristo y los apóstoles, se lanzaron a la promulgación de leyes, distintas de las que se dan para el conjunto
de los ciudadanos, eximiendo al clero de aquéllas, causando así el cisma civil y creando una pluralidad
de poderes de gobierno, lo que (…) es incompatible con la paz de los hombres. Esta es la raíz
y el origen de la peste que ha invadido el reino de Italia, de donde han brotado y brotarán todos los
escándalos, y que, mientras dure, nunca se acabarán las contiendas civiles. El obispo de Roma, detenta
de hecho este poder, con el que ha ido haciéndose poco a poco y con sinuosa prevaricación por la
costumbre, o mejor, por el abuso” (DP II,XXIII,11, S 449,10-22).
leyes a las ordenaciones oligárquicas que emitían”, aunque con ellas pretendían
obligar a los hombres bajo coacción como si fueran verdaderas leyes y, “cometiendo
un crimen de lesa majestad contra los gobernantes y los legisladores las llamaron
decretales”24.
Los usurpadores de la autoridad legislativa esgrimen como pretexto la mayor
perfección de la ley natural sobre la ley humana positiva. Los obispos romanos han
desarrollado en sus escritos la teoría de que les compete el desarrollo de la ley natural
en cuanto reflejo de la divina y en su nombre han prescrito a los fieles obligaciones
y prohibiciones de actos privados y públicos, proponiéndose ejercer una
autoridad y una jurisdicción superior al legislador civil y al juez secular. Pero fuera
de la ley divina no hay más ley que la dada por el legislador humano y cualquier
otra sólo crea confusión y desdibuja el ámbito del poder civil, único poder coactivo.
El derecho natural lo invocan quienes se resisten a acatar el poder humano bien
constituido y suscitan división y discordias en la comunidad política. Para extirpar
de raíz ese mal y lograr el objetivo de la paz social y la suficiencia de vida común,
hay que rechazar la pretendida identificación de la ley divina con el amplio y vago
ius naturale et divinum que manejaban los canonistas de la época.
La ley tiene que ser clara y conocida explícitamente para que se pueda exigir
coactivamente su cumplimiento y no admita discusión el castigo a sus transgresores.
Esas características de la ley no se pueden asignar a la denominada ley natural.
Marsilio elude la expresión ‘ley natural’25 y en muy contadas ocasiones habla del
‘derecho natural’26. Sin embargo, “algunos” llaman derecho natural al dictamen de
la recta razón y lo sitúan dentro del derecho divino como su fiel reflejo en la naturaleza
humana (DP II,XII,8). Según ellos la ley natural cumple una función mediadora
entre la ley divina y la humana positiva que debería ser concreción de la ley
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24 DP II,XXIII,13 S 450,21 y ss. Al principio las llamaron iura canonica, intentando con una
impía maniobra de camuflaje jurídico que suscitaran en los fieles mayor respeto y obediencia que las
leyes auténticas. Así, poco a poco (paulative) y a escondidas (clanculum), los papas se otorgaron a sí
mismos los diferentes significados de la plenitudo potestatis, y con esos títulos han cometido un sin
número de monstruosidades contra la ley humana y la divina y contra el sano juicio de cualquiera que
haga uso de la razón.
25 La única vez que la emplea lo hace con la fórmula rebajada “lex quasi naturalis” aplicada a
“aliqua ordinacio racionalis” (DP I,III,4, S 14,16-20). Da la impresión de querer evitar cualquier confusión
entre lo que es propiamente ley y ese orden primitivo de alguna exigencia racional más bien
vaga.
26 El llamado ius naturale es el derecho universal en cuanto su contenido es aceptado y practicado
por todos los hombres y naciones. Se trata de leyes humanas más que ley natural en el sentido de
las leyes físicas, de las reglas de actuación en las que han coincidido los diferentes pueblos y naciones
a lo largo de la historia, que pueden ser analizadas jurídicamente, a diferencia del concepto genérico
de ley natural. Es ‘derecho’ en cuanto su contenido lo establece el legislador (statutum illud legislatoris)
y depende de la institución humana (ab humana institucione pendencia); y sólo metafóricamente
se le llama ‘natural’ (transumptive iura dicuntur naturalia) (DP II,XII,7, S 268,7-19).
natural, estableciéndose una jerarquía de subordinación entre la ley divina, la ley
natural y la ley humana. La ley natural no es más que la coartada del poder clerical.
La voluntad humana, no Dios, es la única causa eficiente de la ley civil27. Es ley
lo que decide el legislador humano, inmediatamente, sin mediación de la ley natural,
ni de una minoría particularmente experta (o particularmente interesada). No
hay derecho natural diferente del derecho humano establecido. La ley es siempre
ley positiva: tiene que estar escrita y promulgada. Lo está la ley humana civil; y
también la ley divina contenida en la Sagrada Escritura. El pretendido derecho natural
no es ley, pues, por definición, no está escrito. En consecuencia, el derecho natural
es ‘equívoco’ y resulta poco recomendable para fijar las reglas y obligaciones
que deben regir los actos humanos28. Marsilio no vuelve a hablar del ius naturale
en la Dictio II, ni lo menciona en el Defensor Minor, donde la ley lo es siempre en
sentido propio sin mediación de la ley natural. El innegable abandono del derecho
natural constituye una de las mayores novedades de Marsilio y expresa una apuesta
por el significado político de la ley humana. La desconexión de la ley humana
con la ley natural constituye una notoria excepción en la tradición jurídica medieval
y contrasta con el pensamiento filosófico, que fundamentaba la ley positiva en
la ley natural29. La filosofía de Marsilio supera la jerarquía especular o participativa
entre la ley natural y la ley positiva. No hay otras leyes en sentido propio que las
leyes positivas. Puede haber otras normas de conducta moral, consejos, doctrinas,
etc., a las que incluso se les denomine a veces ‘leyes’, pero no son propiamente
leyes.
No está dispuesto Marsilio a ceder la determinación de lo justo al derecho natural,
para no conceder a sus doctos intérpretes, sacerdotes y obispos, la función de
establecer el límite de la ley humana, es decir, de limitar al poder civil. Si ‘algunos’
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27 DM XV,5,298. Al legislador sólo le interesan los actos libres, voluntarios y transitivos (DP
II,II,4), llamados ‘imperados’ (DP II,VIII,5), que emanan del imperio de la mente humana (DP
II,XII,3); pues ese poder sobre los propios actos, o libertad, diferencia al hombre de los demás animales
(DP II,XII,16). Como lo natural no depende de la voluntad y no se decide, la ley no es ‘natural’
(DP II,XII,7). “La ley humana es precepto coactivo que nace de la libre decisión de la voluntad
humana” (DM XIII,3,268).
28 “Verum ‘naturale’ hic et supra equivoce dicitur” (DP II,XII,8, S 268-269). Los contenidos de
la llamada ley natural no son evidentes ni universales; al contrario, cosas que parecen conformes al
dictamen de la recta razón no son conocidas por todos, ni consideradas moralmente buenas en otros
lugares, ni formuladas explícitamente como leyes. Marsilio concibe desde el principio la ley como una
‘ordenación racional’ no natural y explica que esas reglas y modos de vida más perfectos los ‘inventaron’
los hombres, como inventaron las demás artes “invente sunt artes et regule” (DP I,III,5, S
15,26); “…sit legum inventor, potest tamen quilibet de inventis et ab alio sibi propositis iudicare” (DP
I,XIII,3, S 72,11-12).
29 Para Tomás de Aquino la ley humana se deriva de la ley natural y si se aparta de ella no es ley
sino corrupción; sus contenidos proceden de la ley natural como especificaciones, determinaciones de
sus preceptos o conclusiones de los principios. (S. Th., I-II, q.95, a.2).
introducen la ley natural en el ámbito jurídico es con la perversa intención de convertirse
en los intérpretes cualificados de la misma y en los jueces de su efectivo
cumplimiento. Pero no se puede hablar de ley no escrita y de obligaciones no promulgadas
según legítimos procedimientos. Si el derecho natural se presenta como
instancia moral desde la que valorar la validez de la ley humana, ¿qué autoridad le
queda al legislador humano? No hay en esta sociedad intérpretes privilegiados ni
jurisdicción superior a la autoridad de toda la comunidad política.
Con el rechazo de la ley natural Marsilio pretende desarmar a los que la utilizan
para dividir el poder civil. Se trata del conflicto entre la autoridad civil y quienes,
de manera sofística, usurpan derechos del único poder legítimo. El final del conflicto
entre las dos concepciones políticas llegará al privar al clero del poder que le
conferiría la interpretación de la ley natural. No hay conflicto entre dos autoridades
que pelean por extender su jurisdicción o su ámbito de poder, porque no hay dos
autoridades, ni puede haber dos jurisdicciones bien establecidas. Marsilio propone
la total subordinación de la estructura eclesial a la autoridad jurídica del Estado: al
legislador y juez humano. Y lo hace por razones ‘políticas’: para preservar la paz,
el poder civil debe ser único y sin más cortapisas que la propia ley establecida por
la ciudadanía. No apunta a la moderna división del poder, ni a una sociedad secularizada
que sustraiga la libertad de conciencia individual de la jurisdicción del
Estado, sino que afirma la soberanía única del poder civil para arrojar fuera de las
decisiones políticas a los sacerdotes. Incluso defiende la imposición de la fe por la
fuerza, sólo que ejercida por el poder temporal, no por los sacerdotes (DP,IX,7),
situándose más cerca del realismo político de Maquiavelo y de Hobbes que de una
concepción moral de la ley.
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